El onanismo

UN zagalón del campo,

de estos de «acá me zampo»,

con un fraile panzón se confesaba,

que anteojos gastaba

porque, según decía,

de cortedad de vista padecía.

Llegó el zagal al sexto mandamiento,

donde tropieza todo entendimiento,

y dijo: —Padre, yo a mujer ninguna

jamás puse a parir, pues mi fortuna

hace que me divierta solamente,

cuando es un caso urgente,

con lo que me colgó naturaleza,

y lo sé manejar con gran destreza.

—¿Conque contigo mismo,

dice el fraile enojado,

en un lance apretado

te diviertes usando el onanismo?

—No, padre, el zagal clama;

no creo que es así como se llama

mi diversión, sino la…

—Calla, hombre,

dice el fraile, yo sé muy bien el nombre

que dan a esa vil treta,

infame consonante de retreta.

¿Tú no sabes que fue vicio tan feo

invención detestable de un hebreo,

y que tú, por tenerlo, estás maldito;

del Espíritu Santo estás proscrito;

estás predestinado

para ser condenado;

estás ardiendo ya en la fiera llama

del Infierno, y…?

—¡No más!, el mozo exclama,

queriendo disculparse.

Esta maña no debe graduarse

en mí de culpa, padre. Yo lo hacía

porque veo muy poco, y me decía

mi primo el sastre que se le aclaraba

la vista al que retreta se tocaba.

Aquí con mayor ira

el fraile replicó: —¡Todo es mentira!

Si fueran ciertos esos formularios,

las pulgas viera yo en los campanarios.

Índice alfabético >>