Mientras viajaba hacia el sur, rumbo a Comodoro Rivadavia, atravesé un desierto de piedras negras y arribé a Sarmiento. La ciudad consistía en otra cuadrícula polvorienta de edificios de chapa, construidos sobre un tramo de tierra arable entre el azul turquesa burbujeante del lago Musters y el limo verde del lago Colhué-Huapí.
Salí de la ciudad para ir a pie hasta el bosque petrificado. Los molinos de viento giraban locamente. Una garza de color gris acerado yacía paralizada bajo un cable de electricidad. A lo largo del pico le corría un hilo de sangre. Le faltaba la lengua. Los troncos de las araucarias fosilizadas estaban limpiamente seccionados, como en un aserradero.
Muchos bóers vivían en los alrededores de Sarmiento, y se congregaban en el Hotel Orroz para almorzar. Sus apellidos eran Venter, Visser, Vorster, Kruger, Norval, Eloff, Botha y De Bruyn, y todos ellos descendían de los «afrikaners» más intransigentes que habían emigrado a la Patagonia en 1903, asqueados por la bandera británica. Eran gente temerosa de Dios, celebraban la efemérides de la derrota del jefe zulú Dingaan a manos de los «afrikaners» y prestaban juramento sobre la Biblia de la Iglesia Reformada Holandesa. No se casaban con gente ajena a su grupo y si un latino entraba en la casa sus hijas debían recluirse en la cocina. Muchos de ellos regresaron a Sudáfrica cuando el doctor Malan asumió el poder.
Pero el ciudadano más distinguido de Sarmiento era el lituano Casimir Slapelic. Cincuenta años atrás había encontrado el dinosaurio en el barranco. Ahora, desdentado, calvo y promediando su octava década de vida, era uno de los pilotos en actividad más viejos del mundo. Todas las mañanas se enfundaba en su mono blanco de lona, iba en su Moskva resollante al Aero Club, y arremetía contra el fuerte viento junto con su arcaico monoplano. El peligro no hacía más que incrementar su anhelo de vivir.
El viento había bruñido su nariz y la había teñido de lila claro. Lo encontré a la hora del almuerzo cuando hacía desaparecer en su boca, implantada en la bola de marfil de su cabeza, una cucharada tras otra de borscht. Había convertido su cuarto en un lugar alegre, de estilo báltico, con cortinas floreadas, geranios, diplomas por sus vuelos acrobáticos y una foto autografiada de Neil Armstrong. Todos sus libros estaban escritos en lituano, el aristócrata de los idiomas indoeuropeos, y se referían a los planes independentistas de su país.
Su esposa había fallecido y él había adoptado a una joven pareja indígena, por bondad y para que le hiciera compañía. La mujer estaba sentada contra la pared blanca, amamantado a su bebé y devorando a los visitantes con ojos que brillaban como la mica.
Casimir Slapelic era un prodigio. Antaño había intentado ser un hombre pájaro. Ahora deseaba ir a la luna.
—Pero lo llevaré a volar en mi avión —me dijo.
—Tal vez.
—Volaremos juntos sobre el desierto Pintado.
Soplaba un viento casi huracanado. Mientras viajábamos en el Moskva observé que sus piernas, curvadas hasta convertirse en un par de arcos perfectos, ejercían poco control sobre los pedales.
—Será mejor que no volemos —manifesté.
—Entonces lo llevaré a visitar a mi hermana. Tiene una colección de puntas de flecha indias.
Llegamos a un chalé de cemento y atravesamos el jardín hasta la puerta trasera. Un falo blanco se alzaba entre las caléndulas de su hermana.
—La tibia de un dinosaurio —explicó Casimir Slapelic.
Su hermana tenía un rostro curtido y cargado de años. Formaba parte de un hermético grupo de damas del lugar: las arqueólogas. No eran arqueólogas en el sentido literal del término, sino coleccionistas de antigüedades. Exploraban las cuevas, los cotos de caza y las riberas lacustres en busca de reliquias de los cazadores de antaño. Cada una de ellas contaba con su equipo de peones que traía objetos del campo. Los «profesionales» las acusaban de ser depredadoras.
Aquella tarde la exiliada del Báltico recibía a una galesa. La visitante observaba cómo su inferior competidora extraía sus propios tesoros de la envoltura de papel de seda, pero su mirada de envidia no casaba con sus comentarios condescendientes.
La hermana de Casimir Slapelic sabía cómo alimentar los celos de su rival. Exhibía cartones forrados en terciopelo negro sobre los que estaban montadas puntas de flecha relucientes como joyas, y dispuestas de tal manera que parecían peces tropicales. Sus dedos jugueteaban sobre las superficies talladas. Había también cuchillos planos de pedernal rosado y verde; «boleadoras» de piedra; un ídolo azul; y algunas flechas con plumas de águila en el astil.
—Pero mi colección es mejor —afirmó la galesa.
—Más numerosa pero no tan bella —replicó la lituana.
—Venderé la mía a la presidenta e irá al Museo Nacional.
—Si la compra —manifestó la mayor de las dos mujeres.
Casimir Slapelic se aburría. Salimos al jardín.
—Cosas de muertos —comentó—. No me gustan.
—A mí tampoco.
—¿Qué veremos ahora?
—Los bóers.
—Los bóers son difíciles pero lo intentaremos.
Fuimos en el auto a la parte este de la ciudad donde los bóers tenían sus chalés. Slapelic golpeó en la puerta de uno de éstos y toda la familia salió al patio delantero, escudriñó impasiblemente al inglés y no pronunció una palabra. Repitió la operación en otro y la puerta se cerró violentamente. Encontró al esposo galés de una mujer bóer que accedió a hablar pero sabía poco. Y luego encontró a una mujer bóer entrada en carnes que se asomó sobre el portalón rojo de su jardín con expresión feroz. Ella también estaba dispuesta a hablar, pero por dinero y en presencia de su abogado.
—No son muy cordiales —dije.
—Son bóers —respondió Casimir Slapelic.