III
El Ángel
L señor deán de Oleza recibió carta de un beneficiado de Murcia, muy sutil. Pero la sutilidad, la delgadez, el primor, era lo de menos. El señor deán abandonó las aristas y volutas del colofón de un códice. Las consultas, las crisis, los brincos de María Fulgencia le parecían siempre cosas pasadas, envejecidas. Ni siquiera había de meditar un consejo inédito. Le servían las mismas palabras, los mismos ademanes. Y he aquí que, de súbito, se topaba con lo inesperado: María Fulgencia quería comprar la imagen del Ángel de Salcillo, aunque le pidieran en precio su casa y sus campos, que comenzaban a mejorar y producir.
¡Inesperado! Y una sorpresa para el señor deán era el vuelco de toda su vida. Ni se acordó de poner la frente entre sus manos para cavilar, sino que alzaba los puños y los miraba desde su sillón sin conocerlos. ¡Un sobresalto tan grande como el de la resurrección de don Trinitario! ¡María Fulgencia era una Valcárcel!
Poco a poco el deán puso la lógica junto al desatino, el ungüento que adoba las inflamaciones.
¡Para qué quería esa infeliz el Ángel, ni dónde lo pondría, si por comprarlo se quedaba sin casa! Además de la lógica, estaba el consejo de familia, y además él. Pero ni él ni nadie podían ya impedir el alboroto de María Fulgencia y las zumbas de las gentes.
Una segunda carta del beneficiado de Murcia estremeció la corpulencia del señor deán. Todo el deán recrujía combándose hacía la decisión, mientras releía los principales conceptos:
«… Yo no he querido apartar de su locura a la señorita Valcárcel con destemplanza y malhumor, sino participando aparentemente de sus puericias, con el similia similibus. Esa talla —le dije— es magnífica. Si yo fuese obispo de Murcia, reclamaría el Ángel para mi palacio. Empresa imposible. Y, sin embargo, un obispo en su diócesis es y puede más, mucho más, que una señorita devota en su casa. Bien sé que esa imagen del Ángel es la que debemos amar entre todas las imágenes de todos los ángeles. Los que entienden de belleza dicen que el imaginero tuvo inspiración divina labrando un cuerpo hermoso que no fuese de hombre ni de mujer. No participa de nosotros, y pertenece a todos nosotros. Nos pertenece más a los murcianos por aparecerse junto a una palmera. El artista prefirió la palmera solitaria de nuestros jardines cerrados al olivo de la granja de Gethsemaní[2]. No quiso un ángel con espada, con laúd, con rosas. No un ángel de ímpetu, ni de suavidad ni de gloria: ángel fácil, de buena vida. Nos dejó el Ángel más nuestro y el que estuvo más cerca del dolor humano de Dios; el Ángel que descendió al huerto lleno de luna, para confortar al Señor en la noche de sus angustias. Ángel de los dolores… Lord Wellington pretendió, como usted, llevárselo. Ofreció dos millones y otro Ángel igual y nuevo. Y quedose sin Ángel. Ni usted da tanto, ni yo soy ni seré obispo. A usted le queda un consuelo de ilusión: llamarse María Fulgencia, como la hija de Salcillo… La señorita Valcárcel me contestó inesperadamente que le importaba una friolera la hija de Salcillo… Yo nada más puedo hacer. Ella sigue consumiéndose. Compra todas las estampas del Ángel que encuentra y que le traen; y el precioso mancebo de Gethsemaní se multiplica en la sala, en el dormitorio, en los libros y en el costurero de la señorita…».
Removiose el deán con un viejo estrépito de escabel y butaca.
Llegaba la hora de reclamar de sí mismo ante sí mismo. La protección de la casa de los Valcárcel no le pedía una perpetua mansedumbre a los antojos de una moza; no le obligaba a salirse de sus sendas tranquilas y pasar una vejez de trajines en el cabriolé de una diligencia. Esta sería su jornada última de Oleza a Murcia.
Llegó y encaminose a la noble casona. Ordenó que le abriesen y que alumbrasen el inmenso escritorio de don Trinitario, y desde allí llamó a la huérfana. En aquella estancia resultaría la entrevista de un eficaz entono.
Brincando compareció María Fulgencia. Ya tenía una graciosa cabellera de paje; ya le volvían los colores de la salud.
El enojado canónigo no quiso oírla, porque él no había venido sino a imponer su seso y su voluntad.
—He venido a decirte que no puedes comprar el Ángel de Salcillo, entre otras razones, porque no puede venderse… ¡Y se acabó! ¡Ni más ni menos!
—Ya lo sabía…
—¿Lo sabías?
—Sí, señor, que lo sabía. Lo que yo quiero ahora es ser monja suya, y así viviré a su lado.
—¿Monja suya? ¡Tampoco, tampoco, porque el Ángel de Salcillo no tiene monasterio!
—¡Si no tiene monasterio, yo lo fundaré!
—¿Que tú lo fundarás? ¿Tú?
—Con lo que yo tengo y lo que yo amo a mi Ángel…
—¿Con lo que tú tienes? ¿Con lo que le amas?
¡Pero si él no era quien debía preguntar, sino quien debía decidir! Y el deán siguió preguntándole:
—¿Pero, hija, es que tú te piensas que se pueden cometer ni decir atrocidades y herejías?
—¿Es una atrocidad que yo ame la imagen del Ángel de Nuestro Señor? ¡Mire que lo que usted dice sí que me parece una herejía!
Se precipitaba la contradicción sobre la roja frente del deán de Oleza. Y se puso a cavilar. ¿Podía él vedarle esas encendidas piedades sin caer en peligrosas apariencias iconoclastas? Enjugose muy despacio los sudores, mirando a la señorita Valcárcel:
—¿Tú le rezas al Ángel?
—¿Yo? ¡Yo, no, señor!
—¡Ya te tengo cogida!
Pero la soltó pronto. Resollaba cansándose de un diálogo tan preciso.
Las cosas eran según eran. Nunca reparó en la imagen del Ángel, que no semejaba ni hombre ni mujer… ¡Claro que no lo sería! ¡Pues que se hartara de mirarla y de quererla! En seguida se le deslizó una sospecha turbia, un barrunto miedoso que no lograba subir a las claridades de la proposición. La belleza de la imagen no sería de hombre ni de mujer; luego participaba de entrambos; y desde el momento en que María Fulgencia se encandilaba y derretía por el Ángel, el Ángel, a pesar de su androginismo, ¿no se revelaría para la huérfana con un espiritual contorno y hechizo masculino? Otra vez se quedó pensando el señor canónigo, y, de repente, le preguntó:
—¿Y por qué no te marchas a Madrid, con tus tíos?
—¿Con tío Eusebio y esa señora Ivonne-Catherine, Ivette, Kate y no sé qué más? ¡Ni los hijastros la resisten!
—Es que yo quiero que salgas de Murcia. ¡Y además de quererlo, tú lo necesitas!
—¡Ahora mismo me marcharía de aquí!
—¿Y a dónde te llevaré? Estuviste en la Visitación… ¡Eras entonces una criatura! Allí, para verte, no había yo de viajar en diligencia…
—¡Lléveme usted a la Visitación!
—¡A la Visitación!…
Muchas cristianas doncellas fueron primorosas copistas de la biblioteca de Orígenes. En los monasterios de mujeres fue también la caligrafía labor honorable y deseada. ¡Ah, si María Fulgencia quisiera!
—¡Lléveme en seguida a la Visitación, y allí me quedaré hasta que me canse!
—¡Eso es lo peor; que te cansarás!
… Domingo por la tarde llegó al portal de las Salesas de Nuestra Señora un faetón estruendoso y polvoriento.
Acudió el mandadero, y él y el mayoral descargaron cofres, atadijos, cestos de frutas y pastas, ramos, cajas, sombrillas, chales y una primorosa jaula de tórtolas.
Presentose don Jeromillo, carne rural y alma de Dios que se atolondraba y agoniaba de todo. Vio los equipajes, se agarró la cerviz, corrió hacia el cancel del convento, y desde allí volvió a la portezuela, socorriendo al señor deán, que no podía desdoblar sus hinojos y se quejaba, creyéndose cuajado y oxidado.
Asomó en la zancajera del coche un pie, un tobillo, un vuelo de falda… Y rápidamente se escondió todo dentro de la berlina. Venía una brigada de colegiales de «Jesús», la primera brigada, la de los mayores. Se oyó un grito de la señorita Valcárcel.
—¡El Ángel!
El señor deán se revolvió consternado.
—… Con galones de oro y fajín azul… ¡El último de la izquierda! ¡Es el Ángel!
Don Jeromillo se aupó para mirar, se asustó sin entender nada, y saludó al Ángel.
—¡Ése es Pablito, Pablito Galindo, hijo de don Álvaro, don Álvaro el que se casó con Paulina, la dueña del «Olivar de Nuestro Padre»!…
Pasaron al locutorio de la Visitación, y quedose María Fulgencia entre las madres, que la besaban llorando y riendo.
Ella sentía un júbilo infantil. Corrió por los claustros, por el hortal, por la sala de labores y de capítulo. Todo lo preguntaba, y decía que de todo se acordaba. Lo creía todo suyo, en una posesión sentimental de sobrina heredera de Nuestra Señora. Abrió los cofres, los arconcillos, las cestas. Derramó sus ropas, sus sartales, sus brinquiños, sus esencias. Repartía flores y dulces; besaba sus tórtolas, meciéndolas en la cuna de su pecho. Quiso ver su aposento; lo engalanó. Pidió vestirse de novicia y profesar cuanto antes. Se llamaría Sor María Fulgencia del Ángel de Gethsemaní. En verano se marcharía con toda la comunidad a sus haciendas de Murcia, que ya daban gozo…
La abadesa, blanda y maternal, la sonreía siempre con un dulce estupor de sus arrebatos.
La clavaria, grande, maciza, de ojos abismados por moradas ojeras que le ponían un antifaz de sombra en sus mejillas granadas de herpes, la miraba con recelos, y hacía un grito áspero de ave en cada retozo de aquel corazón. ¡Cuánto dengue y locura! Se obligó a vigilarla; y se puso a su lado.
De noche, en el coro, cuando la madre dijo:
—Por la salud de nuestro reverendísimo prelado: Pater Noster…
María Fulgencia inclinose hacia la clavaria, preguntándole:
—¡Cómo! ¿Qué le pasa al pobre señor? Será muy viejecito, ¿verdad? ¿Tiene sobrinas?
—¡Calle y rece!
María Fulgencia no quiso recogerse sin hablar a solas con la madre, para saber de Su Ilustrísima. El señor obispo llevaba mucho tiempo recluido en sus habitaciones privadas de Palacio. Le asistía un médico forastero; y aunque se ocultaba con rigor su mal, ya no era posible ignorarlo: Su Ilustrísima padecía una enfermedad horrible de la piel. Una desgracia para toda la diócesis de Oleza. La señorita Valcárcel imploró que le dieran pronto el hábito para ir a cuidar al venerable enfermo.
Sonrió la abadesa elogiando su propósito y pidiéndole que se acostara.
—¿Pablo Galindo? ¿Quién es Pablo Galindo?
Sobresaltose la madre, principalmente porque acababa de aparecerse la clavaria, advirtiéndoles que ya reposaba toda la residencia.
A la madrugada, la señorita Valcárcel tuvo congojas. Y desde el segundo día de su ingreso se la vio sumirse en una vida espiritual, ganando en virtudes monásticas.
La clavaria desconfío más. Todas las noches desmenuzaba sus escrúpulos y avisos a la madre.
—¡Es menester probarla mucho! Es hija de casa principal, bien lo sé; pero tiene torbellinos en la sangre… Su padre resucitó, y no era ningún santo… ¡Yo no sé, no sé! Sólo digo que es menester probarla mucho.
Gozaba fama de prudente y sabidora en toda la Orden.
Y la abadesa la probó, quedando más confusa. La señorita Valcárcel subía a la virtud de las virtudes, al dejamiento de sí misma en Dios, según palabras del santo fundador. En el regazo divino se recostaba su alma. Pero algunas veces le parecía que el Señor la pusiese en tierra. La ejercitó en todo género de abnegaciones, imitando a Santa María Magdalena de Pazzis cuando fue maestra de novicias. La retiró del coro mandándola que fuese a contar los ladrillos de la sala de costura, y María Fulgencia los contaba haciendo tonada de escuela. La envió al huerto a coger hormigas, y ella las cogía con entusiasmo. La quitó de la oración más interna y sabrosa para que sacase agua del aljibe, y todas, menos la clavaria, la proclamaron humilde y hermosa como la Samaritana. Hasta se la obligó a servir en el refectorio, vestida de sedas de las galas que trajo del siglo, y también vieron todas en esa criatura la suma alegría de la mortificación.
Se supo que Su Ilustrísima había empeorado. Y la señorita Valcárcel redobló sus penitencias y sus preces.
Todo se lo dijo la madre al señor deán. Y el señor deán respiró complacido.
—¡Ya la tenemos encaminada! Hemos acertado. ¡Ni más ni menos!