La historia de los anarquistas es el último coletazo de la vieja disputa de siempre: entre Abel, el vagabundo, y Caín, el acaparador de bienes, íntimamente, sospecho que Abel provocó a Caín gritándole: «¡Muera la burguesía!». Es apropiado que el protagonista de esta historia fuera judío. El primero de mayo de 1909 fue, en Buenos Aires, frío y soleado. A primera hora de la tarde, columnas de hombres tocados con gorras empezaron a llenar la plaza Lorea. Poco después, en ésta flameaban las banderas escarlatas y reverberaban los gritos.
En medio de la multitud arremolinada estaba Simón Radowitzky, un joven pelirrojo originario de Kiev. Era menudo pero había desarrollado sus músculos trabajando en los talleres ferroviarios. Tenía un bigote incipiente y grandes orejas. A su piel se adhería la palidez del gueto: «desagradablemente blanca», diría el prontuario policial. El mentón cuadrado y sobresaliente, y la frente estrecha, delataban una inteligencia limitada y una fe infinita.
Los adoquines de la calzada, el aliento de la muchedumbre, los edificios estucados y los árboles de las aceras, así como las armas, los caballos y los cascos de los policías, retrotrajeron a Radowitzky a su ciudad y a la Revolución de 1905. Las voces roncas se mezclaban con palabras en italiano y castellano. Se levantó el clamor: «¡Mueran los cosacos!». Y los amotinados, perdido el control, rompieron escaparates y desataron los caballos de los carruajes.
Simón Radowitzky había estado en una cárcel zarista. Llevaba tres meses en Argentina. Vivía con otros anarquistas rusos judíos en una casa de vecindad. Se embriagaba con sus conversaciones vehementes y planeaba ejecutar acciones selectivas.
Del otro lado de la avenida de Mayo, un cordón de caballería y un único automóvil frenaban el avance de la multitud. En el coche se hallaba el jefe de policía, el coronel Ramón Falcón, con mirada de águila, impasible. La vanguardia de la manifestación descubrió a su enemigo y vociferó obscenidades. El coronel calculó serenamente cuántos eran y se retiró.
Se oyó una ráfaga de disparos y hubo una carga de caballería, en la cual murieron tres hombres y cuarenta resultaron heridos. (Los periodistas contaron treinta y seis charcos de sangre). La policía alegó haber actuado en defensa propia y también exhumó panfletos sediciosos escritos en hebreo, que sirvieron para adjudicar el alboroto a la plaga de nihilistas rusos que habían conseguido contaminar el país merced a una laxa política inmigratoria. En Argentina, las palabras «ruso» y «judío» eran sinónimos.
El segundo acto se desarrolló aquel mismo invierno. El coronel Falcón, poco afecto a las custodias armadas, volvía del funeral de su amigo, el director de cárceles. Lo acompañaba su joven secretario, Alberto Lartigau, que aprendía a ser hombre. Simón Radowitzky, vestido de negro, aguardaba con un paquete en una esquina de la avenida Quintana. Con perfecta sincronización lo arrojó dentro del coche, saltó hacia atrás para eludir el estallido y corrió hacia una obra en construcción.
Tuvo mala suerte. Unos transeúntes alertaron a dos policías. Una bala lo alcanzó debajo de la tetilla izquierda y se desplomó, rechinando los dientes bajo los golpes.
—¡Viva la anarquía! —les gritó, entrecortadamente, a sus captores—. Yo no soy nadie pero tengo una bomba para cada uno de vosotros.
El coronel Falcón, una masa informe de arterias y miembros destrozados, conservó el conocimiento durante el tiempo necesario para identificarse.
—No es nada —dijo—. Asistan antes al muchacho.
Murió en el hospital, víctima de la conmoción y la pérdida de sangre. Lartigau sobrevivió a una amputación hasta la noche. Desde todo el país llegaron delegaciones de la policía para asistir al funeral.
«Simón Radowitzky pertenece a esa categoría de siervos que vegetan en las estepas rusas, arrastrando una existencia miserable en el más cruel de los climas y en la calamidad de su propia condición inferior». El fiscal del Estado también subrayó ciertas peculiaridades somáticas como prueba de una personalidad criminal. Hombre con conciencia y humanitario, pidió la pena de muerte, pero el juez no pudo dictarla porque aún no se había aclarado cuál era la edad del asesino.
A esta altura del proceso apareció Moisés Radowitzky, rabino y comerciante de ropas usadas, con la partida de nacimiento de su primo. Cuando los traductores descifraron la intrincada escritura, el tribunal se enteró de que el preso tenía dieciocho años y siete meses, o sea que era demasiado joven para el pelotón de fusilamiento, pero no para que lo condenaran a prisión perpetua. El juez ordenó que todos los años, al aproximarse la fecha del asesinato, lo sometieran a veinte días de confinamiento solitario, con una dieta de pan y agua.
Simón Radowitzky desapareció en los laberintos de ratas y hormigón armado. Dos años más tarde lo trasladaron a Ushuaia. (La cárcel de Buenos Aires no era segura). Una noche, desnudaron a sesenta y dos presos para someterlos a revisión médica, y les pusieron grillos de hierro. Los reflectores del muelle iluminaron la columna que subía por la pasarela de un transporte de la armada. La travesía empezó en calma y terminó entre las borrascas de la Patagonia. Los reos tenían sus literas en el depósito de carbón y, al desembarcar, estaban ennegrecidos por el hollín y tenían los tobillos lastimados por los grilletes.
Cierta complacencia en la degradación y las locas esperanzas de su raza le permitieron sobrevivir a los años de inmundicias y patadas. Su único patrimonio eran algunas fotografías de familia. Recibía cada nueva humillación con una sonrisa y descubrió en sí mismo el don de dirigir a los demás. Los presos lo adoraban, le contaban sus problemas, y él encabezaba sus huelgas de hambre.
Cuando los funcionarios del presidio descubrieron su don, lo odiaron con mayor vehemencia. Los carceleros tenían orden de blandir una lámpara delante de su cara cada media hora, mientras dormía. En 1918, el vicegobernador, Gregorio Palacio, que deseaba su carne blanca y quería degradarlo aún más, lo sodomizó. Tres carceleros lo inmovilizaron y también lo violaron. Le golpearon la cabeza y le cubrieron la espalda de tajos y cardenales.
Los amigos que Radowitzky tenía en la capital se enteraron de esto y publicaron su versión con el título de La Sodoma fueguina. La revolución rusa estaba en su apogeo. En todo Buenos Aires había leyendas garrapateadas con el lema: «¡Libertad a Radowitzky!». Algunos de los anarquistas más emprendedores planeaban rescatar de la cárcel a su mártir favorito.
El único hombre que estaba en condiciones de realizar el trabajo era Pascualino Rispoli, «el último pirata de Tierra del Fuego», un napolitano que había seguido hasta el bar Alhambra de Punta Arenas a su padre, que lo había abandonado, y se había quedado a su vez allí. Pascualino tenía una pequeña balandra, que utilizaba oficialmente para cazar focas y nutrias marinas, y privadamente para contrabandear y saquear restos de naufragios. Navegaba con buen y mal tiempo, arrojaba por la borda a los tripulantes indiscretos, perdía regularmente en las partidas de naipes y estaba predispuesto a aceptar cualquier tipo de encargo.
En octubre de 1918, dos anarquistas argentinos contrataron a Pascualino para que colaborara en la evasión. El 4 de noviembre, la balandra fondeó frente a Ushuaia. Tres días después, al amanecer, Radowitzky salió por la puerta del penal vestido con el uniforme de un carcelero cómplice. Una chalupa lo llevó a bordo, y antes de que sonara la alarma la balandra fue devorada por el laberinto de canales, donde, cuatro años antes, el crucero alemán Dresden había burlado a la armada británica.
El napolitano quiso aprovisionar al fugitivo y dejarlo en una de las islas más alejadas hasta que pasara la conmoción. Pero los siniestros bosques húmedos despertaron un sentimiento de horror en el alma urbana de Radowitzky, y éste insistió en hacerse llevar a Punta Arenas.
Entretanto, la armada chilena accedió a cooperar con la policía argentina. Su remolcador Yáñez interceptó a la balandra en el último tramo del viaje de regreso, pero no antes de que Pascualino hiciera nadar a su pasajero hasta la costa, para que se refugiara entre los árboles. Los oficiales, que no encontraron nada pero lo sospechaban todo, llevaron a algunos miembros de la tripulación a Punta Arenas, donde la policía los hizo cantar. El Yáñez volvió a bordear la costa y sorprendió a Pascualino en el acto de desembarcar a Radowitzky junto con un cargamento de barriles. El fugitivo se quedó inmóvil en el agua, a sotavento de la balandra, pero no le quedó escapatoria. Un destacamento de carabineros había rodeado la zona. Se entregó, exhausto y congelado, y lo enviaron de regreso a Ushuaia.
Pasaron doce años. Entonces, en 1930, el presidente Yrigoyen liberó a Radowitzky para hacer una concesión a la clase trabajadora. Una noche de mayo, el ex presidiario subió a la cubierta de un transporte militar y buscó en el horizonte las luces de Buenos Aires, pero no le permitieron desembarcar. Sus guardias lo trasladaron al ferry que iba a Montevideo. Yrigoyen había prometido en secreto a su policía que lo expulsaría del territorio argentino.
«La víctima de la burguesía» bajó por la pasarela del barco, sin documentos, sin dinero, vistiendo las ropas inadecuadas de un turco de Ushuaia, entre los vítores de una manifestación anarquista. El comité de recepción aguardaba el discurso y los ademanes de un fogoso agitador, y quedó decepcionado por ese hombre perplejo, humilde, cejijunto y con el rostro surcado por venillas violáceas, que sonreía vagamente y no sabía dónde poner las manos.
Sus nuevos amigos lo abrazaron y se lo llevaron en un taxi. Radowitzky intentaba contestar a sus preguntas, pero siempre recaía en el tema de sus amigos de Ushuaia. Le resultaba insoportable estar separado de ellos. Cuando le preguntaron por sus sufrimientos, no atinó a responder y extrajo un papel del que leyó un texto en que daba las gracias al doctor Yrigoyen en nombre del proletariado internacional. Cuando dijo que quería regresar a Rusia, los anarquistas rieron. Ese hombre ni siquiera había oído hablar de la matanza de Kronstadt.
Una vez en libertad, Radowitzky se sumergió nuevamente en el anonimato y la extenuación nerviosa. Sus amigos lo usaban para enviar mensajes a sus camaradas de Brasil. Atrajo la hostilidad de la policía uruguaya y lo pusieron bajo arresto domiciliario, pero como no tenía casa, volvió a alojarse en la cárcel.
En 1936 se embarcó rumbo a España. Tres años más tarde se sumó a las columnas de hombres derrotados que arrastraban los pies por los Pirineos en dirección a Francia. Fue a México. Un poeta le consiguió un puesto de escribiente en el consulado uruguayo. Escribía artículos para periódicos ciclostilados de escasa circulación y compartía su pensión con una mujer, quizá la única que conoció. A veces visitaba a su familia en Estados Unidos, país donde ésta había prosperado.
Simón Radowitzky murió en 1956, víctima de un síncope cardíaco.