OYE, Apolo, mi acento,
ven a inspirarme un cuento,
pues hace muchos días
que, temeroso de las penas mías,
quieres en vano tu piedad aguarde,
y tu fuego me infundes mal o tarde.
Parece que se apiada
con esta invocación porque, exaltada
por su influencia mi memoria, siento
y empiezo así a contar. En un convento
de padres capuchinos halló un día
el guardián un billete que decía:
«Hermana Mariquita:
espérame esta tarde peinadita,
lavadita y compuesta,
que iré y tendremos en la cama fiesta».
Con este escandaloso contenido,
de rabia el reverendo poseído,
ordenó que a capítulo tocasen,
y que en el refectorio se juntasen
sin tardar un momento
todos los gordos frailes del convento.
Obedecieron éstos cabizbajos
pensando «¿qué apostólicos trabajos
nuestro padre guardián hoy nos previene,
pues tanta prisa en convocarnos tiene?».
Ya la comunidad estaba junta,
en medio se presenta y les pregunta:
—¿Quién es el fraile impío
que ha escrito este billete?
¡Miren su lujurioso desvarío!
Pues a mí castigarlo me compete,
digan (lo mando así bajo obediencia)
quién es para imponerle penitencia.
En seguida leyó encolerizado
en voz alta el billete mencionado,
y oyendo la impiedad los frailes todos
mostraron su rubor de varios modos:
Cuál, con gestos horrendos,
la cita detestaba;
cuál, con gritos tremendos,
«¿es joven la hermanita?», preguntaba;
pero ninguno, en tanto, su delito
confesó como autor de tal escrito.
Por último, a las plantas se arrojaron
del grave superior y le rogaron
que no se publicara
tan infame papel y deshonrara
a la comunidad con desatinos
impropios de los frailes capuchinos.
—¡Ah!, no es el crimen, exclamó furioso
el padre guardián, lo que me irrita,
sino las circunstancias de la cita;
porque en un religioso
es la mayor de las bellaquerías
pedir de esa manera gollerías.
«Hermana Mariquita:
espérame peinada y compuestita,
lavadita y…». ¡Jesús, yo me sofoco!
¡Todo a los frailes les parece poco,
pues yo soy el guardián y la tomara
sin que se compusiera ni lavara!