Un bóer me llevó en su coche de regreso al sur, pasando por Perito Moreno, hasta Arroyo Feo, donde empezaban los eriales de tierra volcánica. Era cirujano veterinario y no tenía muy buena opinión de los otros bóers.
Un encaje de ondulados peñascos blancos danzaba en torno del horizonte. La superficie del suelo estaba salpicada de costras chorreantes de color purpúreo. Pasé la noche con una cuadrilla de peones camineros, cuyas caravanas se hallaban congregadas dentro de un círculo de niveladoras. Los hombres comían una fritanga grasienta y me invitaron a compartirla. Perón sonreía al grupo.
Entre ellos había un escocés pelirrojo que se parecía, por su físico, a los atletas que en Escocia practican el deporte de levantar y arrojar troncos de pino. Me escudriñó con unos ojos azules lechosos, en busca de afinidades de raza y antecedentes, y en su expresión se mezclaban la curiosidad y el dolor. Se llamaba Robbie Ross.
Los otros hombres eran latinos o mestizos.
—Éste es inglés —dijo uno de ellos.
—Escocés —corregí yo.
—Sí, soy escocés —asintió Robbie Ross. No sabía ni una palabra de inglés—. Mi patria es la Inglaterra misma [11].
Para él, Inglaterra y Escocia eran una nebulosa indivisible. Soportaba el peso del trabajo más duro y era blanco de las burlas de todos.
—Es un borracho —dijo el que había hablado antes.
Obviamente no esperaban que Robbie Ross se enfadara. Obviamente, asimismo, no era la primera vez que lo llamaban borracho. Pero Robbie apoyó su puño crispado sobre la mesa y observó cómo se blanqueaban sus nudillos. Sus facciones palidecieron. Le temblaron los labios y se arrojó sobre el cuello del que había hablado e intentó arrastrarlo fuera de la caravana.
Sus compañeros lo dominaron y rompió a llorar. Seguí oyéndolo llorar durante toda la noche, y por la mañana ni siquiera quiso mirar al otro inglés.