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¿CÓMO SE ACABARÁ EL UNIVERSO?

Aunque la historia carezca de significado, se lo podemos atribuir

Karl Popper

The Open Society and its Enemies, vol. 2, pág. 278

Cuando, en el transcurso de mi investigación sobre los fundamentos de la teoría cuántica, empecé a darme cuenta de los vínculos entre la física cuántica, la calculabilidad y la epistemología, los percibí como una evidencia más de la tendencia histórica de la física a absorber materias que previamente parecían no estar relacionadas con ella. La astronomía, por ejemplo, quedó vinculada a la física terrestre por las leyes de Newton, y, en los siglos siguientes, fue absorbida en gran parte hasta convertirse en la astrofísica. La química empezó a quedar bajo el manto de la física con los descubrimientos de Faraday sobre electroquímica, mientras que la teoría cuántica ha hecho que buena parte de la química básica sea directamente predecible a partir de las leyes de la física. La teoría general de la relatividad de Einstein absorbió a la geometría y sacó tanto a la cosmología como a la teoría del tiempo de su status anterior, sólo filosófico, para convertirlas en ramas plenamente integradas de la física. En las últimas décadas, como he expuesto, la teoría del viaje en el tiempo lo ha sido a su vez.

Así pues, la expectativa de que la física cuántica absorbiera no tan sólo la teoría de la calculabilidad sino, sobre todo, la teoría de la demostración (denominada alternativamente «metamatemáticas»), me parecía que evidenciaba dos tendencias. La primera, que el conocimiento humano, en conjunto, seguía adquiriendo la estructura unificada que debería tener para ser comprensible en el sentido total que yo esperaba. Y la segunda, que esa estructura unificada tendría como base una teoría de la física fundamental que se ampliaría y profundizaría sin cesar.

El lector habrá notado que mi opinión ha cambiado en relación al segundo punto. El carácter de la estructura de la realidad que propongo ahora no se basa únicamente en la física fundamental. Por ejemplo, la teoría cuántica de la calculabilidad no ha sido elaborada derivando principios de calculabilidad sólo de la física cuántica. Incluye el principio de Turing, que, con la denominación de conjetura de Church-Turing, constituyó en su momento la base para la teoría de la calculabilidad. Nunca había sido utilizado en física, pero ya he argumentado que, precisamente, sólo como principio de la física puede ser comprendido del modo adecuado. Lo mismo ocurre con el principio de conservación de la energía y las demás leyes de la termodinámica; es decir, es una condición a la que deben conformarse todas las teorías. Pero, a diferencia de las leyes de la física tradicionales, ese principio tiene un carácter emergente, relacionado de manera directa con las propiedades de máquinas complejas y tan sólo por derivación con objetos y procesos subatómicos. (Es discutible que la segunda ley de la termodinámica —el principio del aumento de la entropía— tenga el mismo carácter).

De modo parecido, si entendemos el conocimiento y la adaptación como estructuras que se extienden por múltiples universos, podemos esperar que los principios de epistemología y evolución estén expresados en forma de leyes acerca de la estructura del multiverso, es decir, que sean leyes físicas, pero a nivel emergente. Ciertamente, la teoría cuántica de la complejidad no ha alcanzado aún el punto en que podamos expresar, en términos físicos, la proposición de que el conocimiento sólo puede desarrollarse en situaciones que se adapten al patrón popperiano expresado en la figura 3.3. Pero ésta es, precisamente, la clase de proposición que espero ver surgir de la naciente teoría total de la realidad, la teoría unificada explicativa y predictiva de las cuatro vías.

De ahí que la idea de que la física cuántica está absorbiendo a las otras vías deba ser considerada únicamente una estrecha perspectiva de físico, teñida quizás de reduccionismo. En efecto, cada una de las otras tres vías es lo bastante rica para formar la base completa de la concepción del mundo de mucha gente, del mismo modo que la física fundamental lo es para una concepción reduccionista del mundo. Richard Dawkins opina que «Si criaturas superiores del espacio exterior visitaran la Tierra, la primera pregunta que harían, en orden a evaluar el nivel de nuestra civilización, sería: “¿Han descubierto ya la evolución?”». Muchos filósofos se han mostrado de acuerdo con René Descartes en que la epistemología es la base de todo conocimiento ulterior y algo parecido al Cogito, ergo sum cartesiano es nuestra explicación más básica. Muchos expertos en informática han quedado tan impresionados por las conexiones, recientemente descubiertas, entre física y cálculo, que han concluido que el universo es un ordenador que ejecuta programas en forma de leyes físicas. Pero todas estas opiniones acerca de la verdadera estructura de la realidad son limitadas e incluso engañosas. Desde un punto de vista objetivo, la nueva síntesis tiene carácter propio, muy distinto del de cualquiera de las cuatro vías que unifica.

He señalado, por ejemplo, que las teorías fundamentales de las cuatro vías han sido tachadas, en parte con razón, de «inocentes», «estrechas», «frías», etcétera. Así pues, y desde el punto de vista de un físico reduccionista como Stephen Hawking, la especie humana es tan sólo una «escoria química» astrofísicamente insignificante. Steven Weinberg opina que «Cuanto más comprensible parece el universo, más carente de sentido parece también. Pero si no hay alegría en los frutos de la investigación, hay, al menos, consuelo en el propio proceso de investigar» (The First Three Minutes, página 154). Pero cualquiera que no esté involucrado en la física fundamental no podrá menos que preguntarse por qué.

Por lo que se refiere al cálculo, el informático Tommasso Toffoli ha señalado que «En ningún caso somos nosotros quienes realizan los cálculos; simplemente, nos montamos por un tiempo en el gran Cálculo que está en marcha». Para él, ello no constituye una expresión de desesperanza, sino todo lo contrario. Pero los críticos de la concepción informática del mundo no desean verse meramente como un programa que alguien ejecuta en un ordenador. La teoría de la evolución, interpretada en sentido restrictivo, nos considera meros «vehículos» para la replicación de nuestros genes o memes, y rehúsa enfrentarse al problema de por qué ha tendido la evolución a crear una complejidad de adaptación siempre creciente, o al del papel que tiene dicha complejidad en el más amplio esquema de las cosas. De modo semejante, la crítica criptoinductivista de la epistemología popperiana se basa en que, mientras establece las condiciones para el desarrollo del conocimiento científico, parece no poder explicar por qué crece éste, por qué crea las teorías que utilizamos.

Como he explicado, la defensa consiste, en todos los casos, en aducir explicaciones tomadas de alguna de las otras vías. No somos únicamente «escoria química» puesto que, por ejemplo, el comportamiento general de nuestro planeta, nuestra estrella y nuestra galaxia depende de una magnitud física emergente, pero fundamental: el conocimiento que hay en dicha escoria. La creación de conocimiento útil por la ciencia, y de adaptaciones por la evolución, debe ser entendida como la emergencia de la autosemejanza prescrita por un principio de la física, el principio de Turing. Y así sucesivamente.

El problema, pues, de tomar cualquiera de las cuatro teorías fundamentales individualmente como base de una determinada concepción del mundo es que todas son, en un sentido amplio, reduccionistas. Es decir, tienen una estructura explicativa monolítica en la que todo se desprende de algunas ideas extremadamente profundas, lo que deja sin explicar aspectos enteros de la materia correspondiente. En cambio, la estructura explicativa que proporcionan en conjunto para la estructura de la realidad no es jerárquica: cada una de ellas contiene principios que resultan «emergentes» desde la perspectiva de las otras tres, pero que, sin embargo, ayudan a explicarlas.

Tres de ellas parecen excluir a los seres y los valores humanos del nivel fundamental de explicación. La cuarta —la epistemología— hace hincapié en el conocimiento, pero no ofrece ninguna razón para que podamos considerarla relevante fuera del contexto de la psicología de nuestra especie. El conocimiento parece un concepto limitado hasta que lo consideramos desde la perspectiva del multiverso. Pero, si el conocimiento tiene una transcendencia fundamental, debemos preguntarnos qué papel parecería natural que desempeñaran en la estructura unificada de la realidad unos seres generadores de conocimiento como nosotros. Esta cuestión ha sido explorada por el cosmólogo Frank Tipler. Su respuesta —la teoría del punto omega— constituye un excelente ejemplo de teoría que trata, en el mismo sentido que este libro, de la estructura de la realidad como un todo. No está enmarcada en ninguna de las cuatro vías en concreto, sino que pertenece irreductiblemente a todas ellas. Por desgracia, el propio Tipler, en su libro La física de la inmortalidad, hace tan exageradas alabanzas de su teoría que ha provocado que muchos científicos la rechacen de antemano, lo que les hace perderse su valiosa idea central, que paso a explicar.

En mi opinión, el modo más fácil de comprender la teoría del punto omega es partir del principio de Turing. Es posible un generador universal de realidad virtual. Dicha máquina puede representar cualquier entorno físicamente posible, así como determinadas entidades abstractas hipotéticas, hasta cualquier nivel de exactitud deseado. En consecuencia, su ordenador necesita de una memoria adicional potencialmente ilimitada y puede ejecutar un número ilimitado de pasos. Esto era una cuestión trivial para la teoría clásica de la calculabilidad, a condición de considerar un ordenador universal puramente abstracto. Turing postuló, simplemente, una cinta de memoria de longitud infinita (dotada, según él, de propiedades autoevidentes), un procesador de una exactitud tan perfecta que no requiriese ni energía ni mantenimiento, y disponer de tiempo ilimitado para realizar los cálculos. Hacer más realista a ese modelo previendo un mantenimiento periódico no parece presentar, en principio, mayores problemas, pero las otras tres exigencias —capacidad de memoria, suministro de energía y tiempo de cálculo ilimitados— resultan problemáticos a la luz de la teoría cosmológica actual. Según algunos modelos cosmológicos, el universo volverá a condensarse en un Big Crunch tras un tiempo finito y es, asimismo, espacialmente finito. Tiene la geometría de una «triesfera» (la analogía tridimensional de la superficie en dos dimensiones de una esfera). Semejante cosmología establece un límite finito tanto para la cantidad de memoria que es capaz de acumular la máquina como para el número de pasos que puede ejecutar antes de que se acabe el universo. Ello haría que el ordenador universal fuese físicamente imposible, de modo que el principio de Turing se vería infringido. En otros modelos cosmológicos el universo se expande de manera ilimitada y es espacialmente infinito, lo que parecería facilitar una fuente sin límites de materia para la memoria adicional. Por desgracia, en tales modelos la densidad de la energía disponible para alimentar al ordenador disminuiría con la expansión del universo y debería ser captada cada vez más lejos. Puesto que la física impone como velocidad límite la de la luz, el acceso a la memoria del ordenador debería ralentizarse, y, de nuevo, el efecto neto final sería que tan sólo podría realizarse un número finito de pasos calculatorios.

El descubrimiento clave de la teoría del punto omega consiste en una clase de modelos cosmológicos en que, si bien el universo es finito tanto en espacio como en tiempo, la capacidad de memoria, el número de pasos calculatorios y el suministro efectivo de energía son ilimitados. Esta imposibilidad aparente resulta posible dada la extrema violencia de los momentos finales del colapso del Big Crunch. Las singularidades en el espacio-tiempo, como el Big Bang y el Big Crunch, no son precisamente lugares tranquilos, pero este último es, con mucho, el peor. En él la forma del universo cambiaría de una triesfera a la analogía tridimensional de la superficie de un elipsoide. El grado de deformación se incrementaría y luego menguaría para volver a crecer después con mayor rapidez en relación a un eje distinto. Tanto la amplitud como la frecuencia de estas oscilaciones aumentarían sin límite al aproximarse el momento final, de modo que habría un número, literalmente, infinito de oscilaciones a pesar de ocurrir dicho final dentro de un tiempo finito. La materia, tal como la conocemos, no sobreviviría. Toda materia, incluyendo los átomos, quedaría destrozada por las tensiones provocadas por las fuerzas gravitacionales generadas por el espacio-tiempo deformado. Sin embargo, estas fuerzas proporcionarían también una fuente ilimitada de energía, que podría, en principio, ser usada para alimentar un ordenador. ¿Cómo podría éste existir en semejantes condiciones? El único «material» que quedaría para poderlo construir serían las partículas elementales y la propia gravedad, es de suponer que en algunos estados cuánticos muy exóticos cuya existencia, al no disponer aún de una adecuada teoría cuántica de la gravedad, no estamos en condiciones de negar o confirmar. (Observarlos de manera experimental queda, obviamente, descartado). En caso de darse los estados adecuados en partículas y campo gravitatorio, éstos proporcionarían también una ilimitada capacidad de memoria y el universo se encogería tan deprisa que, antes de la llegada del final, sería factible un número ilimitado de accesos a la memoria dentro de un tiempo finito. El punto final del colapso gravitatorio, el Big Crunch de esta cosmología, es lo que Tipler denomina el punto omega.

Ahora bien, el principio de Turing implica que no hay un límite máximo para el número de pasos calculatorios físicamente posibles. Así pues, dado que la clase de cosmología del punto omega es (en asunciones verosímiles) la única en que podría ocurrir un número infinito de pasos calculatorios, podemos inferir que nuestro espacio-tiempo actual debe pertenecer a la clase del punto omega. Puesto que todo cálculo cesaría tan pronto como no hubiera variables capaces de transportar información, podemos inferir que las variables físicas necesarias (quizás cuantogravitatorias) están presentes hasta que ocurre el punto omega.

Un escéptico podría objetar que esta clase de razonamiento exige una masiva e injustificada extrapolación. Tenemos experiencia de ordenadores «universales» sólo en un entorno muy favorable, que no se parece en nada a los estadios finales del universo. Y esa experiencia se basa únicamente en la ejecución de un número finito de pasos calculatorios para la que se utiliza tan sólo una cantidad finita de memoria. ¿Cómo puede ser válido extrapolar desde estas cantidades finitas hasta el infinito? En otras palabras, ¿cómo podemos saber que el principio de Turing en su versión completa es cierto? ¿Qué evidencia hay de que la realidad respalde una universalidad más que aproximada?

Semejante escéptico sería, por supuesto, un inductivista. Más aún, la suya sería exactamente la manera de pensar que (como argumenté en el capítulo anterior) nos impide entender las mejores teorías actuales y avanzar a partir de ellas. Que algo sea o no una «extrapolación» dependerá de la teoría de la que partamos. Si partimos de algún concepto vago pero limitado, de lo que es «normal» para las posibilidades de la calculabilidad, un concepto uniformizado por las mejores explicaciones disponibles en la materia, consideraremos que es una «extrapolación injustificada» cualquier aplicación de la teoría fuera de las circunstancias habituales. Pero si partimos de explicaciones basadas en la mejor teoría fundamental disponible, lo que nos parecerá una extrapolación injustificada será la propia idea de que se pueda mantener alguna nebulosa «normalidad» en situaciones extremas. Para comprender las mejores teorías actuales, debemos tomarlas en serio como explicaciones de la realidad y no contemplarlas como meros sumarios de las observaciones existentes. El principio de Turing es la mejor teoría actual sobre los fundamentos de la calculabilidad. Por supuesto, conocemos tan sólo un número finito de situaciones que lo confirman, pero ello es igualmente cierto para todas las teorías de la ciencia. Ahí reside —y siempre residirá— la posibilidad lógica de que la universalidad sea de aplicación tan sólo de modo aproximado. Sea como fuere, no existe ninguna teoría rival de la calculabilidad que lo afirme, y ello por una buena razón: un «principio de universalidad aproximada» carecería de todo poder explicativo. Si, por ejemplo, deseamos comprender por qué el mundo parece comprensible, la explicación podría ser que el mundo es comprensible. Semejante explicación puede encajar —y encaja, de hecho— con otras explicaciones en otros campos. La teoría de que el mundo es comprensible a medias, sin embargo, no explica nada y no podría encajar de ningún modo con otras explicaciones en otros campos, a menos que éstas explicaran aquélla. Se limita a reformular el problema introduciendo, además, una constante inexplicada: una mitad. En resumen, lo que justifica asumir que el principio de Turing completo se mantiene al final del universo es que cualquier otra asunción estropea las buenas explicaciones sobre lo que sucede aquí y ahora.

Ahora bien, sucede que la clase de oscilaciones en el espacio capaces de originar un punto omega son altamente inestables (al modo del caos clásico), así como violentas. Ambas características se incrementan de modo ilimitado a medida que se acerca dicho punto. Una pequeña desviación de la forma correcta sería magnificada con la suficiente rapidez para que quedara comprometida la continuidad del cálculo, de modo que, después de todo, el Big Crunch ocurriría tras tan sólo un número finito de pasos calculatorios. Por consiguiente, para satisfacer el principio de Turing y alcanzar un punto omega, el universo debería ser «reconducido» continuamente a las trayectorias correctas. Tipler ha demostrado, en principio, que esto se podría conseguir manipulando el campo gravitatorio a través de todo el espacio. Es presumible (necesitaríamos de nuevo una teoría cuántica de la gravedad para confirmarlo) que la tecnología utilizada para la estabilización de mecanismos y el almacenamiento de información debiera ser mejorada sin cesar —de hecho, mejorada un número infinito de veces—, a medida que la densidad y las tensiones aumentaran de modo ilimitado. Ello exigiría la creación continua de conocimiento, lo cual, como nos dice la epistemología popperiana, exige, a su vez, la presencia de la crítica racional y, por consiguiente, de entidades inteligentes. Hemos inferido pues, simplemente a partir del principio de Turing y algunas otras asunciones justificables de manera independiente, que la inteligencia sobrevivirá y el conocimiento continuará creciendo hasta el fin del universo.

Los procedimientos de estabilización, y los correspondientes procesos de creación de conocimiento, deberán ser crecientemente rápidos hasta que, en el frenesí final, ocurra un número infinito de ambos en un tiempo finito. No se conoce ninguna razón por la que no debieran estar disponibles los recursos físicos necesarios para ello, pero nos podríamos preguntar por qué razón se tomarían tantas molestias los habitantes de ese universo. ¿Por qué tendrían que preocuparse de continuar conduciendo cuidadosamente las oscilaciones gravitatorias, digamos, en el último segundo de su existencia? Cuando a uno le queda tan sólo un segundo de vida, ¿por qué no aprovecharlo para relajarse por fin? Por supuesto, ésta es una interpretación de lo más errónea de la situación. Difícilmente lo podría ser más, ya que las mentes de esas personas estarán funcionando como programas de ordenador en ordenadores cuya velocidad aumentará sin límite. Sus pensamientos serán, como los nuestros, representaciones mediante realidad virtual ejecutadas por dichos ordenadores. Es cierto que, transcurrido ese segundo final, todo el sofisticado mecanismo quedará destruido, pero sabemos ya que la duración subjetiva de una experiencia en realidad virtual no está determinada por el tiempo real transcurrido, sino por la cantidad de cálculos realizados en ese tiempo. En un número infinito de pasos calculatorios hay tiempo para un número infinito de pensamientos, tiempo de sobras para que los pensadores se sitúen en cualquier entorno de realidad virtual que deseen y lo experimenten durante tanto tiempo como quieran. Si se cansan de él, podrán cambiar a otro, o a tantos otros como decidan diseñar. Intrínsecamente, no se encontrarán en los momentos finales de su existencia, sino en el inicio de ésta. No tendrán prisa porque, desde un punto de vista subjetivo, vivirán para siempre. Cuando sólo les quede un segundo, o un microsegundo, dispondrán aún de «todo el tiempo del mundo» para hacer más, experimentar más, crear más —infinitamente más— que nadie antes en el multiverso. No les faltarán, pues, alicientes para dedicar su atención a administrar sus recursos. Y, al hacerlo, no harán más que preparar su propio futuro, un futuro abierto e infinito sobre el cual tendrán pleno control y en el cual, en cualquier momento particular, estarán tan sólo embarcando.

Podemos esperar que en el punto omega la inteligencia esté constituida por nuestros descendientes. Es decir, por nuestros descendientes intelectuales, puesto que nuestras formas físicas actuales no podrían sobrevivir en las proximidades del punto omega. En algún momento, los seres humanos deberán transferir los programas de cálculo de sus mentes a algún soporte más resistente. De hecho, esto debería realizarse un número infinito de veces.

La mecánica de «conducir» el universo hacia el punto omega requiere emprender acciones en todo el espacio. De ello se desprende que la inteligencia deberá extenderse a tiempo por todo el universo para realizar los primeros ajustes necesarios. Éste es uno de los retos que Tipler ha mostrado que deberemos afrontar, y, además, ha demostrado que hacerles frente es físicamente posible, de acuerdo con nuestros conocimientos actuales. El primero de dichos retos ocurrirá (como he señalado en el capítulo 8) dentro de unos cinco mil millones de años, cuando el Sol, si se le deja a su aire, se convertirá en una gigante roja que nos destruirá. Deberemos aprender a controlarlo o alejarnos de él antes de que ello suceda. Será necesario después colonizar nuestra galaxia, más tarde el grupo de galaxias del que ésta forma parte y, finalmente, todo el universo. Deberemos hacer frente a cada uno de estos retos en el momento adecuado; no deberemos adelantarnos a los acontecimientos, para no consumir prematuramente los recursos disponibles sin haber desarrollado antes la tecnología correspondiente al próximo nivel.

Digo que «deberemos» hacer todo eso, pero sólo en el sentido en que asumo que seremos nosotros los antepasados de la inteligencia que exista en el punto omega. No estamos obligados a desempeñar ese papel si no lo deseamos. Si decidimos no hacerlo, y el principio de Turing resulta ser cierto, podemos estar seguros de que otros (presumiblemente alguna inteligencia extraterrestre) lo harán.

Mientras tanto, en universos paralelos, nuestras contrapartidas se enfrentan a las mismas opciones. ¿Triunfarán? O, en otras palabras: ¿es necesario que alguien consiga crear un punto omega en algún universo? Ello dependerá de lo acertado que sea el principio de Turing. Nos dice que un ordenador universal es físicamente posible, y que «posible», aquí, significa «real en este o algún otro universo». ¿Requiere el principio la construcción de un ordenador universal en todos los universos, sólo en algunos, o quizás en la «mayoría»? No comprendemos aún ese principio lo suficientemente bien para poderlo decidir. Algunos principios de la física, como el de la conservación de la energía, son de aplicación tan sólo en un grupo de universos y pueden ser infringidos en determinadas circunstancias en universos individuales. Otros, como el principio de la conservación de la carga eléctrica, se mantienen estrictamente en todo el multiverso. Las dos formulaciones más simples del principio de Turing serían, pues: 1) hay un ordenador universal en todos los universos; o 2) hay un ordenador universal en, al menos, algunos universos. La versión «todos los universos» parece demasiado fuerte para expresar la idea intuitiva de que semejante ordenador sea físicamente posible. «Al menos, algunos universos», por otro lado, parece demasiado débil, ya que es evidente que si la universalidad es de aplicación en muy pocos universos pierde por completo su poder explicativo. Pero la versión «la mayoría de los universos» requeriría que el principio especificara un determinado porcentaje, por ejemplo, el 85 por ciento, lo que parece muy poco plausible. (No existen constantes «naturales» en física, si se exceptúan el cero, el uno y el infinito). Por consiguiente, Tipler opta por «todos los universos», y debo admitir que, dado nuestro conocimiento actual, me parece la elección más lógica.

Esto es todo lo que tiene que decir la teoría del punto omega, o mejor dicho, el componente científico que estoy defendiendo. Podemos llegar a la misma conclusión desde varios puntos de origen distintos en tres de las cuatro vías. Uno de ellos es el principio epistemológico de que la realidad es comprensible. Dicho principio es también justificable de modo independiente, en la medida en que constituye la base de la epistemología popperiana. Sus formulaciones existentes, sin embargo, son demasiado vagas para que se puedan extraer de ellas conclusiones categóricas sobre, por ejemplo, la infinitud de las representaciones físicas del conocimiento. Por ello prefiero no postularlo directamente, sino inferirlo a partir del principio de Turing. (He aquí otro ejemplo de la mayor capacidad explicativa disponible al considerar que las cuatro vías constituyen un conjunto fundamental). El propio Tipler confía o bien en el postulado de que la vida continuará para siempre o bien en el de que lo hará el procesamiento de la información. Desde nuestra perspectiva actual, ninguno de los dos parece fundamental. La ventaja del principio de Turing es que es contemplado ya, por razones muy independientes de la cosmología, como un principio fundamental de la naturaleza, aunque no siempre en su versión más completa, por más que ya he demostrado que ésta resulta indispensable para integrarlo en la física.

Tipler señala que la ciencia de la cosmología ha tendido a estudiar más bien el pasado (de hecho, sobre todo, el pasado lejano) del espacio-tiempo, mientras que la mayor parte del espacio-tiempo se encuentra en el futuro de la época actual. Hoy la cosmología considera la cuestión de si el universo se condensará o no, pero aparte de eso, ha habido muy poca investigación teorética sobre la mayor parte del espacio-tiempo. Lo que conduzca al Big Crunch, en particular, ha merecido mucho menos estudio que las consecuencias del Big Bang. Tipler considera que la teoría del punto omega llena este vacío. Creo que merece convertirse en la teoría dominante sobre el futuro del espacio-tiempo en tanto no sea refutada experimentalmente (o de otro modo). (La refutación experimental es posible, ya que la existencia de un punto omega en el futuro implica determinadas restricciones al estado actual del universo).

Una vez establecido el escenario para el punto omega, Tipler formula algunas asunciones adicionales —unas plausibles, otras no tanto— que le capacitan para facilitar más detalles de la historia futura. La cuasirreligiosa interpretación que hace de esa historia futura, y su incapacidad para distinguir dicha interpretación de la teoría científica en que se basa, han impedido que esta última sea considerada seriamente. Tipler señala que, para cuando llegue la hora del punto omega, habrá sido generada una cantidad infinita de conocimiento. Asume acto seguido que las inteligencias que existan en ese futuro lejano querrán, como nosotros (o quizás necesitarán) adquirir más conocimiento que el estrictamente necesario para su supervivencia. De hecho, tendrán el potencial para adquirir todo el conocimiento físicamente conocible, y Tipler asume que harán realidad dicho potencial.

Así pues, el punto omega será, en cierto sentido, omnisciente.

Pero sólo en cierto sentido. Al atribuir propiedades como la omnisciencia, o incluso la existencia física, al punto omega, Tipler echa mano de un práctico recurso lingüístico bastante corriente en física matemática, pero que puede resultar engañoso si se toma en sentido literal. Consiste en identificar el punto límite de una secuencia con la propia secuencia. Así, cuando dice que el punto omega «sabe» que existe X, significa que X es conocido por alguna entidad finita antes del momento del punto omega y, subsiguientemente, nunca es olvidado. Lo que no significa es que exista, en sentido literal, una entidad capaz de conocer en el punto final del colapso gravitatorio, puesto que allí no podrá haber ninguna entidad física. Así, en el sentido más literal, el punto omega no sabe nada, y tan sólo puede decirse que «existe», porque algunas de nuestras explicaciones de la estructura de la realidad se refieren a las propiedades que limitarán a los sucesos físicos en el futuro lejano.

Tipler emplea el término teológico «omnisciente» por una razón que pronto resultará clara, pero permítaseme señalar de momento que en esa utilización el término no tiene su plena connotación tradicional. El punto omega no lo sabrá todo. La abrumadora mayoría de las verdades abstractas, tales como las relativas a los entornos cantgotu y otras semejantes, le resultarán tan inaccesibles como a nosotros.

Ahora bien, dado que la totalidad del espacio estará ocupada por el ordenador inteligente, éste será omnipresente (si bien sólo a partir de cierto momento). Puesto que estará constantemente reconstruyéndose y guiando el colapso gravitacional, puede considerarse que tendrá el control sobre todo lo que suceda en el universo material (o en el multiverso, si el punto omega sucede en todos los universos). Por consiguiente, dice Tipler, será también omnipotente. Pero, una vez más, esta omnipotencia no será absoluta. Bien al contrario, estará estrictamente limitada por la materia y la energía disponibles, y sujeta a las leyes de la física.

Puesto que las inteligencias del ordenador serán pensadores creativos, deben ser clasificados como «personas». Cualquier otra clasificación, argumenta acertadamente Tipler, resultaría racista. Y, por ello, afirma que en el límite del punto omega existirá una sociedad de personas omnisciente, omnipresente y omnipotente. Tipler identifica a esta sociedad con Dios.

He mencionado algunos de los aspectos en que el «Dios» de Tipler difiere del Dios o dioses en que creen la mayoría de las personas religiosas. Hay otras diferencias. Por ejemplo, las personas próximas al punto omega no podrían, aunque quisieran, hablarnos, comunicarnos sus deseos o hacer milagros (hoy). No crearon el universo ni inventaron las leyes de la física, y no las podrían infringir aunque quisieran. Pueden escuchar nuestras súplicas actuales (quizás detectando señales muy débiles), pero no pueden responder a ellas. Son (lo podemos inferir de la epistemología popperiana) contrarias a la fe religiosa y no desean ser adoradas. Y así sucesivamente. Pero Tipler no se detiene aquí y argumenta que la mayor parte de las propiedades fundamentales del Dios de las diversas confesiones religiosas derivadas de la tradición judeocristiana lo son también del punto omega. Supongo que la mayoría de las personas religiosas discreparán de Tipler en lo que concierne a las características básicas de sus respectivas confesiones.

En particular, Tipler afirma que una tecnología lo suficientemente avanzada será capaz de resucitar a los muertos. Podrá hacerlo de diferentes maneras, de las cuales la siguiente es quizás la más sencilla. Una vez que se disponga de la suficiente capacidad calculatoria (recordemos que llegará un momento en que estará disponible en cualquier cantidad que se desee), se podrá representar mediante realidad virtual todo el universo —de hecho, todo el multiverso—, a partir del Big Bang, con cualquier grado de fidelidad deseado. Si no se conoce el estado inicial con la suficiente exactitud, siempre se podrá ensayar con un muestrario lo más aproximado que se pueda de todos los estados iniciales posibles representados de manera simultánea. La reproducción podría tener que hacer una pausa, por razones de complejidad, si la época representada se acercara demasiado al tiempo real en el que tuviera lugar la representación. Pero pronto podría reanudar la ejecución, a medida que se fuera incorporando mayor capacidad de cálculo. Para los ordenadores del punto omega, nada es intratable. Sólo existe lo «calculable» y lo «no calculable», y la representación de entornos físicos reales queda definitivamente dentro de la primera categoría. En el transcurso de la representación aparecerían el planeta Tierra y múltiples variantes suyas. La vida y, en su momento, los seres humanos, evolucionarían. Todos los seres humanos que hayan vivido en algún momento en cualquier lugar del multiverso (es decir, todos aquellos cuya existencia haya sido físicamente posible) aparecerían a su debido tiempo en tan vasta representación, al igual que toda inteligencia artificial o extraterrestre que haya existido jamás. El programa que ejecutara la representación podría localizar a esos seres inteligentes y, si lo deseara, situarlos en un entorno virtual mejor, en el que quizás no volvieran a morir y vieran satisfechos todos sus deseos (o, al menos, todos los que un determinado nivel de cálculo, inimaginablemente elevado, pudiera satisfacer). ¿Por qué tendría que hacer una cosa así? Una razón podría ser de índole moral: según los estándares del futuro lejano, el entorno en el que vivimos hoy día es muy duro y, en consecuencia, sufrimos de un modo atroz. Podría ser considerado poco ético no rescatar a estos infelices para proporcionarles la oportunidad de una vida mejor. Sin embargo, podría resultar contraproducente ponerlos en contacto con la cultura contemporánea en el momento inmediato a su resurrección: se sentirían confundidos, desplazados y humillados. Por consiguiente, dice Tipler, sería deseable que resucitaran en un entorno básicamente familiar, pero del que se hubiera retirado cualquier elemento desagradable y al que se hubieran incorporado toda clase de situaciones placenteras. En otras palabras, el cielo.

Tipler continúa de idéntica manera y reestructura muchos otros aspectos del escenario religioso tradicional, que redefine como entidades o procesos físicos susceptibles de existir cerca del punto omega. Dejemos de lado la cuestión de si esas versiones reestructuradas son fieles o no a sus análogas religiosas. La historia de lo que harán o dejarán de hacer esas inteligencias del lejano futuro se basa en una cadena de suposiciones. Incluso en el caso de conceder que fueran individualmente plausibles, las conclusiones generales sacadas de ellas no dejan de ser más que especulación erudita. Puede ser interesante elaborar tales suposiciones, pero sin perder de vista la importancia de saberlas diferenciar de la argumentación para justificar la propia existencia del punto omega, así como de la teoría de sus propiedades físicas y epistemológicas, ya que esos argumentos sólo asumen que la estructura de la realidad se ajusta a las mejores teorías de que disponemos, asunción que puede ser justificada de modo independiente.

Como una advertencia sobre la poca fiabilidad de la especulación, incluso erudita, visitemos de nuevo a nuestro maestro constructor del capítulo 1, con su conocimiento precientífico de la arquitectura y la ingeniería. Nos separa de él un lapso cultural tan grande, que le resultaría, sin duda, en extremo difícil concebir una imagen aceptable de nuestra civilización. Sin embargo, somos prácticamente contemporáneos en comparación con la enorme distancia que nos separa del primer momento posible para la resurrección de Tipler. Supongamos ahora que nuestro constructor especula acerca del futuro lejano de la industria de la construcción y, por algún golpe de suerte extraordinario, elabora una evaluación perfectamente ajustada de la tecnología actual. Sabrá entonces, entre otras cosas, que somos capaces de construir estructuras mucho más grandiosas e impresionantes que las mayores catedrales de su época. Podríamos construir una catedral de un kilómetro y medio de altura, si lo deseáramos, y sería posible hacerlo utilizando una proporción mucho menor de nuestra riqueza, y mucho menos tiempo y esfuerzo humano, que los que él necesitaba para construir una catedral de lo más modesto. Podría haberse sentido, pues, seguro al afirmar que, hacia el año 2000, existirían catedrales de un kilómetro y medio de altura. Sin embargo, se habría equivocado totalmente ya que, si bien disponemos de la tecnología necesaria para construir tales estructuras, no tenemos motivos para hacerlo. De hecho, ahora parece improbable que llegue a construirse jamás una catedral así. Aun suponiendo que hubiese acertado en lo relativo al estado de nuestra tecnología, nuestro casi contemporáneo se habría equivocado de medio a medio acerca de nuestras motivaciones, y ello porque algunas de sus más incuestionadas asunciones sobre lo que incitaba a obrar a los seres humanos habrían quedado obsoletas transcurridos tan sólo algunos siglos.

De modo semejante, nos podría parecer natural que las inteligencias del punto omega, por razones de investigación histórica o arqueológica, o por compasión, deber moral o mero capricho, crearan, llegado el caso, representaciones de nosotros en realidad virtual, y que, una vez terminado su experimento, nos donaran los insignificantes recursos calculatorios que necesitaríamos para vivir para siempre en el «cielo». (Personalmente, preferiría que me permitiesen adaptarme de modo gradual a su cultura). Pero no podemos saber lo que querrán. De hecho, ningún intento de profetizar acontecimientos futuros a gran escala referido a asuntos humanos (o sobrehumanos) puede proporcionar resultados fiables. Como Popper ha señalado, el curso futuro de los asuntos humanos depende del futuro desarrollo del conocimiento. No podemos predecir qué conocimiento específico será creado en el futuro, ya que, de poderlo hacer, por definición, lo poseeríamos.

No sólo el conocimiento científico conforma las preferencias de las personas y determina cómo deciden comportarse. Existen también, por ejemplo, los criterios morales, que asignan a las posibles acciones atributos tales como «bueno» o «malo». Dichos valores han resultado especialmente difíciles de acomodar a la visión científica. Parecen constituir por sí mismos una estructura explicativa cerrada, desconectada de la del mundo físico. Como señaló David Hume, es imposible derivar lógicamente un «debe ser» de un «es». Sin embargo, utilizamos tales valores tanto para explicar nuestras acciones físicas como para determinarlas.

El pariente pobre de la moralidad es la utilidad. Puesto que parece mucho más fácil entender qué es objetivamente útil o inútil que decidir qué es bueno o malo, han proliferado los intentos de definir la moralidad en términos de diversas formas de utilidad. Hay, por ejemplo, una moralidad evolutiva que señala que muchas de las formas de comportamiento que explicamos en términos morales, como no matar o no hacer trampas en los tratos con otras personas, tienen sus análogos en el comportamiento de los animales. Una rama de la teoría evolutiva, la sociobiología, ha conseguido algunos éxitos en la explicación del comportamiento animal. Mucha gente se ha sentido tentada a concluir que las explicaciones morales para las opciones humanas son simples adornos, que la moralidad carece de base objetiva y que «bueno» y «malo» son simples etiquetas que aplicamos a los impulsos innatos que nos llevan a comportamientos de un modo u otro. Otra versión de esta explicación sustituye los genes por memes y afirma que la terminología moral no es más que un simple decorado para el condicionamiento social. Sin embargo, ninguna de esas explicaciones se ajusta a los hechos. Por una parte, no tendemos a explicar el comportamiento innato —los ataques epilépticos, por ejemplo— en términos de elección moral; sabemos distinguir entre acto voluntario e involuntario, y buscamos explicaciones tan sólo para la primera categoría. Por otra, no hay ni un solo comportamiento innato —evitar el dolor, tener relaciones sexuales, comer o cualquier otro— al que los seres humanos no hayan renunciado por razones morales en determinadas circunstancias. Lo mismo es de aplicación, y de manera aún más común, en relación con el comportamiento condicionado socialmente. De hecho, el rechazo de los comportamientos innatos, así como de los condicionados socialmente, es, en sí, una característica del modo de obrar humano, al igual que lo es explicar esas rebeliones en términos morales. Ninguno de esos comportamientos tiene analogías entre los animales, y en ninguno de esos casos pueden las explicaciones morales ser reinterpretadas en términos genéticos o meméticos. Se trata de un error fundamental, común a todas las teorías de esa clase. ¿Podría existir un gen que nos permitiese rechazar la conducta de los demás genes cuando así lo decidiéramos? ¿O un condicionamiento social que fomentase la rebelión? Quizás, pero ello dejaría intacto el problema de cómo escogimos hacer lo contrario de lo que se suponía que debíamos realizar y de qué queremos expresar al explicar nuestra rebelión manifestando que escogimos, simplemente, lo correcto, y que lo que nuestros genes o nuestra sociedad nos prescribían era incorrecto.

Estas teorías genéticas pueden ser contempladas como un caso especial de una estratagema más amplia, consistente en negar que los juicios morales sean significativos alegando que no escogemos realmente nuestras acciones y que el libre albedrío es pura ilusión, incompatible con la física. Pero, en realidad, y como vimos en el capítulo anterior, el libre albedrío es compatible con la física y encaja de modo muy natural en la estructura de la realidad que he descrito.

El utilitarismo fue un intento anterior de integrar las explicaciones morales en el contexto científico mediante la «utilidad». Ésta se asimilaba a la felicidad humana. Las elecciones morales debían basarse en el cálculo de qué acción produciría más felicidad, ya fuera para el individuo o (y ahí la teoría se hacía más vaga) para el «mayor número» posible de personas. Distintas versiones de la teoría sustituían «felicidad» por «placer» o «preferencia». Considerado un repudio de los precedentes sistemas autoritarios de moralidad, el utilitarismo es intachable. Y, en el sentido de que, simplemente, aboga por rechazar los dogmas y obrar según la teoría «preferida», la que haya superado la crítica racional, cualquier ser racional es utilitarista. Pero en cuanto intento de resolver el problema que estamos analizando, es decir, explicar el significado de los juicios morales, tiene también un defecto fatal: escogemos nuestras preferencias. En particular, cambiamos de preferencias, y aducimos explicaciones morales para hacerlo. Semejantes explicaciones no pueden ser traducidas a términos utilitaristas. ¿Existe una preferencia maestra oculta que controla los cambios de preferencia? De ser así, sería imposible cambiarla, y el utilitarismo degeneraría en la teoría genética de la moralidad, de la que hemos hablado antes.

¿Cuál es, pues, la relación entre los valores morales y la particular concepción científica del mundo que defiendo en el presente libro? Cuando menos, puedo argumentar que no existe ningún obstáculo fundamental para formular una. El problema de todas las «concepciones científicas del mundo» anteriores era que tenían estructuras explicativas jerárquicas. Del mismo modo que resulta imposible, dentro de semejante estructura, «justificar» que las teorías científicas sean ciertas, tampoco es posible justificar que una determinada línea de acción sea correcta (ya que entonces, ¿cómo se justificaría que la estructura, en su totalidad, lo sea?). Como he dicho, cada una de las cuatro vías tiene una estructura explicativa jerárquica propia, pero la estructura total de la realidad no. Explicar, pues, los valores morales como atributos objetivos de los procesos físicos no tiene por qué equivaler a derivarlos de algo, incluso en principio. Al igual que sucede con las entidades matemáticas abstractas, la cuestión será ver con qué contribuyen a la explicación y si la realidad física puede ser comprendida o no sin atribuir también realidad a tales valores.

A este respecto, permítaseme señalar que la «emergencia», en el sentido estándar, es tan sólo uno de los modos en que pueden estar relacionadas las explicaciones de las distintas vías. Hasta aquí, he considerado realmente tan sólo lo que podríamos denominar emergencia predictiva. Por ejemplo, creemos que las predicciones de la teoría de la evolución se desprenden lógicamente de las leyes de la física, aunque demostrar la conexión mediante el cálculo pueda resultar intratable. No pensamos, en cambio, que las explicaciones de la teoría de la evolución se desprendan de la física. Sin embargo, una estructura explicativa no jerárquica admitiría la posibilidad de la emergencia explicativa. Supongamos, en aras de la argumentación, que un determinado juicio moral pueda ser explicado como bueno en algún estrecho sentido utilitario. Por ejemplo: «Lo deseo, no perjudica a nadie, luego es bueno». Ahora bien, ese juicio podría ser cuestionado algún día. Podría preguntarme: «¿Debería desearlo?», o «¿Cómo puedo estar seguro de que no perjudica a nadie?», ya que la cuestión de a quién juzgo que la acción pueda «perjudicar» se basa en presunciones morales. Que permanezca repantigado en mi sillón «perjudica» de modo directo a todos los seres humanos que podrían beneficiarse de que corriera en su ayuda, a todos los ladrones que podrían intentar robarme el sillón si me levantara de él, y así sucesivamente. Para resolver estas cuestiones recurro a teorías morales adicionales, que incluyen nuevas explicaciones de mi situación moral. Cuando alguna de ellas parece satisfactoria, la utilizo de modo provisional para formular juicios de bondad o maldad, pero la explicación, si bien temporalmente satisfactoria para mí, sigue sin ir más allá del nivel utilitario.

Pero supongamos ahora que alguien elabora una teoría general de esas explicaciones en cuanto tales, introduce en ella un concepto de nivel superior, como «derechos humanos», y considera que la introducción de ese concepto proporcionará siempre, para una clase dada de problemas, como la que acabo de describir, una nueva explicación que resolverá el problema en sentido utilitario. Supongamos, incluso, que esa teoría de las explicaciones es, a su vez, una teoría explicativa. Explica, en términos de alguna otra vía, por qué es «mejor» (en el sentido utilitario) analizar los problemas en términos de derechos humanos. Por ejemplo, podría explicar sobre bases epistemológicas por qué cabe esperar que el respeto por los derechos humanos promueva el desarrollo del conocimiento, lo cual es en sí una condición previa para la resolución de problemas morales.

Si la explicación parece buena, podría valer la pena adoptar la teoría. Es más, puesto que los cálculos utilitarios son tremendamente difíciles de realizar, mientras que, por lo general, resulta factible analizar una situación en términos de derechos humanos, podría resultar conveniente utilizar un análisis basado en ellos con preferencia a cualquier teoría específica sobre las posibles implicaciones de una determinada acción. Si todo ello fuera cierto, podría ser que el concepto de «derechos humanos» no fuera expresable, incluso en principio, en términos de «felicidad», es decir, que no fuera un concepto utilitario. Podríamos denominarlo un concepto moral. La conexión entre los dos no quedaría establecida por la predicción emergente, sino por la explicación emergente.

No es que abogue por este enfoque concreto; simplemente, expongo la manera en que los valores morales podrían existir de modo objetivo al contribuir a las explicaciones emergentes. Si este enfoque funcionara, explicaría la moralidad como una especie de «utilidad emergente».

De modo parecido, el «valor artístico» y los demás conceptos estéticos han resultado siempre difíciles de explicar en términos objetivos. También son explicados, a menudo de modo superficial, como facetas arbitrarias de la cultura o en términos de preferencias innatas. De nuevo, vemos que ello no tiene por qué ser así. Al igual que la moralidad está relacionada con la utilidad, el valor artístico posee una contrapartida menos elevada, pero más objetivamente definible. Se trata del diseño. Una vez más, el valor de un diseño es tan sólo comprensible en el contexto de un propósito determinado para el objeto diseñado. Nos podemos encontrar, no obstante, con que resulte factible mejorar un diseño mediante la incorporación de buenos criterios estéticos a los criterios de diseño. Tales criterios estéticos serían incalculables a partir de los criterios de diseño, ya que una de sus utilidades sería la mejora de éstos. La relación sería, una vez más, de emergencia explicativa, y el valor artístico, o belleza, constituiría una especie de diseño emergente.

La excesiva confianza de Tipler al predecir las motivaciones de la gente cuando se acerque el punto omega le lleva a subestimar una importante implicación de su teoría en el papel de la inteligencia en el universo. La inteligencia no sólo estará allí para controlar los acontecimientos a gran escala, sino también para decidir lo que vaya a suceder. Como dijo Popper, nosotros decidiremos cómo se acabará el universo. Y, de hecho, en gran medida, el contenido de los pensamientos inteligentes futuros es lo que sucederá, puesto que, al final, la totalidad del espacio y su contenido serán el ordenador. El universo consistirá al final, literalmente, en procesos de pensamiento inteligentes. En algún lugar, hacia el lejano final de esos pensamientos materializados, quizás se halle todo el conocimiento físicamente posible, expresado mediante conformaciones físicas.

Las deliberaciones morales y estéticas también estarán expresadas en dichas conformaciones, así como los resultados de tales deliberaciones. En efecto, exista o no un punto omega, dondequiera que haya conocimiento en el multiverso (entendido como complejidad extendida por múltiples universos), debe haber también huellas físicas del razonamiento moral y estético que determinó qué clase de problemas eligió resolver allí la entidad creadora de conocimiento. En particular, antes que cualquier porción de conocimiento factual pueda extenderse con un contenido homogéneo por una serie de universos, los juicios morales y estéticos deben ser ya similares en dichos universos. De ello se desprende que tales juicios contienen también conocimiento objetivo, en el sentido físico y multiversal. Ello justifica la utilización de terminología epistemológica como «problema», «solución», «razonamiento» y «conocimiento» en ética y estética. Así, si éstas han de ser compatibles de algún modo con la concepción del mundo por la que abogo en el presente libro, la belleza y la bondad deben ser tan objetivas como la verdad matemática o científica, y deben ser creadas de modo análogo: mediante la conjetura y la crítica racional.

Keats, pues, estaba en lo cierto al afirmar que «belleza es verdad, verdad es belleza». No pueden ser una misma cosa, pero son una misma clase de cosa, creadas de modo similar e inseparablemente relacionadas. (Se equivocaba, sin embargo, al añadir que «eso es todo cuanto puedes conocer del mundo y todo cuanto necesitas conocer de él»).

Llevado de su entusiasmo (¡en su sentido primigenio de posesión divina!), Tipler omite parte de las enseñanzas popperianas sobre el aspecto que debe presentar el desarrollo del conocimiento. De existir el punto omega y ser como Tipler propone, el universo final consistirá, sin duda, en pensamientos corporeizados de inconcebible sabiduría, creatividad y multiplicidad. Pero pensamiento es resolución de problemas, lo que significa conjeturas rivales, error, crítica, refutación y retroceso. Sin duda, en el límite (que nadie experimentará), en el instante mismo en que se acabe el universo, todo lo comprensible habrá podido ser comprendido, pero en cada punto finito anterior el conocimiento de nuestros descendientes estará plagado de errores. Será mayor, más profundo y más extenso de lo que nunca podamos imaginar, pero cometerán también errores a una escala proporcionalmente titánica.

Como nosotros, no conocerán jamás la certeza o la seguridad física, ya que su supervivencia, al igual que la nuestra, dependerá de que creen un flujo continuo de nuevo conocimiento. Si fracasan, aunque sólo sea una vez, llegado el momento de hallar el modo de incrementar su velocidad de cálculo y su capacidad de memoria dentro del tiempo disponible, determinado por una ley física inexorable, el cielo se desplomará sobre sus cabezas y perecerán. Su cultura será, presumiblemente, pacífica y benevolente más allá de nuestros sueños más atrevidos, pero no tranquila. Estará involucrada en la resolución de problemas terribles y lacerada por controversias apasionadas. Por esta razón, no parece probable que pueda ser útil considerarla una «persona». Consistirá más bien en un vasto número de personas que interactuarán en múltiples niveles y de muchas maneras distintas, pero en desacuerdo. No hablarán con una sola voz, del mismo modo que no lo hacen hoy día los científicos participantes en un seminario de investigación. Incluso si, por casualidad, llegan a ponerse de acuerdo, sus opiniones serán a menudo erróneas, y estos errores perdurarán durante períodos arbitrariamente largos (desde un punto de vista subjetivo). Por la misma razón, nunca será su cultura moralmente homogénea. Nada será sagrado (¡otra diferencia, sin duda, con la religión convencional!), y habrá personas que cuestionarán sin tregua asunciones consideradas por otras como verdades morales fundamentales. Por supuesto, la moralidad, al ser real, es comprensible mediante los métodos de la razón, y, por consiguiente, toda controversia particular será resuelta. Pero, inmediatamente, la sustituirá por otra mayor, más fundamental y apasionante. Una colección tan discordante —aunque progresista— de comunidades solapadas es muy distinta del Dios en el que creen las personas religiosas, pero será, precisamente (o, más bien, alguna subcultura que forme parte de ella) lo que nos resucite, si Tipler está en lo cierto.

En vista de todas las ideas unificadoras que he expuesto, como el cálculo cuántico, la epistemología evolutiva y las concepciones multiversales del conocimiento, el libre albedrío y el tiempo, me parece evidente que la tendencia actual en nuestra comprensión general de la realidad se ajusta a lo que, siendo niño, yo esperaba que fuera. Nuestro conocimiento es cada vez más amplio y más profundo, y predomina en él, como dije en el capítulo 1, la profundidad. He abogado, sin embargo, por algo más en este libro. He abogado por una determinada concepción unificada del mundo basada en las cuatro vías: la física cuántica del multiverso, la epistemología de Karl Popper, la teoría de Darwin-Dawkins de la evolución y la versión completa de la teoría de la calculabilidad universal de Turing. Me parece que, en el estado actual de nuestro conocimiento científico, ésta es la visión que resulta «natural» adoptar. Se trata de una visión conservadora, que no impone ningún cambio radical en las mejores explicaciones fundamentales de que disponemos. Debería, por lo tanto, constituir la concepción dominante, aquella por oposición a la cual deberían ser juzgadas las innovaciones propuestas. Éste es, precisamente, el papel que reclamo para ella. Lejos de mí cualquier intención de fundar una nueva ortodoxia. Como he dicho, creo que es hora de ponerse en marcha, pero sólo podremos encontrar mejores teorías en nuestro camino si nos tomamos en serio las mejores teorías de que disponemos en la actualidad como explicaciones del mundo.