II
María Fulgencia y los suyos
ARÍA Fulgencia quedó huérfana también de madre. Alta, delgada, pálida; la boca muy encendida; las trenzas, muy largas, muy negras. Sola en el viejo casón, con criadas antiguas.
Desde su diócesis venía el señor deán a decirle palabras prudentísimas, y ella las recibía resplandeciéndole sus ojos de niña y de mujer, que siempre miraban a lo lejos.
Apareció tío Eusebio con la esposa casi nueva, una dama bordelesa, que hablaba un español delicioso y breve. Era toda de elegancias, en su vocecita, en sus mohínes, en sus miradas y actitudes, como si su cuerpo, sus pensamientos, su habla y su corazón fuesen también obra de su modisto. Toda moda la consulesa, y el cónsul también todo moda.
Los sastres de Murcia se asomaban al portalillo de su obrador para ver las galas de medio luto, de corte inglés, que paseó el cónsul por la Platería antes de visitar a su sobrina.
—Voilà, Fulgencia. ¡Aquí tienes a Ivonne-Catherine!
—¿A quién?
—¡Hija, tu tía! Pero nosotros no decimos tía.
La miraban, aceptando que fuese bonita a pesar de su encogimiento lugareño.
—¿No me preguntas por Mauricio y Javier?
—¿Mauricio y Javier?
—¡Mis hijos! ¡Primos tuyos! ¡Claro!… ¿Has visto, Ivette, qué primitiva cabellera?
Ivonne-Catherine tomó entre sus dedos las puntas de las trenzas de la sobrina.
—¡Oh! ¡Mañificó!
María Fulgencia se pasmó de que lo hubiese dicho sin mover la boca, empastada tirantemente de carmín.
… Y otro verano vinieron Mauricio y Javier. Semejaban extranjeros, de tan parados y tan rubios. Los sastres de Murcia también salían de sus tiendas para verlos.
Destinado el cónsul al Ministerio, pasaba las vacaciones en sus heredades. Los hijos estrenaron uniformes de cadetes de Caballería. De tarde, paseaban por el viejo jardín de María Fulgencia. Ella, blanca, lisa y dulce. Ellos, rojos, desplegados, flameantes. Contaban maravillas de Burdeos y de Valladolid. Mauricio siempre sonreía mirando a Murcia; porque no miraba un edificio, una calle, una torre, sino toda la ciudad con una sola mirada.
Contemplándole y oyéndole, recogía su prima una promesa de felicidad.
Y después. Después ya no vinieron hasta que Mauricio lució insignias y galas de teniente.
María Fulgencia estaba más descolorida, y sus cabellos negros, más frondosos, la dejaban en una umbría de ahogo apasionado, una umbría de mármol con hiedra, en el olvido de un huerto. Mauricio le besó los zarcillos de las matas de trenzas, y todo el mármol tembló sonrojándose, como si la estatua se viese a sí misma desnuda, llena de sol. Aquel invierno, Mauricio le escribió despidiéndose. Se marchaba lejos. Viaje de estudio; estudio comparativo de los más grandes ejércitos de Europa.
Toda la carta era una definición apologética de las virtudes del soldado. «Un buen soldado necesita saber cómo son los demás soldados. Este conocimiento es el origen de las gloriosas conquistas y resistencias. Un buen soldado ha de tener un espíritu internacional. Estas últimas palabras me las enseñó mi padre».
Si la carta no desbordaba de mieles de requiebros, en cambio era rica de firmes verdades. María Fulgencia la llevó en su pecho. Al acostarse la puso en el cofrecillo de sus joyas, y ya tuvo un perfume de galanía.
En esos días mostrose la huérfana con sobresaltos y deseos de soledad. Los pasaba en la profunda alcoba de los padres, quejándose y revolviéndose vestida en el lecho enorme, de baldaquino de damascos. Estuvo todo un domingo quietecita, ovillada. No quiso alimento; se fajó la frente con un terciopelo morado de una imagen.
Sus viejas criadas la besaban llorando.
—¿Qué tendrás, nenica?
—¡Ay, yo no sé! ¡Tendré calentura!
Todo amargo en su vida; sentía en su boca flores amargas; se le cerraban los ojos con un peso amargo; el agua que bebía era de hiel caliente. Su aliento y sus sienes abrasaban el hilo de los almohadones, dejándoles un olor de amargura.
Se avisó al señor deán, que acudió casi pronto.
—¿Y qué haríamos nosotras; nosotras y usted, señor deán?
—¿Nosotros? Nada. Es un brinco para crecer. ¡De brinco en brinco vamos llegando a la palma de la mano del Señor, que un día, ¡zas!, nos entra en la gloria! Es una crisis del crecimiento. Lleva ya muchas: la primera la tuvo cuando murió la hermanita…
Aquella noche empeoró. El médico de la casa pidió consulta. Reunidos en el escritorio del difunto don Trinitario, dijo el señor deán:
—No me cansaré de advertir que se trata del crecimiento…
—Es tifus. Tifus del peor en esas edades…
—¿Tifus? Pero, bueno, el tifus lo tiene todo el mundo en Murcia; está siempre debajo de Murcia, a dos jemes de profundidad.
No murió María Fulgencia. El canónigo-ayo la visitó doce jueves. En el jueves duodécimo habló complaciéndose en el triunfo de su diagnóstico.
—¿No lo dije yo? El nuevo brinco de abajo hacia arriba. Has crecido. Vuelves a ser de carne blanca y no de tierra; porque parecías de tierra verdosa.
Y entre tanto un viejo peluquero cortaba las trenzas de la convaleciente. La dejó rapadita. En la luna del tocador de su madre se veía María Fulgencia sus ojos anclaos, densos, como dos pasionarias húmedas, que, de súbito, se crisparon, porque allí, en el espejo, se le apareció Mauricio, todavía con uniforme de camino.
Ella se cubrió con las manos su cabecita raída. Alarmose el deán; se desesperaron las criadas.
María Fulgencia se refugió dentro de un cortinaje, enrollándose toda entre los gordos pliegues, y desde allí salía su gemido.
El maestro apartaba con la punta de su bota los rizos y vellones. Después se aguardó, sin soltar su sonrisa y un frasco de loción.
Fue Mauricio el que sacó a María Fulgencia del fondo de las rancias telas, que crujieron desgarradas. La llevó junto a la ventana. La miró mucho y le dio unos blandos toquecillos en la nuca de cera.
—¡No te apures, hija! ¡Ya te crecerá! ¡Y resultas muy bien! ¡Te pareces a Fernández Arellano, un compañero muy listo de mi promoción, el número siete, que ahora está en la remonta!
En seguida le dijo que su padre, ya cónsul general, acababa de pedir la excedencia.
—Pero te advierto que, por su porte, sigue pareciendo en activo. Ahora viene a Murcia en busca de descanso.
En doce días descansó del todo tío Eusebio, y la víspera de su regreso a Madrid, él y su esposa tuvieron la ternura de visitar a la sobrina huérfana.
La miraban compadecidos, pero sin consentirle que se afligiese demasiado.
—¡No! ¡Eso, no! Kate no puede con las tristezas. Es lo único que no resiste. Estás en lo mejor de la vida. Tienes en el buen deán padre, madre y hermano: toda una familia. ¡Es un agradecido! ¡Ah, Kate, si conocieras al deán! ¿Qué cumples, veintidós? ¡Cómo! ¿Nada más que diecisiete?
—¡Un bebé! —suspiró Kate o Ivonne-Catherine por el esmalte de su boca inmóvil.
Debajo de aquella boca cromada, egipcia y hermética salía una respiración de bombones.
—¿Diecisiete? ¡No entiendo! ¡Entonces, entonces es Mauricio quien tiene veintidós!
—¡Oh, qué gafe!
Y madama aplaudía, muy niña, con sus dedos ceñidos de mitones color de aromo.
El ex cónsul se reía con elegancia mirando a su mujer, mirándose sus zapatos de charol. Finalmente, colgó sus pulgares enérgicos de las sisas del chaleco de merino orillado de felpa.
Se levantó, porque no podía sufrir el ruido de una acequia que pasaba entre los naranjos y magnolios del jardín de la casona.
—¿A ti, Fulgencia, no te desespera oír siempre ese agua? ¿Que no?
—No. Cuando estuvo enferma le llegaba un alivio de esa estremecida frescura. Se creía caminar encima del riego, calentándolo con la brasa que soltaba su piel.
—Bueno; pero sería en el delirio de la fiebre… ¿Tuviste fiebre? ¿Mucha fiebre? ¡Entonces has resucitado, como tu padre! Pues en creciéndote el cabello, te vienes a Madrid con nosotros. ¿Verdad, Gothon?
—¡Oh, sí; unos días! —susurró Ivette, Katte, Gothon, Ivonne-Catherine.
—¡Claro, unos días! No te faltarán partidos. Sabemos que pasó ya lo de Mauricio. No seríais felices. ¿Verdad, Ivette?
—¡Oh, no!
Y se marcharon.