MANDÓ a Madrid venir de la montaña
un mercader ricacho a su sobrino
para que se instruyese en la maña
con que era en el comercio ladrón fino.
Cuando llegó buscando la cucaña
el tal montañesillo a su destino,
tendría de catorce a quince años,
edad en que el amor hace mil daños.
A poco tiempo que en la corte estaba
el tío le notó mucha tristeza,
y aunque el joven por libras engordaba
era de mal humor; y con presteza
volverse a la montaña deseaba
sin catar de su tío la riqueza,
hasta que éste le dijo ya aburrido:
—Muchacho, ¿por qué estás tan abatido?
—Por nada.
—Algo será; dime, ¿qué tienes?
—Pues señor, yo a la tierra volver quiero.
—¿Por qué con esa tontería vienes?
—Porque yo antes que yo soy el primero.
—¿Y eso qué significa? ¿Que en mis bienes
no te doy parte? ¡Dilo, majadero!
—No es eso, lo primero solamente…
—Bruto, explícate pronto claramente.
—Pues yo, tío, estoy malo a lo que entiendo.
—¿Cómo, bribón? ¡Tan gordo y colorado!
—¡Ay, señor!, que la fuerza voy perdiendo.
—Pícaro, habrás tu enfermedad buscado.
—No es eso, ni el por qué yo comprendo;
pero antes de que hubiese aquí llegado
con una mano el bicho me tenía,
y ahora le echo las dos y no hay tu tía.