Capitulo 37

Ahora tenía dos motivos para volver a la cordillera: visitar la antigua hacienda de Charley Milward, dedicada a la cría de ovinos en Valle Huemules, y buscar el unicornio del padre Palacios. Cogí un autocar rumbo a Perito Moreno y llegué allí en medio de una tormenta de polvo. El propietario del restaurante era un árabe que servía lentejas y rábanos, y que conservaba una ramita de menta sobre el mostrador para recordar un terruño que no había visto. Le pregunté por el transporte hacia el norte. El árabe meneó la cabeza.

—Unos pocos camiones chilenos, tal vez, pero muy, muy pocos.

El valle Huemules estaba a más de ciento cincuenta kilómetros, pero resolví arriesgarme. En el confín del pueblo alguien había escrito con pintura azul «Peón Gorila» sobre un puesto policial abandonado. Cerca había una pila de botellas de ginebra, monumento fúnebre en memoria de un camionero muerto. Sus amigos arrojaban una botella cada vez que pasaban. Caminé dos horas, cinco horas, diez horas, y ni un camión. Mi libreta de apuntes refleja en parte mi estado de ánimo:

He caminado todo el día y el siguiente. Carretera recta, gris, polvorienta, sin tráfico. Viento implacable, que dificultaba la marcha. A veces oías un camión, estabas seguro de que era un camión, pero era el viento. O el ruido del cambio de marcha, pero también era el viento. A veces el viento sonaba como un camión vacío traqueteando sobre un puente. Incluso si un camión se hubiera acercado por atrás no lo habría oído. Y aunque hubieras tenido el viento a favor, éste habría silenciado el motor. Sólo se oía a un guanaco. Parecía un crío que intentaba llorar y estornudar simultáneamente. Lo veías a cien metros de ti, un macho solitario, más grande y elegante que una llama, con su pelambre anaranjada y la cola blanca y enhiesta. Los guanacos son animales tímidos, te habían dicho, pero éste había perdido la chaveta por mí. Y cuando ya no podías caminar más y desplegabas tu saco de dormir, allí estaba él, gargajeando y sorbiéndose los mocos y conservando la misma distancia. Por la mañana lo tenías muy cerca, pero no soportaba el sobresalto de verte salir de tu segunda piel. Allí terminaba la amistad y lo veías alejarse brincando por encima de un arbusto espinoso, como si fuera un galeón con viento de popa. El día siguiente, más caluroso y ventoso que el anterior. Las ráfagas calientes te empujaban hacia atrás, te succionaban las piernas, te pesaban sobre los hombros. La carretera empezaba y terminaba en un espejismo gris. Veías un remolino de polvo detrás de ti y, aunque ya sabías que no había esperanzas de que fuera un camión, pensabas que sí lo era. O veías acercarse motas negras, y te detenías, te sentabas y aguardabas, pero las motas se alejaban por el costado de la carretera y te dabas cuenta de que eran ovejas.

Un camión chileno apareció en la tarde del segundo día. El conductor era un bravucón jovial, cuyos pies olían a queso. Le gustaba Pinochet y estaba conforme con la situación general de su país.

Me llevó al lago Blanco, cuyas aguas tenían un opaco color cremoso. Más allá de su otra orilla se extendía una depresión tapizada de hierbas color esmeralda, bloqueada por una cadena de montañas azules. Aquél era el valle Huemules.

Charley Milward había estado allí por última vez en 1919. La propietaria del bar recordaba sus bigotes. «Los enormes bigotes», dijo, e imitó la forma en que cojeaba con su bastón. El agente de policía local estaba bebiendo su ginebra vespertina y la mujer le ordenó que me llevara a la hacienda en su coche. Él accedió humildemente, pero para hacer alarde de su hombría fue a su casa a buscar un revólver.

La estancia Valle Huemules estaba pintada de rojo y blanco y se caracterizaba por su centralización eficiente. Pertenecía a la familia Menéndez Behety, los magnates de la cría de ovinos en el sur, quienes, junto con un traficante francés de lana, habían comprado los bienes de Charley después de la Primera Guerra Mundial. El administrador era un alemán que desconfió de mí a primera vista. Creo que sospechó que tenía algún título de propiedad sobre aquella tierra, pero igualmente me permitió dormir en el sector reservado a los peones.

Estaban en mitad de la esquila. La barraca de la esquila tenía veinte compartimientos y otros tantos esquiladores: chilenos membrudos, desnudos hasta la cintura, con los pantalones impregnados por la grasa de la lana que los ponía negros y brillantes. Una cinta transportadora, alimentada por una máquina de vapor, circulaba a lo largo de toda la galería. Se oía el ruido de pistones chirriantes, de correas que chasqueaban, de tijeras en acción y de ovejas que balaban. Cuando los hombres ataban las patas de los animales, éstos dejaban de forcejear y se quedaban inertes hasta que concluía la tortura. Después, desnudos y marcados por tajos rojos en torno de las ubres, brincaban frenéticamente como si sortearan una valla imaginaria o huyeran en busca de la libertad.

El día terminó con un feroz crepúsculo rojo y púrpura. Repicó la campana que llamaba a cenar y los esquiladores dejaron las tijeras y corrieron a la cocina. El viejo cocinero tenía una sonrisa angelical. Me cortó media pata de cordero.

—No puedo comer tanto.

—Claro que puede.

Se llevó las manos al vientre. Todo había terminado para él.

—Tengo cáncer —dijo—. Este es mi último verano.

Después del anochecer los gauchos se tumbaron sobre sus sillas de montar y se distendieron con la desenvoltura de los carnívoros bien alimentados. Los aprendices arrojaban troncos de álamo dentro de una estufa de hierro sobre la que hervían dos marmitas llenas de agua para el mate.

Un hombre presidía el ritual. Llenaba las calabazas marrones y calientes, y el líquido verde coronaba el borde de espuma. Los peones acariciaban sus calabazas y sorbían la infusión amarga, hablando del mate como otros hablan de mujeres.

Me dieron un jergón de paja, me acurruqué en el suelo e intenté dormir. Los hombres jugaban a los dados y su conversación se encauzó hacia los cuchillos. Desenvainaron los suyos y cotejaron sus calidades, dando golpecitos con la punta sobre la mesa. La luz procedía de una única lámpara de petróleo y las sombras de las hojas se retorcían sobre la pared blanca encima de mi cabeza. Un esquilador chileno enumeró una serie de sugerencias humorísticas acerca de lo que su cuchillo podría hacerle a un gringo. Estaba muy borracho.

—Será mejor que deje dormir al gringo en mi cuarto —dijo otro.