I
El señor deán y María Fulgencia
ARA buena salud y buen cuajo, el señor deán! —decían las gentes; y él no lo negaba.
Ni su memoria, ni su entendimiento, ni su voluntad, ni su corpulencia perdieron nunca su mensura. Ni un latido impetuoso, ni una borrasca en su frente, ni un paso más rápido de lo suyo, ni una costumbre nueva.
Presentósele en su casa un sobrino aventurero, capitán de tropas de Manila, lleno de ruindades y deudas. Comprendió el deán que ni su amor ni su consejo podrían enmendarle. Las cosas y los nombres eran según eran. Aceptada la premisa, no era ya menester el ahínco de los remedios. Es verdad que por la gracia de algunos santos y mujeres se alcanzaban conversiones difíciles; pero él no pecaría creyéndose santo. Entre las mujeres de dulces prendas, con casa de crédito y bienestar, ninguna en el pueblo como Corazón Motos, que heredaría un obrador de chocolates de seis muelas. Y el bigardo del sobrino dejó al canónigo por seguir a doña Corazón.
Elegido vicario capitular de la diócesis, huérfana del anterior prelado, supo el señor deán quedarse inmóvil en todo su gobierno, guardando prudentemente la sede hasta la llegada del nuevo obispo. Volvió, después, a sus máximos afanes, primor de sus ojos y de su pulso: la caligrafía, arte gloriosamente cultivado por muchos varones de la Iglesia, como San Panfilio, San Blas, San Luciano, San Marcelo, San Platón, Teodoro el Studita, el patriarca Méthodo, José el Himnógrafo, el monje Juan, el monje Cosmas, el diácono Doroteo…
El deán de Oleza calcó viñetas, orlas y portadas, copió centones de pensamientos, compuso y minió pergaminos de gracias. No fue su pluma tan rápida como el ala de los ángeles, según se dijo de la del higumeno Nicolás; en cambio, mereció que se celebrase la clara hermosura de su letra aun después de muerto, como fue ensalzada, en su oración fúnebre, la letra del Studita.
El libro de San Nicón refiere que visitando un abad las Casas puestas bajo su obediencia, les pregunta a sus monjes el oficio que ejercen. Uno le responde: «Yo trenzo cuerdas». Otro: «Yo tejo esteras». Otro: «Yo, lienzos». Otro: «Yo hago harneros». Otro: «Yo soy calígrafo». El abad se apresura a decirle: «El calígrafo sea humilde, porque su arte le inclinará a la vanagloria».
Por ese miedo de caer en la tentación del orgullo, los monjes calígrafos no firman sus obras, o lo hacen confesando sus flaquezas, encomendándose a las plegarias de los lectores, añadiendo a su nombre palabras de menosprecio. Así, el monje Leoncio se llama insensato; Nicéforo, desventurado y mísero; Cirilo, monje pecador.
El deán de Oleza puso ingenuamente su nombre junto al fecit, y un gentil monograma. Quizá por eficacia venturosa del arte, si su gobierno diocesano y el capitán de Manila le dieron motivos de turbación, puede creerse que los mismos motivos, ellos solos, ya cansados, le dejaron en paz.
Pero en el principio de su vejez se le acumularon los trastornos y cavilaciones de la noble casa de los Valcárcel de Murcia, donde había servido de mozo y recibido estudios y, finalmente, el valimiento que le exaltó al deanato de Oleza.
Una tarde, el señor deán presidió el entierro de don Trinitario Valcárcel y Montesinos. Iban los cleros de todas las parroquias de Murcia, y como el señor Valcárcel dejó mandas al seminario, a los asilos, al hospicio y a muchos conventos, alumbraban sus despojos los seminaristas, los asilados, los hospicianitos y frailes. Llevaban el ataúd seis jornaleros de las haciendas de los Valcárcel, con sus duros trajes de paño, trajes de boda que guardan para su mortaja y se los ponen también para el luto de los amos. Entre responsos y el desfile del pésame cerró la noche. Quedó el cadáver en la grada de la capilla del cementerio, velándole sus labradores. Estaba vestido de frac, con dos bandas y placas de dos grandes cruces, todo de cuando estuvo de jefe político en Extremadura.
Los buenos hombres hablaban con sumisión. Callaban, bostezaban y se aburrían de mirar el amo muerto, los cirios, el Cristo del altar, Cristo de cementerio al que se encomienda que cuide de los difuntos depositados a sus pies mientras se duermen los que los guardan. Tanto bostezaban los seis labradores, que dos se fueron a mercar tortas y panecillos calientes de la cochura de madrugada, bacalao, vino y olivas. Todos juntos otra vez en la capilla, se hartaron, fumaron, despabilaron las luces y se acostaron en la estera.
Pasó tiempo. Las moscas chupaban en los ojos, en las orejas, en la nariz, en las uñas de don Trinitario, y de súbito zumbaron en un revuelo de huida. El cadáver había movido los párpados. Descruzó las manos, descansó los codos en los bordes del ataúd como en un cojín, fue incorporándose y se sentó. Debió de ser en la vida y en la muerte hombre socarrón y flemático. Estuvo mirándolo todo: sus gentes dormidas, los picheles de vino, los papelones pringosos de la cena, los cirios devorados, el Cristo delante, acogiéndole; un trozo de noche estrellada, con un panteón viejo y la fantasma de un ciprés…
—¿Y no se murió usted del susto de despertarse allí? —le preguntó el deán cuando fue a Murcia para ofrecerle, un poco medroso, su parabién.
—No, señor —le dijo el resucitado—; porque allí lo que más podía horrorizarme era el muerto, y al muerto no le veía porque precisamente era yo.
Don Trinitario bajó despacito de su tarima, le tomó la manta a un criado, envolviose y salió.
Por el camino iba pensando en su muerte. No se acordaba de haber fallecido. Ya le parecía que debió morir en fecha remota; ya creía que acababa de jugar su tresillo con el brigadier y Montiña, el relator; no recordando si ganara o perdiera; de modo que jugando se moriría.
Le malhumoraba ir con la cabeza desnuda, de frac y condecoraciones —las sobredoradas, las económicas— y sin guantes, sin joyas, sin dinero, sin reloj: bolsillos de difunto —¡qué concepto de ruindad, de miseria inspiraba un cadáver católico!—. En cambio, le habían calzado unas botas nuevas, y se las pusieron rajándoselas, y se las abrocharon con un solo botón: un botón con un ojal que no se correspondían. ¡Qué prisa para el avío tan precario!
Llegó al blasonado portal de su casona. Llamó con el mismo repique de aldaboncillo de siempre. Silencio. Sueño de cansancio de desgracia. En la esquina relumbró el farol del sereno. A lo lejos venía un estrépito de alpargatas. ¡Sus labradores! Entonces sí que se asustó el señor Valcárcel de que se le tuviese por un ánima en pena. Y a voces y manotazos consiguió que las mozas le abrieran un postigo, huyéndole despavoridas.
Para todos, y aun para sí misma, fue ya la mujer una ex viuda. De noche se creía acostada con el cadáver de su marido. Daba gracias a Dios por el milagro de la resurrección, uno de los pocos milagros que nunca se nos ocurre pedir. Se despertaba mirándole. Sin darse cuenta, le cruzaba las manos y, suavemente, le cerraba más los ojos…
Pertenecían los Valcárcel Montesinos a una de las familias más eminentes de Murcia por su rango y hacienda y por los títulos y méritos con que la ilustraron los dos linajes, en cuyas ramas florecieron guerreros, oidores, tribunos, un purpurado, dos azafatas, dos generaciones de primeros contribuyentes y, por último, don Trinitario, político de agallas, y don Eusebio, cónsul de muy adobada elegancia, que enviudó en Cette.
Don Trinitario se casó, ya maduro, con una labradora que le dio dos hijas; pero sólo una, María Fulgencia, vino al mundo bien dotada de salud y hermosura.
La otra hija nació convulsa y deforme. A los seis años fue sumergiéndose en una quietud de larva. Cuando murió, nadie lo supo. Estaba lo mismo que cuando vivía: mirándolo todo con la blanda fijeza de sus ojos de vidrio de color de ceniza.
Tan lindas ternuras puso María Fulgencia en el recuerdo y en la pronunciación de «mi hermanita», que hasta las amistades, que compadecieron y evitaron besar a la enferma, creían verla malograda en una graciosa infancia.
María Fulgencia se exaltaba y desfallecía llorando. El padre quiso que se la llevase su hermano al consulado de Burdeos, pero ya el cónsul preparaba sus segundas bodas.
No resistía María Fulgencia su soledad infantil en la casa de Murcia. Y don Trinitario llamó a su ahijado, el deán de Oleza.
—¿Qué te parece que se haga con esta criaturita? ¿Cómo la curaríamos?
Ya se sabe que para su protegido las cosas y las personas no tenían remedio: eran según eran.
Don Trinitario se enfureció. Bajo su mando de jefe político de Extremadura todos los conflictos tuvieron remedio. Halló remedio entonces y después para todo, hasta para su muerte. ¿No lo habría para las congojas de María Fulgencia?
Y lo hubo encomendándosela al deán, que se la llevó a la Visitación de Oleza. No se conocía en muchas leguas a la redonda otro convento donde pudieran acogerse niñas educandas de algún primor de cuna.
Pasó María Fulgencia largos meses de lágrimas y desesperaciones pidiendo su hermanita, apareciéndosele su padre tendido en el féretro y al otro día sentado delante de su escritorio, repasando las cuentas de la funeraria. Domingos y jueves la visitaba el señor deán. Salían las monjas a contárselo todo, y él siempre decía:
—Eso es una crisis. ¡Ni más ni menos!
—¿Y qué haríamos con ella?
El señor deán balanceaba pesadamente su cabeza redonda, inclinada, de calígrafo. Había una intención salvadora en sus ojos gordos. Por primera vez en su vida descubría remedio para un trance de apuro: devolver la mocita a su casa. Y no lo propuso, sintiendo que la gratitud sellaba su lengua.
Un jueves dejó de ir a la Visitación. Estaba en Murcia, porque don Trinitario había muerto definitivamente. Fue humilde su entierro; ya no le velaron sus huertanos y sobranceros. La herencia se redujo a la casona con escudo en el dintel y a dos haciendas empeñadas, invadidas de hierba borde. La viuda se lo confió todo al señor deán. Le rodearon los acreedores, y él les escuchó y leyó sus documentos de letra procesal sin entenderlos, recordando con ternura a su bienhechor y diciéndose que no se debiera morir más de una vez en este mundo. Y como la viuda necesitaba compañía, le trajo a María Fulgencia, y así pudo internarse en las delicias de sus membranas caligráficas. Cuatro meses de felicidad: un cuadro sinóptico de obispos y pastorales de la silla de Oleza, a tres tintas.