Capitulo 39

Un viejo camión Mercedes rojo llegó al campamento a las ocho, y el conductor se detuvo a tomar café. Se dirigía a Lago Posadas con un cargamento de ladrillos y me llevó con él. Paco Ruiz tenía dieciocho años. Era un bello muchacho, con fuertes dientes blancos y ojos castaños de mirada cándida. Su barba y su boina lo ayudaban a cultivar un aire de Che Guevara. Tenía una barriga incipiente y no le gustaba caminar.

Su padre era empleado de banco y había ahorrado dinero para comprar el camión. Paco se había enamorado de éste y lo llamaba Rosaura. Lo fregaba y lustraba y había adornado su cabina con volantes de encaje. Sobre el salpicadero había adheridas una imagen de la Virgen de Luján, otra de san Cristóbal y un pingüino de plástico que movía la cabeza con los desniveles del camino. Había pinchado desnudos en el techo, pero quién sabe por qué las mujeres eran una abstracción en tanto que Rosaura era una mujer auténtica.

Hacía tres meses que él y Rosaura trajinaban por las carreteras. Cuando ella se estropeara, tendría dinero para comprar una nueva Rosaura y seguirían rodando eternamente. Paco Ruiz era muy idealista. No quería enriquecerse y se sentía complacido cuando la gente decía que era un tipo gaucho. Los otros camioneros lo ayudaban y le enseñaban a soltar procacidades. Su expresión favorita era la concha de la lora [12].

Paco había cargado a Rosaura en exceso, y con su embrague defectuoso y sus neumáticos llenos de parches, debíamos bajar las cuestas en primera. Habíamos llegado a la mitad del declive de un pequeño cañadón, cuando Paco puso bruscamente la tercera y bajamos rugiendo hasta el fondo. Se oyó un silbido.

—¡Puta madre! ¡Un reventón!

La cámara del neumático izquierdo había estallado. Paco estacionó a Rosaura sobre el arcén de gravilla, inclinándola hacia adentro para aligerar el peso que recaía sobre esa rueda. Zafó la rueda de repuesto y cogió el gato, pero éste no era el apropiado. El suyo se lo había prestado, con su típica generosidad, a un amigo que transportaba una carga más pesada. Y este otro, pequeño, levantaba la rueda pero no hasta la altura suficiente.

De modo que Paco excavó un hoyo bajo el neumático y sacó las ruedas pero, cuando estaba quitando la cámara, el pie del gato empezó a resbalar sobre la superficie de la carretera. Rosaura se escoró y los ladrillos se desplazaron.

—¡Qué lío!

Pasamos siete horas aguardando que pasara un camión y cuando nos hartamos de esperar hicimos otra tentativa. Paco se tumbó bajo el eje y accionó el gato, después de haber apuntalado su base con piedras. Estaba embadurnado de grasa y polvo, con la cara congestionada, y parecía a punto de perder los estribos. Excavó un hoyo más grande bajo el eje, levantó el chasis lo más posible, e incluso consiguió colocar en su lugar las dos ruedas. Pero estaban torcidas y al ver que no podía ajustar las tuercas, empezó a patear la rueda y a vociferar:

—Puta… puta… puta… puta… puta… puta…

Fui a pie hasta la estancia más próxima para buscar ayuda. El propietario era un malagueño desdentado que frisaba los noventa. No tenía gato y volví cortando camino entre los matorrales grises. Vi el perfil de la carretera y la cabina roja de Rosaura, pero al acercarme noté que estaba más escorada y que no había señales de Paco. Corrí, pensando que podía hallarse atrapado bajo la mole, y lo encontré sentado lejos de la carretera, pálido, asustado y sollozante, palpándose el hematoma que empezaba a asomar en su espinilla. Había repetido la tentativa y el gato le había rozado la pierna al resbalar del eje. Ahora sí que aquello era un lío. Nunca patees a la mujer amada.