El país de afloja y aprieta

EN lo interior del África buscaba

cierto joven viajero

un buen pueblo en que a todos se hospedaba

sin que diesen dinero;

y con esta noticia que tenía

se dejó atrás un día

su equipaje y criado,

y, yendo apresurado,

sediento y caluroso,

llegó a un bosque frondoso

de palmas, cuyas sendas mal holladas

sus pasos condujeron

al pie de unas murallas elevadas

donde sus ojos con placer leyeron,

en diversos idiomas esculpido,

un rótulo que hacía este sentido:

«Esta es la capital de Siempre-meta,

país de afloja y aprieta,

donde de balde goza y se mantiene

todo el que a sus costumbres se conviene».

—¡He aquí mi tierra!, dijo el viandante

luego que esto leyó, y en el instante

buscó y halló la puerta

de par en par abierta.

Por ella se coló precipitado

y viose rodeado,

no de salvajes fieros,

sino de muchos jóvenes en cueros,

con los aquellos tiesos y fornidos,

armados de unos chuzos bien lucidos,

los cuales le agarraron

y a su gobernador le presentaron.

Estaba el tal, con un semblante adusto,

como ellos en pelota; era robusto

y en la erección continua que mostraba

a todos los demás sobrepujaba.

Luego que en su presencia

estuvo el viajero,

mandó le desnudasen, lo primero,

y que con diligencia

le mirasen las partes genitales,

que hallaron de tamaño garrafales.

La verga estaba tiesa y consistente,

pues como había visto tanta gente

con el vigor que da naturaleza,

también el pobre enarboló su pieza.

Como el gobernador en tal estado

le halló, díjole: —Joven extranjero,

te encuentro bien armado

y muy en breve espero

que aumentarás la población inquieta

de nuestra capital de Siempre-meta;

mas antes sabe que es el heroísmo

de sus hijos valientes

vivir en un perpetuo priapismo,

gozando mil mujeres diferentes;

y si cumplir no puedes su costumbre,

vete, o te expones a una pesadumbre.

—¡Oh!, yo la dejaré desempeñada,

el joven respondió, si me permite

que en alguna belleza me ejercite.

Ya veis que está exaltada

mi potencia, y yo quiero

al instante jo…

—¡Basta! Lo primero,

dijo el gobernador a sus ministros,

se apuntará su nombre en los registros

de nuestra población; después, llevadle

donde se bañe; luego, perfumadle;

después, que cene cuanto se le antoje;

y después enviadle quien le afloje.

Dijo y obedecieron,

y al joven como nuevo le pusieron:

lavado y perfumado,

bien bebido y cenado,

de modo que en la cama, al acostarse,

tan sólo panza arriba pudo echarse.

Así se hallaba, cuando a darle ayuda

una beldad desnuda

llegó, y subió a su lecho;

la cual, para dejarle satisfecho,

sin que necesitase estimularlo,

con diez desagües consiguió aflojarlo.

Habiendo así cumplido

las órdenes, se fue y dejó dormido

al joven, que a muy poco despertaron

y el almuerzo a la cama le llevaron,

presentándole luego otra hermosura

que le hiciese segunda aflojadura.

Ésta, que halló ya lánguida la parte,

apuró los recursos de su arte

con rápidos meneos

para que contentase sus deseos;

y él, ya de media anqueta, ya debajo,

tres veces aflojó, ¡con qué trabajo!

No hallándole más jugo,

ella se fue quejosa;

y otra entró de refresco más hermosa,

que, aunque al joven le plugo

por su perfección rara,

no tuvo nada ya que le aflojara.

Sentida del desaire,

Ésta empezó a dar gritos, y no al aire,

porque el gobernador entró al momento

y, al ver del joven el aflojamiento,

dijo en tono furioso:

—¡Hola!, que aprieten a ese perezoso.

Al punto tres negrazos de Guinea

vinieron, de estatura gigantea,

y al joven sujetaron,

y uno en pos de otro a fuerza le apretaron

por el ojo fruncido,

cuyo virgo dejaron destruido.

Así pues, desfondado,

creyéndole bastante castigado

de su presunción vana,

en la misma mañana,

sacándole al camino,

le dejaron llorar su desatino,

sin poderse mover. Allí tirado

le encontró su criado,

el cual le preguntó si hallado había

el pueblo en que de balde se comía.

—¡Ah, sí, y hallarlo fue mi desventura!,

el amo respondió.

—Pues ¿qué aventura,

el mozo replicó, le ha sucedido,

que está tan afligido?

En esa buena tierra

no puede ser que así le maltrataran.

—Mil deleites, el amo dijo, encierra

y, aunque estoy desplegado, yo lo fundo

en que si como aflojan no apretaran,

mejor país no habría en todo el mundo.

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