—Esto va a ser entretenido. —Rory apagó la pantalla.
Norman estaba en la silla de enfrente.
—Bueno, desde luego estoy impresionado. La líder del mundo occidental se despierta a las nueve. —Bebió café.
—Oh, está despierta desde las ocho al menos, maquillándose.
Rory repasó un grueso fajo de papeles y los guardó en un portafolios de plástico. Tendió la mano hacia su taza.
—¿Puedo?
Él se la acercó un poco.
—No tiene azúcar.
—Me maravilla tu fuerza de voluntad. —Tomó un sorbo—. Ugh. Delicioso.
—Llévatela.
—Allí tendrán. —Le dio un besito de despedida y descolgó su chaqueta de la percha—. ¿No estaba lloviendo?
—Ha parado antes de que yo saliera.
Ella había venido al despacho a eso de las cuatro y vio relámpagos en el horizonte. Loco clima.
El ascensor olía mucho a limpio; primeros de mes. Se puso la vieja chaqueta por encima de su traje chaqueta para ver a la presidenta, sintiéndose algo bohemia. Pero ¿quién en Florida se molestaría en llevar ropa de abrigo a la moda?
El cielo estaba gris, cubierto por veloces nubes, y el aire era húmedo y frío. Tal vez volviera a llover. Se apresuró junto a los estudiantes que corrían hacia sus primeras clases, algunos de ellos vestidos con pantalones cortos. Tal vez no tenían nada más.
Llegó pronto a la sala de conferencias y se sorprendió al ver que la presidenta ya estaba allí.
—Es sólo un holo de prueba —dijo Deedee desde el otro lado de la sala—. ¿Café?
—Media tacita, por favor.
El holo tenía un aspecto absolutamente real. Sus ojos parecían seguirte.
—Me pregunto cuánto sabe de ciencia el holo. Podríamos empezar ya y todo.
—Mujer de poca fe. —Deedee le tendió una tacita de plástico mientras se sentaba, y ocupó su sitio al otro lado de la mesa—. Esperemos que sea una charla protocolaria.
—Y no una reducción de presupuesto —dijo Rory—. Eso es lo primero que se me ocurrió.
—Ha sido una bendición para vosotros.
Ella sopló el café.
—Y que lo digas. La mitad de nuestro salario de este semestre cubierto por la beca federal. Naturalmente, ha generado un montón de papeleo. Gente tratando de justificar sus investigaciones en curso aplicándolas a la Venida.
—No he oído eso. —El rector Barrett entró en la sala.
—No lo he dicho, Mal. —Ella le sonrió—. Me he dejado llevar temporalmente por los demonios ancestrales.
—Eso fue el mes pasado. —Se sirvió un poco de café y pasó junto a Deedee para llegar a su asiento—. Espero que no tengamos que tratar esta vez del aspecto espiritual.
—Ojalá —dijo Deedee.
—Amén.
La reunión de hacía un mes con el reverendo Kale había sido agotadora. O estabas con él o estabas contra él, y había acudido a la reunión sabiendo que sería una confrontación con sus enemigos más fuertes.
Trató de convertirlo en un acontecimiento mediático de primer orden, pero por fortuna la prensa estaba harta de tratar con él. Así que todo se redujo a un montón de ruido y furia y ningún tiempo en las ondas.
Sonó un suave gong y la presidenta cobró vida, unos centímetros más alta, el pelo idéntico, pero con la blusa lavanda en vez de verde azulado. El gobernador Tierny y Grayson Pauling aparecieron al mismo tiempo. El gobernador lleva un traje verde con corbata roja, anunciando la Navidad. El consejero científico siempre vestía de gris. Esa mañana su piel parecía un poco gris también.
—Buenos días —dijo la presidenta, como si lo pretendiera de verdad. Una sonrisa reveló sólo un atisbo de sus dientes perfectos—. Vayamos directamente al grano.
Extendió la mano fuera del campo del holo y alguien le tendió un clasificador de cuero.
Rory esperaba encontrarse en el Despacho Oval, pero se trataba de otra sala, con viejos cuadros de los presidentes mirando desde paredes sin ventanas.
—Esto es top secret. No pueden discutirlo con los medios. Hace unos días, el secretario de Defensa me pidió que convocara una reunión secreta del Gabinete.
—Oh, no —dijo Rory, y casi pudo oírsela. Pauling la miró, pero la presidenta no pareció darse cuenta.
—Sobre nuestra disposición hacia una invasión alienígena. Admitió que claramente no estamos preparados, pero también claramente aseguró que podemos estarlo.
Miró en derredor, como desafiando a alguien para que hablara.
—Revisamos su testimonio en esto, y la corroboración de la Fundación Nacional de Ciencias y de la Asociación Americana para la Ciencia…
—Para el Avance de la Ciencia —corrigió Pauling.
—Gracias, Grayson. Por dejarlo claro, consideramos que tenían ustedes buenas intenciones, pero que estaban equivocados. Esto es un asunto político, no científico. Quiero decir, no sabríamos del peligro sin ustedes los científicos, cierto. Pero es un problema político con una solución política.
—Lo que quiere decir militar —dijo Deedee—, señora presidenta.
—Estratégico. Hay una clara diferencia.
—Estratégico, hasta que se pulsa el botón —dijo Pauling—. Entonces es militar.
—Y el motivo de la preparación estratégica es prevenir la guerra.
—Señora presidenta —dijo Rory—, ¿qué va a usar para asustar a los alienígenas? ¿Armas nucleares?
—Mejor que eso. —Sacó un diagrama del clasificador—. Aunque usa un arma nuclear como combustible.
El diagrama era sólo una vista polar de la Tierra, con una órbita de puntos rodeándola, a unos cinco mil kilómetros de altura. Había tres X equidistantes en la órbita.
—Cada una de estas tres lanzaderas tiene un máser de un disparo, láser de microondas, generador. Convierte la potencia de una bomba de hidrógeno en un solo disparo de energía lo bastante potente para desintegrar cualquier cosa. En un momento dado, dos de las tres cubrirán cualquier acercamiento a la Tierra.
—Bueno, espero que ellos no tengan cuatro naves —dijo Rory.
—¿Qué?
—Señora presidenta, si fuera usted a invadir otro planeta, ¿enviaría sólo una nave?
—Bueno… estoy segura de que podemos poner varias de estas cosas sobre la órbita…
—En la órbita —corrigió Pauling—. Y sólo hay tres. Dos de ellas ni siquiera…
—Siempre está diciendo eso, Grayson. Como si pudiera estar en una órbita igual que en la calle. Supongo que podremos construir más.
—No puede —dijo él—. Aunque fuera legal… y no lo es, sería una violación de la ley internacional, no se pueden construir esas cosas en un mes, no importa cuánto dinero les lance a los contratistas.
—Creo que puede haber más en algún sitio —dijo ella, sin ninguna expresión.
—Creo que no pasarán sobre Francia o Alemania —dijo el rector.
—Varias veces al día —informó Pauling.
—Pero eso no importa —dijo la presidenta—. Apuntan hacia arriba, no hacia abajo. Y hemos resuelto los aspectos internacionales. El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas participará en el proceso de toma de decisiones.
—Apuntan hacia donde queramos —dijo Pauling—. Y el gran botón rojo de la ONU no tiene que estar conectado a nada.
La presidenta suspiró.
—Siempre ha sido usted un buen jugador de equipo, Grayson. Hasta que empezó esto.
Pauling se volvió hacia los otros.
—Fui el único miembro del Gabinete que no se mostró a favor de este plan. Pero claro, soy el único que distingue un electrón de un asteroide.
—Como dije, ya no es un problema científico. La parte científica ha sido resuelta. Pero seguimos teniendo que proteger a nuestra gente. —Intentaba parecer presidencial pero, obviamente, estaba molesta con Pauling. Probablemente él le había dicho que iba a comportarse.
—¿Ya se han puesto en órbita?
—No, doctora Bell, están siendo comprobadas. Subirán la semana que viene.
—No importa cuál sea nuestro consejo —dijo Deedee.
El gobernador se aclaró la garganta y habló por primera vez.
—Decano Whittier, con el debido respeto, la presidenta y su Gabinete han considerado los aspectos científicos de este asunto junto con todos los demás…
—¡Y han tomado la decisión equivocada! —exclamó Rory—. Esto es como si fuéramos niños que pretenden gastar una broma para sorprender a mamá cuando entre por la puerta. A ella no le va a hacer gracia.
—Me han asegurado que no hay ninguna defensa posible contra esas armas.
—Oh, por favor. La guardia pretoriana era invencible en sus tiempos, pero un soldado con una ametralladora del siglo XIX la habría destruido en cuestión de segundos.
La presidenta se quedó mirando un instante, quizás escuchando a alguien fuera del escenario que le explicaba qué era la guardia pretoriana.
—La ciencia está de mi parte, profesora. El rayo de energía va a la velocidad de la luz.
¿Conoce algún modo de detectarlo y quitarse de en medio?
—No, pero tampoco tengo una nave espacial que pueda ir a la velocidad de la luz. Si la tuviera, probablemente tendría algo para protegerme contra armas del siglo XXI.
—Ése fue exactamente mi argumento anoche —dijo Pauling—. Lo único que sabemos de esas criaturas es que su ciencia está más allá de nuestra comprensión.
—Puede que esté promoviendo el suicidio de toda la especie humana —dijo Rory—. O asesinando a la especie humana por ignorancia y orgullo.
—No es sólo una mala idea —apostilló Deedee—. Es la peor idea de la historia.
El famoso temperamento de la presidenta estalló por fin.
—¡Entonces la historia me juzgará! ¡No un puñado de catedráticos!
Desapareció, junto con Pauling. El gobernador se difuminó con una sonrisa clavada en la cara. Se quedaron los tres solos, contemplando una mesa redonda vacía. Rory sorbió café frío.
—Creo que tiene algo en contra de los catedráticos.
—Los catedráticos tienen algo contra ella —dijo el rector.
—No tenemos que mantener esto en secreto —comentó Deedee—. Deberíamos hacerlo público antes de que lo haga la Administración.
Mal sacudió la cabeza.
—Ella dijo que era top secret.
—No tengo ninguna orden. ¿Y tú?
—Probablemente pueda contactar con Marya Washington —dijo Rory—. No es exactamente favorable a la Administración.
Sacó el teléfono de su bolso y pulsó dos números. Le contestó una voz robótica.
—Dile a Marya que Rory Bell, de Florida, tiene que hablar inmediatamente con ella. Notición. —Pulsó el botón de desconexión—. Un gran notición.
—Necesito una taza de café de verdad —dijo Deedee—. ¿Nos pasamos por el local de Sara?
Mal comprobó su reloj.
—Id vosotras. Todavía tengo tiempo de aparecer en una reunión presupuestaria y sorprender a unos cuantos. —Sonrió y la sonrisa desapareció—. Si necesitas ayuda dímelo, Rory. Con la gente del cubo o con Su Excelencia.
—Gracias, Mal. Puede que te necesite para que me apoyes en lo que ha dicho la presidenta.
—Cuenta con ello. —Miró a Deedee—. ¿Nos vemos el sábado?
—Allí estaré.
El rector asintió, cerró su maletín y se marchó.
—¿Tonteando con los grandes? —dijo Rory.
—Es un tigre en la cama —respondió ella roncamente—. «¡Adminístramelo! ¡Adminístramelo!». —Las dos se echaron a reír—. Es algo que se le ocurrió al director. Han invitado a todos los veteranos a una barbacoa con los decanos y con Mal. Puede ser divertido, si Mal y yo no estamos en algún calabozo de Washington, contigo.
—¿Tienes idea de con quién puede aparecer?
—No apuesto con temas de amor. —Hubo un leve rumor de truenos y ella tomó un paraguas—. ¿Crees que llegaremos antes de que llueva?
No llegaron. A medio camino de Los Hermanos los cielos se abrieron. El paraguas mantuvo secas sus cabezas, pero poco más.
Los Hermanos estaba abarrotado y cálido. Se sentaron en la barra y pidieron cafés con leche.
—Así que somos nosotras contra la presidenta de Estados Unidos —dijo Deedee—. ¿Y eso adónde nos lleva?
—¿Sabes?, ella no dijo por qué convocó la reunión —comentó Rory—. Debía de saber cuál iba a ser nuestra reacción. ¿Qué ganaba entonces haciéndonoslo saber antes de que se hiciera un anuncio general?
Deedee sacudió la cabeza.
—Tal vez fue Pauling quien lo preparó. Ella hace lo que su Gabinete le dice que haga.
—Sí, Blancanieves y los Catorce Enanitos. El Ejecutivo ha visto días mejores.
Llegó el café y Rory le añadió una cucharada de azúcar. Deedee sólo lo roció con una pizca de canela.
—Me pregunto —continuó diciendo Rory—, ¿y si pudieras conseguir que alguien dijera que esto es una declaración de guerra y que necesita la aprobación del Congreso?
—Bueno, ella es dueña de la Cámara, aparte de los verdes. Si sumamos a los verdes los demócratas del Senado, al menos habría algo de ruido. Pero no creo que se pueda declarar la guerra a una nave… o a un mensaje, que es todo lo que realmente tenemos.
Sostuvo el café para calentarse los dedos y aspiró profundamente el aroma de la canela.
—Creo que la clave va a ser la educación, o la propaganda. Tu periodista es probablemente nuestra arma más poderosa. Si las encuestas le dicen a LaSalle que no lance nada, no lo hará.
Pepe entró por la puerta, empapado, con un periódico goteante sobre la cabeza.
—¡Hola! —Tiró el periódico a la papelera de reciclado.
No había asientos en la barra. Se quedó de pie entre ellas y pidió un exprés doble.
—¿Cómo fue la reunión? ¿Es más guapa en persona la Intrépida Líder?
—Una Hawking corriente —dijo Deedee, y en voz baja las dos resumieron lo que había ocurrido.
—Yo no me preocuparía demasiado —dijo él—. Sólo está luciendo su faceta de «mujer de acción». Francia armará un escándalo y Rusia también. Nunca obtendrá el apoyo del Consejo de Seguridad, y lo sabe. Es pura pose. Campaña.
—Ojalá pudiera estar segura de eso —dijo Rory—. Parece demasiado sofisticado para ella.
Su teléfono sonó y lo sacó del bolso.
—Con permiso. Tengo una llamada de Marya Washington. —Pulsó el botón de «grabación»—. ¿Sí?
Se quedó boquiabierta y necesitó tomar aire.
—¿Lo grabaste? Ahora mismo voy para allá.
Plegó el teléfono y lo guardó.
—Era Norman, desde el despacho. Hay un nuevo mensaje de los extraterrestres. Uno largo.
Dejaron tres cafés humeando en la barra.
Introdujo un cristal en blanco e hizo otra copia, por seguridad. Luego se sentó y leyó el mensaje en la pared:
Llegaremos a la Tierra exactamente dentro de un mes y aterrizaremos en cabo Kennedy a las 12.00 tiempo estándar de Greenwich el 1 de enero. Usaremos las viejas pistas de aterrizaje para lanzaderas. Por favor, asegúrense de que están limpias y lisas.
Tenemos un mensaje que debe ser entregado en persona. Como reconocemos la necesidad de algunas ceremonias, nos quedaremos un corto período de tiempo. Sin embargo, poco después de nuestro aterrizaje la pista debe quedar libre para nuestra partida. La naturaleza de nuestro mensaje dejará claro por qué el tiempo es crucial.
Si nos retrasamos, su planeta será destruido.
Si se emprende alguna acción contra nosotros, todos los seres humanos de la Tierra morirán, sobrevivamos nosotros o no.
Nuestras intenciones son pacíficas, pero conocemos lo bastante bien su naturaleza para no venir desprotegidos. Proporcionaremos una pequeña demostración de nuestro poder cuando nos acerquemos, destruyendo la luna marciana de Fobos. Asegúrense de que no haya nada de valor en esa luna para Navidad.
Venimos en son de paz y traemos un mensaje de esperanza.
Norman sonrió. La tercera parte serían himnos navideños, combinándose y luego entrechocando, para crear caos y silencio.
Escribiría la cuarta parte después de oír lo que ellos tenían que decir. Si compositor y público seguían vivos.
Rory entró corriendo, seguida de Deedee y Pepe, todos empapados. Contemplaron el mensaje, mudos. El teléfono sonó una y otra vez. Alguien importante, o el secretario simplemente archivaría el mensaje.
Sin dejar de mirar el texto escrito en la pared, Rory tanteó a sus espaldas y encontró la silla. Se sentó despacio y pulsó un botón.
—Hola.
—No sé cómo lo ha hecho. —El rostro de la presidenta LaSalle en la pantalla estaba lívido, desencajado—. Pero no va a funcionar. Tendremos esas armas en órbita dentro de una semana.
—Señora presidenta, acabo de ver ese mensaje por primera vez hace un minuto. ¿He de entender que procede de la nave espacial?
—Eso es lo que dicen los de la NASA. Pero el momento es demasiado perfecto. No sé cómo lo hizo usted, pero lo hizo. Y no va a funcionar.
—¿Por qué no le pregunta a su gente de la NASA cómo pude hacer ese truco? —dijo Rory lentamente—. Supongo que captaron el mensaje en la Luna además de aquí. Así que por simple triangulación, podrán saber de dónde vino el mensaje. Probablemente lo enviaron antes de que empezáramos a hablar.
—Imposible —dijo la presidenta, y desapareció.
—Pepe, ¿quieres comprobarlo con la Luna?
El teléfono volvió a sonar. Rory sacudió la cabeza y pulsó el botón.
Era Marya Washington, la cara distorsionada y agitándose en la pantalla.
—Rory, voy en taxi camino del JFK. La emisora me envía en su propio avión: estaré en Gainesville —miró el interior de su muñeca—, dentro de unos noventa minutos. ¿Podremos almorzar?
—Hum… claro. Tenemos mucho de que hablar.
—¿Ese sitio mexicano de la calle Main? ¿A las doce?
—Sí, bien.
—Vale, hasta luego.
La pantalla se apagó.
—¿Qué demonios era eso? —preguntó Norman—. ¿La presi?
—De eso trató nuestra reunión. Quiere poner en órbita satélites asesinos. Idea del secretario de Defensa, supongo. Pero tiene el apoyo de todo el Gabinete, menos de Pauling.
Norman resopló.
—Supongo que eso significa que no vamos a invadir Francia. Sólo la freiremos.
Pepe se estaba secando el pelo con una toalla de papel.
—Sin duda reconsiderará su actitud cuando se calme. —Indicó la pantalla—. O prevalecerán mentes más sabias.
—Será mejor que mentes más sabias la expulsen del cargo —dijo Deedee—. Esa mujer tiene un problema serio. Lo ve todo en términos de conspiración.
—Sí —dijo Norman—. Pobre Brattle.
—¿Quién es Brattle? —dijo Rory. Todos la miraron.
—El subsecretario de Defensa —informó Norman. Se volvió a los demás—: No ve las noticias.
—Lo acusaron de sedición —dijo Deedee—. ¡Sedición! Moderación, más bien. Pero un comité a puerta cerrada lo está investigando. Está bajo arresto domiciliario.
—Bueno, puede ponerme bajo arresto domiciliario a mí también. —Rory le sonrió a Norman—. Al menos tengo un buen cocinero. Va a fastidiarse a lo grande después de que hable con Marya.
—No lo hagas —dijo Pepe—. No debes hacerlo. Todavía no.
—Alguien tiene que detenerla.
—Alguien lo hará. En Washington.
—Pareces muy confiado, para tratarse de alguien que suele ser sarcástico con el Gobierno.
—Dadle un día o dos, a ver qué pasa. Si violáis la confianza de la presidenta, quedaréis fuera del juego por completo. Y probablemente acabaréis en la cárcel.
—Creo que tiene razón —dijo Norm—. Cuando hay un cañón suelto en cubierta, lo mejor es estar en la sentina.
—¿Y qué le digo a Marya? Le dejé un mensaje anunciándole que tendríamos una reunión con la presidenta esta mañana.
—Dile la verdad —dijo Pepe—. Que se discutieron asuntos importantes, pero que juraste mantener el secreto.
Rory sacudió la cabeza.
—Estamos hablando de la supervivencia de la especie humana o de que yo vaya a la cárcel.
—Dale un día —dijo Pepe—. A ver qué hace Washington. Si lo ocultan, demonios, le darás a Marya una historia aún más grande.
—Creo que tiene razón —intervino Deedee—. Otro par de días no supondrán ninguna diferencia. Mantente fuera de la cárcel y conserva tu puesto de trabajo. Ésa es mi estrategia.
Norm indicó la pantalla.
—Tendréis mucho de que hablar. Quiero decir que ahora es de verdad una invasión del espacio exterior.
—Haré algo útil —dijo Pepe—, además de comprobarlo con la Luna. Veré si puedo calcular qué tipo de explosión hace falta para volar Fobos.
—Es sólo un pequeño guijarro, ¿no? —preguntó Norm.
—Comparado con un planeta —dijo Rory—. ¿No tiene unos veinte kilómetros de diámetro?
—¿Me lo preguntas a mí? —dijo Pepe—. No soy experto en planetas. Pero eso es el doble de la altura del monte Everest. Piensa en una bomba que pudiera arrasar el Everest. Luego multiplícala por ocho; dos al cubo.
—Una explosión considerable —dijo Rory—. Es interesante que hayan escogido el satélite más grande. Si no me falla la memoria, Deimos sólo tiene la mitad de su tamaño.
—Iré a ver si puedo encontrar a Leo. —Leo Matzlach era su experto en Marte—. Tal vez pueda darte una cifra antes del almuerzo.
—Eso estaría bien —dijo Rory—. Cualquier cosa que sea concreta. No nos movemos exactamente en un entorno rico en datos.
Pepe salió corriendo y casi chocó con el rector.
—Lo siento. —Esquivó al joven y luego entró en el despacho e intercambió saludos.
—Doctor Bell —le dijo a Norman—. Tengo que hablar con su esposa y la doctora Whittier en privado.
—No hay problema. —Norm se levantó y se desperezó—. Supongo que nuestra cita para almorzar queda cancelada, de todas formas.
—A menos que quieras ser entrevistado —dijo Rory.
—No; creo que iré a casa a tocar. —Señaló con un pulgar la pantalla—. Eso me da una idea.
Se volvió hacia Mal.
—¿Ha dejado de llover?
—Durante un rato. —Se sacudió unas cuantas gotas del hombro.
—Intentaré llegar a casa antes de que empiece otra vez. —Norm recogió su casco y se marchó.
—Esto cambia las cosas. —Mal se desplomó pesadamente en la silla que Norm había dejado libre—. Una amenaza directa.
—Su Inteligencia llamó justo después de que llegara el mensaje —informó Deedee—. Cree que es falso y que Rory está detrás.
—¿Bien? —dijo Mal.
—¿Bien qué? —dijo Rory—. ¿Me preguntas si es falso?
Mal se encogió de hombros.
—Dime que no.
—Mal… vale, me has pillado. Es falso. Pero como vino de más allá del sistema solar, tuve que enviar el mensaje antes de que nos reuniéramos con la presidenta. ¡Así que no sólo soy una traidora, sino una maldita clarividente!
Mal alzó una mano.
—Vale, lo siento. No había pensado en eso.
—Estás un paso por delante de la Intrépida Líder —dijo Rory—. Ella no sólo no lo pensó, no se lo cree. Me parece que no le enseñaron lo que es la velocidad de la luz en el instituto.
—¿Crees que va a seguir adelante con la idea de poner en órbita esas armas?
—Parece probable. Tiene un problema de testosterona. Y tiene el apoyo para seguir adelante.
—Probablemente funcionarán, ¿no?
—¿Qué, las armas?
—Sí. Quiero decir, hay miles de satélites ahí arriba. Sin duda los alienígenas no podrán distinguir que tres de ellos son armas.
Rory hizo una pausa.
—Tal vez no pudieran, sobre todo si las armas están camufladas como otro tipo de satélite. Aunque su posición sería sospechosa. —Se frotó el pelo aún húmedo—. Además, supongamos que hay más de una nave alienígena. Parecen conocer un mínimo sobre la naturaleza humana. Tal vez nos conozcan lo bastante bien para enviar primero un señuelo.
—Lo cual podría estar detrás de la demostración de Fobos —dijo Deedee—. Si se trata de una invasión de verdad, puede que envíen un señuelo para provocarnos y poner a prueba nuestros recursos.
—Bueno, si es una invasión, podemos ahorrarnos nuestras bombas-H. Pueden retirarse y enviarnos rocas a 99c.
—Otra cosa que la presidenta no parece creer —dijo Mal. Su especialidad era la psicología y la sociología, pero sabía suficiente de ciencia para entenderlo.
—Y no quiere escuchar a la única persona que le sigue diciendo la verdad —comentó Deedee—. Pobre Pauling. Se verá en la calle dentro de nada.
—Y será sustituido por un astrólogo.
—¿Ella tiene un astrólogo? —dijo Rory, los ojos como platos.
Mal se encogió de hombros.
—Podría ser la típica chorrada de la prensa. A lo mejor lo que hace es leer entrañas de gallinas.
—¿Y qué dicen las entrañas de tus gallinas? —preguntó Deedee—. Rory va hablar con Marya Washington a mediodía. Hemos estado pensando en decirle que reserve la noticia, al menos por el momento.
—Yo también lo haría. La presidenta ha sido clara. Top secret, dijo. Aunque estoy seguro de que ella misma lo revelará. Tal vez después del lanzamiento.
—¿Piensa que esos alienígenas están observando nuestras emisiones?
—No piensa mucho más allá de la cámara más cercana y de los datos de las encuestas de popularidad de cada mañana. Y sabe que el pueblo se lo va a tragar.
—El pueblo —dijo Deedee—. Lo único malo de la democracia.
El teléfono sonó y Rory lo atendió. Era el secretario del departamento, y parecía apurado.
—Doctora Bell, lamento interrumpir. Pero tengo llamadas de todo el mundo. Si pudiéramos ofrecer una conferencia de prensa…
—Muy bien, digamos a las catorce horas. ¿Tienes el número de teléfono de Marya Washington?
—Aquí mismo.
—Aterrizará dentro de media hora o así, supongo que con un grupito de gente. Llámala primero, fija un sitio y una hora, y luego contacta con todos los demás.
—Muy bien, eso haré.
La pantalla se apagó.
—¿Siempre tienes favoritos? —preguntó Mal.
—Supongo que sí. Está bien informada y es justa.
—Seguro que no tiene ni la cuarta parte de audiencia que la CNN.
—¿Y qué más da? La noticia se filtrará.
El teléfono sonó y la pantalla destelló INTERDEPARTAMENTAL. Lo pulsó. Era Pepe.
—Bueno, he llamado a la Luna y lo han confirmado. Y la elección de Fobos no es ningún misterio. Está resquebrajado. Hay un cráter, Stuckney, que tiene la tercera parte de la luna en sí, y está a punto de hacerla pedazos. Las fracturas radian de él, así que sólo hay que disparar una bomba ahí y terminar el trabajo de la madre naturaleza.
—¿Una bomba de qué tamaño?
Pepe se encogió de hombros.
—Escoge un número. Leo calculó que cien mil megatones. Mil arriba o mil abajo.
Rory se echó a reír.
—Bueno, eso es bastante preciso. Cien mil megatones. Dale las gracias a Leo de mi parte… ¿Quieres venir a la entrevista?
—No; Dios, no. Atemorizar a la gente no es mi trabajo.
—Adiós.
Pulsó el botón de encendido y apagado de la cabina y contempló la biblioteca. Era un lugar tan bueno como cualquier otro para esperar las noticias.
Noticias. No estaba al día.
Se sentó ante una consola, entró en el New York Times y retrocedió un par de días.
Entonces debió de ser cuando a la presidenta se le metió en la cabeza lo de las armas orbitales.
Ella era evidentemente un peón, o una torre en cualquier caso, en la actual pugna del Departamento de Defensa por el poder, el cisma entre aquellos que querían aliarse con Alemania y Rusia y el grupo aislacionista/pacifista/francófilo que quería hacerse a un lado y observar.
Si nos quedáramos fuera, Francia y sus aliados prevalecerían; la coalición oriental estaba a punto de deshacerse en facciones impotentes. Pero con nuestros satélites asesinos a pocos minutos de París y Lyon, junto con una comandante en jefe favorable a los orientales y dada a gestos dramáticos, París tenía que pararse y pensar: podrían volatilizarlos.
Washington también estaba pensando. No hablaba todavía, a la espera de las indicaciones de la Casa Blanca.
Era como ver moverse a una colonia de hormigas, ajena al mundo superior que la rodeaba. El Departamento de Defensa se agarraba a la amenaza de la Venida para justificar el hecho de colocar en órbita «armas de destrucción masiva». En su opinión, cuando el engaño de los alienígenas se acabara, las armas seguirían allí arriba. Apuntando a París y sus aliados.
Un rayo de un microsegundo de duración y París sería una Troya posmoderna. Aquí hubo antaño una gran ciudad, bajo los escombros y las cenizas.
Sabía que no iba a pasar. El Departamento de Defensa tal vez tuviera a un lunático en la cima, nombrado por otra lunática, pero eso no iba a durar.
Pobre Brattle. Ni siquiera era un liberal, pero aparecía en los programas de debate y en los foros, hablando de lo fútil y peligroso que iba a ser preparar una campaña contra los alienígenas:
—Si vienen en son de paz, bien. Si vienen buscando bronca, no podemos igualar la tecnología superior de sus armas. Pero podemos resistir sobre el terreno. Descubrirán que no somos buenos esclavos.
Brattle era un hombre inteligente, pero era demasiado franco y sincero para ser subsecretario de Defensa. Obviamente estaba en el punto de mira (¡arrestado!) porque se había enfrentado a la presidenta y su jefe en el asunto de los satélites.
Pepe sabía que no conseguirían poner tres de esos satélites en órbita, y sin duda la presidenta y su Gabinete lo sabían también. El arma máser sólo existía como un modelo de demostración, y haría falta medio billón de dólares, y un montón de suerte, para poner tres en órbita antes de Año Nuevo. Pero incluso el de demostración podría destruir París, y los otros dos podrían ser señuelos.
Todos ellos apuntando hacia la Tierra.
—Hola, desconocido. —Era su novia, Lisa Marie—. Has estado enormemente ocupado últimamente.
Le gustaba mucho, bonita y morena y sagaz, pero la había estado esquivando, pues sabía que tendría que marcharse pronto.
—Sí. Alienígenas por aquí, alienígenas por allá.
—Pero sigues teniendo que comer. —Lo observó con atención—. Es casi la hora del almuerzo.
Él miró su reloj y vaciló.
—Claro. ¿Te importa ir a Los Hermanos?
—Me encanta. Te invito a un taco.
Él se echó a reír, recogió su paraguas y sus libros.
—De donde yo procedo, eso sería una proposición indecente.
Ella lo sabía.
—Lo primero es lo primero, guapo.
A ella le gustaba la leve llovizna, agarrarse de su brazo y acurrucarse bajo el paraguas mientras cruzaban el campus. Él le habló del preocupante mensaje nuevo.
—¿Eran extrañas las frases? Quiero decir, ¿parecía escrito por un ser humano?
Él adoptó un tono de voz extraño.
—Venimos en paz, terrícolas. Deponed las armas y quitaos la ropa.
Ella le siguió el juego.
—Y por favor meteos en esas ollas de agua hirviendo. Traed verduras.
Él sacudió la cabeza, sonriendo.
—Puede que nos vayan a freír. Pero no creo que sea para comernos.
—¿Crees de verdad que corremos peligro? —Se detuvieron ante un estanque vallado y contemplaron un caimán que los observaba.
—Tal vez no a causa de ellos. —Pepe parecía pensativo, y escogió las palabras con cuidado—. Nuestra propia respuesta podría ponernos en peligro. LaSalle es más bien cortita de entendederas y no la rodean genios que digamos. Luego tenemos la Yihad islámica y el Bloque Oriental. Cualquiera de ellos podría tratar de expulsar a los alienígenas de la órbita. O tirarles una bomba nuclear cuando aterricen en cabo Kennedy.
—Qué idea tan agradable.
—Sí… si LaSalle dice que va a quedarse en casa y a enviar al vicepresidente, me largaré de aquí. No quiero estar a ciento sesenta kilómetros del punto cero.
—Tengo un coche —dijo ella sin bromear—. El maletero ya está lleno de comida y garrafas de agua. —Sacudió la cabeza—. Y un arma y munición. Mi padre lo trajo todo hace un par de semanas. «Mejor seguros que lamentarlo luego», dijo. No creo que judías y arroz y balas sean la respuesta.
—Pero las tienes en el maletero.
—Sí, pero como tú, no temo a los alienígenas. Lo que temo es que haya revueltas y saqueos. Como en el veintiocho, con todas las tiendas de alimentación ardiendo.
—No habías nacido en el veintiocho.
—Nací en el 2030. Pero mis padres nunca dejan de hablar de eso.
El aire en Los Hermanos era cálido y estaba cargado de los fuertes aromas de las especias. Era temprano, pero consiguieron la última mesa. Pepe saludó a su jefa y a una mujer negra que le resultaba familiar.
Algo en sus modales preocupó a Lisa Marie. Parecía estar estudiando a todos los clientes del café mientras los conducían a la mesa y se sentaban. Buscando alienígenas, tal vez.
—¿Pasa algo? —dijo él.
—Iba a preguntarte lo mismo. Es sólo el mensaje, ¿no?
—Sí, sólo eso. Me pregunto cuánta gente de aquí no lo ha visto.
Señaló al cubo sobre la barra, que mostraba el mensaje en una pantalla plana con un comentarista delante. No se podían leer las palabras ni saber qué estaba diciendo el hombre con el murmullo de la cafetería.
Ella miró el menú, pero no lo leyó. Había comido allí cien veces.
—Es temprano —dijo—, pero ¿quieres compartir una botella de vino? ¿En honor a tus alienígenas?
Él negó con la cabeza.
—Me gustaría, pero va a ser un día ajetreado.
La camarera que se acercó era la dueña del lugar.
—Buenos días —dijo Pepe.
—Buenas. Tus alienígenas han vuelto a hablar.
—¿Por qué todo el mundo los llama «mis» alienígenas? Son los alienígenas de Rory.
Ella miró hacia la otra mesa.
—La periodista no perdió el tiempo. Reservó mesa desde el jet de su corporación, fácil.
—Pues me alegro de ser un académico bien pagado y no tener que ir dando vueltas al mundo a costa de nadie —dijo Pepe. Pidió fajitas de pollo con un exprés doble y leche. Su Lisa como-se-llame, pidió un sándwich cubano y media botella de vino blanco.
Volvía con José y los pedidos cuando oyó el silbato de emergencia del cubo.
—¡Silencio! —gritó—. Todo el mundo silencio un minuto.
Fijó la mirada en el cubo y vio lo impensable.
Era un plano general de la Casa Blanca. Una parte era escombros, humo gris y llamas anaranjadas.
—No sabemos qué ha sucedido —decía una voz tensa, llena de pánico—. Hace un minuto, algo… una explosión… ¡No lo sabemos!
Su imagen apareció en una esquina, el normalmente impávido Carl Lamb.
—Nos llegan noticias. —Se llevó la mano a la oreja izquierda—. Oh, Dios mío. La presidenta ha muerto. La mayor parte de su Gabinete también. El vicepresidente… estaba en otra sala pero está malherido. Hay una ambulancia flotante… allí, allí pueden verla.
En el cubo, una flotadora blanca sobrevoló las llamas, giró, y se posó detrás del humo.
—Lo único que puede afirmar el Servicio Secreto es que la explosión no vino de fuera. Fue una potente bomba lo que estalló en la sala del Gabinete.
»Se trataba de una reunión de emergencia para tratar del tema de los alienígenas, del nuevo mensaje. Lo que el Servicio Secreto se pregunta es cómo podía saber nadie que todos estarían en esa sala en ese momento.
Sara se sentó en la silla vacía más cercana, que pertenecía a la mesa de Rory.
—Los alienígenas… ¿podrían haber hecho esto?
—Yo no… No. No, por supuesto que no.
Aunque desde luego les venía bien. Miró a Pepe, la única otra persona que sabía qué oportuno era. Él la estaba mirando.
Un joven salió fuera a vomitar y cayó de rodillas en la acera. El estómago de la propia Rory se revolvió. Sentía la cabeza llena de luz, como si fuera a desmayarse. Todavía contemplando la pantalla, extendió la mano sobre la mesa al mismo tiempo que lo hacía Marya. Su apretón fue firme y seco, pero estaba temblando.
—¿No podría ser una película o algo? —dijo Sara—. Esto no puede estar pasando.
Marya tragó saliva.
—¿Una especie de Guerra de los mundos, como lo de Orson Welles? No lo harían, no podrían.
Rory sólo pudo sacudir la cabeza. Trató de decir algo, pero de pronto notó que tenía la garganta y la boca secas. Tomó un sorbo de agua y le supo a pegamento. ¿Iba a sufrir una conmoción?
—Jesús —croó Marya. Su piel oscura estaba gris, sin sangre—. Es como un golpe de Estado. ¿Quién queda?
Su teléfono zumbó. Lo sacó del bolso, escuchó un momento.
—Muy bien —dijo. Lo guardó—. Quieren que me quede aquí —dijo en voz baja.
Había un murmullo de conversaciones. Dos o tres personas estaban llorando.
—Esperen —dijo el comentarista—. ¿Hay qué? Hay un mensaje. Nuestra emisora, muchas emisoras, lo recibieron justo después de la tragedia.
Miró más allá de la cámara y asintió, con la boca abierta.
—Es Gray son Pauling, el consejero de ciencias de la presidenta La-Salle, la difunta presidenta.
Pauling parecía cansado y triste.
—Buenos días. Tengo un grave deber que cumplir hoy, y merece una explicación.
»Hace muchos meses que es obvio que nuestra presidenta está mentalmente enferma, y profundamente. Ha sido fuente de diversión en Washington y una debilidad que han podido explotar los brokers del poder.
»La Unión ha sobrevivido a líderes mentalmente enfermos e incompetentes, y podría haber sobrevivido a Carlie LaSalle si no fuera por la Venida. Sobre todo a la luz del mensaje de esta mañana.
»La señora LaSalle, con la activa cooperación del secretario de Defensa, propone poner en órbita armas asesinas que supuestamente destruirán a los alienígenas antes de que tengan oportunidad de aterrizar. Esto sería suicidio, genocidio… no hay palabra para expresarlo. La destrucción de nuestra especie entera.
»Ella no comprende realmente la cantidad de poder que estos alienígenas han demostrado. Hasta donde alcanza a entender, lo interpreta como un desafío a su propio poder. No lo es. Es sólo una declaración de hecho.
Bajó la cabeza, suspiró y volvió a mirar a la cámara.
—Cuando yo era joven, fui oficial del Ejército. A menudo tenía que ordenar que hombres y mujeres entraran en acción, sabiendo que algunos de ellos morirían. A menudo iba con ellos, y la posibilidad de mi propia muerte (a veces lo que veía como la certeza de mi muerte) no tenía importancia ninguna, en comparación con la responsabilidad que sentía por ellos. La culpa, tal vez.
»Así que hoy voy a morir, y en el proceso, sacrificar la vida de muchas personas que ni siquiera sabían que había una guerra. Lo siento. Mi pesar no supone ningún consuelo para aquellos de ustedes que van a perder a seres queridos. Pero todos estaremos muertos dentro de un mes si no hago esto.
»Cuando desconecte la cámara y envíe este mensaje en diferido, saldré para una reunión de emergencia del Gabinete fijada para mediodía. En mi maletín llevo seis kilos de C-9, un potente explosivo plástico. Cuando esté en la sala de reuniones con la presidenta y el secretario de Defensa, abriré el maletín y todos moriremos, también los otros, que son víctimas inocentes. Bajas colaterales, las llaman.
»Siempre he apreciado a Carlie LaSalle, a pesar de su locura, quizás a causa de ella, y ahora voy a pagar su confianza asesinándola. La historia me ensalzará, o al menos admitirá la necesidad de esto, pero eso no me produce ninguna satisfacción esta mañana.
Extendió la mano hacia el cubo y apagó la cámara.
Rory recuperó por fin la voz.
—¿Qué va a pasar ahora?
Marya sacudió la cabeza.
—Reza para que el vicepresidente sobreviva. El portavoz de la Cámara hace que Carlie LaSalle parezca una timorata.
—Quién lo habría pensado —dijo Sara en un susurro de aturdimiento—. Aquí, en América.
—Sí, América. Yo tampoco lo habría pensado de LaSalle. —Rory sacudió la cabeza—. Washington es un zoo.
Carl Lamb volvía a aparecer en el cubo, diciendo que estaban conduciendo al vicepresidente al Walter Reed, pero que no se esperaba que sobreviviera.
—Tiene cierto sentido —dijo Marya, frotándose con fuerza la barbilla—. Quiero decir, sentido periodístico. Grayson Pauling siempre fue un elemento impredecible. ¿Sabes que perteneció al DTS en la operación Viento del Desierto?
—No —respondió Rory, contemplando el cubo—. ¿Qué es el DTS?
—Una unidad de las Fuerzas Especiales conocida como Departamento de Trucos Sucios. Guerra no convencional; he olvidado su verdadero nombre. Nunca hablaba de ello, decía que no le estaba permitido. Pero puede que por eso supiera construir una bomba capaz de entrar en la Casa Blanca.
Como para reforzar sus palabras, el cubo mostró un gris escaneo positrónico del maletín.
—Todos los miembros del Gabinete son examinados cuando entran en la Casa Blanca —dijo Carl Lamb—. Parece que Grayson Pauling no llevaba más que libros y papeles.
Un guardia de seguridad apareció en el cubo, con un lado de la cabeza vendado y manchas de sangre en el uniforme.
—Tal vez deberían habernos extrañado esos libros. ¿Por qué llevaría alguien libros gordos a una reunión?
Lamb hizo ruiditos comprensivos.
—Ya estaba decidido esta mañana. —Marya se la quedó mirando—. En la reunión.
Miraron a Sara y ésta se levantó.
—Sí, tengo que irme.
Todo el mundo estaba hipnotizado por el cubo, pero Rory bajó de todas formas la voz hasta convertirla en un susurro.
—Se mostró abiertamente rebelde y ella estaba fastidiada de veras. Parecía que le había permitido estar presente en la conferencia a condición de que se comportase. Pero luego él no cumplió lo acordado.
—¿Ésa era la noticia de la que hablabas?
—Sí. La presidenta iba a autorizar tres armas orbitales: másers propulsados por bombas-H. Pauling parecía creer que acabarían apuntando en la dirección contraria. Hacia Francia.
—Ah. Ésa es la conexión con el Departamento de Defensa.
—¿Qué?
—Dijo en el cubo que iba por el secretario de Defensa además de por la presidenta.
—Lo hizo, sí. Otra cosa interesante… la presidenta lo interrumpió, pero creo que sólo hay uno de esos tres másers. Supongo que los otros dos son señuelos.
—No sé cuánto de todo esto podré utilizar. Aunque agradezco saberlo.
—¿Qué podrían hacerte?
—Apartarme de las fuentes de Washington, como mínimo. Colocarme delante de un comité de seguridad… demonios, tienen al subsecretario de Defensa en arresto domiciliario.
—¿No es ahora el secretario?
Ella negó con la cabeza.
—Las cosas no funcionan así. El presidente, sea quien sea, nombra a uno nuevo. Eso si encuentra a alguien en casa… sospecho que medio Washington se quitará de en medio antes de que sea la hora de salida del trabajo.
—¿Francia podría hacer algo?
—Más bien la Yihad. Pero tenemos montones de enemigos que pueden considerar éste un buen momento para un par de bombas estratégicamente colocadas. Es conveniente estar también fuera de Nueva York.
—Las ciudades universitarias dormidas tienen sus ventajas.
—Ésta no lo sé. Tal como la Yihad habla de la Venida, podrían lanzar una bomba aquí o en el cabo, ya puestos.
—¿No bromeas?
—Sólo soy profesionalmente paranoide. Mira: han seguido rebuscando hasta encontrarlo.
Carl Lamb se encontraba en las escalinatas del Capitolio junto a Luna Fría Davis, que parecía un indio de noventa años a quien hubieran sacado de un sueño profundo. En realidad sólo tenía setenta y dos años, pero había llevado una vida muy intensa.
—Portavoz Davis, ¿tiene que decir algo a América en esta hora trágica?
Él miró a la cámara, los ojos ensombrecidos, y se enderezó un poquito cuando su audífono empezó a suministrarle líneas.
—Siempre he admirado a Carlie Simon… Carlie LaSalle, por su espíritu y su dedicación a los ideales americanos de América. Como todos los americanos siento una profunda majestad, quiero decir malestar, y considero un ultraje este crimen contra la República. Un crimen de asesinato.
—Eso se le ha ocurrido a él solito —murmuró Marya.
—Gracias, señor portavoz. Nosotros… uh… tenemos conexión con el Walter Reed. El vicepresidente, quiero decir, el presidente Mossberg quiere dirigirse a la nación.
Tenía mal aspecto, el pecho cubierto de apretados vendajes manchados de sangre, los brazos inertes a los costados, un tubo de respiración en la nariz. Su voz normalmente clara era ahora grave y nasal.
—Los doctores dicen que tengo buenas posibilidades de sobrevivir, pero me he pasado casi toda la vida rodeado de mentirosos profesionales y sé distinguirlos. —Tosió violentamente y una enfermera se interpuso en la imagen durante un momento.
»Ordeno que se celebren elecciones lo más pronto posible después de mi muerte, y estoy seguro de que el señor Luna Fría estará de acuerdo. —Hablaba despacio, con los dientes apretados—. La nación se enfrenta… el mundo y esta nación se enfrentarán a un desafío histórico sin precedentes dentro de un mes. Necesitamos a un líder en su puesto que no sea… que no sea Luna Fría Davis. —Hizo una mueca y volvió la cabeza hacia un lado—. ¿Sigo vivo?
—Su cerebro sigue vivo —dijo una voz masculina—. Poco más.
—Gracias. De hecho, creo que podríamos elegir a un ciudadano al azar y descubrir que sería capaz de afrontar esta crisis mejor que el representante Davis. O que la difunta presidenta, para el caso. Perdónenme por hablar tan claramente, pero…
El cubo se oscureció y volvió a mostrar la imagen de Carl Lamb y Davis, ambos un poquitín pálidos.
—Parece que hemos perdido…
—El vicepresidente —la interrumpió Davis—, no ha jurado su cargo. —Hizo una pausa, escuchando—. Y no puede hablar todavía como presidente. Las leyes de sucesión son claras y no hay ninguna necesidad de elecciones especiales.
—El juez mayor West se dirige al Walter Reed mientras hablamos —dijo Lamb—. Iba hacia Nueva York cuando se produjo este desastre.
El camarero advirtió que llevaba varios minutos limpiando el mismo vaso, desde la llegada de la señal de emergencia del cubo. Alguien rompió un taco con estrépito.
—¡Eh! —Se dio la vuelta—. ¿Podrías comportarte con un poco de respeto?
Era Leroy, un tipo alto y blanco, traficante.
—Pago esta mesa por horas. Respétame tú a mí.
Preparó una carambola fácil y golpeó con fuerza, haciendo que la bola volviera al punto de partida.
—Fue la peor presidenta que hemos tenido jamás. Así que alguien por fin le ha dado el maldito pasaporte. Lo extraño es por qué han tardado tanto.
—Eres un puñetero, Leroy. Era toda una dama.
—Bonita por fuera —dijo un hombre gordo y bajo de la barra—. Yo no iría más allá. En Washington no la tenían en muy buen concepto.
—¿Y tú los tienes a ellos en muy buen concepto?
Una mujer con un llamativo traje plateado, ojos azules y piel negra como la del camarero alisó un billete de cien dólares sobre la barra.
—Me apetece un whisky, Miguel. —Puso otro billete encima—. Invito a todo el que quiera uno.
—¿Cuándo empezaste a beber, Connie?
—Ahora mismo. ¿Un poco de hielo?
Leroy se acercó, vació su vaso y lo depositó sobre la barra.
—Me tomaré uno a la salud de su culo desintegrado.
—Alguien desintegrará tu culo algún día, Leroy —dijo Connie—. Deberías buscarte otro trabajo. Te relacionas con mala gente.
Él señaló el cubo, que volvía a mostrar a Luna Fría Davis.
—No tan peligrosa como esos tipos.
Miguel sirvió cuatro vasos, uno para sí mismo.
—O los franchutes, si son ellos los que lo hicieron.
—Eso sería una locura —dijo Miguel—. Los franceses no nos quieren en la guerra.
—Entonces los malditos alemanes.
—No tienen por qué ser extranjeros —dijo Connie—. Hay gente en esta sala que lo haría por determinado precio.
—Oh, oh. —Leroy sorbió el fuerte licor—. Me arden las orejas.
—Es una putada —dijo el hombre bajito—. No importa quién lo haga. No es americano.
—Ahora lo es —dijo Connie. Miró de nuevo el cubo, que volvía a la habitación del hospital Walter Reed.
La sala del cubo de la prisión estaba abarrotada y silenciosa. Ambas cosas eran raras. El alcaide había dado permiso para abrir las celdas de modo que todo el mundo pudiera oír las noticias. Bobon y otros tres guardias cubrían las puertas, armados con aturdidores, pero nadie iba a ir a ninguna parte.
Bobon seguía reflexionando sobre el asesinato que había visto aquella mañana. No era el primero. No era el primero, pero Ybor era un chaval agradable que no había hecho daño a nadie. ¿Por qué había tenido que arrastrarlo allí el alcaide para que mirara? Y ahora aquel maldito asunto.
Tal vez fuese todo una larga pesadilla. Tal vez se despertaría y sería otra mañana más. Pero había sentido lo mismo antes y nunca funcionaba. Sólo en las historias.
¿Por qué tanta gente se sentía mal por la presidenta? Bueno, era bonita y elegante y poderosa, y tal vez la gente a la que le gusta una cosa no le gusta la otra.
Al menos ella no había sufrido ni sentido nada. El chico de aquella mañana había pasado por un infierno antes de morir. No podía quitárselo de la cabeza.
Los reclusos lo sabían. Por la forma en que lo miraban, era como si pensaran que él lo había hecho. Pero no esta vez. Sin embargo, sería mejor que tuviera cuidado.
Davis se había callado y apareció un periodista local.
—… estamos en la plaza Internacional, donde nos gustaría ver la reacción de algunos estudiantes. Disculpe.
El joven se volvió y reveló una cicatriz en forma de diamante en la mejilla: miembro de la banda Spoog.
—No soy ningún estudiante, maricón —murmuró al pasar.
Magnífico trabajo.
—Joven, ¿podría contarnos su reacción frente a la tragedia de Washington?
Era pequeño y frágil y tenía los ojos enrojecidos.
—La verdad es que no sé nada.
¿Estaba loco? ¿Tenía que estar loco?
—Algunas personas dicen que nunca superó su experiencia en el Golfo —apuntó Daniel.
—Yo tuve un tío allí, y una tía, y no les pasa nada —dijo él, mirando fijamente al suelo, y se marchó.
Una joven bonita se acercó, bien arreglada, sonriente.
—Perdóneme, señora, ¿podría…?
—¡No! ¡Déjeme en paz!
Le golpeó con fuerza en el hombro con su pesado bolso, aunque había apuntado a la cabeza. Como si fuese un mensaje de los dioses, una vocecita en su oído dijo:
—Pasamos a la cadena dentro de cinco segundos.
—Seis kilos de C-9 es suficiente para demoler una casa de tamaño respetable —decía un hombre vestido de militar, con las ruinas humeantes al fondo—. Lo hizo probablemente por si lo detenían en la puerta.
—Pauling habría usado un poco menos de explosivo —murmuró Marya en voz baja— si hubiera sabido que nos iba a poner a Davis en bandeja.
—¿Quién es el siguiente si Davis muere? —preguntó Rory—. Parece capaz de caerse rodando si sopla un poco de viento.
—Los miembros del Gabinete, creo. No es mi especialidad. Tal vez la presidenta del Senado, R. L. Osbourne. Es mejor que la mayoría.
Sin embargo, como descubrieron al cabo de pocos minutos, la senadora Ousborne estaba en la sala de reuniones y se contaba entre los muertos.
Lo mismo que el jefe del Estado Mayor, el fiscal general y el embajador de la ONU, además de los administradores de Defensa, Energía, la CIA, la FEMA y la NASA. A LaSalle le gustaba tener a todo su Gabinete reunido cuando hacía sus declaraciones, para observar en ellos cualquier posible cambio de lealtades.
Habría una realineación fundamental de poder en Washington, en cuanto todo el mundo regresara. Marya no se había equivocado al vaticinar un éxodo. Los políticos ponían prudentemente distancia entre ellos y el punto cero. Naturalmente, la explicación era que querían estar con sus familias en aquellos momentos trágicos, y sus familiares daba la casualidad de que estaban fuera de la ciudad, o al menos no podían reunirse con ellos allí.
El vicepresidente no sobrevivió una hora. Vieron al responsable de Justicia tomar juramento a Luna Fría Davis a bordo de un veloz helicóptero que volaba hacia Camp David. Luego vieron unos cuantos minutos de imágenes de los tradicionales disturbios en Washington, limitados a unas pocas manzanas del centro, los saqueos e incendios controlados por tropas de choque blindadas del Departamento de Policía de la capital y una unidad aerotransportada de la Guardia Nacional.
Ningún soldado ni policía resultó herido.
—Voy a ver el resto en casa —dijo Rory—. Siento como si todo el mundo me mirara. ¿Quieres acompañarme?
—Gracias —dijo Marya—. Me vendrá bien quitarme un rato de en medio. Naturalmente, me llamarán en cuanto me quite los zapatos.
Se detuvieron junto a la mesa de Pepe al pasar.
—No te molestes en venir mañana —dijo Rory—. Será un caos. Llamaré si sucede algo.
—Gracias, Rory.
Se saludaron con un breve gesto, incapaces de decir nada, y ella se marchó con la periodista.
—¿Te quedarás conmigo esta noche? —preguntó Lisa Marie roncamente—. No puedo…
—Claro. —Tenía en una mano la de ella y, brevemente, la sujetó con las dos—. Nadie debería estar solo ahora.
—Ni siquiera me caía bien. ¿Conoces a alguien a quien sí?
Pepe negó con la cabeza.
—Pero esto es demasiado horrible.
—No es propio de Norteamérica —dijo Pepe—. Supongo que ahora sí lo es, pero es el tipo de cosa que ocurre en las dictaduras. Contra el déspota del mes.
—Me pregunto qué hará ese anciano para mantener el control.
Davis se encontraba en aquellos momentos en una conferencia de prensa, la mano en la oreja, transmitiendo las respuestas de su personal a las preguntas.
—No tendrá que hacer mucho. Supongo que no habrá tomado una decisión sin ayuda desde hace una década. Si conseguimos sobrevivir a las siguientes horas, las cosas se solucionarán.
—¿Crees que la Yihad islámica podría…?
—Yo en su lugar estaría más preocupado por los demócratas que por los musulmanes. Probablemente ya han empezado la carrera por la presidencia. Si yo fuera ellos, esperaría un tiempo prudente, y le daría la oportunidad de hacer unas cuantas cosas realmente imperdonables. Luego presentaría la moción de censura, más apenado que furioso.
Ella ladeó la cabeza, mirándolo.
—Sabes mucho de política norteamericana.
—Más que de la cubana. Tuve que estudiarla para conseguir la tarjeta azul, y me fascinó.
Tomó mentalmente nota de andar con más cuidado y no revelar demasiada sofisticación. Lisa Marie no suponía ningún peligro, pero pronto habría cerca un montón de periodistas y gente del Gobierno.
—Tus alienígenas. —Ella señaló el cubo.
David miraba con intensidad.
—¿Quiere repetir la pregunta?
Una periodista preguntó si pretendía seguir con la agresiva estrategia de LaSalle respecto a la Venida.
Él la miró un buen rato con robótica neutralidad, una expresión ya familiar.
—No quiero decir nada concreto al respecto. Nada en absoluto.
—Nada en absoluto. Mi gente lo está investigando.
Le extrañó oír la voz de Davis salir de su despacho. Creía haberlo dejado cerrado. Rory se había pasado con Mayra para ver si Norm estaba allí, pues no quería que volviera a casa en bici con la lluvia. Dentro había dos desconocidos viendo al nuevo presidente en el cubo de la pared.
—¿Hola? ¿Puedo hacer algo por ustedes?
El bajito pulsó un mando a distancia y el presidente desapareció. Vestían trajes grises idénticos. El bajito era corriente, de aspecto normal, pero el otro medía más de metro noventa y llevaba el pelo blanco rapado. Ella lo había visto por allí, el mes anterior.
Los dos sacaron su identificación.
—Soy el agente especial Jerry Harp, de la CIA —dijo el gigante. El otro se identificó como Howard Irving, FBI.
—No acaban ustedes de llegar —dijo Marya—. Llevan aquí algún tiempo. Estaban los dos en…
—No tenemos nada de lo que hablar con usted, señora Washington —dijo el hombre del FBI—. Nos gustaría hablar con la doctora Bell, a solas.
—No lo creo —dijo Rory—. Éste es mi despacho, y yo digo quién se queda o quién se marcha. A menos que esté arrestada.
—Sólo nos preocupa la seguridad nacional —dijo el hombre alto en voz baja y medida—. Algunas cosas que tenemos que preguntarle no pueden hacerse públicas. Todavía no, al menos.
—Estaré abajo en el vestíbulo —le dijo Marya a Rory—. Tienes mi número.
—No tardaremos mucho —aseguró el hombre del FBI.
—Claro —dijo Marya, y cerró la puerta tras ella.
—Habló usted con la presidenta y Grayson Pauling esta mañana —dijo el hombre alto.
—Junto con el gobernador, el rector y el decano de ciencias. Soy como el pececito pequeño en el estanque. ¿Por qué no van a hablar con ellos?
—A su debido tiempo —dijo el hombre del FBI—. Esto es como interrogar a un testigo de un accidente, o de un crimen. Mejor conseguir sus impresiones por separado, antes de que hablen entre sí.
—¿Por qué no reproducen el cristal? Sin duda está grabado.
El hombre del FBI sacudió la cabeza.
—Estaba profundamente codificado. Si se hace una copia, lo único que se consigue es ruido blanco.
—A menos que usted hiciera una grabación en audio, independiente del proyector/receptor de RV —dijo el hombre de la CIA—. No la hizo, ¿verdad?
—Lo cierto es que ni se me ocurrió. Soy más bien astrónoma, no espía. —Se sentó tras su mesa y lo miró—. ¿Cómo pudieron hacer eso?
—Si cuestiona el derecho de la presidenta a… —empezó a decir el hombre del FBI.
—No, no, quiero decir físicamente. La señal tuvo que ser decodificada de este lado. ¿Por qué no pudimos sacar un cristal entonces?
El hombre alto la miró un instante antes de responder.
—Eso es cosa de mi departamento. Antes de que hablaran con la presidenta por primera vez, modificamos el equipo de su sala. No entiendo de electrónica, pero si la señal de la Casa Blanca está codificada, sólo se ve una imagen virtual de paso. La señal que llega a la copia sigue codificada.
»Por supuesto, existen las ondas de radio. Así que un receptor de radio que no estuviera conectado al sistema podría haberlo recogido. Una videocámara habría registrado el sonido también, aunque la única imagen serían ustedes tres en la sala. —Hizo una mueca—. Si fuéramos tan sibilinos como la gente piensa, podríamos haber colocado micros en la sala cuando instalamos el decodificador.
—Pero no creían que fuéramos tan importantes.
—No sabíamos que el consejero científico de la presidenta fuera un lunático —dijo el hombre del FBI—. Podríamos haberlo vigilado más de cerca.
—No estoy segura de quién es el lunático —dijo Rory—. Dejo eso para los libros de historia.
—No querrá decir que aprueba este asesinato en masa.
—Howard —dijo el hombre de la CIA—, vamos a no…
—No lo apruebo, pero puedo comprender por qué la conducta de la presidenta impulsó a Pauling a tomar medidas desesperadas.
—Entonces, ¿usted también lo habría hecho? —El hombre del FBI se estaba ruborizando—. ¿Si pudiera haber matado a la presidenta, lo habría hecho también?
—Es una pregunta ridícula.
—Howard…
—¡No, no lo es! Si pudiera haber matado a la presidenta, ¿lo habría hecho?
Rory pensó en negarse a contestar.
—Sinceramente, no se me habría pasado por la cabeza. Me hubiera gustado sentarme a charlar con ella, de mujer a mujer. Estaba peligrosamente equivocada.
—¿Era lo suficientemente peligrosa para morir?
—Eso pensó Pauling. —Miró al hombre de la CIA—. ¿Qué es lo que quieren de mí? Ha sido un día muy largo y quiero irme a casa.
—Sólo una descripción de lo que sucedió entre la presidenta y Grayson Pauling. No había más gente de la Administración presente, ¿no?
—No a la vista. A menos que cuente al gobernador de Florida. Fue mejor jugador de equipo que Pauling. Ella usó ese término cuando se enfadó con él: «Solía ser un jugador de equipo», o algo así.
—¿Discutieron delante de ustedes? —dijo el hombre de la CIA—. Por favor, empiece por el principio.
Rory volvió a la declaración original, donde LaSalle decía esencialmente que al secretario de Defensa se le había ocurrido aquella gran idea. La conversación, o discusión, sólo había durado unos pocos minutos, y ella estaba segura de recordarla con precisión.
—¿Cómo describiría la actitud de Pauling, su estado de ánimo?
—Se mostró tranquilo y paciente. Silenciosamente exasperado, como un maestro o un padre. Lo cual llevó a LaSalle al estallido de temperamento que acabó con la conversación.
—Silenciosamente loco —dijo el hombre del FBI.
—¿Por qué no hablan con el gobernador? —exclamó Rory—. Estará de acuerdo con usted y todos podremos irnos a casa. —Se volvió hacia el hombre alto—. He oído decir que la gente a menudo se queda muy tranquila cuando ha decidido suicidarse. Debía de saberlo ya en la reunión de mediodía; supongo que ya había decidido que tenía que morir.
—Y destruir al Gobierno. —El hombre de la CIA sacudió la cabeza—. Puede que tenga razón. Dentro de otros cien años, tal vez menos, la gente verá esto como un acto de sacrificio supremo.
—Tal vez dentro de un mes —dijo Rory—. Cuando los alienígenas no nos destruyan como quien no quiere la cosa.
—Cosa que todavía puede suceder. —Comprobó su reloj—. Casi es la hora de ir a ver a Whittier, Howard.
—¿Qué, con ella sí que tienen una cita?
Él asintió.
—No tenemos llave de su despacho —dijo el hombre del FBI.
Ella los siguió hasta el pasillo y entró en el vestíbulo, donde Marya estaba viendo el cubo, sola, comiendo queso y galletitas de la máquina.
—No han tardado mucho.
Ofreció a Rory queso y galletas.
Rory negó con la cabeza.
—No tengo apetito.
Eligió un zumo del dispensador de la pared y se lo sirvió en un vaso de plástico.
—No tengo mucho que decirles. La conferencia de esta mañana no duró ni cinco minutos, y era lo único que les interesaba… evidentemente la codificación de la Casa Blanca es bastante sofisticada; la CIA no tenía ni idea de lo que pasó y son los que instalaron el decodificador aquí.
—Les dijiste la verdad, naturalmente.
Rory se sentó en un gastado sofá.
—Sí, que nuestra difunta presidenta era una loca de remate, cosa que pareció nueva para el tipo del FBI.
—¿Te preguntaron por Pauling? Es la obsesión de la CNN ahora.
—Un poco. El tipo de la CIA admitió que algún día podrían considerarlo un héroe, un mártir.
—Eso no es lo que están diciendo aquí. Han buscado a hombres y mujeres que estuvieron con él en el Ejército, para que digan lo fanático e impredecible que era.
—Por eso lo eligió LaSalle probablemente. Tal para cual. —Dio un sorbo de zumo y se lo quedó mirando—. Está caliente. Pero él no era así. Era el razonable, el que intentaba que la querida Carly no ganara votos destruyendo a la especie humana.
Marya miró su reloj.
—Quieren que les haga un reportaje de cinco minutos. No será en directo; podemos esperar un poco.
Rory tiró el vaso al reciclador situado junto al sofá.
—¿El equipo está abajo?
—Será mejor que lo esté.
—Entonces hagámoslo y vayamos a descansar a mi casa. Encenderemos el cubo para ver cómo destruyen Washington.
—¿Hay algo que no quieras que te pregunte?
—No. —Rory se levantó y se desperezó—. Dios, no. Tengo la impresión de que la verdad va a escasear durante algún tiempo. Cualquier cosa que podamos hacer para impedir que Davis lance esas armas, deberíamos hacerla.
—¿No te dijeron que no hablaras?
—Me importa un pito. ¿Qué pueden hacerme? —Abrió la puerta—. Es una pregunta retórica. Pueden arrancarme las uñas y hacer que me las coma. Pero no creo que lo hagan.
Bajaron en el ascensor hasta la planta baja, donde dos cámaras estaban viendo la CNN en un pequeño cubo portátil.
—En marcha, chicos. Un espacio de cinco minutos.
Miró la gran pantalla plana que proporcionaba el fondo para la entrevista. Tenía el logo del Comité de la Venida, dos C concéntricas con un signo de interrogación dentro.
—No quiero este fondo, Deeb. ¿Tienes uno de las ruinas de la Casa Blanca?
—Tardo un minuto. Daré un repaso y escogeré uno de la CNN. ¿Quieres sellarlo?
—Claro.
Cuando apareció la imagen, Marya colocó el pulgar en un recuadro en la esquina inferior derecha. Una lista de opciones apareció y tocó la primera, derechos de reproducción para una sola vez. Sonó un pitidito y la lista y el recuadro desaparecieron.
Rory estaba ya sentada en uno de los dos sillones de cuero negro, ante una mesita baja, delante de una pantalla azul. Marya silbó a las cámaras.
—Posición A, las tres.
Se hizo a un lado mientras una de las cámaras pequeñas ocupaba su marca. El hombre que no era Deeb colocó vasos de agua helada.
Marya se sentó en el otro sillón y se miró en la pantalla, arreglándose el pelo en un acto reflejo. Podía tenerlo completamente enmarañado y el editor arreglaría la imagen automáticamente.
—No hay prisa, pero intentemos una toma y larguémonos de aquí. Deeb, cuando te mire, tal vez a los cuatro minutos treinta, quiero que el logo vuelva a aparecer, y luego corta a una toma del espacio profundo.
—Lo tengo —dijo él—. Editor en línea.
—Bien.
Ella se sacó de un bolsillo una página de notas garabateadas y la alisó sobre la mesa. Miró el reloj de pared situado detrás de Rory.
—Ocho segundos. —Sacudió la cabeza—. No, espera. Cámaras desconectadas. Nos faltan dos minutos para el programa. Rory, si puedo conseguirlo, ¿te importa si salimos en directo?
—Soy profesora. Suelo trabajar en directo.
Ella sonrió y pulsó un botón del teléfono.
—Fez, aquí Marya. Codifica. —Pulsó otro botón—. Fuerte y claro. Mira, ¿tienes ahí a los federales? Lo imaginaba. Bien, tengo un tema de la Casa Blanca que no quieren que se toque: lo cortarán o tal vez incluso lo cancelen. —Asintió—. La doctora Bell, que tengo aquí, habló con LaSalle y Pauling esta mañana. ¿Puedes dejarme noventa segundos después de la hora? —Se rio—. Te debo una, chaval. —Soltó el teléfono y miró al cámara—. No has oído eso, ¿eh?
—¿Oír qué? —dijo Deeb.
—Sí, bueno, id a hacer un pis durante un minuto. Volved dentro de dos. —Se marcharon—. Rory, las emisiones pasan por un censor de la Casa Blanca con un retraso de cinco segundos. Lo que pueden hacer en Nueva York es pulsar accidentalmente los botones equivocados y dejar la sala. Así que esta entrevista saldrá en directo, por un circuito que no estará controlado por el mando de la Casa Blanca.
»No sé cuánto tiempo tendremos antes de que puedan desconectarnos. Así que te haré primero las preguntas más importantes.
—Puede que no salgamos al aire —dijo Rory—. Probablemente la CIA tenga micros por aquí.
—Humm. Probablemente no tengan a nadie escuchando en directo. Lo averiguaremos.
Los dos hombres volvieron y ella silbó a las cámaras para que empezaran. Miró a la cámara principal.
—Vamos a durar cinco minutos, comenzando a las catorce cero uno treinta.
Rory se volvió para mirar el reloj y luego adoptó la postura típica del entrevistado.
Marya miró a la cámara y su expresión se volvió seria, luego sombría:
—Buenas noches. Les habla Marya Washington desde Gainesville, Florida. Esta tarde hablé con la profesora Aurora Bell, que es la administradora jefe del Comité de la Venida.
»Esta mañana, la doctora Bell celebró una conferencia en RV con la Casa Blanca. ¿Hubo otros testigos, profesora?
—Oh, sí. El gobernador de Florida, el rector de esta universidad, y… otra profesora. Y el consejero científico Grayson Pauling.
—¿Sucedió algo entre la presidenta y Pauling que pudiera haber presagiado los trágicos acontecimientos de hoy?
—En retrospectiva, sí. —Sacudió la cabeza al recordar—. Ella se enfrentó a él. A todos nosotros, en realidad.
—¿Cómo dice?
—LaSalle habló de poner en órbita tres armas antimisiles, para destruir la nave alienígena si hacía un movimiento extraño. Creo que fue idea del Departamento de Defensa, pero ella lo apoyaba al cien por cien.
»Eso fue antes de que llegara el nuevo mensaje. Incluso así, discutimos que sería un suicidio. La tecnología de los extraterrestres es tan superior a la nuestra que seríamos como ratones atacando a un elefante. Hormigas.
El teléfono de Rory estaba zumbando; se lo sacó del bolsillo y lo deslizó sobre la mesa.
—¿Y Pauling estaba de su parte?
—Como lo estaría cualquier persona sensata. Ella se molestó con él, y luego se mostró abiertamente enfadada. Pauling dio a entender que el motivo de poner en órbita esas armas era para que sobrevolaran Europa. Francia, por si decidíamos entrar en la guerra. Si estalla la guerra.
—¿Está usted de acuerdo?
—No entiendo mucho de política. Si fuera francesa estaría nerviosa. Pero la cuestión no es la política terrestre.
—Sobre todo a la luz del nuevo mensaje.
—Si se lo creen. La presidenta no se lo creía.
—¿Lo sabe con seguridad?
—Sí. Me volvió a llamar, después de que llegara el nuevo mensaje.
—¡¿De veras?!
—Estaba enfadadísima. «No sé cómo lo ha hecho, pero no va a funcionar».
—Bueno, realmente fue un mensaje muy oportuno.
—Sí, pero nadie de la Tierra podría haberlo hecho. La señal empezó a emitirse mucho antes de la reunión.
—Estamos fuera —dijo Deeb—. Tuvimos un segundo de ruido blanco, y pasaron a un anuncio.
—Bueno, mierda. Bórralo hasta el momento en que la doctora Bell dice «reunión» y continuaremos como si no hubiera pasado nada. ¿De acuerdo?
—Claro —dijo Rory—. Puede que lo emitan tarde o temprano.
—Los historiadores.
—En cinco —dijo Deeb, mostrando cinco dedos y doblándolos uno a uno.
—Bueno, supongamos que la presidenta tuviera razón y se tratara de un truco. Los perpetradores… uno de los cuales tendría que ser usted, o alguien que fuera testigo de la reunión, podrían haber creado el segundo mensaje hace tiempo y mandar la señal para que lo enviaran.
—Pero no más allá de nuestro sistema solar. Haría falta más de un día para que la señal llegara, y otro día más para que el mensaje regresara. El paralaje de la señal (comparar su ángulo desde dos posiciones distintas) demuestra lo lejos que están los alienígenas.
—Pero una persona realmente paranoide señalaría que tenemos que aceptar su palabra… la suya y la de algunos científicos de la Luna. Ellos también podrían estar en el ajo.
Rory sonrió.
—Se podría haber dicho eso, hace un mes o dos. Pero ahora está lo bastante cerca para que dos lugares de la Tierra lo triangulen. Es un poco fantástico imaginar una conspiración en la que estén implicados todos los astrónomos del mundo.
Fuera de cámara, Marya asintió a Deeb.
—No crea que no irán a sugerirlo, doctora Bell. Y bien… ¿le daría algún consejo al presidente Davis?
—Sólo el más obvio: escuche a los expertos. El problema de LaSalle, y finalmente el motivo de su caída, fue que se rodeaba de gente dispuesta a seguirle la corriente y que seguía su consejo cuando refrendaban sus puntos de vista.
—Pauling fue la excepción.
—Obviamente. Ella podría haber salvado la vida sustituyéndolo. Aunque como Pauling dijo en su… nota de suicidio, habría muerto un mes más tarde, junto con el resto de la humanidad.
—¿Y si Davis sigue su ejemplo y pone en órbita esas armas?
—Sospecho que los alienígenas ni siquiera se molestarán en hacer una demostración con Fobos. Nos destruirán sin más.
—Una horrorosa perspectiva… gracias, doctora Bell, por estar con nosotros en este día extraño y terrible. Les habló Marya Washington, informando desde Gainesville, Florida.
—Fuera —dijo Deeb.
—Ciérralo y envíalo sin ningún comentario —dijo Marya—. Tal como está.
—Te vas a meter en un lío por esto —dijo Rory.
—Todos nosotros. Tal vez nos erigirán una estatua algún día. —Sacó una píldora de un frasco y se la tomó con el agua helada.
Se echó hacia atrás.
—Off the record: podría funcionar, ¿no?
—¿El arma máser? Nunca se ha probado.
—Quiero decir en principio. Va a la velocidad de la luz, ¿no? La nave alienígena no tendría ninguna advertencia.
—Suponiendo que sólo haya una nave alienígena, y que el rayo no falle, y que no tengan ninguna defensa contra armas del siglo XXI. Son un montón de suposiciones.
—Sólo trataba de verlo desde el lado positivo.
—Oh, sí. —Rory cruzó la sala y recogió su teléfono, que zumbaba—. Buenas.
Era el rector.
—Rory, ¿qué has hecho? He tenido al gobernador al teléfono gritándome como un loco. ¡Quiere que te despida inmediatamente!
Ella se hizo la tonta.
—¿Por lo de esta mañana?
—Acaba de verte en el cubo. Dice que lo has traicionado a él y al país y a la sagrada memoria de la presidenta. Divulgando información top secret.
—No tengo autoridad para conseguir información top secret. ¿Fue por una entrevista?
—Sí, con esa negra de Nueva York.
—Bueno, concedí una entrevista. Pero no se emitirá hasta las siete de esta noche.
—Puede que te hayan dicho eso. Pero el gobernador la ha visto, desde luego.
—Entonces, ¿estoy despedida? ¿Así de fácil?
—No, no. Pero me gustaría darte un período sabático, para apartarte de la atención pública. Fuera de la línea de tiro.
—¿Ya no soy jefa del comité?
—No. De hecho, ya no estás en el comité. Tienes que hacer otras cosas… dedícate a ellas hasta mediados de enero. Con paga completa. ¿No tienes clases este semestre?
—No, porque…
—Entonces dedícate a la investigación. Preferiblemente lejos de aquí. Desconecta tu teléfono y desaparece.
—¿Es una orden, Mal?
—Sabes que no. Sólo un buen consejo. —Su voz era tensa—. Para todos nosotros, Rory. Tendrías que haber oído al gobernador. ¡Nuestro presupuesto depende del comité! Puede hacer cualquier cosa.
—Vale, me voy. No daré problemas. ¿Puedo elegir a mi sucesor?
—Claro, por supuesto. Gracias, Rory. Sé que podrías enfrentarte a esta decisión.
—Y ganar. Libertad de cátedra. —Tomó aire—. Pepe Parker sería el sucesor lógico. Veré si quiere el trabajo.
—Te lo debo, Rory. No he visto la entrevista…
—El gobernador probablemente tenga razón. No me mostré respetuosa con la difunta presidenta. Pero era una lunática.
—Rory…
—No me están grabando. ¿Y a ti?
—Claro que no.
—Estoy empezando a pensar que Pauling fue un valiente. No vio otra opción, así que dio su vida por salvar al mundo. Estuviste allí, Mal. ¿Estoy equivocada?
Hubo un corto silencio.
—No. No creo que estés equivocada. Pero no me pidas que te apoye, no hasta que el gobernador firme el presupuesto.
—Comprensible. Llamaré a Pepe.
Pulsó el botón de desconexión sin decir adiós y se quedó allí mirando el teléfono.
Los otros tres la estaban mirando.
—¿Te han dado la patada? —dijo Marya.
—Sí. Hasta que los alienígenas vuelvan a casa o el mundo se acabe, o lo que sea.
Pulsó dos teclas.
Sonó el teléfono pero no lo atendió. Su jefa aparecía en el cubo, suicidándose políticamente.
—… nadie de la Tierra podría haberlo hecho. La señal empezó a emitirse mucho antes de la reunión…
El cubo se quedó en blanco y volvió a aparecer Carl Lamb.
—Era la profesora Aurora Bell, en una transmisión…
Pepe pulsó el teléfono con un dedo.
—¿Buenas?
—Pepe… —Era Rory—. La mierda ha empezado a salpicar.
—Acabo de verlo.
—El gobernador quiere que me cubran de brea y plumas y me expulsen de la ciudad. ¿Quieres mi puesto?
—Haces que parezca muy atractivo.
—Lo digo en serio. Mal Barrett acaba de darme unas vacaciones sabáticas indefinidas. Nadie más que tú puede dirigir el cotarro.
Él lo sabía, por supuesto.
—Vale, bien. ¿Dónde estás ahora?
—En el despacho.
—Voy para allá, ¿de acuerdo?
—Sí, de acuerdo.
Pepe apagó el teléfono y se lo guardó en el bolsillo.
—¿Quién era? —preguntó Lisa Marie.
—Mi jefa. Ex jefa. —Apuró la cerveza y soltó la jarra sobre la mesa con un golpe—. Parece que me han ascendido.
Sacó una tarjeta y la introdujo en la ranura de pago.
—Tengo que darme prisa. No sé cuánto tardaré. Iré a verte esta noche, en cuando pueda librarme. Te llamaré cuando lo sepa.
Ella asintió.
—Ven a cenar si puedes. Preparé unos filetes o algo.
—Trato hecho. —La besó en la mejilla—. Hasta luego.
—Sí, hasta luego. Muy buena suerte.
Pepe recorrió una manzana y media antes de darse cuenta de que se había dejado el paraguas en el café. Pero no llovía demasiado y Lisa Marie podría utilizarlo.
Así eran las cosas. Rory había sacrificado su trabajo para asegurarse de que el mundo conociera la verdad. Y ahora él estaría presente en el cabo con el presidente Davis, para recibir a los supuestos alienígenas.
Pasó junto a una mujer que estaba sentada en un banco del parque, sollozando, la cara en las manos. Su vestido blanco, empapado de lluvia, revelaba su imponente figura. La reconoció vagamente (¿una estudiante?) y se detuvo para decirle algo, pero luego continuó. No quería compañía en su pena.
Le oyó vacilar cuando pasaba (por favor párate, habla conmigo, abrázame), pero él no se paró, ¿lo habría hecho ella? Probablemente. Era algo que no sucedía tan a menudo, ir a casa y encontrar a tu gato muerto, y luego a la presidenta y a todos los demás. Tenía al pobre Happy en una caja de zapatos y no sabía qué hacer con él.
¿Me están castigando por mis pecados, está el Dios de mi madre realmente ahí arriba contando las veces que me he metido una cámara en el coño para pagar las facturas? No, los gatos mueren, los presidentes mueren, ya basta, lo sabes bien, lo sabes bien. La nariz le moqueaba y no llevaba pañuelo en el bolso; se sonó con una mano húmeda y se limpió los mocos en el banco del parque, luego metió la palma en el charco que tenía a sus pies y se frotó la nariz con fuerza con el antebrazo.
Alienígenas cayendo del cielo, una figura importante del mundo de la ciencia llevándose por delante a todo el mundo de la sala, un gato perfecto se muere y yo llego diez minutos tarde a una toma de sexo anal. Que no voy a hacer. Aunque me cueste el trabajo. Louis es amable, pero la tiene demasiado grande. No es el uso adecuado para esa abertura; las cosas tienen que salir, no entrar por ahí.
—Oh, cariño. Las cosas no pueden estar tan mal.
Se frotó los ojos y alzó la cabeza. Era la vieja del carrito de la compra. Se sentó a su lado.
—¿Qué te pasa?
Ella miró aquella cara vieja y amable.
—Se ha muerto mi gato.
—Oh, vaya. —Alzó una tapa de la caja de zapatos empapada y miró en su interior—. ¿Cómo se llamaba?
—Happy.
—Nunca he tenido un gato. Pero montones de gatas sí. ¿Quieres una?
—Ahora no. Gracias, no.
—Hay gente a la que le gustan los gatos y gente a la que le gustan los perros, ¿sabes? A mi marido le gustaban los perros. Uno de los motivos que tuve para deshacerme de él.
Gabrielle sonrió.
—¿Se llevó el perro consigo?
—No, eso habría sido cruel. Me quedé con el perro, aunque olía mal. —Se inclinó hacia ella y susurró—: Tenía gases. Ambos los tenían.
Gabrielle se frotó los ojos.
—¿Cuándo fue eso?
—Hace treinta y tantos años, supongo. Lo enterré cuando Hull era presidente. Casi nadie tenía cubo entonces.
—Sigue pensando en el pobre.
—Oh, sí. Lo enterré bajo una gran tabla de madera en el pantano. Ahora hay allí un centro comercial.
—¿No lo pudo enterrar en el patio trasero?
—No, por Dios bendito. Demasiado grande. Además, hay leyes.
—¿Hay leyes para enterrar a los perros?
Ella asintió lentamente.
—A algunas clases de perros. —Miró por encima del hombro de Gabrielle—. Buenas tardes, oficial.
Él se tocó el borde de su gorra de plástico.
—Buenas tardes, Suzy Q. ¿Están ustedes bien?
—Nadie está bien, oficial. Nadie está mal, nadie está bien. Todos estamos atascados en medio.
Él sonrió.
—Es duro para todo el mundo. ¿Puedo llevarte al refugio?
—Ya hemos pasado por eso, oficial. No quiero que nadie me sermonee.
—Podrías quedarte algún tiempo. Y tener un techo sobre la cabeza.
—A mi cabeza no le pasa nada.
Él alzó una mano.
—No quiero que pilles una neumonía otra vez. ¿Te acuerdas de hace dos años?
—Me acuerdo de hace ochenta años. No se preocupe por mí.
—No pillará ninguna neumonía por estar al aire libre —dijo la muchacha hermosa. Acarició la mano de la anciana—. Pero él tiene razón. Debería protegerse de la lluvia.
—Y usted, señorita. No va vestida exactamente para la ocasión.
—No. —Ella lo sorprendió quitándose la peluca y sacudiéndola—. Voy vestida para que me den por el culo.
—¿Qué?
—La gente lo hace —dijo Suzy Q, en su defensa—. ¿Dónde ha estado todos estos años? Rabin tragó saliva un par de veces.
—Claro. Pero está mojada. Tiene frío y está mojada.
La muchacha hermosa se colocó la peluca en su sitio y le dirigió una sonrisa deslumbrante.
—Es una forma de vivir. No el frío y la lluvia. La otra.
—No eres una puta, ¿no? —dijo Suzy Q.
—No. No, soy actriz, y estudiante de medicina. —Miró a Rabin—. Nada ilegal. Hago cubos para el Instituto de Estudios Sexuales de aquí. —Todavía sonriendo, empezó a llorar—. ¿Podría hacerme un favor? ¿Podría hacer algo con mi gato?
—¿Perdón?
Ella le acercó la caja de zapatos.
—Mi gato ha muerto. Se murió, como la presidenta. No sé qué hacer con él. Y no quiero ir al trabajo y desearía que dejara de llover.
Él recogió con cuidado la caja empapada.
—Claro, no se preocupe por eso. ¿Pero quiere hacer algo por mí?
—Claro. Es lo que suelo hacer, cosas por los hombres.
—Busque refugio para usted y para Suzy. No quiero que se muera durante mi turno.
—Vale. ¿Trato hecho, Suzy?
—Vale. Vamos a tomar una taza de café.
Se dirigieron hacia la calle principal, la muchacha hermosa empujando el carrito. No llevaba bragas y el culo se le pegaba a la tela transparente. La parte heterosexual de Rabin observó con interés. ¿Cómo sería hacer eso con una mujer? Sólo un escenario distinto, supuso.
Su teléfono civil sonó. Lo sacó del bolsillo.
—¿Sí?
—Qabil, aquí Felicity.
—¿Qué?
¿De emergencias? ¿Por qué no llamaba por la unidad oficial?
—Estoy abajo, en la cabina de teléfonos. Mira, eres amigo de Norman.
—Bueno, yo…
—Sois amigos. Su esposa y él tienen que desaparecer ahora mismo. Estaba en el despacho del jefe y recibió una llamada de un tipo del FBI. Los federales van a detenerlos esta noche y se los van a llevar a Washington para interrogarlos.
—¿Acerca de qué?
—¿No viste el cubo? Por supuesto que no. Mira, son sospechosos de ser agentes extranjeros. De Francia o sus aliados.
—¡Qué tontería!
—Sí, y ellos lo saben. Bromeó al respecto; sólo quieren encerrarlos y tirar la llave. Es serio, Qabil. Una orden presidencial. De ese indio senil.
—Alá. Gracias, Felicity. Voy a llamarlo ahora mismo.
Exasperado, Norman pulsó el botón de «guardar» del Roland y tocó la pantalla del teléfono. Continuó en blanco.
—Desconecta la casa —dijo una voz que no reconoció. ¿Otro chantajista?
—Casa, desconéctate durante treinta minutos. —La casa obedeció con un silbidito—. Muy bien. ¿Quién eres?
Hubo un chasquido, el distorsionador apagándose, y un suspiro pesado.
—Norm, soy Qabil. Hay problemas.
—¿Sí? ¿Qué pasa?
—¿Está Rory en casa?
—No. La espero de un momento a otro.
—Tenéis que hacer las maletas y marcharos en cuanto llegue. El FBI va a deteneros esta noche, para llevaros a Washington y enterraros.
—¿Qué, por la maldita entrevista?
—Supongo; no la he visto. Dicen que sois agentes que trabajáis para Francia.
—¿Para Francia? Nunca hemos estado allí siquiera.
—Bueno, puedes quedarte en casa y discutirlo con ellos, o puedes desaparecer. Eso es lo que yo te aconsejaría. No es como en el cubo: estos tipos son la ley en sí mismos.
—Eso he oído. ¿Cuánto tiempo tenemos?
—Tal vez hasta el anochecer. Yo me marcharía lo antes posible. ¿Tienes dinero?
—Un poco.
—Lo que yo haría… toma un taxi hasta Oaks y sal de la ATM, luego toma el primer tren para Archer. A partir de ahí puedes usar dinero para llegar a cualquier parte, viajes cortos. Id a Canadá o México, a un sitio donde no necesitéis pasaporte.
—Pero ella no ha quebrantado ninguna ley.
—Todo lo que sé es que el FBI va tras ella. Creo que pueden encontrar una ley.
—Jesús. Cuando llueve, diluvia.
—No te preocupes por la lluvia. Moveos lo más rápido posible.
Norman no pudo menos que sonreír. ¿Cuánto tiempo tienes que vivir en un país antes de comprender las frases hechas?
—Muy bien. Si Rory está de acuerdo, nos marcharemos antes de que anochezca.
—Si no está de acuerdo, vete tú solo, ¿de acuerdo? Toda esta mierda de Washington…
—Claro. Haré las maletas. Adiós.
Qabil se despidió y Norman apagó el teléfono. Naturalmente, no dejaría sola a Rory. A Washington irían los dos o ninguno. Para ser enterrados. ¿En mierda? Se preguntó qué había querido decir Qabil.
Hizo las maletas para ambos. Preparó dos bolsas de viaje, las colocó sobre la cama y fue metiendo ropa de verano en cada una. Supuso que Rory preferiría ir a México, por el invierno, que a Canadá. Además, no hablaba canadiense.
Una vez terminado, sacó con cuidado el contenido de la maleta de Rory. Que ella hiciera una última comprobación y efectuara los cambios que considerara necesarios.
Ya debería de estar aquí, pensó. Tomó el teléfono y pulsó RM, Rory en marcha.
—¿Hola?
No hubo imagen, naturalmente.
—¿Dónde estás, querida?
—En un taxi. Llegaré dentro de dos minutos. ¿Dónde creías que estaba?
—Sólo me aseguraba.
—¿Cómo te lo estás tomando?
—Hum… no por teléfono. Ahora hablamos.
Pulsó el botón de desconexión y rebuscó para sacar un porro del cajón situado bajo el teléfono. Estaba viejo y seco. Encontró una cerilla y lo encendió. Dio una calada y lo tiró al fregadero. Dirección equivocada. Se sirvió un vaso de oporto y lo bebió, mientras esperaba, pensando.
Tal vez aquello no tuviera nada que ver con la entrevista. El FBI tal vez los hubiera relacionado a Rory y a él con lo que fuera que fuese la superarma, que podía ser o no una invención de Pepe.
El pomo de la puerta se sacudió y Rory llamó. Naturalmente, la huella de su pulgar no la abriría a menos que la casa estuviera conectada. Norm bajó al vestíbulo y abrió la puerta.
—¿Qué, la casa está desconectada?
Norm cerró la puerta tras ella.
—Sí. Ha salpicado la mierda.
Ella asintió.
—Lo sé. El maldito gobernador además. Pero ¿por qué lo de la casa?
—¿El gobernador?
—Sí. ¿Por qué está la casa desconectada?
—Por el FBI. ¿Qué ha hecho el gobernador?
Rory se frotó el pelo con ambas manos.
—El gobernador hizo que me despidieran, ¿sabes? ¿Ha llamado el FBI?
—¿Te han despedido?
—No lo sabías. —Norman abrió ambas manos y emitió un ruidito—. El gobernador ha presionado a Mal a causa de una entrevista que concedí esta mañana. Así que estoy de permiso sabático. ¿Qué tiene que ver en esto el FBI?
Estaban en la cocina, donde desayunaban.
—Siéntate. Deja que te traiga algo para beber.
Ella se sentó.
—Sólo agua. ¿Qué quiere el FBI? ¿Algo sobre el asesinato?
—¿Han asesinado a alguien?
Ella se frotó la frente.
—Por supuesto. ¿Cómo ibas a saberlo? La presidenta y todo su Gabinete, muertos en una explosión. El vicepresidente también.
—Dios mío. ¿Una bomba? ¿Fue Francia?
—No. Grayson Pauling llevó un maletín lleno de explosivos a la reunión del Gabinete. Asesinato suicida.
—Pauling.
—Hablaba en serio sobre cambiar la agenda. Lunático, mártir, no me di cuenta. ¿Qué pasa con el FBI?
Él sacó una botella de agua del frigorífico.
—Ha llamado Qabil.
—Oh, bien. Justo lo que nos faltaba.
—No, no es eso. Descubrió, como es poli, que el FBI va a venir a detenerte. Para llevarte a Washington.
—Oh, mierda. —Aceptó el agua pero no bebió—. No pueden hacer eso. No he quebrantado ninguna ley.
Norm se sentó frente a ella, con un vasito de vino en la mano.
—No sé. Tal vez podríamos hacerlos entrar en razón. Lo que dijo Qabil es que piensan que somos agentes de Francia.
—¡Nunca hemos estado en Francia!
—Cierto. Creo que lo saben. Es sólo una excusa.
—¿Eso fue antes o después del asesinato?
—Ahora mismo. Creo que Qabil supuso que yo estaba enterado de la muerte de la presidenta.
Ella sacudió la cabeza.
—Estado de emergencia, supongo. Pero ¿crees de verdad que pueden acusarnos de ser espías y encerrarnos?
—No lo sé. Eso es lo que Qabil cree. Y está más o menos en su línea de trabajo.
—Oh, demonios. Maldita sea. —Movió de un lado a otro la botella de agua, trazando un pequeño arco—. ¿Eso que estás bebiendo es oporto?
—¿Te traigo un poco?
—Ah, no.
Tiró el agua, se acercó al frigorífico y se sirvió un vaso de vino.
—¿Y qué nos recomienda tu amiguito que hagamos?
—No es mi amiguito. Está preocupado por nosotros.
—Lo siento. —Se sentó y se apoyó en las manos; su voz sonó apagada—. Ha sido un mal día.
—Y acaba de empezar.
Ella bebió vino.
—¿Qué ha dicho Qabil?
—Dice que deberíamos desaparecer. Antes de que anochezca. Que usemos transportes locales para poder pagar en efectivo y que vayamos a un país para el que no necesitemos pasaporte.
—¿Canadá, México o el Caribe?
—¿Lo harás?
—Me gustaría tener treinta segundos para pensármelo.
—Adelante. Voy a empaquetar algunos cubos de música.
—¿Empaquetar? ¿Te marcharías sin mí?
—Por supuesto que no. Sólo quiero estar preparado por si decides ir. Puedo oír a los sabuesos ladrando.
Encontró una caja barata de plástico que podía contener cien cubos y empezó por el principio, Antonini.
—Oh, demonios. Guarda algo de jazz para mí. —Se levantó—. Voy a preparar la ropa.
—Ya he sacado unas cuantas cosas. ¿Clima cálido?
—Sí. Canadá no me apetece nada.
La oyó abrir y cerrar cajones de golpe.
—¿Qué tal México?
—Cuba está más cerca —dijo ella—. Además, hay unas cuantas cosas que quiero comprobar allí.
Él cogió un par de puñados de cubos de su colección de jazz, totalmente al azar.
—Pues Cuba, entonces.
Tendrían que evitar el monorraíl Orlando-Miami, desgraciadamente: funcionaba con billetes, como los aviones. Tendrían que viajar en zigzag.
Llevó la caja del cubo y un pequeño reproductor al dormitorio y los guardó en su maleta. Rory casi había terminado y rebuscaba en el cuarto de baño.
—¿Llevas la crema solar? —preguntó.
—Las dos, sí. Aunque supongo que podríamos comprarla en Cuba.
Rory salió con una bolsa de plástico con útiles de aseo, la guardó en la bolsa de viaje y cerró la cremallera.
—Bien. ¿Preparado?
—Sí. —Él extendió una mano—. Llevaré tu maleta.
—Puedo…
—En mi bici. No podemos arriesgarnos a tomar un taxi.
—Oh, qué alegría. —Le tendió la maleta—. Mi madre me dijo que si me casaba contigo me esperaban tiempos difíciles. Pero ¿ir en bici bajo la lluvia en diciembre?
—Huyendo del FBI. Resulta difícil verle el lado gracioso, ¿verdad?
Sin embargo, no fue demasiado malo. La lluvia era una fría bruma y sólo tuvieron que recorrer poco más de un kilómetro hasta la subestación de Oaks.
Dejaron las bicis sin candado, confiando en que los ladrones no tardarían mucho en eliminar esa pequeña prueba de su huida, y entraron en el venerable, por no decir vetusto, centro comercial.
Había visto días mejores, la mayoría de ellos hacía más de medio siglo. Todo un bloque de tiendas había sido demolido, las paredes destruidas, para dar cabida a un enorme mercadillo, y eso atraía a más clientes que las tiendas de ropa barata importada y parafernalia sexual.
Había una extraña subcultura juvenil que se había apropiado de una parte: los beatniks, que se vestían a la moda del siglo anterior y fumaban incesantemente mientras escuchaban música antigua. A Rory le gustó el sonido al pasar, pero Norman dio un respingo. Tuvieron que atravesar la zona para llegar al cajero automático.
Utilizaron dos máquinas para conseguir el máximo de cuentas distintas: cuatro mil dólares cada uno. Las máquinas no tenían billetes mayores de cien dólares y acabaron con un sospechoso fajo en las manos.
Rory miró alrededor.
—Uh-oh. —Se volvió hacia la máquina—. Hay un tipo mirándonos. Desde el café.
Norm miró de reojo.
—Sí, lo veo a veces en el local de Nick. Siempre está escribiendo en ese cuaderno.
—Es verdad, ahora que lo mencionas.
No parecen el tipo de personas que viene a Oaks, pensó, pero le resultaban familiares de alguna parte. Del restaurante griego. Apuró el resto de su fuerte café dulce mientras aún estaba caliente. Chasqueó dos veces los dedos para llamar la atención de la camarera (una costumbre muy local) y sacó un sucedáneo de Camel de su paquete. Lo encendió con una cerilla de madera y aspiró una súbita vaharada de THC. El tabaco de verdad debió de ser algo grande.
Había estado contemplando durante media hora la imagen del Gainesville Sun del 24 de noviembre de 1963, la última vez que asesinaron a un presidente. Tal vez volver al trabajo acabaría con la sensación de desesperación y abandono. Había llegado al año anterior a su nacimiento.
Trató de ignorar los anticuados pero seductores acordes y ritmos de Dave Brubeck y repasó los dos viejos artículos periodísticos de relevancia para esa parte:
El Gobierno local se encontró sumido en el caos cuando, en otoño de 2022, el alcalde, dos concejales, y toda la comisión del condado acabaron en la cárcel por violar un puñado de leyes inmobiliarias, referidas principalmente a calificación y protección de suelo, aunque en realidad se trataba de soborno a gran escala. El resultado de sus maquinaciones, el monorraíl Alachua-Archer, cambió Gainesville de manera irreversible, de formas que no todo el mundo consideró malas.
Las empresas locales se vinieron abajo a medida que las industrias se trasladaban al norte, a Alachua, y al sur, a Archer, buscando suelo barato y una mejora en los impuestos. Pero el resultado global fue que la ciudad recuperó la universidad y se convirtió de nuevo en la ciudad universitaria que había sido durante la mayor parte del siglo XX.
Hubo una breve pero intensa ola de crímenes en 2023, que llevó a la suspensión durante cinco años del sistema de fraternidades en la universidad, cuando se descubrió que cuatro de ellas se habían aliado con bandas callejeras. Señalaban lugares lucrativos donde robar y luego ayudaban a los muchachos a ocultar y «colocar» los artículos robados. A cambio, se llevaban un porcentaje de las ganancias y compraban alcohol para los chicos (en esa época, la edad mínima para beber en Florida era de veintiún años), además de munición ilegal, que es lo que llevó al descubrimiento de los hechos. El programa federal de «marcar» la munición había comenzado en secreto, y el llamado Tiroteo del Garaje de Gainesville fue una de las primeras veces en que se utilizó como prueba.
Dos policías y cinco miembros de una banda llamada los Bolas de Pelo murieron en el altercado, y la munición de la banda identificó a un miembro de la fraternidad Kappa Kappa Psi, quien, al ser interrogado, detalló la profundidad y el alcance de la relación de la fraternidad con la banda, e implicó a otras tres fraternidades…