Diógenes en el Averno

EL cínico Diógenes de Atenas

con su filosofía

hizo, mientras vivió, mil cosas buenas,

siendo su gran manía

ponerse a procrear públicamente

a sol radiante y a faldón valiente.

Decía: —No es razón que a ver a un hombre

morir se junten tantos

y el ver fabricar otro les asombre

para que hagan espantos.

¡Ay, ya murió este sabio, y su tinaja

le sirvió de sepulcro y de mortaja!

Libre, después, del natural pellejo,

descendió a la morada

de las errantes sombras, y el buen viejo

la halló tan embrollada,

que mandó de su cóncavo profundo

la relación siguiente a nuestro mundo.

Dice, pues, que llegando del Leteo

a la terrible orilla,

vio al anciano Carón, pálido y feo,

sentado en su barquilla,

procurando con mano intermitente

dar a su seco miembro un emoliente.

Las sombras de los muertos se agrupaban

en fantásticas tropas;

con ademanes lúbricos se alzaban

las funerarias ropas,

y trabajaban hembras y varones

en dar el ser a mil generaciones.

Atónito Diógenes severo,

esperó a que acabara

su operación prolífica el barquero

para que a la otra orilla le pasara.

El cual, luego que tuvo a bordo al sabio,

le dijo así con balbuciente labio:

—¡Oh, cínico filósofo! Has llegado

en un día al Averno

de polución, pues hoy está ocupado

el gran Plutón eterno

en procrear tres furias inhumanas,

porque están las Euménides ya ancianas.

A este fin, en su lecho, a lo divino

embiste a Proserpina,

y, en tanto, sus vasallos del destino

seguimos la bolina.

Bien puedes tú, pues hoy no han de juzgarte,

en los Campos Elíseos embocarte.

Dijo, y le desembarca al otro lado.

Diógenes, siguiendo

su camino, gustoso y admirado,

las obras iba viendo

del lujurioso influjo entre los diablos

de aquellos oscurísimos establos.

El Can Cerbero y la Quimera holgaban

en lúbrico recreo;

las hijas de Dánao se lo daban

a Ixión, a Prometeo,

a Tántalo, a Sísifo y a otros muchos

condenados espectros y avechuchos.

Minos también, y Caco, y Radamanto,

alcaldes infernales,

a las tres viejas Furias entre tanto

atacaban iguales,

y Diógenes a todos, satisfecho,

al pasar les decía: ¡Buen provecho!

Por último, a Plutón y Proserpina

llegó a ver en la cama,

armando, al engendrar, tal tremolina

entre sulfúrea llama,

que sus varias y bellas contorsiones

imitaban culebras y dragones.

En vez de semen, alquitrán vertían;

moscardas les picaban;

los fétidos alientos que expelían

el Averno infestaban;

y, por suspiros, daban alaridos

de su placer furioso poseídos.

Aquí exclamó Diógenes, y acaba

su relación con esto:

—¡Qué bien hacía yo cuando engendraba

públicamente puesto!

¡No ocultéis más, mortales, un trabajo

que hacen diablos y dioses a destajo!

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