Las bendiciones en aumento

I

REÑÍA una casada a su marido

porque no estaba bien favorecido

de la naturaleza,

y a gritos le decía:

—Fue grande picardía

que con tan chica pieza

pretendieras casarte y engañarme

puesto que no puedes contentarme.

Marcha, marcha de casa,

pues tu fortuna escasa

te dio para marido sólo el nombre,

y eres en lo demás un pobre hombre.

En efecto, saliose despechado

este infeliz al campo, contristado,

y a muy poco que anduvo

el buen encuentro tuvo

de un mágico que al sol leyendo estaba

y en su libro las furias invocaba.

Luego que vio al marido,

el mágico le dice: —Tú has venido,

amigo, a este paraje a lamentarte,

mas yo te espero para consolarte.

Por mi ciencia sé bien lo que te pasa,

pero en breve a tu casa

te volverás contento.

Toma; ponte al momento

en la derecha mano

este anillo que tiene virtud rara,

pues todo miembro humano

que bendigas con él crece una vara

a cada bendición rápidamente,

pero, puesto en la izquierda, prontamente

mengua lo que ha crecido

por la mano derecha bendecido.

Al punto el hombre, lleno de impaciencia,

quiso hacer del anillo la experiencia:

lo pone en su derecha, se bendice

su caudal infelice,

se le va aumentando de tal manera

que, si el mágico a un lado no se hiciera,

con él diese en el suelo,

tan rápido estirón dio aquel ciruelo.

Alegre, a su mujer volvió el marido

y la dice: —Ya vengo prevenido

para satisfacer tu ardiente llama;

ven conmigo a la cama,

pero encima de mí has de colocarte,

para poder mejor regodearte.

Sobre él luego se pone

la mujer, y al ataque se dispone;

y, viéndola el marido bien montada,

echó la bendición premeditada…

y otra… y otras corriendo, de tal suerte

que, alzándola en el aire el miembro fuerte,

la moza en él elevada parecía

un esclavo que empalan en Turquía.

Viéndose contra el techo así ensartada,

pide al cielo favor. Entra asustada

la madre, y viendo un cuadro tan terrible

da un alarido horrible,

diciendo: —¡Santa Bárbara bendita,

qué visión tan maldita!

Venga un hacha que esté bien afilada

para cortar un nabo de este porte.

Mas la mujer repuso atragantada:

—¡Ay, no, madre, desteche, mas no corte!

II

Ya se acuerda el lector de aquel marido

que por mágico anillo socorrido

clavó en su miembro a su mujer al techo;

sepa también que, al cabo satisfecho

de su esposa y vengado,

en un medio dejó proporcionado

el clavo monstruoso,

viviendo en adelante muy gustoso,

dándole aumento o merma en ocasiones

con derechas o zurdas bendiciones.

Paseándose un día alegremente,

llegó junto a una fuente

donde por diversión quiso lavarse

las manos y en el agua refrescarse.

La sortija encantada

a este fin se quitó y allí olvidada

entonces la dejó, sin que cayera

en ello, ni su falta conociera.

Fuese, finalizado su recreo,

y a muy poco el obispo de paseo

vino a la misma fuente deliciosa,

y viendo una sortija tan preciosa,

de tal hallazgo ufano,

se la coloca en la derecha mano.

Al tiempo que a su coche se volvía,

un pasajero le hizo cortesía,

a que el obispo corresponde atento

con una bendición; y en el momento,

saltando el alzapón de sus calzones,

ve salir de sus lóbregos rincones

un matamoscas largo de una vara

que igual entre mil monjes no se hallara.

Su Ilustrísima, al verlo, con el susto

se empezó a santiguar como era justo;

pero, mientras más daba en santiguarse,

más veía aumentarse

por varas a la vista

su avión, sin saber en qué consista.

Los pajes al obispo rodearon

y a sostener el peso le ayudaron

de aquella inmensa cosa,

encubriendo la mole prodigiosa

con todos sus manteos y sotanas;

pero estas diligencias eran vanas,

porque, apenas un nuevo pasajero

se quitaba el sombrero

viendo el obispo, y él le bendecía,

cuando otra vara el avión crecía.

Por fin, cerca la noche,

como mejor pudieron a su coche

llevan al ilustrísimo afligido;

pero, para que fuese en él metido,

el cristal delantero le quitaron

y así la mitad fuera colocaron

de aquel feroz pepino,

semejante a una viga de molino.

A oscuras, muy despacio,

al obispo llevaron a palacio,

con mil mañas le ponen en su lecho

y de la alcoba abrieron en el techo

un agujero por que penetrara

según su altura aquella cosa rara.

La fama en breve lleva

de unos en otros la terrible nueva

del caudal que al obispo le ha crecido,

hasta que, sabedor de ella el marido,

de la sortija dueño,

trató de recobrarla con empeño.

Para esto en el palacio se presenta

diciendo que es un médico que intenta

menguar al ilustrísimo el recado,

si un anillo le da que se ha encontrado.

Admitiole el partido

el obispo gustoso, y al marido

entrega la sortija, el que, contento,

en su siniestra mano en el momento

la pone, y bendiciendo al buen prelado

vio por varas su miembro anonadado.

No quedaba al paciente

ya más que aquel tamaño suficiente

con que desempeñara sus funciones;

pero viendo que a echar más bendiciones

se disponía el médico oficioso,

le ataja temeroso

diciéndole: —Por Dios, que se detenga

y no otra nueva bendición prevenga

que me pierde con ella si porfía:

¡Déjeme al menos lo que yo tenía!

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