II
Consejo de familia
ODAVÍA de pañales el hijo, cerraron los condes de Lóriz su casa, trasladándose a Madrid. Ya podían abrirse confiadamente las celosías de don Álvaro. Su calle se internaba de nuevo en un silencio de pureza; verdadero recinto suyo. Y en abril, casi todos los años en abril, volvía esa gente con sus criados señoriles y el ama del condesito, una pasiega grande, magnífica de ropas de colores de frutas y de collares, de dijes, de abalorios y dingolondangos. Parecía un ídolo rural. Elvira la miraba desde su persiana con rencor y con asco. De seguro que en aquellos pechos, tantas veces desnudos, y en aquellos ojos dulces de becerra se escondía la deshonestidad de una mala mujer. Más tarde, la nodriza se trocó en ama seca, y a su lado principió a caminar la cigüeña de un aya, cansada de idiomas y de virtudes antiguas.
Elvira la aborreció. ¡Qué perversidades no habría detrás de sus impertinentes laicos!
Don Álvaro y sus amigos también la miraban desde la reja del escritorio. En la pared, donde colgaba un trofeo y un retrato del «señor» desterrado, se estampaba el escandaloso resol de una vidriera de los Lóriz. De allí salía, como una fuente musical, la risa de la condesa.
—¡Pero cuándo se irán! —clamaba don Álvaro.
Se iban; y la ausencia de esa gente de elegancias y claridades gozosas entornaba la vida de Oleza. Entornada y todo, la ciudad se quedaba lo mismo. Lo reconocía don Amancio (Carolus Alba-Longa), ordeñándose su barba nueva, lisa, barrosa. Lo mismo desde todos los tiempos, con su olor de naranjos, de nardos, de jazmineros, de magnolios, de acacias, de árbol del Paraíso. Olores de vestimentas, de ropas finísimas de altares, labradas por las novias de la Juventud Católica; olor de panal de los cirios encendidos; olor de cera resudada de los viejos exvotos. Olor tibio de tahona y de pastelerías. Dulces santificados, delicia del paladar y del beso; el dulce como rito prolongado de las fiestas de piedad. Especialidades de cada orden religiosa: pasteles de gloria y pellas, o manjar blanco, de las clarisas de San Gregorio; quesillos y pasteles de yema de la Visitación; crema de las agustinas; hojaldres de las verónicas, canelones, nueces y almendras rellenas de Santiago el Mayor; almíbares, meladas y limoncillos de las madres de San Jerónimo.
Dulcerías, jardines, incienso, campanas, órgano, silencio, trueno de molinos y de río; mercado de frutas; persianas cerradas; azoteas de cal y de sol; vuelos de palomos; tránsito de seminaristas con sotanilla y beca de tafetán; de colegiales con uniforme de levita y fajín azul; de niñas con bandas de grana y cabellos nazarenos; procesiones; Hijas de María; camareras del Santísimo; Horas Santas; tierra húmeda y caliente; follajes pomposos; riegos y ruiseñores; nubes de gloria; montes desnudos… Siempre lo mismo; pero quizá los tiempos fermentasen de peligros de modernidad. Palacio mostraba una indiferencia moderna. Don Magín paseaba por el pueblo como un capellán castrense. Y esos Lóriz, de origen liberal, y otros por el estilo, se ancionaban al ambiente viejo y devoto como a una golosía de sus sentidos, imaginando suyo lo que sólo era de Oleza. En cambio, todo eso que nada más era de Oleza: sus piadosas delicias, su sangre tan especiada, sus esencias de tradición, el fervor y el olor vegetal, arcaico y litúrgico, se convertían para los tibios en elementos y convites de pecado. Los años aún no descortezaban los colores legítimos de la ciudad; ¡pero las gentes…! (Don Amancio, el padre Bellod, don Cruz, don Álvaro, preveían un derrumbamiento). Las gentes, esas gentes de ahora, las nuevas; los hijos… Don Álvaro tenía un hijo: Pablo. ¡Y ese hijo…!
Pablo sentía encima de su vida la mirada de célibe y de anteojos de don Amancio; la mirada tabicada, unilateral, de tuerto, del padre Bellod; la mirada enjuta y parpadeante de don Cruz; la mirada huera del homeópata; la mirada de filo ardiente de tía Elvira; la mirada de recelo y pesadumbre de su padre. Ninguno le acusó de sus escapadas a Palacio y al huerto rectoral de don Magín, el capellán más relajado y poderoso de la diócesis. Muchas veces tuvo que recogerle la vieja criada de Gandía. Y nunca trataron de este asunto, porque no todas las desgracias pueden desnudarse. Lo pensaban mirándose; y don Cruz asumía la unanimidad del dolor elevando los ojos hacia las vigas del despacho de don Álvaro para ofrecer a Dios el sacrificio de su silencio.
No se resignaba el señor penitenciario a que un crío, y un crío hijo de don Álvaro Galindo, fuese la contradicción de todos, más fuerte que ellos, hasta impedirles la fórmula de su conciencia. Sus palabras y voluntades evitaban, como si trazaran una curva, el dominio de lo que con más títulos habrían de poseer. Esa criatura tan de ellos y tan frágil por ser el objeto de todas las complacencias de Paulina, se les resbalaba graciosamente entre sus manos. Sospechaban en la madre un escondido contento sabiendo que habían de quedar intactas las predilecciones de Pablo.
Don Cruz llegó a decir que las esposas como Paulina, por santas que fuesen, pueden ofrecer hijos a la perdición.
Reconcentrose don Álvaro bajo la sombra de su tristeza.
—No tan débil como se cree. ¡Nada tan resistente como sus lágrimas!
Don Amancio, dueño de una academia preparatoria, abría la esperanza:
—De cera son los hijos, y podemos modelados a nuestra imagen. —Y su calidad de célibe acentuaba su timbre pedagógico.
—¿Pablo de cera? —tronaba el padre Bellod—. ¡Pablo es de hierro, y el hierro se forja a martillazos!
El homeópata propuso que esa difícil crianza le fuera encomendada a don Amancio.
—Mi casa no es herrería ni escuela de párvulos. Mi casa es academia.
Y como don Cruz se volviese con reproche a Monera, Monera, no sabiendo qué hacer, abrió y cerró la tapa de su gordo reloj de oro, y le cedió su butaca, como siempre, a don Amancio. Entonces hablaron del internado en el colegio de «Jesús». La hermana de don Álvaro se compungió. Bien sabía que Pablo se encanijaba entre sus faldas. Muchas veces se confesó culpable de los resabios del sobrino. ¡Pero ya no podía más! ¡Para que Paulina siguiese viviendo en el dulce regaño de hija única, ella había de vivir en los afanes y trajines de ama y de sierva! ¡Arrancar a Pablo de la madre para encerrarle en «Jesús», imposible! Si Paulina les oyese no acabarían sus lágrimas y sus gritos de desesperación. ¡Éste era su miedo!
—¡Es usted un ángel!
Don Cruz llevaba muchos años repitiéndoselo; y se lo repetía como si le dijese: «¡Es usted de Gandía, o está usted muy flaca!».
Elvira se sofocó virginalmente.
—¡Ya no puedo más!
No podía. Nunca sosegaba. Los armarios, las cómodas, el arcón de harina, las alacenas y despensa, todo se abría, se cerraba, se contaba bajo el poder, la vigilancia y las llaves de la señorita Galindo. En los vasares enrejados, las sobras de las frutas, de las pastas, de los nuégados y arropes iban criando vello; y las dos criadas, sin postres, lo miraban.
Ese estridor de llaves y cerraduras creía sentirlo Pablo hasta con la lengua, amarga por el relumbre del agua oxidada, agua de clavos viejos, que el padre y tía Elvira le obligaban a beber para que le saliesen los colores.
Elvira se abrasaba en la desconfianza como en un amor infinito. Si una puerta se quedaba entornada, temía el acecho de unos ojos enemigos. Retorcida por una prisa insaciable y dura. Prisa siempre. Y en cambio, Paulina recostaba su alma en el recuerdo de las horas anchas y viejas del «Olivar de Nuestro Padre». Una vez quiso mitigar ese ávido gobierno; y se puso muy dolida la hermana del marido.
—¡Yo nada soy aquí! Lo sé; y me dejo llevar de mis simples arrebatos porque no tengo tu calma y tu primor. ¡Yo guardo para ese hijo vuestro! Que Álvaro te diga lo que se nos enseñó de pequeños. ¿Que se pudren y se pierden las cosas teniéndolas guardadas? Más se perderían dejándolas abiertas a todas las manos. Siento a ese hijo vuestro tan mío como de vosotros. ¡Y no me lo impediréis aunque mi mismo hermano me eche de esta casa!
Don Álvaro la tomó de los hombros, acercándosela con ansiedad devota. Elvira se acongojó y sus sollozos vibrantes la revolvían en crujidos… ¡Echar a esa hermana de supremas virtudes, la que se olvidó hasta de su recato de mujer, siguiéndole una noche, con disfraz de hombre, por guardarle de los peligros de Cara-rajada!
En presencia de don Cruz, de don Amancio, de Monera y del padre Bellod, supo Paulina el propósito de poner interno a Pablo en el colegio de Jesús.
Elvira inclinaba la frente esperando los sollozos rebeldes de la madre.
Paulina nada más pronunció:
—Pablo no ha cumplido ocho años.
Después recogiose calladamente en su dormitorio.
La cuñada se quedó escuchando.
—¡Es mi miedo, mi miedo a sus gritos, al escándalo de la desesperación!
No venía ni un grito ni un gemido. Y entonces tuvo ella que gemir y gritar; y llamó a Pablo.
Se asomó la vieja criada de Gandía.
—También se ha escapado esta tarde.
—¡Ya no puedo más!
—¡Es usted un ángel!
Y quedó acordada la clausura en «Jesús».
Anochecido llegó Pablo, y buscó en seguida a su madre para besarla. Después, en el comedor, sus ojos resistieron la mirada de tía Elvira sin esconder la luz de su felicidad, felicidad únicamente suya. Tía Elvira no pudo contenerse.
—¡Aprovéchate de los veintisiete días que te quedan, porque el 15 de septiembre se acabó el holgorio! ¡Y veintisiete días…, veintisiete días tampoco, que si quitas el de hoy y el de ingreso…!
Desde entonces, todas las noches, antes de la cena, le presentaba el arqueo de su libertad; y cada noche Pablo se acostaba aborreciéndola más…