Había dormido durante la tarde y se pasó por la fiesta de Lisa Marie el tiempo suficiente para tomarse una copa de champán y ver la bola caer en Times Square.
Se despidió de ella y se fue al despacho.
Encendió las luces y buscaba en el cajón superior los estimulantes que lo mantuvieran en pie durante el siguiente par de días cuando llamaron suavemente a la puerta abierta.
Alzó la cabeza.
—¿Aurora?
Ella asintió y se sentó en una silla, junto a la puerta.
—¿Dónde has estado? Te hemos…
—Cabo de Cristóbal. Cojímar, Holguín, La Habana.
—¿Y…?
—Quiero saber quién eres.
Él no parpadeó.
—Soy quien soy.
—Quién eres, para quién trabajas y cómo conseguiste acabar al mando de esta empresa, sea cual sea. También podrías explicar la parte de la nave espacial.
—¿O qué? ¿Qué harás?
—La expresión que solíamos usar es «te echaré a los perros». Te desenmascararé.
—Pero dices que no sabes quién soy.
—Quien no eres es Pepe Parker. No existe ese individuo. Partidas de nacimiento robadas de Cabo de Cristóbal. La escuela elemental destruida en un incendio. Los archivos del instituto destruidos en la revolución del treinta y uno…
—Como los de todo el mundo.
—La mayoría fueron restaurados. No hay ningún registro de tu existencia hasta que empezaste a trabajar como graduado en la Universidad de La Habana. Después de tu doctorado, obtuviste una tarjeta azul y te viniste aquí.
Pepe advirtió que estaba sudando. Se secó la cara con un pañuelo. Aquello no podía estar pasando.
—Así que dime qué es lo que pasa. O te echaré a los perros.
—No puedes hacer eso.
—Claro que puedo. Y si algo me sucede, Norman…
—No, no. No te estaba amenazando. Lo que quiero decir es que no debes hacerlo.
—Estoy dispuesta a dejarme convencer. Podrías empezar diciéndome para quién trabajas.
—La humanidad. Trabajo para toda la humanidad.
—Ésa no es una respuesta.
El teléfono zumbó y él pulsó el botón. Una tenue imagen gris de un hombre con uniforme de la NASA habló por encima del fragor de un helicóptero.
—¿Doctor Parker? Nos acercamos a Gainesville. ¿Puede estar en su tejado dentro de cuatro o cinco minutos?
—Gracias. Estaré esperando.
Desconectaron.
—Así que vas a ir al cabo —dijo Rory.
—Como habrías hecho tú. Lo siento. No puedo invitarte a que vengas.
—¿Sigo siendo una mujer buscada?
—El FBI viene una vez por semana. Nunca explican nada.
Encontró las píldoras y se tomó una, soportando su amargura.
—Me temo que tendré que estar toda la noche despierto.
—Creo que podría acudir al FBI. Y decirles lo que sé, lo que no sé.
—¡No! ¡Por favor! —Abrió su maletín y comprobó su contenido—. Hagamos un trato.
—Estoy escuchando.
—Mira lo que vaya a pasar hoy. Después, podemos hablar lo que quieras. Si quieres echarme a los perros entonces, no te detendré. —Cerró el maletín—. Ahora mismo tengo que tomar ese helicóptero y unirme a las celebraciones.
Rebuscó en su bolsillo y sacó un llavero.
—Toma, quédate en mi casa. ¿Sabes dónde está?
—¿Todavía vives en Creekside?
—Sí, en el 203. Tu casa puede que no sea segura.
—Bien. Trato hecho. Pero dime una cosa… ¿sabes quiénes son? ¿Los alienígenas?
—Yo… no puedo decirlo.
—Pero no son alienígenas, ¿verdad?
Él la miró en silencio durante un segundo.
—Tan alienígenas como yo.
Los dos oyeron el susurro del helicóptero aproximándose, el zumbido de las aspas se hizo más profundo al aterrizar. Él la besó en la mejilla y salió por la puerta.
Mientras el sonido del helicóptero se apagaba, Aurora cruzó el pasillo hasta su antiguo despacho. Estaba cerrado, pero su vieja llave aún funcionaba.
—Luces —dijo.
No había cambiado nada. Más ordenado de lo normal, pero ella lo había arreglado todo para aquella entrevista esperada. Una capa de polvo.
¿Volvería allí alguna vez? Lo sabría dentro de unos cuantos días.
Sus estanterías de libros antiguos parecían intactas. Por impulso, tomó su última adquisición, el volumen de fotos de hacía un siglo de la revista Life, apagó las luces y echó la llave al salir.
Había más de un kilómetro hasta Creekside. Estaba cansada, pero no se atrevió a usar un taxi; la mayoría no estaban preparados para aceptar dinero en efectivo, y los que sí lo hacían tomaban fotos de sus clientes sospechosos. Pero al menos las aceras no estarían desiertas, no con tanta gente transitando de fiesta en fiesta.
¿Cuánta gente, sin embargo, estaba sentada en casa, aterrada, esperando morir? Rory pasó ante dos iglesias y una mezquita, y ambas estaban llenas.
A una manzana de Creekside, se detuvo en un almacén y compró una botella carísima de champán doméstico.
La sacó de un barril de agua helada. El empleado se la secó y la metió en una bolsa.
—Espero que tengamos algo que celebrar mañana —dijo—. Espero que estemos aquí mañana.
—Yo no me preocuparía por eso —contestó ella—. Si quisieran destruirnos, ya lo habrían hecho.
Él asintió y aceptó su dinero, y torpemente contó el cambio.
—¿La conozco de algo, señora?
—No. Sólo estoy de paso.
Cruzó el puente sobre Hogtown Creek y se apresuró hacia el edificio de apartamentos. Había un montón de gente sentada en las riberas del arroyo, de fiesta, y no quería que la reconociesen.
Probó con cuatro entradas antes de encontrar la que indicaba P. PARKER, 203. Fuera cual fuese su verdadero nombre.
Esperaba un desnudo piso de soltero, adecuado para un hombre sin historia. Pero era una colección ecléctica, incluso barroca, de muebles y adornos de todo el mundo.
Un biombo japonés, una mesita de Bali o de algún sitio parecido, un póster de una corrida de toros de México, un reloj de cuco de Alemania o Suiza. Un montón de cojines delante del cubo, importados de la exótica Taiwan. Había algo extraño en la colección, que de repente advirtió: todo era de la misma época. Como si hubiera entrado en unos grandes almacenes y hubiera dicho: «Me llevo esto y esto y esto».
No había copas de champán en la cocina, pero encontró dos vasos de vino de cristal Waterford. Así que no todo era de grandes almacenes. Descorchó la botella, se sirvió un vaso y metió la botella en el frigorífico.
Estaba vacío, inmaculado.
Comprobó las alacenas y no había comida, ni una lata de sardinas o una caja de cereales. Sólo un salero y un pimentero de plástico, a juego.
No había nada siniestro en eso. Un montón de solterones comían siempre en restaurantes, o compraban comida para llevar.
Se llevó el champán al salón y encendió el cubo. No respondió al mando a distancia, pero los controles manuales eran bastante claros. Sintonizó la CNN y redujo el sonido a un susurro. Dejó el vaso sobre la mesita balinesa, se enroscó en los cojines taiwaneses y abrió el libro viejo y polvoriento.
Aquélla fue también una época de cambios, la Segunda Guerra Mundial. El tono estridente de la revista probablemente significaba que la gente estaba tan preocupada como el joven que le había vendido el champán. Pero aquello fue largo (comprobó las fechas, seis años) y los enemigos eran personas, vencibles. No alienígenas que podían destruir tu planeta a capricho. O decían que lo eran.
Soltó el libro, apuró el vaso de un par de tragos y se dispuso a volver a llenarlo. Desde la cocina oyó una conmoción en el exterior. Llenó el vaso y salió al balcón.
Un círculo de jóvenes bailaba en el arroyo, riendo y cantando. La mitad iban desnudos, a pesar del agua fría. Multitudes en ambas orillas aplaudían y gritaban.
—¡Que se la quiten! ¡Que se la quiten!
Bueno, esperaban un mensaje de paz y esperanza dentro de unas cuantas horas. ¿Qué obtendrían en realidad?
Cerró los ojos y de repente los abrió, justo a tiempo para evitar que el caro vaso se le cayera por el balcón. Sentía los brazos y las piernas pesados por la fatiga. Se dirigió al dormitorio y puso manualmente el reloj para que la despertara a las 5.45, pues no se fiaba de los controles de voz. Exactamente tres horas de sueño. Se quedó inconsciente antes de que marcara las 2.46.
Cuando el reloj la despertó, bajó temblorosa la escalera y compró el desayuno en las máquinas: café malo garantizado y una chocolatina. No tenían ninguna barra de Mars, por desgracia, así que eligió una al azar. ¿Todavía fabricaban barras de Mars? Hacía veintitantos años que no compraba una. El chocolate estaba desagradablemente dulzón, pero la ayudaría a superar el fin del mundo.
Se sintió levemente sorprendida por no haber sido sacada de la cama por agentes del FBI. Fuera lo que fuese Pepe, evidentemente no estaba de su parte.
Encendió el cubo y sintonizó el Canal 7, esperando ver a Marya. Una voz en off masculina describía la procesión de notables, mostrando imágenes de un helicóptero tras otro alineándose en la misma pista, descargando a este o aquel presidente o primer ministro o estrella de cine. Una gran grada llena de gente no acostumbrada a sentarse en gradas. El sol naciente quedaba a sus espaldas; el cielo salmón progresaba hacia un azul perfecto.
Exactamente a las seis, un helicóptero del cuerpo de marines, el número uno, llegó y de él desembarcaron el presidente Davis y su séquito, incluido un pelotón de marines armados hasta los dientes. Rory sonrió. No serían de mucha ayuda contra alienígenas capaces de destruir planetas, pero podían impedir que Davis compartiera el destino de su predecesora. Había estado siguiendo su carrera desde Cuba; era el presidente menos popular desde Nixon. La mayoría del Congreso y el Senado querían expulsarlo, si no ahorcarlo, pero lo estaban retrasando unos días. Tal vez los alienígenas lo desintegraran y les ahorrasen el esfuerzo.
Cuando el anciano estuvo instalado a salvo en la tribuna, delante de las gradas, sentado incómodamente cerca del secretario general de la ONU, el cubo mostró una visión telescópica de la nave alienígena. No parecía demasiado distinta en lo fundamental de una nave humana, lo cual podía deberse simplemente a algún tipo de función, o quizás a que querían tranquilizarnos.
O, lo más probable, era de hecho una nave humana, parte del engaño más grande de la historia. Y Pepe estaba en el meollo de todo aquello.
Su certeza había crecido a medida que acumulaba pruebas de que Pepe había sido obviamente plantado en su departamento para que fuese el segundo al mando. Si era un engaño, se trataba de una empresa más grande que el Proyecto Manhattan. Los primeros datos podrían haber sido falseados por alguien que alterara las señales del GRS-1 y su contrapartida lunar. Pero con el tiempo otros telescopios las habían captado. Procedían de fuera del sistema solar, aunque quizá no de tan lejos ni tan veloces como creían.
Y al parecer habían partido Fobos en dos, aunque eso podría haber estado preparado de antemano. La cifra de cien mil megatones («mil arriba o mil abajo») la había dado Leo, pero a través de Pepe. Ella no lo había comprobado, y Leo estaba muerto.
Como el presidente. Como Pauling y el resto del Gabinete.
Norman y ella habrían sido eliminados también, de no ser por la coincidencia de que Qabil se había enterado de los planes del FBI.
Los cuatro satélites, destruidos por un rayo invisible… eso era lo más fácil de explicar. Simple sabotaje.
Dentro de menos de una hora, la última pieza encajaría en su sitio, aunque probablemente no sería concluyente. Hollywood tenía más de un siglo de experiencia creando alienígenas.
El presidente dio un discurso neutro, optimista, afortunadamente libre de paternalismo e histeria. El secretario general de la ONU le siguió, hablando en su bantú nativo. A excepción de los chasquidos guturales, fue casi el mismo discurso que había dado Davis. Una gran oportunidad nos espera; damos la bienvenida a nuestros amigos del espacio con los brazos abiertos. Ahora que han destruido nuestros… otros brazos.
Había montones de vehículos aparcados detrás de las gradas: furgonetas blancas de la NASA, un par de camiones militares, dos ambulancias y un camión de bomberos. Rory se preguntó si alguno de ellos podría ocultar una bomba como último recurso y, si era así, quién controlaba el detonador.
¿Y una bomba de qué tamaño? Un helicóptero mostró las inmediaciones de la NASA, tan abarrotadas como una estación de metro, hasta los malecones; más de un millón de personas querían ver aterrizar a la nave extraterrestre. Rory se alegró de no estar allí.
El cubo pasó a una titilante visión telescópica de la nave, que había empezado a salir de la órbita cerca de Australia.
Tal vez pasara sobre ellos camino del cabo. Salió al balcón para contemplar el cielo, pero lo único que pudo ver fue la habitual capa gris.
Los estudiantes de fiesta se habían marchado, sin dejar suciedad tras ellos. Los chicos de hoy en día. Oyó el sonido apagado de los noticiarios en los apartamentos de alrededor y mantuvo la puerta abierta para poder escuchar a Marya o Pepe en el cubo.
No oír a Marya no fue ninguna sorpresa. No había tenido oportunidad de desaparecer tras la emisión «accidental», y aunque el FBI no se la hubiera llevado, la cadena probablemente la habría despedido o la habría dejado en segundo plano durante una buena temporada.
En el cielo, el familiar estampido doble de un estallido sónico; una nave espacial en su rumbo de aproximación a cabo Kennedy. Rory entró en la vivienda y se sentó delante del cubo.
Allí estaba Pepe, en la tribuna, con otros nueve notables, tras el presidente, que se ponía en pie lentamente. Todos hicieron lo mismo.
La nave era tenuemente visible, descendiendo. Rory se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración.
Se posó exactamente en el extremo de la pista. Tenía aproximadamente el tamaño de una lanzadera regular. Tenía que ser así, por supuesto, si era un truco: no podrían haber construido en secreto una nave espacial de la nada. Era más bonita que las lanzaderas corrientes: brillante, como el cromo, y no utilizó paracaídas de frenado.
Rodó hasta unos pocos centenares de metros de la tribuna y luego, con un ligero sonido sibilante, continuó hasta detenerse directamente delante del presidente. Una puerta se abrió en el costado de la nave y una escalerilla se desplegó hasta el suelo.
Dos figuras de aspecto humano bajaron las escalerillas. Vestían titilantes trajes plateados, ajustados a la piel, obviamente varón y hembra. Rory advirtió que no caminaban como gente que hubiera estado en gravedad cero. Entonces vio que ambos eran hermosos, a pesar de carecer por completo de pelo. Ni siquiera tenían cejas. Un buen detalle.
Cuando bajaron de la escalerilla, ésta se plegó y regresó a la nave. Mientras se dirigían hacia la tribuna, la nave empezó a sisear de nuevo y rodó lentamente por la pista.
Ellos subieron los escalones sin prisa, la mujer delante, y cuando llegaron a la tribuna ignoraron a los notables que estaban de pie y fueron directamente al micrófono.
La mujer habló primero.
—No somos alienígenas de otro planeta. Somos de la Tierra. Venimos de dentro de quinientos años en vuestro futuro.
El hombre continuó:
—Fue la empresa de ingeniería más grande de la historia de la humanidad. La energía que empleamos para acercarnos fue sólo una pequeña fracción de lo que hizo falta para doblar espacio y tiempo y enviarnos hacia atrás. Eso requirió la destrucción total de una pequeña estrella, de las que llamáis enanas marrones.
—Traemos un mensaje de esperanza y cautela —dijo la mujer—. El mensaje de esperanza es que estamos aquí y, por tanto, tenéis futuro. Saberlo va a cambiaros. La guerra catastrófica que parece a punto de empezar se evaporará… y tendrán lugar una serie de acontecimientos, a partir de hoy, que harán imposible la guerra en el curso de la existencia de la mayoría de la gente que ahora vive.
—Se ha decidido —dijo el hombre—, que no podemos deciros (y sabemos por los archivos históricos que no lo hicimos) cuáles van a ser esos acontecimientos. Tendréis que descubrirlos por vuestra cuenta. Experimentarlos mientras sucedan.
—Esto no se ha hecho nunca antes —dijo la mujer—. Tenemos que asumir que mientras los dos nos ciñamos a los registros históricos, los hechos subsiguientes se producirán tal como dicen nuestros libros de historia, y habrá paz. Pero la historia no nos permite permanecer con vosotros, viajeros de un tiempo imposible.
El hombre indicó la nave.
—Del mismo modo, tenemos que eliminar la nave. Si un país se apoderara de sus secretos, dominaría el mundo.
La nave había llegado al final de la pista. Giró lentamente y luego empezó a rodar hacia ellos, el siseo de sus toberas convirtiéndose en un grito. Ya estaba en el aire cuando pasó sobre las gradas, y entonces inició un ascenso vertical con tanta aceleración que en cuestión de segundos se convirtió en un puntito, y luego desapareció. Entonces explotó, una brillante esfera perfecta de luz, en total silencio, fuera de la atmósfera.
—Ahora sólo hay un artefacto del futuro, además de nuestra ropa —dijo la mujer. Alzó un cristal de datos corriente y avanzó para entregárselo a un técnico rodeado de cámaras—. Muestre esto dentro de unos minutos.
—Naturalmente, nosotros también somos artefactos del futuro —dijo el hombre—, aunque sólo somos personas.
La mujer le tomó la mano.
—Tenéis muchas formas de extraernos información.
—No había manera de hacer que no supiéramos cosas que pudiesen ser potencialmente peligrosas para vuestra supervivencia —dijo la mujer.
Los dos se miraron a los ojos y dijeron al unísono:
—Así pues, adiós.
Ambos se desplomaron.
Los siguientes minutos fueron un rápido y confuso drama de médicos, camillas, helicópteros, pero Rory apenas los advirtió, perdida en sus pensamientos.
Vio lo que había querido decir Pepe. Cierto, era un truco, audaz y caro. Pero por supuesto no lo revelaría. Había una buena posibilidad de que funcionara; podría convertirse en una profecía autorrecurrente. Mientras se mantuviera el secreto.
Todo lo que quería saber era cómo lo habían conseguido; ¿cómo podían unir todas las piezas sin que nadie cometiera un error? ¿Quién estaba en el ajo? Desde luego, no idiotas como Davis.
Vio el cristal que la mujer «muerta» le había entregado al técnico, y en efecto mostraba su aterrizaje, el discurso y su «muerte». Al menos esperaba que fuera parte de la coreografía y que no hubiera sido preciso que dos personas sacrificaran sus vidas para hacer más realista el engaño. La introducción de la escena fue convincentemente futurista a sus ojos y oídos; la voz en off con acento extraño, las tomas de principio y fin mostraban un planeta en paz y plenitud. Ciudades flotando en el aire sobre bosques y campos devueltos a la naturaleza. Pero entonces la nave destruida mostró con qué enorme presupuesto habían tenido que jugar.
El sol asomaba entre las nubes, cosa rara, pues todo el mundo estaba en casa. Rory decidió dar un paseo. Subiría al edificio de astronomía y vería qué pasaba. Tal vez fuese una tontería, pero tenía la impresión de que el Gobierno iba a estar un poco demasiado ocupado para buscarla durante algún tiempo.
El edificio estaba desierto. Todo el mundo estaba probablemente en el cabo.
La oficina de Pepe seguía abierta. Sintiéndose un poco culpable, entró a echar un vistazo.
En una mesa de trabajo, bajo la ventana, había tres ordenadas filas de papel, los últimos preparativos y los finales de las tres clases de Pepe.
Había una carta para su secretaria, detallando la disposición de esos papeles, dándole las gracias y diciéndole adiós. Se pondría en contacto.
Rory tuvo la sensación de que no sería así.