Al maestro, cuchillada

ALLÁ en tiempos pasados

salieron desterrados

de la Grecia los dioses inmortales.

Un asilo buscaban,

cuando en nuestro hemisferio se fundaban

diversas religiones monacales,

y entre ellas, por gozar la vita bona,

se refugió el dios Príapo en persona.

De tal deidad potente el atributo

con que hace cunda el genitario fruto,

es que todo varón que esté en su vista

siempre tenga la porra tiesa y lista.

Conque de esta excelencia

sintiendo la influencia,

en todos los conventos donde estaba

el vigor de los frailes se aumentaba

de modo que las tapias eran pocas

para tener a raya sus bicocas.

Furibundos salieron y atacaron

a roso y a velloso;

pero, aunque más metieron y sacaron,

el efecto rijoso

o por eso cedía

y cada miembro un roble parecía.

El dios Príapo al momento

vio que este monacal levantamiento

sus fuerzas desairaba,

pues más que él cualquier fraile trabajaba,

y por miedo a los rudos empujones

de tales campeones,

abandonarlos luego

pensó, tomando las de Villadiego.

Fuese, por no pasar el tiempo en vano,

a un convento de monjas de hortelano;

pero cuando las madres recogidas

sintieron de tal dios las embestidas,

crecieron sus deseos

a par de los continuos regodeos,

tanto que al huésped molestando andaban

y a puto el postre daban y tomaban.

Entre ellas el potente fornicario

todavía estuviera

si un caso extraordinario

por su influjo viril no sucediera;

y fue que, como siempre en los conventos

hay algunos jumentos,

en éste dos las monjas mantenían

que los trabajos de la huerta hacían;

ítem más, un verraco había en ella,

de gordura hecho pella,

y un choto ya mancebo

que para procrear tenía cebo.

Por desdicha, los pobres animales

sintieron los impulsos naturales

del dios que los cuidaba,

y al tiempo que en la huerta paseaba

la femenil comunidad en tropa,

oliendo que eran hembras en la ropa,

el cerdo con gruñidos,

el choto con balidos,

y los asnos a dúo rebuznando

y sus virotes a lucir sacando,

tras de las monjas daban

y, aunque corriesen, bien las alcanzaban;

pero como enfilarlas no podían,

en el suelo caían,

donde el polvo, esperma y otras cosas

las dejaban molidas y asquerosas.

Entonces protección al hortelano

pedían, pero en vano,

porque a los animales su presencia

aumentaba la gana y la potencia.

Así que esto las madres conocieron,

por el maligno a Príapo tuvieron,

que, después de gozarlas,

enviaba el Señor a castigarlas.

Conque, dando al olvido

los méritos del dios antecedentes,

después de que le hubieron despedido

quisieron, penitentes,

de su buen confesor aconsejadas,

sólo por éste ser refociladas.

Príapo, despechado,

se marchó a la mansión de un purpurado

de geniazo severo,

donde entrar pretendió de limosnero.

El señor cardenal con mil dolencias

se hallaba, de sus obras consecuencias,

con tres partes de un siglo envejecido

y en la cama impedido,

cuando sus pajes en la alcoba entraron

y al pretendiente dios le presentaron.

Ya había en ellos hecho

la presencia del huésped buen provecho

inflamando sus flojas zanahorias

de suerte que, tornando a la antesala,

las empuñaron con primor y gala

y se hicieron sus cien dedicatorias.

En tanto, el cardenal, que estaba a solas

con Príapo, sintió que se estiraba

el cutis arrugado de sus bolas

y que se le inflamaba

tanto su débil pieza,

que enderezó la prepucial cabeza.

Hallose, finalmente, como nuevo

y, echándole al mancebo

una ardiente ojeada,

saltó del lecho, la camisa alzada,

cerró la puerta y atacó furioso

a Príapo a traición, que, valeroso

vio que era, en tal apuro,

descubrirse el remedio más seguro.

En efecto, impaciente

se desataca y muestra de repente

al cardenal impío

por miembro un mastelero de navío.

Quedose estupefacto el purpurado

porque, a su vista, el suyo viejo y feo

era lo mismo que poner al lado

del Coloso de Rodas un pigmeo;

y mucho más, oyendo que decía

el dios: —¡Habrá mayor bellaquería!

Sacrílega Eminencia,

Eminencia endiablada,

¿quieres dar al maestro cuchillada?

Sepas que es mi presencia

la que tu miembro entona,

porque soy el dios Príapo en persona:

las cópulas protejo naturales,

pero no los ataques sensuales

de puerca sodomía;

y, pues gozar ojete es tu manía,

quédese el tuyo viejo,

que en sempiterna languidez lo dejo.

—¡No, por la diosa Venus!, humillado

exclamó el cardenal. ¡A ti, postrado,

dios de fornicación, perdón te pido!

Mis sucias mañas echaré en olvido;

pues, más que en flojedad tan indecente,

quiero tenerlo tieso eternamente.

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