III

«Jesús»

SPUCH y Loriga, el curioso cronista de Oleza, tío de don Amancio, dejó inéditos sus Apuntes históricos de la Fundación de los Estudios de Jesús. Yo he leído casi todo el manuscrito, y he visitado muchas veces los edificios, cantera insigne de sillares caleños fajeados de impostas, con tres pórticos: el del templo, en cuya hornacina está el Señor de caminante con su cayada; el del Internado, de columnas toscanas y recantones, donde se sientan los mendigos que piden a las familias de los colegiales, y el de la Lección, con pilastras y archivoltas de acantos, por el que pasan y salen los externos. Tiene el colegio tres claustros: el de Entrada, con hortal; el de las Cátedras, con aljibe en medio; el de los Padres, de arcos escarzanos y medallones cogidos por ángeles. Tiene huerta grande y olorosa de naranjos, monte de viña moscatel y gruta de Lourdes. Hay escalera de honor de barandal y bolas de bronce, refectorios y salas de recreación de alfarjes magníficos que resaltan en los muros blancos; capillas privadas, crujías profundas, biblioteca de nichos de yeso, y en un ángulo, una celda, cavada en cripta, prisión de frailes y novicios. De la viga cuelga el cepo, y en una losa quedan estos versos de un condenado:

«Todo es uno para mí,

esperanza o no tenella;

pues si hoy muero por vella,

mañana porque la vi».

En cuatrocientos mil ducados de oro tasa Espuch y Loriga el coste de la fábrica; y para que mejor se entienda y aprecie la suma, añade: «… que en aquel tiempo no pasaba de cinco ducados el cahíz de trigo, ni de uno un carnero, ni de dos reales el jornal de un buen operario».

Ese «aquel tiempo» es el del fundador, don Juan de Ochoa, pabordre de Oleza, que tuvo asiento en las Cortes de Monzón.

Los estudios —lo repite el cronista— se hermanaron en sus principios con los de San Ildefonso de Alcalá de Henares y los de Santo Tomás de Ávila. Como fray Francisco Ximénez de Cisneros y fray Tomás de Torquemada, don Juan de Ochoa está sepultado en su iglesia colegial. El sepulcro es de alabastro, de un venerable color de hueso; y encima de la urna, soportada por cuatro águilas negras, se tiende el pabordre, con manto y collar. A un lado tiene la espada y el báculo, y al otro los guantes de piedra.

Por la desamortización pasó el colegio del poder de los dominicos al de la mitra, que después lo cedió a la Compañía de Jesús. Era obispo de Oleza un siervo de Dios, de quien se refiere que presentándose una noche en el tinelo, vio en la estera el caballo de espadas que se le cayó a un paje al esconder la baraja. Alzó Su Ilustrísima el naipe y preguntó el asunto.

—¡Es la estampa de San Martín!

El obispo la besó devotamente, guardándola en su libro de rezos. Rezando le cogió el estruendo de la revolución; y los reverendos padres de «Jesús» partieron expulsados.

Volvieron pronto; y entre las mejoras añadidas al colegio durante la segunda época, todos encarecen la del Paraninfo o De profundis. Solemnizose la estrena con una velada. Espuch y Loriga recitó una prosa apologética; y el padre rector dio las gracias conmovidamente en lengua latina, con sintaxis de lápida. Y muchas señoras lloraron.

La ciudad se enalteció. Los sastres, los zapateros, los cereros y todos los artesanos mejoraron su oficio. Los paradores y hospederías abrieron un comedor de primera clase. El Municipio trocó el rótulo de la calle de Arriba por el de calle del Colegio. Se comparaba la fina crianza que se recibía en «Jesús» con la que se daba en el seminario y en los casones de frailes de sayal gordo. Los padres ni siquiera se embozaban en su manteo como los demás capellanes; lo traían tendido, delicadamente plegado por los codos, y asomaban sus manos juntas en una dulce quietud devota y aristocrática. Casi todos ellos habían renunciado a delicias señoriales de primogénitos: capitanes de Artillería, tenientes de Marina, herederos de las mejores fábricas de Cataluña…

Los olecenses cedían la baldosa y saludaban muy junciosos a las parejas de la floreciente comunidad que paseaban los jueves y domingos. Y antes de recogerse en casa —no decían colegio, estudios, residencia, sino sencillamente casa—, solían orar un momento en la parroquia de Nuestro Padre San Daniel, patrono de Oleza, y Oleza sentía una caricia en las entrañas de su devoción.

Otro acierto de la Compañía fue que el hermano Canalda, encargado de las compras, vistiese de seglar: americana o tobina y pantalón muy arrugado, todo negro; corbata gorda, que le brincaba por el alzacuello; sombrero duro, y zapatones de fuelles. Con hábito y fajín de jesuita, no le hubieran tocado familiarmente en los hombros los huertanos y recoveros del mercado de los lunes. Saber que era jesuita y verle vestido de hombre les hacía sentir la gustosa inocencia de que le contemplaban en ropas íntimas, casi desnudo, y que con ese pantalón y tobina se les deparaba en traje interior, como si dijesen en carne viva, toda la comunidad de «Jesús». Ni el mismo hermano Canalda pudo deshacer la quimera advirtiéndoles que los jesuitas usan, bajo la sotana, calzón corto con atadera o cenojil y chaleco de mangas.

Cuando vino de la casa provincial de Aragón el primer mandamiento de traslado, Oleza clamó rechazándolo. Todos aquellos religiosos eran exclusivamente suyos. No había más Compañía de Jesús que la del Colegio de Jesús. Los reverendos padres trasladados tuvieron que salir de noche, a pie, atravesando el monte de parrales de moscateles de casa.

Llegados los nuevos, Oleza confesó que bien podía consentir las renovaciones y mudanzas de la comunidad de «Jesús». Todos los padres y todos los hermanos semejaban mellizos; todos saludaban con la misma mesura y sonrisa; todos hacían la misma exclamación: «¡Ah! ¡Quizá sí, quizá no!». Y desde que Oleza no pudo diferenciar a la comunidad de «Jesús», la comunidad de «Jesús» diferenció a Oleza en cada momento, en cada familia y en cada persona. Ya no fue menester que las gentes le cediesen la acera. El colegio se infundía en toda la ciudad. La ciudad equivalía a un patio de «Jesús», un patio sin clausura, y los padres y hermanos lo cruzaban como si no saliesen de casa.

Eran tiempos necesitados de rigor; y el rigor había de sentirse desde la infancia de las nuevas generaciones. Todavía más en una residencia que, como la de «Jesús», estaba tan poblada de alumnos internos y externos. Cada una de estas castas escolares podía traer peligros para la otra. «Y esto por varios conceptos». Así lo afirmaban los padres. Y las familias se persuadían sin adivinar, sin pedir y sin importarles ninguno de los varios conceptos.

Un padre prefecto y un padre ministro, de algún descuido y flaqueza en la disciplina, recibieron orden de pasar a una misión de Oriente. Ya salían con su maletín de regla bajo el manteo, cuando les llegó el ruido unánime y sumiso de suelas de las brigadas que iban al refectorio. Los dos desterrados se retrajeron en un cantón de la claustra para mirar por última vez a sus colegiales. Pero los colegiales, no sabiendo su partida, temieron que se escondiesen por acecharles. Los inspectores insinuaron un leve saludo de desconocidos.

Los dos jerarcas nuevos vinieron de la misma misión de Oriente. Después de la cena, pasearon por la sala de recreo de la comunidad. Predicadores, catedráticos, consiliarios, iban y volvían, en hileras infantiles, como de «Muchú, madama, matarie, rie, rie», sin mudar de sitio, andando de espaldas los que antes fueran de frente, espejándose en los manises de pomos de frutas; los brazos cruzados, o las manos sumergidas en las mangas del balandrán; en la axila, el corte de oro de su breviario, y en el frontal, el brillo de hueso y de prudencia rebanado por el bonete corvo como una tiara.

Un padre, de los antiguos, mencionó las procedencias de los contingentes académicos: provincias de Alicante, Murcia, Albacete, Ciudad Real, Almería, Cáceres, Badajoz, Cuenca, Madrid… Los dos forasteros, que ya lo sabían, principiaron a pasmarse desde Ciudad Real hasta Madrid, exhalando un «¡Aaah!» que remataba menudito y fino.

—¿También de la corte?

—Tenemos cuatro de Madrid, hijos de títulos; dos de El Escorial y uno de Aranjuez.

—¡Aaah!

—Nunca hemos lamentado, en casa, amistades particulares entre internos, y queda así dicho que nunca las hubo entre internos y externos.

Aunque no las hubo, corrió una mueca de inquietud de boca en boca. En seguida pasó. Todo pasaba rápidamente, y todo tenía el mismo acento de trascendencia: que hubiera alumnos de Ciudad-Real, Almería, Cáceres, Badajoz, Cuenca, Madrid; que hubiera amistades particulares que nunca hubo.

Les pidieron los antiguos nuevas de los países de Oriente. En realidad, no les afanaba mucho saberlas: unos y otros irían y vendrían cuando Nuestro Señor y los superiores lo dispusieran.

Entonces, los recién llegados glosaron su travesía. Lo más doloroso era la intimidad atropellada, la promiscuidad de la vida de a bordo. (El padre prefecto siempre decía nave).

—Las señoras más honestas, los hombres más refinados, los religiosos, los niños, la marinería, todos en la nave acaban por adquirir un gesto de comarca densa y contribuyen al olor de pasaje. Olor de especie, de libertad de especie… Cada puerto va volcando en la nave los agrios de las razas, de los pecados, de las modas, que se confunden en el mismo olor… ¡Ah, ese Singapore!

—Es muy de agradecer —intervino ya el padre ministro— la solicitud de la Compañía Trasatlántica. Hace lo que puede por la decencia de las costumbres en el barco.

—Concedo. Hace lo que puede, pero puede muy poco. ¡Da pena el encogido carácter sacerdotal de los capellanes-marinos! ¡Son más marinos que capellanes!

—Claro que la oficialidad de los buques siempre acata nuestros advertimientos, y en la cámara de lujo y de primera llevamos el rosario, tenemos lecturas, pláticas, certámenes…, y así conseguimos que, poco a poco, se agravie menos a la modestia y a Dios.

El padre prefecto porfiaba:

—De todas maneras, la vida en la nave es vida de sonrojo. Y ni los nuestros pueden impedir el extravío moral de los pasajeros en las pascuas y en los carnavales. No se contienen ni delante de los camarotes de los misioneros. ¡Ah, y con frecuencia aflige el espectáculo de frailes que fuman y se sientan subiéndose el sayal, cruzando las piernas ingle contra ingle!

—En casa —le interrumpió un padre de los viejos— ya no hay colegial que ponga una pierna encima de la otra. El último que lo hacía era Lidón y Ribes —José Francisco—, que había sido externo.

El padre Martí, profesor de Matemáticas —de los dos cursos—, gordezuelo y pálido, apartó los doloridos asuntos estampándose una palmadita en la frente.

—¡Aaah, conocerán sus reverencias al señor Hugo, nuestro maestro de Gimnasia, y a don Roger, nuestro maestro de Solfa! —Y en seguida se reprimió la risa con la punta de los dedos, como un bostezo melindroso.

—¿Señor Hugo? ¡Señor Hugo! Entonces ¿será sueco y rubio?

—¡Sueco y rubio es! ¡Oh, cómo lo adivinaron!

Se alzó un coro de risas en escala. Y se deshizo la tertulia. Al recogerse en sus aposentos, cada padre soportaba en sus gafas y en su frente toda la Compañía de Jesús.

… Otro día, el prefecto y el ministro recibieron saludo del señor Hugo y de don Roger. El señor Hugo, muy encendido, muy extranjero, de facciones largas, de una longura de adolescente que estuviera creciendo, y crecidas ellas más pronto semejaban esperar la varonía; también el cuerpo alto, de recién crecido, y el pecho de un herculismo profesional. Al destocarse, se le erizaba una cresta suntuaria de pelo verdoso. Erguido y engallado, como si vistiese de frac, su frac bermejo de artista de circo. Toda su crónica estaba contenida y cifrada en su figura como en un vaso esgrafiado: el origen, en su copete rubio; el oficio, en su pecho de feria; el nomadismo, en su chalina rozagante y en su lengua de muchos acentos forrados de castellano de Oleza; y la sumisión de converso, en sus hinojos y en su andar. Como a la misma hora —diez y media— se daban en «Jesús» las clases de Gimnasia y Música, que con las de Dibujo constituían las «disciplinas de adorno», el señor Hugo llegaba al colegio con don Roger. Siempre se juntaban en la Cantonada de Lucientes.

Don Roger envidiaba con mansedumbre al señor Hugo. En «Jesús» no había más gimnasta que el sueco. Don Roger estaba sometido al padre Folguerol, maestro de capilla y compositor de fervorines, villancicos, dúos marianos, himnos académicos. En cambio, don Roger aventajaba al señor Hugo en la nómina: sueldo y adehalas por profesor de solfeo y bajo solista. Todo ancho, redondo, dulce. Cejas, nariz, bigote, boca, corbatín y arillo, manos y pies muy chiquitines. El vientre le afollaba todo el chaleco de felpa naranja con botoncitos de cuentas de vidrio; los pantalones, muy grandes, le manaban ya torrencialmente desde la orla de su gabán color de topo, desbordándole por las botas de gafas y contera. Nueve años en la ciudad, y todos creían haberle visto desde que nacieron y con las mismas prendas, como si las trajese desde su principio y para siempre. Le temblaban los carrillos y la voz rolliza, como otro carrillo. Se ponía dos dedos, el índice y el cordal, de canto en medio de los clientes; los sacaba, y por esa hendedura le salía, de un solo aliento, un fa que le duraba dos minutos.

Los padres de Oriente le probaron el rejo del fa. El prefecto le atendía mirando su reloj, mirándole la cara, que pasaba del rosa doncella al lívido cinabrio; le estallaban las bolas de los ojos; criaba espumas. Olía a regaliz, a pastillas de brea y a humo de cocina frugal.

—¡Un minuto y cuarenta y nueve segundos! Pero está bien. ¡Quizá demasiada voz!

—¡Quizá, sí! —confirmó el padre ministro.

Demasiada. Era verdad; y era la desgracia de don Roger. Un coro de bajos reventaba en la garganta del solista. En los misereres, misas, trisagios, singularmente en los misereres, la voz de don Roger parecía descuajar la iglesia de «Jesús»; estremecía la bóveda como un barreno en una cisterna. Un temblor que desolaba a su dueño. Cuando más júbilo de artista principiaba a sentir, otro escondido don Roger le avisaba: «¡Desde ahora mismo estás ya excediéndote; calla, que te retumbas!». Y la voz implacable iba envolviéndole como una placenta monstruosa. No la resistió ningún tablado ni sala; y de farándula en farándula, de catedral en catedral, paró en «Jesús». No era posible el dúo con don Roger; se quedaba solo su trueno, y él dejándolo salir de su boca de chico gordo y dócil.

Todas las mañanas se encontraban el señor Hugo y don Roger. El saludo del cantor equivalía a una topada suave, esférica, de globo. Su voz y su persona tocaban al gimnasta con un «Felices días» como un punto geométrico de su superficie curva.

El señor Hugo, todo el sueco, le correspondía con la gracia dinámica de su pirueta en el momento de una aparición en la pista, bajo la gloria de un velario con broche de banderas internacionales.

En el claustro se separaban sonriéndose. Don Roger se hundía en su aula, donde tocaban a la vez catorce colegiales en catorce pianos desgarrados. Pasaba entre hileras de atriles y de lecciones de Eslava; y de discípulo en discípulo, iba dejando el huracán de una enmienda.

Cerca de la gruta artificial de Lourdes estaba el gimnasio, umbrío como una bodega. Alumnos y hermanos inspectores aplaudían al señor Hugo. Un brinco, una flexión de paralelas, todo lo acometido por el señor Hugo parecía una temeridad. En las ascensiones a pulso por las sogas, el señor Hugo llegaba, rápido y vertical, basta la cuarta brazada. Desde allí, trenzando las rodillas, saludaba bellamente, como si sus manos esparcieran besos y flores.

Alumnos y hermanos se emocionaban viéndole muy alto, muy alto. Y el señor Hugo caía en el lecho de arena con sonrisa y elegancia de parada de minué, dando por acabados todos sus ejercicios con un ademán de tribuno que venía a significar: «¡Como esto que habéis visto pudiera yo hacerlo todo, por arriscado que fuese, y no lo hago porque yo he venido a este mundo del colegio para que lo hagáis vosotros!».

Pero, una mañana, un colegial casi párvulo se deslizó hacia arriba de las maromas, impetuoso y leve, torciéndose como uno de los lizos de cáñamo. Llegó a las argollas de las vigas y se quedó colgando. Se le sentía resollar y reír.

—¡Señor Galindo —gritó el hermano inspector—, señor Galindo y Egea: baje usted en seguida!

Las piernas de pantalón corto del señor Galindo y Egea campaneaban gozosamente; y fue su vocecita la que bajó, hincándose como un dardo en el maestro:

—¡Hermano, que suba por mí el señor Hugo!

—¡Señor Galindo, póngase de rodillas!

—¡No puedo! ¡Es que no puedo soltarme! —y comenzó a plañir.

Todos se volvieron al señor Hugo mirándole y esperándole. Y hasta el mismo señor Hugo sorprendiose de su cabriola de bolero y de Mercurio de pies alados. Dejó en el aire una linda guirnalda de besos y se precipitó a las vigas, hacia las vigas, pero se derrumbó desde la quinta brazada, una más que siempre, reventándole la camisa, temblándole los hinojos, cayéndole la garzota de su greña rubia, su ápice de gloria, como un vellón aceitado por sudores de agonía.

Detrás, el señor Galindo y Egea, el hijo de don Álvaro, descendió dulce y lento como una lámpara de júbilo.