Capitulo 18

La noche era calurosa y se hacía tarde y el propietario de la única tienda de Epuyén fregaba el mostrador que también hacía las veces de barra. El señor Naitane era un hombrecillo arrugado de tez inusitadamente blanca. Ojeaba a sus clientes con expresión nerviosa, deseando que se fueran. Su esposa lo aguardaba en la cama. Las habitaciones que circundaban el patio estaban sumidas en la oscuridad. Sólo en la tienda una bombilla solitaria diseminaba su mortecina luz amarilla sobre las paredes verdes y las hileras de botellas y de paquetes de mate. De las vigas del techo colgaban ristras de pimientos y ajos, arzones, frenos y espuelas, que proyectaban sombras melladas contra el cielo raso.

Antes, los ocho gauchos presentes habían mostrado la intención de irse. Sus caballos, atados a la cerca, tascaban el freno y piafaban. Pero cada vez que Naitane terminaba de limpiar la barra, uno de ellos golpeaba con un vaso húmedo o una botella y pedía otra ronda. Naitane dejaba que su chico sirviera. Él cogía un plumero y desempolvaba, con movimientos agitados, los objetos que se alineaban sobre los estantes.

Una vez que colocas a un gaucho borracho sobre la silla de montar no se caerá, y su caballo lo llevará a casa. Pero esto implica una peligrosa maniobra previa para montarlo. Naitane intuía que se acercaba el momento. El gaucho más joven tenía el rostro congestionado y apoyaba los codos sobre la barra. Sus amigos lo estudiaban para comprobar si las piernas lo sostendrían. Todos llevaban cuchillos insertados bajo sus fajas.

El cabecilla era un patán esmirriado, con bombachas negras y una camisa también negra abierta hasta el ombligo. Tenía el pecho cubierto por un vello rojizo y por toda la cara le brotaban pelos de ese color. Tenía unos pocos dientes largos, filosos y marrones, y una nariz parecida a una aleta de tiburón. Se movía con la gracia de una máquina bien aceitada y le sonrió a Naitane con una mueca provocativa.

Luego estrujó mi mano y se presentó como Teófilo Breide. Las palabras se deslizaban torpemente entre sus dientes y era difícil seguirle la conversación, pero por algo que dijo comprendí que era árabe. La nariz se había explicado por sí sola. Epuyén, en verdad, era un asentamiento de árabes, de árabes cristianos, pero en tanto que podía imaginar a Naitane como un comerciante de Palestina, el lugar de Teófilo Breide estaba en las tiendas negras de los beduinos.

—¿Y qué hace un gringuito en Epuyén? —preguntó.

—Quiero reunir datos acerca de un norteamericano llamado Martin Sheffield que vivió aquí hace cuarenta años.

—¡Bah! —exclamó Teófilo Breide—. ¡Sheffield! ¡Fantasioso! ¡Cuentero! ¡Artista! ¿Conoce la historia del plesiosauro?

—La conozco.

—Fantasía —rugió, y empezó a contar una anécdota que hizo reír a los gauchos—. Es curioso que lo haya mencionado. ¿Ve esto? —Me entregó un rebenque, la fusta que usan los jinetes argentinos, con empuñadura de plata y una tira de cuero para sujetarlo a la muñeca—. Esto perteneció a Martin Sheffield.

Me dio instrucciones para llegar a la lagunita donde el norteamericano había instalado antaño su campamento. Después hizo chasquear el rebenque sobre la barra. Las piernas del más joven dejaron de sostenerlo. Los gauchos vaciaron sus vasos y salieron en fila india.

El señor Naitane, en cuya casa había previsto pasar la noche, me empujó hasta la calle y le echó el cerrojo a la puerta. El generador dejó de funcionar. Desde todas partes me llegaba el repicar de los cascos que se perdían en la noche. Dormí detrás de un arbusto. [6]