Pero Clarita Goodall no quiso dejarme partir. La distancia hasta el lago Kami era de casi cuarenta kilómetros, los ríos estaban crecidos y los puentes se habían derrumbado.
—Podría romperse una pierna —dijo—, o perderse, y tendríamos que enviar gente a buscarlo. Antes lo recorríamos a caballo en un día, pero ya no conseguimos hacer pasar los animales.
Y todo por culpa de los castores. Un gobernador de la isla los importó de Canadá y ahora sus diques taponan los valles donde antes el camino estaba expedito. Sin embargo, yo seguía resuelto a recorrer el trayecto a pie.
Clarita Goodall me despertó muy temprano. La oí preparar el té en la cocina. Me dio rebanadas de pan y mermelada de casis para el viaje. Llenó mi termo con café. Y metió en una bolsa impermeable unas astillas empapadas en queroseno: así, si me caía en un río, al menos podría prender fuego.
—¡Tenga cuidado! —exclamó, y se quedó en el hueco de la puerta, envuelta en la escasa luz, vestida con una larga bata de color rosado, agitando lentamente la mano con una sonrisa serena y triste.
Un velo de bruma flotaba sobre la cala. Una familia de gansos de pecho colorado agitaba el agua, y en el primer portalón había más gansos junto a un charco. Eché a andar por el sendero que conducía a las montañas. Delante de mí se levantaba el monte Harberton, cubierto por un negro manto de árboles, y un sol difuminado empezaba a asomar por su ladera. De mi lado, el margen del río estaba ocupado por una pradera ondulada, donde habían eliminado el bosque mediante el fuego, de modo que ahora estaba jalonado por árboles carbonizados.
El sendero subía y bajaba. En las hondonadas había plataformas de troncos que formaban canalones. Una vez traspuesto el último portalón encontré una laguna negra rodeada de árboles muertos, y desde allí el sendero se desovillaba cuesta arriba entre los primeros árboles corpulentos.
Oí el río antes de verlo: rugía en el fondo de una garganta. El sendero bajaba serpenteando por el talud. En un clavero se alzaban los antiguos corrales de ovejas de Lucas Bridges, desintegrados por la podredumbre. El puente había desaparecido, pero cien metros aguas arriba el río se ensanchaba y se deslizaba sobre resbaladizas piedras marrones. Corté dos retoños y los limpié de ramas y hojas. Me quité las botas y los pantalones y metí los pies en el agua, tanteando el lecho con la vara izquierda mientras me apoyaba sobre la derecha. En el tramo más profundo, el río se arremolinó alrededor de mis nalgas. Al llegar a la otra orilla me sequé en un manchón de sol. Tenía los pies enrojecidos por el frío. Un pato de los torrentes voló río arriba. Lo reconocí por su cabeza rayada y sus finas alas bordoneantes.
El sendero no tardó en perderse en el bosque. Estudié la brújula y enfilé hacia el norte rumbo al segundo río. Este ya no era tal, sino una ciénaga cubierta por el musgo amarillo de la turba. Junto a los bordes, los árboles jóvenes habían sido derribados mediante cortes oblicuos e incisivos, como los que produce el golpe de un machete. Esa era la región de los castores, y eso era lo que los castores hacían con los ríos.
Caminé tres horas y llegué a la ladera del monte Spión Kop. Delante estaba el valle del río Valdez, un medio cilindro que recorría dieciocho kilómetros hacia el norte hasta el delgado perfil azul del lago Kami.
Una sombra cruzó sobre el sol, hubo una exhalación y oí el ruido del viento al circular entre las alas. Dos cóndores se habían precipitado sobre mí. Vi el rojo de sus ojos cuando pasaron de largo, cerniéndose sobre el desfiladero y mostrando el gris de sus lomos. Planearon en semicírculo hasta el comienzo del valle y volvieron a remontarse, girando con el mismo impulso de la corriente ascendente que los llevaba hacia los peñascos, hasta que se convirtieron en dos motas recortadas contra el cielo lechoso.
Las motas aumentaron de tamaño. Volvían. Volvían con el viento en contra, sin desviarse de la diana, con las cabezas negras circundadas por las golillas de plumas blancas, sin mover las alas, con las colas sesgadas hacia abajo como frenos aerodinámicos y con las garras extendidas y muy separadas. Se lanzaron cuatro veces en picado sobre mí y después tanto ellos como yo perdimos interés en el juego.
Por la tarde sí me caí en el río. Al atravesar un dique de castores pisé un tronco que parecía firme y que en verdad flotaba. Salí despedido de cabeza hacia un charco de lodo negro y me costó mucho salir. Ahora debía llegar al camino antes de que anocheciera.
El sendero volvió a aparecer, abriendo un corredor recto a través del bosque oscuro. Seguí las huellas frescas de un guanaco. A veces lo veía delante de mí, brincando sobre los troncos caídos, y en determinado momento me acerqué a él. Era un macho solitario, con el pelo cubierto de barro y los cuartos delanteros surcados por cicatrices. Había peleado y perdido. Ahora él también era un vagabundo desarraigado.
Y entonces se despejó la arboleda y el río serpenteó perezosamente por campos de pastoreo. Siguiendo las huellas del ganado debí de cruzar el río veinte veces. En un vado vi pisadas de botas y de pronto me sentí aligerado y feliz, pues pensé que en seguida llegaría al camino o a la cabaña de un peón. Pero luego las perdí de vista y el río se precipitó dentro de una garganta flanqueada por esquistos. Eché a andar por el bosque, mas ya anochecía y era peligroso sortear los troncos caídos en la oscuridad.
Desplegué mi saco de dormir en un terreno llano. Extraje las astillas y junto a la mitad de ellas apilé musgo y pequeñas ramas. El fuego brotó bruscamente. Incluso las ramas húmedas se inflamaron y las llamas iluminaron las verdes cortinas de liquen que colgaban de los árboles. El interior del saco de dormir estaba húmedo y tibio. Unas nubes cargadas de lluvia empezaron a ocultar la luna.
Y entonces oí el ruido de un motor y me senté. Entre los árboles se filtró el resplandor de unos faros. Me encontraba a diez minutos de marcha del camino, pero tenía demasiado sueño para pensar en eso, así que me dormí. Ni siquiera me despertó la lluvia.
Al día siguiente, por la tarde, bien lavado y alimentado, estaba sentado en la sala de la granja Viamonte, tan entumecido que no podía moverme. Pasé dos días tumbado en el sofá, leyendo. Toda la familia, con excepción del tío Beatle, se había ido a acampar. Hablamos de platillos volantes. Pocos días antes él había visto una presencia en el comedor, revoloteando alrededor de un retrato.
Desde Viamonte crucé la mitad chilena de la isla hasta Porvenir, y me embarqué en el ferry que iba a Punta Arenas.