Ybor Lopez

Ybor se despertó con el silbidito y miró el reloj insertado en la pared, como si pudiera darle alguna sorpresa: 0700 1 nov 54. Había pasado un mes desde su detención.

Puso los pies en el frío suelo de cemento y se frotó la cara. Las paredes eran azules esa mañana. Azul pólvora o azul bebé. Era mejor que el rosa.

Los otros reclusos hacían los típicos ruidos al despertarse. Él añadió su parte a la sinfonía de cisternas y agua corriente. Se cepilló los dientes; se untó la cara de crema de afeitar y se rasuró la barba. Se sentó.

Al menos tenía un poco de intimidad, detrás de sus barrotes pintados de blanco, desde que Manny se había marchado. Manny, que hasta hacía dos días ocupaba la celda de enfrente, era un chaval de ojos espantados de Ohio que había venido a Florida en busca de drogas. Acabó en aquella «prisión de maricas», sin muros. Sólo una línea blanca pintada en el suelo. Cruza esa línea y te enviarán a una prisión de verdad. Prefería soportar la mierda, gracias.

Así que Manny estaría en Raiford ahora, cuatro en una celda con asesinos y violadores. O tal vez estuviera en Dayton. Se lo habían llevado en un camión sin conductor. Probablemente había llegado hasta la puerta.

¿Qué hacer durante la hora que faltaba antes de que la puerta se abriera para el desayuno? Le habían permitido tener dos libros a la vez. Biofísica de la formación celular y Don Quijote, segunda parte. Ninguno de los dos le apetecía tan temprano.

Se tumbó y trató de recordar el cielo. Cumpliría sus dos años y saldría y se chutaría otra vez, si no José y María, entonces Nube Blanca o Vista Interminable, las otras DD locales basadas en el esperma. La misma idea de rehabilitación revelaba su ignorancia. Era como que te rehabilitaran de ser gemelo. De ser humano.

No había sentido ningún efecto físico. Había escuchado las agonías de los hombres en las otras celdas, y sintió compasión por ellos, pero no empatía. Su pérdida era profunda y espiritual, como perder a un padre o un hermano. No le hacía llorar ni gritar ni vomitar. Le hacía sentirse paciente en su pesar. Si perdías a una persona, desaparecía para siempre. Ybor podía ir a un laboratorio, sacar unos cuantos centímetros cúbicos de sí mismo y recuperar a su poderoso hermano al día siguiente.

Mientras tanto mediría sus días aquí, soledad y trabajo, nada intolerable. Seis horas de oficina al día, trabajando en los ordenadores de la prisión, y luego dos horas de «trabajo» en la lavandería o en la cocina.

Estaba aprendiendo cosas muy interesantes sobre el sistema informático. No podía borrar el registro de su sentencia (había copias de seguridad en demasiados sistemas externos) pero su ficha sería la de un «paciente» modelo, que saldría limpio de drogas y ansioso por enfrentarse al mundo.

Su vida era suya el resto del tiempo, mientras permaneciera dentro de la línea blanca y regresara a su «unidad» después de la cena. Leía un montón en la biblioteca y, durante un par de semanas, se entretuvo viendo el cubo con los otros pacientes. Pero el cubo, al que había ignorado toda su vida adulta, resultó ser peligrosamente adictivo. Lo dejó para que lo disfrutaran los demás.

Por eso no veía las noticias. Probablemente sabía menos sobre la Venida que ningún adulto en Gainesville. Cosa que le venía bien. Si Whittier no se hubiera emperrado en «joderle la marrana» a Rory Bell, él no estaría allí dentro.

Un chasquido metálico lo sacó de sus cavilaciones. El grueso guardián Bobon golpeaba su porra contra las rejas. Tras él iba un hombre que le resultaba vagamente familiar: Gregory Moore, el abogado de oficio que con tanto éxito lo había defendido para que lo metieran en aquel calabozo.

—¿Qué es esa barba? —dijo Ybor.

—Me hace parecer mayor —respondió Moore. Así era; la tenía blanca, mientras que su pelo era entrecano—. He venido a llevarte a una entrevista.

El guardián abrió la puerta, que se deslizó hacia el techo.

—¿Eso me sacará de aquí?

—Podría hacer que redujeran tu sentencia. Tu período de tratamiento.

—Sí, tratamiento. Ya estoy curado.

Siguió al abogado y recorrió el pasillo caminando entre él y Bobon. Con cuidado. La porra del guardián era un neuroaturdidor, y le gustaba usarla. No dolía mucho, dependiendo de cómo te sintieras, pero podía ser embarazoso.

En las películas carcelarias, los otros reclusos gritaban obscenidades y golpeaban los barrotes con sus tazas de latón. En el Centro de Rehabilitación de Alachua tenían tazas de plástico y un sistema de puntos, y unos cuantos criminales serios. La mayoría de ellos alzó la cabeza momentáneamente de sus libros o sus juegos, si es que llegó a reaccionar al desfile.

—Por aquí a la izquierda —dijo el guardián. Ybor siguió al abogado a través de una puerta sin marcas que nunca había visto abierta. Creía que daba a un almacén, pero desembocaba en un estrecho pasillo del mismo tamaño que una celda que terminaba en otra puerta sin marcas. El abogado la abrió para Ybor y la cerró detrás de sí. Al otro lado, el guardián la cerró con un tintineo de llaves.

La habitación era blanca e impoluta, y brillaba gracias a la luz de un ventanal que daba a una pradera situada al este. Una puerta al exterior estaba abierta, con rendijas de metal para mantener fuera a los bichos.

Había tres sillas ante una sencilla mesa blanca. Ybor reconoció al hombre sentado a la mesa y se sorprendió. Nunca se habían visto cara a cara, pero todo el mundo sabía quién era.

—Willy Joe Capra —dijo—. Eres el tipo de la mafia.

—¿Tú te crees esas chorradas? —Sonrió—. No existe esa tal mafia.

—No deja de ser un sitio divertido para conocerte. —Se sentó en una silla, directamente enfrente del hombre. Moore se quedó de pie tras él, en silencio, hasta que Willy Joe le indicó la silla situada a su izquierda.

—Yo no definiría este sitio como divertido —dijo Willy Joe—. Estuve aquí. Lo único que quería era salir.

—Sí. Puede volverte loco. —Willy Joe se le quedó mirando y nada más—. El señor Moore dice que podrías ayudarme.

—Sí. Tú me ayudas, yo te ayudo.

Lo que quieras, pensó Ybor. Pero se limitó a asentir y esperó, mirando la puerta de rejilla.

—En el juicio —dijo el abogado—, declaraste que estabas trabajando por tu cuenta. Una «expedición de pesca», lo llamaste.

—La mujer salió en las noticias —dijo Ybor con pies de plomo—. Sabía que tenía montones de dinero, o al menos su marido.

—Así que pensaste en buscar algo para exprimirla —dijo Willy Joe—. Así de fácil. Nadie te instigó.

—Lo hago constantemente —contestó él, cosa que era cierta—. Normalmente sólo por diversión.

Hasta aquel momento no había implicado a su jefa con la idea de que el silencio le reportaría beneficios a la larga.

—Eso es lo que declaraste en el juicio —dijo Moore— y los análisis de voz indican que estabas diciendo la verdad, o dando una versión de la verdad. También indican que mentiste más tarde, al decir que no encontraste nada interesante… creo que la palabra fue «útil».

—Sí, bueno… ya sabes que el espectro de voz no es fiable. No es admisible ante un tribunal.

—Esto no es ningún tribunal —dijo Willy Joe—. Esto es una expedición de pesca también. Mira el cebo.

Se metió la mano en un bolsillo de la chaqueta y sacó una hipo.

—Eso no puede ser mío —dijo Ybor, pero sintió que de repente el sudor se evaporaba de su frente—. Nadie excepto yo puede conseguirlo.

Willy Joe le dio la vuelta al cilindro, sonriendo.

—No tengo que entrar en tus partes íntimas para conseguirlo. ¿De dónde crees que viene esta mierda?

—¿De ti?

—De un amigo mío. No del tipo al que se la compras. ¿Cómo se llama, Blinky?

—Eso es, Blinky. —Ahora podía oler sus sobacos, agrios.

—Blinky no fabrica el material. Sólo recolecta el zumo y el dinero. —Lo colocó sobre la mesa—. Supongamos que pudiera traerte esto una vez por semana. ¿Abrirías el pico?

—¿Qué… qué quieres saber?

—¿Has estado siguiendo toda esta chorrada de los alienígenas?

Oh, mierda.

—No mucho, no. Me detuvieron el día que empezó.

—Pero sabes que la tal Bell estaba detrás —dijo Moore—. Ibas por sus archivos y eso desató la ira de Dios, o al menos la del rector.

—¿Qué descubriste? —preguntó Willy Joe—. ¿Qué no era «útil»?

Maldición. No sería suficiente.

—Mira. Os diré todo lo que sé. Pero tenéis que sacarme de aquí.

—Como si estuvieras en situación de negociar —dijo el abogado.

—Valgo mucho más para vosotros fuera. Puedo conseguir más información de donde salió ésta.

—Claro —dijo Willy Joe—. Como si fueras a recuperar tu antiguo trabajo y te fueran a dejar entrar en su ordenador.

—No comprendes lo que es el hacking —dijo él rápidamente—. No tengo que utilizar necesariamente el mismo ordenador.

—Tú dime lo que tienes. Yo decidiré cuánto vale.

—Vale. —¿Cuál era la mejor manera de expresarlo?—. La doctora Bell y su marido…

—El doctor Bell y la doctora Bell —dijo Moore.

—Sí. Están viviendo una mentira. Cubriendo el pasado de él.

—¿Mató a alguien? —Willy Joe se enderezó levemente.

—Peor que eso. Lo pillaron follándose nada menos que a un tío.

Willy Joe miró a Moore.

—Te dije que era un mariposón. —Se volvió hacia Ybor—. Eso fue después de la ley.

—Después de la ley estatal. Antes de la federal.

Willy Joe asintió.

—No es mucho. Lo veo tratando con Nick el griego. Si no son maricas es que nunca he visto a un marica.

—No fue con Nick el griego. —Ybor hizo una pausa lo bastante larga para que Willy Joe abriera la boca—. Fue con un poli.

—Un poli. ¿Cuál?

Ybor se frotó la barbilla.

—No lo sé todavía.

—¿Cómo que «todavía»? ¿Sabes que es un poli pero no sabes quién?

—Eso es. Necesito más tiempo con el ordenador.

—¿Qué averiguaste? —preguntó Moore.

Ybor se frotó la barbilla con más fuerza.

—Si no cooperas conmigo —dijo Willy Joe tranquilamente—, no tendrás tu DD. Y haré que te trasladen a Raiford. Ahí conocerás a unos cuantos maricones de verdad.

—Todo lo que sé es el camino al enlace de datos, y cómo quedó detenido. Y cuándo y dónde lo pillaron.

—Adelante —dijo Moore.

—Fue en el parque del Pueblo, a las tres de la madrugada. El 12 de abril de 2022.

—¿Qué estaban haciendo? ¿Una chupada, se daban por el culo?

—La denuncia no lo decía. Sólo que era un 547, sodomía. Identificaron a Norman Bell, pero no al otro tipo.

—¿Y por qué sabes que era un poli? —Willy Joe se inclinó hacia delante—. Explícate.

—Todo el archivo fue borrado, incluso la denuncia. Fue una «corrección administrativa» autorizada por una unidad de seguridad interna del Departamento de Policía.

Willy Joe dio unos golpecitos pausados a la hipo de DD.

—Lo borraron, pero no fuiste tú.

—Vi el agujero en los datos. Es complicado. Pero había un enlace borrado con Norman Bell, y lo seguí hasta el agujero, como si dijéramos. A partir de ahí, busqué el correo de chat sin codificar durante una media hora. Encontré a un tipo que monitoriza las bandas de la policía y las de emergencias, y estaba hablando con alguien cuando llegó la denuncia por sodomía.

—No veo de qué manera incrimina la falta de datos a un policía —dijo Moore—. Más bien parece que Norman Bell tira de los hilos. Tiene dinero, o lo tiene ella.

—Tiraron de los hilos. —Ybor se concedió una sonrisita—. La señora Bell lo hizo, al menos. Los polis aceptaron alegremente su dinero, pero el archivo fue borrado ocho horas largas antes de que ella pagara.

—No pagaría así sin más —dijo Willy Joe—. Ni siquiera un profesor es tan estúpido.

—No… busqué una transferencia de dinero importante. El tipo al que pagó era el padre del policía. Compró una puerta nueva para el garaje. Pero no hay factura por la instalación. Parece que la colocó ella misma.

—Eso sí que es interesante —dijo Moore—. La acusación de sodomía podría haber acabado con la carrera de él, y ella fue y compró al policía. Entonces, ¿tu siguiente paso habría sido enfrentarte a ellos?

—Sí, si hubiese podido darlo. Acababa de descubrir lo de la puerta del garaje cuando el poli entró y me disparó. Hijo de puta.

—Si salieras por esa puerta —dijo Willy Joe—, recopilarías tus datos y luego se los restregarías por la cara a los Bell.

—Bueno, no lo creo —dijo Ybor con prudencia—. Supongo que eso querrías hacerlo tú.

—Chico listo —le comentó Willy Joe a Moore. Le dio un golpecito al cilindro con el dedo y éste rodó hasta el borde de la mesa—. Aquí tienes. Que lo pases bien.

Ybor lo abrió ansiosamente y luego dio la espalda a los dos hombres. Casi se pilló el pene con la cremallera, con la prisa.

Un agudo picotazo y la primera paz real que sentía en meses. Sintió el polvo tranquilizante esparcirse por sus músculos y órganos.

Tomó aire y algo se sacudió en su pecho. Se dio la vuelta y se sentó. Un borbotón de náusea y dolor en el estómago.

—Qué…

Willy Joe

—Verás, creo que has cometido un error. Se supone que eso no debes pinchártelo en la polla.

—No, cierto —apostilló Moore.

Willy Joe se levantó, sonriendo.

—¡Eso hay que metérselo en el coñito!

Ybor se dobló de dolor.

—Mierda. Sistema… inmunológico.

—Sí, una pequeña confusión. Lo siento. Alguna chica debió de llevarse el tuyo. Tampoco será divertido para ella.

Moore contempló las convulsiones de Ybor.

—Dijeron que sería rápido e indoloro.

—Una de la dos cosas. —Willie Joe recogió su gorra del suelo.

Se caló la gorra y la alisó, mirándose en el espejo de la pared. Saludó a quienesquiera que estuviesen detrás del espejo, probablemente Bobon y el alcaide.

—¿Quieres encargarte tú?

Moore no contestó al principio. Estaba mirando a Ybor, que se había caído de la silla, rígido, y movía despacio las extremidades, la boca abierta en un grito silencioso.

—He dicho que si quieres encargarte tú.

—Claro —dijo Moore, sin desviar la mirada—. Los papeles ya están redactados. Una mala reacción a la droga.

—Desde luego. —Willy Joe frunció la nariz por el olor—. De algún modo hay que morir.

Abrió la puerta de rejilla, salió y tomó aire. El pasto dorado olía maravillosamente, a un kilómetro o más de los humos de la autopista a primeras horas de la mañana. Pasó por encima de la línea blanca pintada en la acera, la muralla simbólica, y tiró de la antena de su teléfono.

—¿Dónde estáis, tíos? —dijo—. Cinco minutos, entonces. Vamos con retraso y ni siquiera hemos empezado.

No había furia en su voz. Escogió un porro de su cartera y lo encendió, sonriendo, y se internó entre los árboles situados a su izquierda, apartándose del sol naciente.

Todavía había un poco de bruma cerca del suelo. El bosque estaba oscuro, pero no necesitó la linterna que había empleado para venir. Siguió un sendero cubierto de pinaza, un caminito de ejercicio para el personal y unos cuantos reclusos de confianza.

Delante de él la oscuridad se agitó y se apoyó sobre una rodilla, la pistola en la mano. ¡Mierda! En el bosque y sin guardaespaldas. Se apresuró a esconderse tras un roble grueso y retorcido.

Silencio. Sólo un pájaro o una ardilla. Si alguien fuera tras él, no haría ruido, sólo esperaría. Nunca oyes al que se te lleva por delante. Pero aguzó la vista para observar el oscuro sendero, en busca de movimiento.

Demasiada gente sabía que estaba allí, solo. Posiblemente no había sido una buena idea. Pero en alguien hay que confiar, ¿o no? La rodilla se le estaba mojando. Sin hacer ruido, cambió de postura y se quedó agachado, todavía apuntando a la oscuridad. Vamos, chico listo.

Oyó el agudo zumbido del coche cuando se acercó, y el crujido de la grava cuando aparcó en el recodo, a un par de cientos de metros de distancia.

Se sacó el teléfono del bolsillo, torpe con la mano izquierda, tecleó un número con el pulgar y susurró:

—Coche… Bobby, puede que tengamos algún problemilla. Solo y tú salid del coche, preparados para cubrirme. Probablemente no sea nada.

Dio un respingo cuando las puertas del vehículo se cerraron de golpe. Sin embargo, tal vez eso fuera bueno. Salió al descubierto y caminó por el sendero, al principio empuñando la pistola. Una ardilla salió corriendo, cerca de donde había procedido el ruido. La siguió, apenas unos centímetros por delante, y luego se relajó. Dejó que la pistola colgara junto a su costado cuando salió al claro y vio el gran Westinghouse. Saludó a Bobby el Malo y a Solo, y volvió a guardar la pistola en la sobaquera. Encajó en su sitio y se alisó la chaqueta.

—¿Problemas, jefe? —preguntó Bobby. Tenía la ametralladora con su gran cargador preparado, dispuesto a eliminar a una turba furiosa.

—Oí algo. Supongo que no es nada. Está más oscuro de lo que pensaba. —Abrió la puerta del coche—. En marcha. Maldito ACT. —Normalmente entraba y volvía a salir del local de Nick antes de que el control de tráfico entrara en funcionamiento.

El Westinghouse aplastó la grava al dar media vuelta y subir la colina.

—¿Conseguiste lo que buscabas, jefe? —dijo Bobby.

—Sí. Pero me lo tuve que cargar.

—¿A quién, al abogado?

—Joder, no. Al yonqui. —Aplastó con cuidado el porro en el cenicero—. Sabía cosas. No se puede confiar en un yonqui.

Estudió a Solo al decirlo; no hubo reacción. ¿Pensaba de verdad que Willy Joe no sabía lo de su hielo?

La mayoría de los patinadores no se consideran adictos. Que se pasaran un par de semanas sin probarlo. Tal vez sería divertido experimentar con Solo. Encerrarlo en una cabaña de Georgia durante un mes. Luego ir a rascarlo de las paredes y ver qué hacía por un polo.

Casi treinta años traficando y limpio como el culo de una monja. La marihuana y el alcohol no son nada. Dejó el mono de la heroína y la cocaína a los diecinueve años, cuando empezó a traficar para los Franzia.

No encontraron tráfico hasta la rotonda de Archer. Mientras subían la rampa recibieron la señal de advertencia del ACT. Solo soltó el volante y pulsó el código de cuatro dígitos del restaurante de Nick seguido de los dos dígitos de «parada». Luego desplegó un periódico de Miami y siguió leyendo la sección de ocio.

El tráfico no era demasiado denso pero, en aquella parte del campo, más de la mitad de los coches eran de gasolina o PL. Los árboles más cercanos a la carretera estaban ajados y amarillentos por la contaminación. Los dueños de un coche que vivían dentro de los límites de la ciudad tenían que pagar un impuesto «verde» anual si sus vehículos no eran eléctricos o de hidrógeno puro, así que en los días tranquilos la ciudad podía convertirse en una isla de aire relativamente limpio dentro de un aro de neblina.

—¿Cómo te lo cargaste? —dijo Bobby, por iniciar la conversación.

—Se lo hizo él solo, maldito yonqui. Me dijo lo que yo quería, así que le entregué lo que quería él. Lo que creía que quería.

—Dijiste que estaba enganchado al José y María, ¿verdad? No tendría una sobredosis con una DD, ¿no?

—No. Hubo una especie de error. —Willy Joe se sacó la ampolla del bolsillo y la alzó a la luz—. Éstos son sus colores, pero no es su ADN. No te puedes fiar de nadie hoy en día.

—Apuesto a que estuvo chulo.

Willy Joe se encogió de hombros y contempló el paisaje. Tal vez se había pasado. No, era un peón impredecible. El chantaje no merece la pena si tienes a demasiada gente en el ajo. Así que ahora sólo serían ellos tres, y Moore haría la mayor parte del trabajo sucio, de todas formas.

—Despiértame cuando lleguemos.

Se bajó la gorra y se acomodó en los cojines, un poco ladeado para que la pistola no se le clavara en la espalda.

Repasó mentalmente el asunto Ybor. Aquello podría ser realmente bueno. Tal vez consiguiera apretarles las clavijas al maricón y a su esposa. Ella tiene que saberlo (demonios, pagó a los polis), pero tal vez no hablan del tema. A las tías les pasan esas cosas a menudo. No vendría mal intentarlo. Haría que Moore investigara si tenían cuentas bancarias separadas. ¿El dinero venía por parte de él o de ella?

No tendría que haberse fumado aquel porro. Tenía que concentrarse. Relajarse, luego concentrarse. Subió el reposabrazos de su derecha y sacó el escanciador de whisky. Sirvió unas gotas en un vasito de cristal, tomó un sorbo y luego lo apuró.

Cerró los ojos y se sumió en un sueño familiar, donde estaba sentado en un banco en una comisaría, desnudo de cintura para abajo, esposado. La gente iba y venía y no reparaba en él. Algunos eran personas a las que había matado, incluida la última, Ybor, y la primera, su padre. Despertó cuando la limusina viró a la izquierda para aparcar junto al Atenas, momento en que el ACT la guiaba por un espacio entre vehículos de pocos centímetros de anchura.

Parpadeó debido al tráfico que pasaba.

—¿Qué coño…?

—Hemos llegado, jefe —dijo Solo—. ¿Aparcamos o damos la vuelta?

—Seguid en marcha. —Abrió la puerta—. Estaré en la acera dentro de cinco o diez minutos.

—¿Llamo a Mario? ¿Le digo que llegaremos un poco tarde?

—No. Serán cinco o diez minutos. Estaremos allí a tiempo.

Listillo. Era verdad que solía pasar un rato en el local de Nick, tomarse una copa y repasar los papeles de las apuestas de perros y caballos. Pero le gustaba llegar a Mario a tiempo.

Era extraño oler a ajo en vez de pasteles en el Atenas por la mañana. Tres turistas en una mesa, desayunando. Grandes tortillas con aquel queso griego.

Y mira quién más.

—¿Qué pasa, profesor?

—Lo de siempre —dijo el profesor, y volvió a su libro. Te espera un día interesante, viejo. Willy Joe saludó a Nick, ocupado detrás de la barra, y soltó un dólar para la página de los deportes.

Se sentó en la barra y sacó su cuaderno. Comprobó primero las triples, nada. Pero había dos combinaciones, diez dobles… ¡más de mil cada una! Nada en los perros.

Nick le sirvió café, el bollito, retsina y el billete de quinientos dólares. Willy Joe alzó la cabeza.

—Eh, Nick. Déjame invitarte a uno.

—¿Qué?

Alzó el licor.

—Para abrir los ojos. Acabo de acertar dos carreras y ganar uno de los grandes.

—Oh, gracias, Willy Joe. —Se sirvió un vasito pequeño y se fue a descargar el lavavajillas.

No tardó mucho en decidir las apuestas del día. Las anotó en ordenadas columnas y se bebió el café y el licor, sin hacer caso de la comida. La forma en que había muerto aquel tipo le había quitado el apetito. Todavía podía olerlo.

Vio pasar la limusina dos veces (que sudaran un poco) y luego llamó a su corredor de apuestas y se levantó.

El profesor lo saludó al salir.

—Buena suerte.

Sí, buena suerte para ti también. La vas a necesitar, mariposón.

Norman Bell

Norman había advertido que el pequeño hampón sólo aparecía a primero de mes. No era madrugador: siempre parecía haber pasado la noche entera en vela. Esta mañana se le veía especialmente tenso, aunque evidentemente había ganado pasta con sus caballos.

¿Cómo sería su mundo? ¿Toda la noche de juerga? Pasando el rato con otros hampones en algún billar o un bar de los que abrían toda la noche. Era muy macho, tal vez fuese gay. Todavía había clubes, Norman lo sabía, aunque no había entrado en uno desde hacía ocho años, desde que la ley federal entró en vigor. Se le consideraba anticonstitucional en una docena de estados, pero no en Florida, que tenía sus propias leyes contra la sodomía. Norman, en cualquier caso, no era de los reivindicativos. Y los clubes, ay, eran para los jóvenes. Se sentía como un viejo pervertido.

Tras una redada en el centro, hacía un par de semanas, Norman había repasado las noticias para ver si había alguien que conociera, y de hecho lo había, pero no entre los hombres y los chicos detenidos. Uno de los polis, Qabil Rabin. El tipo con el que estaba cuando Rory lo descubrió. Aunque por supuesto ella no se sorprendió.

Qabil era un hombre extraño y hermoso. Hacía un año o dos que había salido del Ejército cuando se conocieron. Era un prisionero de guerra enemigo de la operación Viento del Desierto. Pero el Ejército descubrió que las fuerzas iraquíes lo habían reclutado contra su voluntad y que los había servido por proteger a su familia en Kurdistán. Cuando fueron liberados, Qabil se pasó al Ejército americano, como intérprete a tres bandas.

Entró en la Universidad de Florida para cursar ciencias políticas, con una beca del Departamento de Policía, pero le interesaba la música, y Norman lo conoció en un taller de composición intercultural. Una cosa llevó a la otra. Llevaban juntos más de un año cuando Rory llegó de repente a casa y los encontró… en la cocina, nada menos.

Norman lo había visto de vez en cuando a lo largo de los años, e intercambiaban prudentes señales de reconocimiento. Ahora tenía una esposa y al menos dos hijos, y vestía un uniforme que probablemente restringía su vida sexual. Esperaba que las cosas le fueran bien. Había habido algo parecido al amor entre ellos, a pesar de las diferencias de edad y cultura.

Pensar en él le trajo a la mente una melodía interesante, algo de Oriente Medio con un aire frigio. Anotó una pauta de notas al final de la novela de misterio que estaba leyendo (tratando de no leer quién era el asesino) y fue a pagarle a Nick.

Nick sirvió un cuenco de plástico con sopa para Rory y selló la tapa.

—¿Las cosas están más tranquilas ya?

—Ultimamente no. Hay un noticiario especial esta noche, un resumen mensual. Todas las cadenas están locas.

—Sí. Como si una guerra no fuera suficiente noticia para ellos.

—No mientras nosotros no estemos implicados.

Grecia lo estaba, ahora.

Nick dijo algo en griego.

—Gracias a Dios —explicó—. Salude de mi parte a la profesora.

—Claro.

Norman se llevó la sopa, la aseguró en la cesta delantera de su bici que tenía un contenedor ajustable para este tipo de cosas, y se marchó pedaleando.

Se desvió unas cuantas manzanas de su camino, para evitar el tráfico. Rory no estaría en el despacho hasta las ocho, de todas formas. Pasó ante la casa de Rabin sin mirarla.

El coche de Rory estaba en su plaza en el ocho-cero-uno. Norman dejó la bici junto a las tres plazas que tenían carteles de «PRENSA PERMANENTE».

No había nadie en el despacho. Metió el contenedor de sopa en el frigorífico con una nota, «Albóndigas. No había avgolemono», y regresó a su bici. No estaba evitando a Rory, pero quería llegar a casa y trabajar en su tema frigio. Mientras pedaleaba, buscó en su memoria una fuente además de la música folclórica de Oriente Medio. Una vez había pasado casi una semana con una composición y cuando la tocó para Rory ella comentó que era la musiquilla de un anuncio de cerveza.

Una vez en casa, se lavó la cara con agua fría mientras recalentaba el café. Luego se sentó con el violoncelo y tocó el tema en mi y sol y luego pasó a re.

Encendió el Roland y tecleó; esbozó una melodía preliminar de acordes y contrapuntos. Luego lo hizo repetir y tocó el violoncelo al compás unas cuantas veces. Desconectó la máquina e improvisó durante casi una hora. El café volvió a enfriarse mientras él se perdía en sus pensamientos.

Volvió a poner el café a calentar y con dos dedos esbozó el tema elaborado, mirando de la pantalla al teclado. Podía arreglarlo para el violoncelo, pero sabía por experiencia que ahorraba tiempo usar el Roland, ya que la duración de una nota se grababa con más precisión y no tenías que preocuparte por la armonía.

Mientras se tomaba el café, tocó la pieza una y otra vez, usando un lápiz lumínico para aislar cuatro voces. Dejó que el Roland tratara las diferentes instrumentaciones y admitió reacio que del solo no podía encargarse un violoncelo. Tendría que ser un clarinete o incluso un oboe. Probó con el fraseado del oboe y lo convirtió en una parodia de Rimski-Kórsakov, que guardó como Broma 1. Luego volvió al fraseado original, bajó el solo una octava y lo probó con un fagot, después con un clarinete bajo. Extraño pero bueno. Lo guardó como FC 1 y se levantó para estirar las piernas.

Estaba tenso. Se encerró en su despacho, se desnudó y se provocó una erección. De un cajón cerrado con llave sacó un cíngulo RV, un guante, gafas y un tremendamente ilegal, porque era homosexual, anillo compacto. Se llamaba Scherezade; lo había comprado porque los muchachos le recordaban a Qabil Rabin.

Puso el AC en el estéreo y apresuradamente se colocó el cíngulo sobre los genitales, alrededor de la cintura y entre las piernas. Se puso los guantes y las gafas. Se colocó los auriculares y dijo:

—¡Ya!

Era una escena de harén: siete jóvenes desnudos sobre almohadas de seda tomaban café en tacitas.

Había una función aleatoria que determinaba qué muchacho demostraría interés; si el cliente quería uno diferente, podía decir «rebobina». A Norman le gustaban todos.

Uno de ellos lo miró, sonrió y dijo algo en árabe. Dejó el café y graciosamente se levantó de su posición supina, erecto mientras caminaba hacia Norman.

Una parte de su mente siempre se maravillaba por la tecnología. El muchacho se apoderó de su pene, le acarició los testículos y se puso de rodillas.

Norman contempló el pelo rizado del muchacho mientras le hacía suavemente una felación. Con un par de palabras podía cambiar a sexo anal, activo o pasivo, pero aquello era suficiente para él. Contempló a los otros muchachos, divirtiéndose unos con otros mientras lo miraban a él y a su compañero virtual, (Esa parte parecía falsa, o al menos demasiado ensayada, ya que siempre era la misma, una especie de salvapantallas erótico en movimiento). Al cabo de unos minutos, supo que no podía retrasarlo más o su cuerpo perdería la ilusión y se vendría abajo, así que empujó un par de veces y eyaculó. El muchacho se levantó mientras toda la escena se disolvía en una bruma gris.

Entró en el cuarto de baño con su estúpido atuendo y con cuidado soltó el cíngulo, le dio la vuelta y lo lavó. Luego lo secó con una toalla, lo dobló y lo devolvió a su escondite. Se tumbó en el sofá, le pidió a la habitación Rimski-Kórsakov y cerró los ojos unos minutos.

Se quedó medio dormido, pensando en la composición. Si un clarinete bajo iba a encargarse de la melodía, quería otra línea, un violón con ritmo lento. Doblado con uno de los violines aquí y allá. Un suave crotaleo de percusión, como un pájaro carpintero lejano, señalando las medidas donde los dos se encontraban, separados dos octavas. Y un golpeteo metálico, como un triángulo mudo, cinco por cuatro contra su cuatro por cuatro.

Se levantó y se vistió, repasando mentalmente los cambios. Volvió a la habitación grande y conectó el Roland, pero entonces vio que el teléfono estaba parpadeando. La llamada no se había producido mientras estaba dormitando, gracias a Dios; habría perdido su cadena de pensamientos. Se había producido mientras tenía puestos los auriculares, cuando se la chupaba un fantasma. Probablemente ahora era un hombre maduro, como Rabin.

Tocó el violón y ajustó el segundo violín. No podía conseguirla percusión que quería, así que la dejó desconectada y escribió una nota sobre el pentagrama. Llamaría a Billy Kaye esa noche y le pediría que enviara algo: tenía guardado un cubo de efectos de percusión extranjeros. Después de haberlo escrito todo y quedar satisfecho, fue al teléfono.

Dos llamadas. La primera era de un hombre a quien no reconoció. Hileras e hileras de libros de papel tras él, encuadernaciones gemelas en cuero que los identificaban como estatutos de Florida. Un abogado rico, no podía ser buena noticia.

Fue peor de lo que habría podido imaginar. El hombre sonrió amablemente y asintió:

—Profesor Bell, tengo un cliente que tiene algo de valor para usted: su silencio. Sobre usted y cierto policía. Estaremos almorzando en la mesa del fondo del Salón de Té de Alicia, hoy a mediodía. A mediodía. Si no está allí, acudiremos a la policía.

»Ya conoce a mi cliente, Guilliame Capra. —Aquel reptil de Willy Joe—. Sorprendentemente, tiene muchos amigos en la policía.

El hombre desapareció. Norman reprodujo el mensaje y la cosa no mejoró. Lo borró y se puso a pensar, pero no se le ocurrió nada. Sólo sentía un pánico creciente.

Fue a la cocina y eligió un vaso de vino, luego abrió el mueble de los vinos y lo cerró. Se sirvió en cambio una pulgada de coñac. Se sentó a la mesa del desayuno y dio un sorbo. Luego apuró el contenido del vaso y lo limpió. No había ninguna respuesta allí.

Qué mundo tan maravilloso es éste.

Tal vez sólo iban a amenazar con descubrirlo ante Rory. Gran sorpresa. Haría falta actuar un poco, pero podrían fingir ser una esposa airada y un marido arrepentido.

Pero no. No a esas alturas y en aquel momento. Amenazarían su carrera y también la de Rory.

¿Podría Qabil estar detrás de todo? No: perdería aún más que él. A sus compañeros policías no les haría ninguna gracia.

Hablaría con Rory después del trabajo. Pero primero averiguaría qué quería el chantajista. Advirtió que no sabía cuánto dinero tenían. Sería mejor averiguarlo antes de almorzar. Comprobó su reloj: dos horas.

Iba a llamar al banco cuando recordó el segundo mensaje. Era Rory pidiéndole que lo llamara. Pulsó «índice-1».

Aurora

Su línea personal sonó y la atendió. Era Norman respondiendo a su llamada.

—Tenemos compañía esta noche, cariño. ¿Te acuerdas de los Slidell, de Yale?

Él asintió y se frotó la barbilla.

—¿Vegetarianos?

—Eres sorprendente. Él es vegano, creo, Lamar. Al menos lleva un signo de igual en la corbata, de la Iglesia de la Razón.

—Vale. —Norman parecía distraído—. Iba a ir al centro a almorzar. El mercado no está abierto; veré qué tiene Publix.

—¿Nada de huevos ni queso?

—Cielos, no. No esclavizaría a nuestras criaturas amigas. —No sonrió.

—¿Te ocurre algo?

—Una mala mañana. Ya hablaremos más tarde.

—Podemos hablar ahora. Aquí no hay nadie.

—No… no, tengo que comprobar unas cosas…

—Quiero decir que los Slidell me acompañarán cuando llegue a casa.

—No importa. Después.

La pantalla se apagó.

Ella estuvo a punto de volver a llamarlo. Algo le estaba inquietando. Pero sonó el otro teléfono, su línea pública.

—¿Buenos días? —Había visto a la mujer antes, pero no podía situarla.

—Buenos días, doctora Bell. June Clearwater, oficina del alcalde.

Naturalmente, el alcalde se había enterado de la emisión de aniversario y quería «información». Quería asegurarse de que Rory mencionaba Gainesville, supuso. Apareció en línea.

—Señor Southeby. «¿Información?».

Él mostró profesionalmente un puñado de dientes.

—Rory. Acabo de enterarme de tu plan de rodaje y quería…

—Espera. ¿Tú sabes mi plan y yo no?

—Las cámaras acaban de salir de aquí —dijo él, un poco a la defensiva—. Iban a ir a verte a continuación.

—Maravilloso. Se suponía que tenían que llamar. —Al instante, el icono de llamada en espera asomó en la esquina de la pantalla—. Son probablemente ellos. Te llamaré más tarde, Cameron.

Pulsó «control#», para grabar.

Era el rector Barrett, el rostro sombrío.

—Rory. ¿Te acuerdas de un joven llamado Ybor Lopez?

—¿Como Ybor City? Me suena vagamente.

—Solía trabajar en el despacho de Deedee.

—Solía… ¿es el que arrestaron el mes pasado?

—Eso es, por un delito de datos. Estaba husmeando en tus archivos, entre otros. ¿No se ha puesto en contacto contigo, entonces, desde que lo arrestaron?

—No que yo recuerde. Puede que lo haya intentado… probablemente tengo cinco o diez personas llamando a este número por cada una que consigue conectar. Podría hacer que alguien comprobara el archivo.

—Eso estaría bien… hum… la policía podría molestarte al respecto: acaban de llamarme. Lopez murió en la cárcel esta mañana, en circunstancias sospechosas.

—Oh, es una lástima. ¿Por un delito informático?

—No sé más detalles. Pero me ha parecido conveniente advertirte.

—Gracias. (Todo lo que necesitamos es un puñado de polis codo con codo con los periodistas). Si algo sucede te lo haré saber. Buenos días.

Rector Barrett

—Buenos. —Ella interrumpió la conexión. Era una mujer ocupada, con aquella emisión para el cubo de esa noche.

Había una enloquecedora falta de información acerca de aquel asunto.

Antes de llamar a Deedee, hizo un rápido repaso mental de lo que había sucedido un mes antes:

Había vuelto de aquella maldita reunión, tras pedirle a Deedee que usara a Lopez para investigar a Aurora Bell. Se estaba arreglando antes de almorzar y una brillante bandera roja apareció en su pantalla: una advertencia de seguridad. Decía que Ybor Lopez estaba irrumpiendo en la codificación de los archivos personales. Así que no era tan bueno como Deedee decía.

Aunque habría preferido que Ybor se marchara sin ser molestado, el gato ya había saltado de la cesta, fuera lo que fuese que significara aquello. Así que cursó una petición de arresto y dijo que se encontraría con el oficial en el edificio de física.

Luego vino la cagada del dardo aturdidor. Había conseguido guardarse en el bolsillo el cristal de datos eyectado. El sargento lo había visto pero no había insistido.

No había gran cosa en el cristal, excepto montones de datos sobre Deedee y Bell. Por algún motivo, Lopez estaba indagando los detalles de la compra de una puerta de garaje por parte de Bell. Si hubieran llegado unos minutos más tarde, tal vez hubiese dado con algo interesante. Lopez no había seguido esa extraña pista sin motivo.

Trató de imaginar la puerta del garaje de Bell. No tenía nada de particular.

Barrett se quitó sus anacrónicas gafas y se frotó los ojos. ¿Había asesinado indirectamente a aquel joven al pedirle a Deedee que investigara a Bell? Sólo había hablado al respecto con Deedee una vez, justo después de la detención. Lopez no había tenido oportunidad de decirle nada.

Su línea personal sonó y él le dio un manotazo al botón. Era Deedee, con los ojos enrojecidos y llorosos.

Deedee

—Dios mío, Mal. ¿Qué hemos hecho?

—¿La policía ha hablado también contigo?

—No… sale en las malditas noticias. Alguien lo ha asesinado.

—¿Qué? El poli dijo…

—Sobredosis, eso es lo que dicen en las noticias. Pero una sobredosis de una DD como José y María es algo imposible, y la gente que está enganchada a ésa no toma otras drogas. No funcionan…

—Pero ¿por qué querría nadie matarlo? Era sólo un hacker menos bueno de lo que creía ser.

—No lo sé. Tal vez estaba trabajando para alguien más aparte de mí, de nosotros. Y descubrió algo peligroso.

—Sí. Dudo que fuera Rory Bell.

—La maldita droga puede que tenga algo que ver. No se compra en los supermercados. —Se secó los ojos con un pañuelo—. Si tenía una fuente en la cárcel, podrían haberlo matado fácilmente poniéndole veneno en la dosis.

—Entonces tal vez estaban simplificando las cosas para la prensa al decir que fue una sobredosis.

—O le echaban tierra al asunto. Si conseguía droga en la cárcel, probablemente se la suministraba la policía.

Malachi dio un respingo.

—¡Deedee! Tal vez no deberíamos hablar de estas cosas por teléfono. ¿Podemos vernos en alguna parte?

Ella miró su reloj.

—Tenía una clase dentro de noventa minutos, pero podría darla dormida.

—¿Nos vemos en el mercado? ¿En donde venden el café? En cuanto puedas.

—Salgo para allá.

Su imagen se apagó. Ella colgó, desconectó el escudo de intimidad y miró a su alrededor: no había nadie más en el despacho. Sacó el maquillaje del bolso, se lo aplicó en los ojos y se retocó el tatuaje. Tardaría diez minutos en llegar resoplando al mercado.

Preparada hasta cierto punto, recogió un sombrero y los apuntes de su clase y salió al pasillo para bajar por la escalera. Un poco de ejercicio, sin usar el ascensor, y menor probabilidad de encontrarse con alguien.

Ya hacía calor y bochorno, bajo un cielo que parecía metal pulido. Deedee recordaba su infancia en Nueva York, donde a veces nevaba en octubre, o al menos en Halloween. Pero Nueva York era ahora más cálido también. La casita de fin de semana de sus padres en Long Island llevaba una década bajo el agua.

Compró un café helado a un chico negro vestido de campesino italiano y se sentó a la sombra en una mesa de picnic, fingiendo estudiar sus notas.

Pobre Ybor. Se odiaba a sí misma por haber hecho que fuera a la cárcel. Y él se había mantenido leal durante el juicio, sin implicarla. ¿Había mantenido su silencio en la cárcel? ¿La gente que lo había matado sabía ahora que ella era su cómplice?

Cómplice, demonios. Ella era la criminal e Ybor sólo una herramienta conveniente. ¿O compartían la culpa Malachi y ella? ¿No había empezado él?

Malachi se sentó pesadamente frente a ella, frotándose la nuca y sus diversas papadas.

—¿No traes sombrero, Mal?

—Lo olvidé y no me di cuenta hasta que fue demasiado tarde. ¿No crees que pudo ser una sobredosis?

—No; eso es imposible con las DD biorreflexivas. Si te pinchas diez veces, el efecto sería de la misma intensidad y duración que el de una dosis. Supongo que te dolería más el pene.

Él hizo una mueca.

—Pedí una copia del informe policial. Eso es legítimo. Seguimos siendo sus jefes. Pero dudo que contenga algo de interés.

—Será mejor que no. Algo de interés probablemente nos señalaría. O al menos a mí.

—También podría señalarme a mí. Durante la confusión del arresto, recogí el cristal en el que estaba trabajando. El policía me vio hacerlo, o hacer algo, y me interrogó más tarde. Conseguí escurrir el bulto. Pero si eso aparece en su informe, podrían venir a hacer preguntas.

—Probablemente no. Una muerte por drogas en la cárcel. Seguramente habrán despejado su celda para el siguiente tipo y habrán cerrado su archivo. ¿Pudiste leer el cristal?

Malachi asintió y se secó la cara con el húmedo pañuelo blanco.

—Apareces tú además de Aurora. ¿Le pediste que lo hiciera?

—No. —Eso era interesante—. Supongo que estaba intentando averiguar algo sobre mí, para usos futuros. ¿Encontró algo?

—Oh, no lo he leído —dijo él lentamente—. El archivo sobre Aurora es diez veces más grande; tuve que dedicarle todas las tardes de una semana. No hay nada, por lo que he podido ver.

—Tal vez no seas lo bastante retorcido. Déjame ver una copia.

Él se sacó un cubo del bolsillo y lo colocó entre ambos.

—Quédate el original. A mí no me sirve de nada.

Ella hizo rodar el cristal entre sus dedos.

—Supongo que ahora es cuando juramos no traicionarnos el uno al otro.

—Confío en ti, Deedee.

—Menos mal. —Se quitó las gafas de sol y le miró directamente a los ojos—. Podría colgar tu culo tan alto…

—¿Está bueno el café?

Deedee se volvió, sorprendida. Era aquella loca que empujaba el carrito de la compra.

—Sí. Sí, está bueno.

—Lamento que alguien muriera. —Se apoyó en el carrito y pasó de largo—. Yo también tengo mi café.

Suzy Q

Es curioso. Siempre se nota. Alguien murió y ambos se sienten culpables. Él es un pez gordo, lo he visto dar discursos. Ella es profesora y se lo toma en serio. Me pregunto si mataron a alguien como yo maté a Jack. ¿A quién no apreciarían lo suficiente para hacerlo? Tal vez están enamorados y fue su marido o su esposa, o ambos. ¿Dónde se pueden dejar los cadáveres hoy en día? Con ese nuevo centro comercial en el pantano. Encima del viejo Jack, allí tendido y mirando los vestidos de las niñitas mientras caminan sobre él, y no puede hacer nada.

Ésa es una buena idea, él todo huesos pero todavía puede ver. Y un hueso allí abajo pero sin jugo para acompañarlo. El que a hierro mata a hierro muere, o con una sartén. Qué estropicio en la alfombra, menos mal que teníamos tantos gatos.

Tal vez no podía ver tan bien, los ojos le colgaban o algo así. Recuerdo que cuando lo saqué a rastras del maletero del Chevy para tirarlo al pantano, casi le di la vuelta para que mirara el infierno, y luego pensé que no, que mire a Dios y a Jesús y a María. Ahora mira los vestidos de las niñitas. Eso es gracioso. Y ahora viene mi chica favorita, con su café y su pan para mí.

Sara

—Aquí tienes, Suzy Q, y un dulce; un par de rollitos almendrados que sobraron.

—Tú sí que eres dulce. Muchas gracias. —Colocó con cuidado los rollitos y el café en la bandejita plegable del carrito.

Llevaba varias capas de ropa con aquel calor asfixiante, tenía el rostro colorado y sudoroso.

—No tienes que llevar toda esa ropa encima, ¿no, Suzy Q? Pareces acalorada.

Ella asintió.

—No me importa pasar calor y me protege de los rayos. Vine aquí por el calor, pero eso fue antes de los rayos. No quiero el cáncer.

Sara se ajustó el sombrero.

—Ahí llevas razón.

—¿Sabes? —continuó—, podría dejar la ropa de más en alguna parte y nadie se la llevaría. Lo sé, aunque la ciudad está llena de asesinos, pero el problema es que a lo mejor no me acuerdo luego de dónde la dejo. Y cuando llegue el invierno pasaré un montón de frío.

—Ya estamos en noviembre, Suzy Q. Ya no hace frío de verdad.

Ella se echó a reír, un silbido nasal.

—Eso es lo que dicen, sí. Pero hay que tener cuidado. —Tomó un sorbo de café y continuó—: Hay que tener cuidado con los asesinos.

Siempre es un buen consejo, pensó Sara, mientras la veía marcharse y esperaba a que lo dijera. Se detuvo y se dio la vuelta.

—¿Sabes que nevó el día en que nací?

—¡No me digas!

Suzy Q asintió despacio y continuó su camino. Sara entró en el restaurante.

José estaba cortando cebollas.

—Con eso bastará probablemente. Hace demasiado calor.

Las flores de cebolla se vendían realmente cuando refrescaba. Aquel año parecía que los alienígenas llegarían antes que el invierno.

Y aquí viene el señor Alien en persona, el extranjero residente, Pepe Parker.

—¿Qué va a ser, Pepe?

—Café con leche, por favor. —Se sentó en la barra—. Y una cita, si quieres bailar.

—¿Qué?

—Inauguran un nuevo club en Alachua esta noche. Cosas antiguas: tango, samba. Club nuevo, chica nueva, ¿qué dices?

Ella sonrió y metió una taza de leche en el microondas.

—Pepe, hace años que no bailo. Tuve un accidente y aún me falta una operación para poder salir a la pista de baile. —La campanita sonó y ella sacó la leche—. Pero gracias por pedírmelo.

—La profesora Bell me lo contó… es terrible. ¿Llegaron a detener al que lo hizo?

—No. —Ella midió una cuchara sopera de Bustelo y la echó en la leche, junto con el azúcar—. Creo que sé quién fue. Pero nunca podría demostrarlo.

—Gracias. ¿Quién?

Ella miró en derredor. Los dos clientes se habían marchado y José estaba entretenido en su tabloide. Bajó la voz.

—No eres ningún boy scout, ¿verdad, Pepe? Quiero decir, ya sabes cómo funciona el mundo.

—Tanto como cualquiera, supongo.

—Tenemos que pagar proteccción, para impedir que las bandas ataquen el café. ¿Te sorprende?

—No. Me parece triste, pero no.

—Hay un tipejo que viene a mediodía, todos los primeros de mes, para recoger sus quinientos pavos. Se llama a sí mismo «Mister Smith», pero todo el mundo sabe que es Willy Joe Capra.

—¿Él lo hizo?

Ella asintió.

—O al menos sabe quién lo hizo. Lo ha dejado bien claro.

—¿Y no puedes ir a la policía?

Ella sacudió la cabeza un instante, en silencio, y luego se le saltaron las lágrimas, la boca convertida en una mueca tensa.

Pepe

Le tendió la servilleta que ella acababa de darle.

—El hijo de puta.

Sara se la llevó a los ojos.

—Tal vez debería hacerlo. Pero me temo que si voy a la policía, lo detendrán y saldrá libre. Y una semana o un mes o un año después tendré otro accidente. Y en ese momento Willy Joe estará en la iglesia o hablando con el Lions Club o algo parecido.

—El diablo nunca olvida una cara. La gente como él acaba por recibir su merecido.

—No. —Arrugó la servilleta y se la guardó en el bolsillo—. Esto es el mundo real, ¿recuerdas?

Pepe sirvió azúcar en su café y lo removió despacio.

—No hay nada que podamos hacer la gente como tú o como yo. Si nos cargamos al hijo de puta, acabamos eligiendo la puerta.

—En vez de conseguir una medalla. —Ella limpió el mostrador—. ¿Quieres algo de comer?

—No, gracias. Acabo de desayunar.

Se había saltado el desayuno, en realidad, porque necesitaba perder unos cuantos kilos. Sólo tenía una maleta de ropa y quería que le durara otro par de meses. El kilt y los pantalones le estaban estrechos de cintura y los tirantes habían pasado de moda el año anterior.

Bebió el café tan rápido que se quemó un poco. Estaría bien poder hacer algo con ese Willy Joe. Se permitió una fantasía adolescente sobre la gratitud de Sara. Pero ese tipo de cosas formaban parte de su trabajo.

Puso un billete de diez bajo el plato y les dijo adiós con la mano a Sara y su compañero. No por primera vez, se preguntó si habría algo entre ellos. Su afecto mutuo era obvio.

El cuerpo de ella sería extraño. Pero eso podía resultar atractivo.

Con esos pensamientos eróticos salió del café y se detuvo en seco, paralizado por una mujer. Iba vestida como cualquier otra estudiante, con vaqueros y camiseta sin mangas y sombrero para el sol. Pero poseía una belleza clásica cincelada y un porte perfecto, e irradiaba sexo.

Gabrielle

Apenas advirtió que el guapo cubano le echaba un vistazo y se quedaba allí parado como un ciervo deslumbrado por los faros de un coche. Cada vez que atravesaba el campus los ojos la acariciaban. ¿La reconocía alguien por las películas? No era probable. Solo había mostrado su rostro dos veces.

Odiaba la física, pero no podía posponerlo más. Tenía que elegir química como optativa el siguiente semestre y, para hacerlo, necesitaba la física.

Así que hoy estudiaban la dinámica de fluidos. Un médico tiene que saber de fluidos. En su otra personalidad, sabía mucho de ellos. El semen te escuece en los ojos y hace que parezca que tus pestañas se han pegado con cola. Pero era mejor que el material falso con el que Harry la rociaba a veces. Una solución de jabón y glicerina y un poco de polvo blanco. Picaba aún más en los ojos y hacía que olieras como una casa de putas barata. Ésa era una de las observaciones favoritas de su padre: hueles como una casa de putas barata. Justo antes de marcharse de casa, pudo darle la réplica obvia: «Lo sabes bien, ¿no, papá? Algún día tendría que buscar una casa de putas barata y entrar a oler».

Una cosa buena que tenía la física era el edificio, con aire acondicionado al máximo. Atravesó la puerta y fue como entrar en un frigorífico. Soltó los libros y el sombrero sobre una mesa y se secó el sudor de la cara y el pelo con un pañuelo.

Una mujer hermosa y cuidadosa entró y le dirigió una mirada familiar: apreciación, hostilidad, neutralidad. Tenía un tatuaje azul de cáncer en la mejilla: la doctora Whittier.

Deedee

—Oh, hola. Estás en uno-cero-uno.

La hermosa muchacha asintió.

—Gabrielle Campins.

Ella relacionó el nombre con el rostro. Estudiante de medicina, tenía problemas con las matemáticas.

—Nos vemos en clase.

Trata de actuar con normalidad después de saber que has matado a un hombre.

Lo mató al chantajearlo para que cometiera un acto ilegal. Dirigido contra una amiga y colega.

La puerta del despacho de Rory estaba abierta. Por impulso, llamó y se asomó. Rory alzó la cabeza.

—Hola, Rory. ¿Estás preparada para Su Santidad?

Aurora

—Su gilisantidad. Todo lo preparada que puedo estar. —Tenían una reunión con el reverendo Kale y algunos de sus secuaces al día siguiente—. Me he enterado de lo de Ybor Lopez. Lo siento.

Deedee tembló momentáneamente y un escalofrío le recorrió la espalda. ¿Podría haber habido algo entre ellos? El teléfono sonó, salvada por la campana.

—Tengo que dar clase —dijo Deedee, con la voz temblorosa—. Te veré más tarde.

—Hasta luego.

Aurora atendió el teléfono.

Era Marya Washington. ¿Podían venir dentro de veinte o treinta minutos? Rory dijo que sí y colgó de la puerta de su despacho el cartel de «NO MOLESTEN AL OGRO». ¿Cuánto podía leer del artículo en veinte minutos?

Consiguió pasar la primera página de un artículo de la Revista de Astrofísica escrito por un amigo de Tejas que había encontrado una correlación consistente entre la latitud galáctica y la duración de un tipo de productores de rayos gamma a corto plazo. Eso podía implicar un origen local, o al menos no extragaláctico. O matemáticos esperanzados, al menos.

Llamaron de Seguridad y ella quitó el cartel de su puerta y dejó pasar a la joven y su «equipo», un joven que cargaba con tres cámaras.

—Bienvenida a Gainesville, Marya. ¿Cómo está Nueva York?

—Dios, no pregunte. Es un milagro que saliéramos. —Una tormenta de dos días acababa de remitir—. Pudimos conseguir un viejo helicóptero en el JFK esta mañana. De lo contrario, todavía estaríamos atascados en el tráfico. Si se puede llamar «tráfico» a algo que no se mueve.

El operador sugirió un sitio donde colocar las cámaras y Marya asintió.

—Sé que no hay ninguna revelación —dijo—, pero ¿tiene algo nuevo? ¿O que yo pueda pretender que es nuevo?

—Cuando quieras —dijo el cámara—. Actúe con naturalidad, señora. Ya lo montaremos más tarde.

—Bueno, Marya… esto no es nuevo exactamente, es de la semana pasada. Pero no estoy segura de que nadie sepa toda la historia.

—Se refiere al rebote de la cosa.

—Exactamente. —¿Cómo expresarlo diplomáticamente?—. Ustedes informaron de ello, igual que otra gente. Pero es algo más importante de lo que se dijo.

Marya sonrió.

—Muy bien. ¿En lenguaje llano?

—Les enviamos un mensaje y ellos lo devolvieron. ¿Puedo decir «mensaje»?

—Hasta ahora va bien.

—Volvió sin distorsión alguna. Nosotros no podríamos hacer eso. Punto.

Marya cerró los ojos y se frotó el puente de la nariz.

—Sí, vale. Lo recuerdo. —Agitó una mano ante una de las cámaras—. Off the record, Rory, no podemos colar eso.

—Ellos interceptaron una señal que viraba al azul, en un marco de referencia acelerado relativísticamente. Lo grabaron y lo reemitieron con la distorsión compensada exacta. La señal que recibimos fue la misma, idéntica, que enviamos.

Marya se echó a reír y sacudió la cabeza.

—Jesús, Rory. ¿Quiere bajar al mundo por un minuto? ¿Al mundo real?

—Vale. —Rory sonrió también—. Así que no podrán «colarlo».

—Mire, es peor que eso. Tenemos que prever la respuesta a esta historia. Publicamos su versión y tres de cada seis tabloides se nos echarán encima. «Recibimos exactamente la misma señal». ¿De dónde creen que dirán que procede? ¿Del espacio exterior?

—Por supuesto que vino del espacio exterior.

—Ni hablar del peluquín. Vino de usted.

—¿Qué?

—Está usted intentando mantenerse en el candelero. Así que se inventa una historia.

—Dios, ¿sabe lo que está diciendo? Es ridículo.

—No lo es, doctora Bell —terció el cámara—. La gente quiere pensar en conspiraciones. Quiere estar en el ajo. Se puede vender de todo si está en contra del establishment.

—¿Yo soy el establishment?

—Usted es la autoridad —dijo Marya—. Bobby tiene razón. La mejor manera de hacer pública esa historia es dejar que otra persona la anuncie y que usted la niegue acaloradamente.

Rory advirtió que se estaba incorporando y se sentó.

—Esto es como Alicia en el país de las maravillas. Entonces, ¿qué hacemos?

—Justo lo que hemos hecho. No le damos importancia, así que cuando lo repitamos la semana que viene, será historia pasada. Es rutina, luego debe de ser verdad.

—Entonces será cuando la gente advierta lo importante que es —dijo Bobby—. Se hace continuamente, en política.

—Parecerá como si yo, o nosotros, no hubiéramos comprendido lo importante que fue en su momento.

—No hace falta ir tan lejos —dijo Marya—. No lo haga público ahora y más tarde parecerá que ha sido cautelosa. Conservadora.

—Vale. Usted es la jefa.

Marya sonrió y asintió al cámara.

—Buenas noches. Ha pasado exactamente un mes desde el descubrimiento de la Venida y hemos dejado atrás las nevadas de Nueva York para volver a visitar a la doctora Aurora Bell en la Universidad de Florida…

Marya

La entrevista salió bastante bien, aunque tuvieron que pedirle a Rory que repitiera algunas cosas en términos cada vez más simples. Terminaron a las diez; sólo quince minutos más tarde de lo previsto.

Y unos dos minutos más tarde para el parquímetro. Marya vio el gran camión blanco de remolque a media manzana de distancia, miró su reloj y echó a correr.

Era un gran flotador pesado con un lecho lo bastante amplio para albergar un coche de pasajeros grande. Podía aparcar paralelo a un coche y, usando una especie de pala, levantarlo y subirlo a bordo en un periquete.

Marya llegó justo cuando estaba levantando el coche. Era un joven negro.

Su intuición sopesó encanto contra indignación mientras corría a la ventanilla del conductor.

—Lo siento, señor. Me he retrasado un minuto o dos.

El hombre la miró, cansado.

—Si se va a retrasar, debería aparcar en el campus. Si se aparca en la calle, recibo una llamada en cuanto se le acaba el tiempo, automáticamente. ¿No lo sabía?

—No. Soy de Nueva York.

—Bueno, disfrute del sol. Puede recoger su coche en el depósito de la policía a partir de las doce. Traiga cuatrocientos pavos y esté preparada para pasarse allí un par de horas.

—Oh. —Marya sonrió—. La tarjeta de prensa del parabrisas no…

Entonces la reconoció.

—No, señorita Washington. Nadie escapa a la ira del Departamento de Policía de Gainesville.

El cámara los alcanzó.

—Por favor, ¿no podríamos pagar la multa aquí y seguir nuestro camino?

—¿Eso es lo que hacen en Nueva York?

—No —dijo él—. En Nueva York pagamos un pequeño suplemento.

—Como quinientos en vez de cuatrocientos —dijo Marya. Dobló un billete y se lo ofreció.

El conductor miró arriba y abajo de la calle y luego empujó una palanca entre los asientos. El coche bajó suavemente al suelo. Agarró el billete y se lo metió en el bolsillo de la camisa.

Tomó una vara del salpicadero.

—Ponme con la comisaría.

Rabin

El sargento Rabin se acercó a la mesa de la encargada. La mujer sonreía y sacudía la cabeza mientras hablaba.

—Sí, uno de esos parquímetros. Es un delito. Hasta luego. —Se quitó los auriculares y los dejó caer sobre la mesa—. Esos tipos de los camiones ganan más que el alcalde.

—Y que lo digas. ¿Tienes un arma para mí?

—Por aquí anda. —Abrió un cajón y sacó una caja blanca con la etiqueta PRUEBA—. ¿De qué va la historia?

Él abrió la caja y sacó la pistola.

—Probablemente sea el arma de un crimen. La tiraron al lago Alice.

Era un brillante revólver cromado, tal vez de unos cincuenta años de antigüedad.

—Unos chicos lo vieron en los bajíos durante una clase de biología y lo pescaron.

Señaló el cañón corto, de un metal más oscuro levemente oxidado.

—Es curioso. El forense dice que es un cañón fabricado a mano, alisado, un poco más grande que la bala del Magnum 44.

—Así que no puedes seguirle la pista.

—Tal vez, pero no tiene sentido. Si encontramos un agujero del 44 en alguien que no muestra rastros de haber recibido un disparo, entonces sabremos que viene de esta arma.

—¿Tienes un cadáver?

—Todavía no. Pero esto no llevaba en el agua más de un par de días. Estamos buscando.

—Buena suerte.

—Sí. Mientras tanto, iré a echar un vistazo a los prestamistas y las casas de empeño locales, a ver si alguien dice: «Oh, claro, se lo vendí a John Smith la semana pasada».

—Parece un trabajo divertido.

—Creo que el término técnico es «trabajo de mierda». Pero tal vez pueda hacer algunas compras de Navidad en la casa de empeños. Les compraré a las chicas un par de pistolas a juego.

—Que empiecen temprano.

Rabin tenía dos gemelas de cuatro años. El teléfono sonó y él se despidió.

Había dos casas de empeño a unas manzanas de la Sexta, así que decidió dejar el coche patrulla e ir andando. Almorzaría por allí también.

No era el mejor barrio de la ciudad, pero no había casas de empeño en la zona residencial. Ni comisarías. Le divertía pasear de uniforme y ver las expresiones de la gente: tratar de parecer inocentes era un verdadero esfuerzo para algunos.

Había dos tiendas grandes, una al lado de la otra. Se decidió primero por la más alejada: el propietario era un tipo bastante de fiar.

Entró en el aire frío. Probablemente mantenían el aire acondicionado al máximo para minimizar el olor a desván, moho y polvo, lubricante para armas y cera para muebles. A Rabin le fascinaban esos sitios, pero no el mostrador de las armas. Todas las biografías dispersas. Historias de vidas, historias de muertes. Juegos de herramientas completos, instrumentos musicales gastados, curiosos aparatos de cubo y cámara. Te daban tan poco por ellos que sus dueños debían de estar muertos o desesperados. O ser unos ladrones.

La campanita de la puerta al cerrarse sacó al propietario de un cuarto trasero.

—Qabil. ¿Qué puedo venderte? ¿Puedo comprarte tu arma?

—Sí, y mi pulgar también. —Su pistola estaba sintonizada con la huella de su pulgar—. ¿Quieres comprobar esto?

Colocó la caja sobre la vitrina de cristal llena de armas.

—Una prueba, ¿eh? ¿Qué ha pasado?

—Un tipo va por ahí matando a dueños de casas de empeños. ¿Tú qué crees?

Él sacó torpemente el arma de la caja y acarició con el pulgar la base de la culata, de donde habían borrado el número de serie.

—Bonito cañón. No es exactamente un arma de francotirador.

Sacó el cilindro y echó un vistazo.

—Ruger dejó de fabricarlas en los años diez. Las veo de vez en cuando.

—Apuesto a que sí. Eso fue antes de que empezaran las ID isotópicas.

—A mí me lo vas a decir. No creo que ésta pasara por la tienda, quiero decir con el cañón original y el número. No veo muchas cromadas, de ningún calibre.

—¿Crees que el cromado es de fábrica?

Sacó un par de gafas de aumento, se las puso y examinó los bordes y la superficie del arma.

—Sí. Lo garantizo. —Se quitó las gafas y volvió a guardar la pistola en la caja.

—¿Qué más?

—La sacaste del agua, pero no llevaba allí mucho tiempo. Aparte de eso, la pistola está prácticamente nueva. Probablemente se la robaron a algún coleccionista. Eso debe de ser. Yo empezaría por ahí.

—¿Qué vale?

—En realidad, nada. Sin el cañón yo no la tocaría. Obviamente es un arma de atraco. Si tuviera el cañón original, cinco o seis de los grandes. Antes de su pequeño baño.

—¿Y en la calle?

—Tal vez mil, tal vez mil quinientos. Deberías preguntarle al tipo de al lado.

—Creo que lo haré. —Rabin cerró la caja y se la puso bajo el brazo—. Gracias, Oz. Has sido de gran ayuda.

—Lamento no haberla podido identificar. Buena suerte.

—Adiós.

Cuando abrió la puerta el sol brillaba tanto que los ojos le lagrimearon. Pisó el suelo de grava y se acercó a la escalera de madera sin pintar, camino de la tienda de al lado.

La puerta se abrió por sorpresa, como un bofetón. ¡Norman Bell!

Norman

El corazón se le paró y volvió a ponerse en marcha.

—Qabil. Yo… no sé qué… buenos días.

—Hum… buenas. ¿Cómo te va?

—Bien… bien.

¿Podría estar en el ajo? No, él nunca.

—Vi a tus hijas hace un par de semanas. Están creciendo rápido.

—Sí que es verdad. —Se produjo un silencio incómodo; sopesó la caja—. Tengo que ver a un tipo respecto a un arma.

—Oh. Claro. —Le mantuvo abierta la puerta. Rabin entró y entonces se detuvo.

—¿Qué haces por estos barrios? ¿De paseo?

—Vengo por aquí de vez en cuando, buscando guitarras antiguas y esas cosas. Hoy no hay nada.

Él asintió.

—Veo a tu esposa en el cubo a todas horas. Tiene buen aspecto.

—Oh, sí. Está bien.

La única vez que se vieron estaba conmocionada. En la cocina, ella con los ojos abiertos y él con la boca llena.

—Ten cuidado —susurró con ternura, y se volvió hacia la vitrina de las armas y el mostrador.

Norman por fin se sacudió la parálisis y bajó la escalera. Si Qabil hubiera entrado un par de minutos antes, habría interrumpido una transacción ilegal.

El prestamista no diría nada. Era más culpable que Norman por vender una pistola sin período de espera ni comprobación de identidad.

Tenía que ser una coincidencia. Rabin no estaría metido en algo que podía costarle el trabajo y la familia y meterle en la cárcel durante veinte o treinta años. Como si un poli fuera a durar más de un año entre rejas.

Norman se quedó junto a su bicicleta y pensó en esperar a que Qabil saliera. Para contarle lo de la amenaza y conseguir su ayuda. No podía hacer nada legalmente sin arrojar su vida por la borda. Pero tal vez pudiera hacer algo ilegal.

Tal vez más tarde. Primero hablaría con el abogado y su amigo el matón. Tal vez provocaran un tiroteo delante de los clientes del restaurante y simplificaran las cosas para todo el mundo.

Colgó la bolsa del manillar. Era embarazosamente pesada, con el revólver chato y una caja de balas. Tenía que encontrar un sitio seguro para cargarlo.

Recorrió un par de manzanas ciudad arriba y aparcó su bici frente a unos billares donde nunca había estado. Así no lo reconocerían. Tomó la bolsa y se internó en una oscuridad que apestaba a marihuana y cerveza derramada.

Todavía no había clientes. Avanzó entre las filas de desvencijadas mesas de billar hasta la pequeña barra del fondo.

Tres burdos juegos de RV, de al menos veinte años de antigüedad, y una máquina del millón de hacía un siglo, polvorienta y oscura, con el cristal resquebrajado, ocupaban una pared con un cartel que decía ¡NO USE PALABRAS VERDES, CARAJO! bajo un brillante holocubo de la presidenta, toda sonrisas, con un casquete de pelo perfecto guardando sus dos células cerebrales.

El camarero no estaba a la vista, sino sacudiendo botellas en una habitación trasera. Llamó:

—¡Momentito!

Y de hecho tardó sólo un momento.

Era un hombretón negro con sorprendentes ojos azules, obviamente cubano. Brillantes dientes de metal.

—¿Qué va a tomar?

—Una Molly de barril. ¿Puedo usar el cuarto de baño?

—Claro. No lo he limpiado todavía.

Norman se preparó para un infierno olfativo, pero no estaba tan mal en ese aspecto. El urinario era una cubeta de metal que, evidentemente, dispensaba un poderoso antiséptico. Pero había sangre en el suelo y una huella de sangre seca en la puerta del retrete.

Abrió la puerta y no encontró ningún cadáver, así que la actividad de la noche anterior había sido la resolución de un conflicto en vez de un asesinato. Echó la llave, se sentó y abrió la bolsa.

Había comprado un revólver antiguo por su fiabilidad. Haría mucho tiempo, más de treinta años, que no disparaba un arma. En el 2020 había matado a un par de docenas de hombres por el crimen, lo decía siempre, de llevar el uniforme del otro bando. Algo que tenía en común con Qabil, aunque entre sus guerras hubiera una generación de diferencia y él fuera técnicamente el enemigo.

Para Norman no había enemigos en la guerra. Sólo víctimas. Víctimas del proceso histórico.

Pesado acero inoxidable. Jugueteó con un mecanismo lateral y el cilindro se abrió. Introdujo seis gruesos cartuchos en sus huecos y lo cerró.

Podía meterse el cañón en la boca y, una vez más, simplificarlo todo. Claro. Entonces Rory tendría que identificar sus restos y Willy Joe y sus colegas centrarían en ella su atención.

Además, simplificar iba en contra de su naturaleza. Volvió a cerrar la caja de cartuchos y pensó qué hacer con las diecinueve balas restantes. En un combate, querría tenerlas lo más a mano posible. Pero no podía imaginarse una situación en la que tuviera la oportunidad, o la necesidad, de recargar. Sabía que Willy Joe llevaba un arma; era parte de su forma de andar por el mundo. Tal vez su abogado iba armado, también, o habría guardaespaldas.

Había sobrevivido a dos heridas de bala, en el pulmón y la pierna, en la guerra. Tal vez sobreviviera a otra. Pero la verdadera lección de esa experiencia era apuntar a la cabeza.

Estaban experimentando con trasplantes cerebrales. En el caso de Willy Joe, cualquier cosa sería una mejora.

Pensó en tirar las diecinueve balas allí mismo, donde otro tipo podría emplearlas.

Pero con su suerte la policía las encontraría y lo localizarían. Suponiendo que sobreviviera al almuerzo.

Su parte racional le decía que había poco peligro; les resultaba inútil muerto. Pero otra parte de él siempre estaría en el desierto, combatiendo a otros hombres con armas, y no iba a enfrentarse a otro tipo desarmado.

Además, Willy Joe no le parecía particularmente racional. Guardó las balas en la bolsa y sacó la ligera sobaquera de plástico. Dejó el revólver sobre el lavabo y leyó las instrucciones, luego se abrió la camisa y movió la cartuchera adelante y atrás rápidamente. Le calentó las manos. La colocó con cuidado bajo su brazo izquierdo y la ajustó en su sitio. Se le pegó como si tuviera cola, aunque por lo visto sacársela era indoloro. Enfundó la pistola, sintiendo su peso extraño pero tranquilizador, y luego vació la cisterna (una flagrante violación de la ley) y regresó al bar.

El camarero le estaba esperando. Tiró lentamente de la espita y llenó una jarra helada.

—Sabe, tengo buena memoria para las caras. Usted no ha estado aquí antes, pero lo he visto en alguna parte.

—No me extraña. Llevo viviendo en Gainesville unos cuarenta años.

La cerveza era de una nueva marca, suave pero con cierto sabor. Estaba helada y eso era de agradecer.

—Bien. Norman Bell. Soy profesor de música y compositor.

—Sí, sí. Lo he visto en el cubo con su esposa, la profesora Bell. ¿Qué le parece todo este asunto?

—Bueno, tengo que seguirle la corriente a mi esposa. Para preservar la tranquilidad doméstica.

El otro se echó a reír.

—Le comprendo.

—Pero ella se defiende bien. El día de Año Nuevo va a ser interesante.

—¿Hombrecillos verdes en el jardín de la Casa Blanca?

—Probablemente algo aún más raro. Algo que ni siquiera podemos imaginar.

El camarero se sirvió un vasito de cerveza.

—Sí, estuve leyendo… ¿por qué no nos envían una foto? ¿Tienen miedo de lo que pudiéramos hacer?

—Por lo que dice mi esposa, no tienen ningún motivo en absoluto para temernos. Podrían freír el planeta si hacemos un gesto amenazador.

—Jesús.

—Pero hay un montón de explicaciones inocentes. Tal vez no envían fotos porque no hay nadie a bordo: tal vez no es más que un robot programado para actuar, a la escucha de ondas de radio. Eso es lo que piensa Rory. Mi esposa.

—Eso estaba en el artículo. También dicen que pueden ser invisibles. Hechos de energía.

He tenido estudiantes así, pensó Norman.

—No creo que haya nada confirmado al respecto. Saben un montón sobre nosotros, evidentemente, y no quieren que sepamos mucho sobre ellos. Es lo que sucede en cualquier operación militar.

—Entonces podemos besarnos el culo y decirnos adiós.

—No necesariamente. No sabemos nada sobre su psicología. Puede que estén siguiendo algún tipo de ritual. O manteniéndonos en suspenso como una especie de broma. ¿Quién sabe?

—Sí, supongo. —Limpió despacio la barra—. ¿Están haciendo algún tipo de preparativo?

—¿Quiere decir preparativos de emergencia? —Se encogió de hombros—. Sólo lo que tenemos a mano para los huracanes. Un montón de agua y comida. Me preocupa más el pánico de la gente que los alienígenas.

—A mí también. Debería ir a la tienda de empeños y conseguir un arma.

Norman dio un respingo.

—¿Cómo?

—Es lo que yo he hecho. Un tipo en el bar dijo: «La munición te ayudará en momentos sin comida, pero la comida no te ayudará en momentos sin munición». A los tipos que lo acompañaban les pareció muy gracioso. Luego uno de ellos susurró algo y me miraron y se volvieron a reír. Por ese tipo de gente fui y me conseguí el arma.

—Claro. Debe de tener unos clientes duros por aquí. —Norman indicó con un gesto el cuarto de baño—. Parece que tuvieron una buena pelea allí dentro anoche.

—Oh, mierda. ¿Se han cargado algo?

—No, sólo hay sangre.

El hombre asintió filosóficamente y cargó un cubo.

—Disculpe.

Norman se terminó la cerveza y se preguntó si debía dejar propina. No; el tipo no necesitaba más sorpresas aquella mañana.

De vuelta a la luz, sujetó su bolsa al manillar y bajó la cabeza para evitar el resplandor: una zanja de desagüe. No había nadie a la vista, así que con un rápido movimiento sacó la caja de municiones y la tiró a la zanja.

Fue como si le hubieran quitado un peso de encima. Extraño. Supuso que el acto confirmaba que la función de la pistola era puramente defensiva.

Comprobó su reloj. Le quedaban veinte minutos y el restaurante estaba a diez minutos a paso lento. ¿Apareces temprano a un almuerzo de chantaje, o tarde, o a tiempo? Decidió que lo mejor sería llegar a tiempo y tomó un desvío por el gueto estudiantil, una zona que aún tenía árboles y sombra.

Allí vivía Qabil cuando se conocieron. Había ido a su apartamento un par de veces, aunque la casa era menos arriesgada. A menos que tu esposa volviera temprano.

El Salón de Té de Alicia probablemente conocía de sobras reuniones clandestinas. El único restaurante caro en un barrio de comedores estudiantiles tenía lo que solían llamar forma «recortada», un largo rectángulo con una fila de mesas.

Ellos estaban en la mesa del fondo y las dos más cercanas estaban vacías, con cartelitos de «RESERVADO». Por lo demás, el restaurante estaba lleno.

El maître se le acercó y Norman señaló la mesa.

—Voy a reunirme con ese grupo.

Las paredes estaban decoradas con cuadros mediocres o tirando a buenos de artistas locales. A Norman se le ocurrió que era una extraña elección para una supuesta reunión clandestina. Si el camarero de los billares lo había reconocido a primera vista, ¿qué posibilidad había de que aquí no lo hiciera nadie?

Bastante alta, en realidad. Lo del camarero había sido pura chiripa; aparte de sus estudiantes y de los clientes de los Hermanos, no había demasiada gente en la ciudad que lo conociera.

El abogado, si eso era, y Willy Joe y otro hombre, una pequeña comadreja huesuda de tez cetrina, lo observaron mientras recorría el pasillo. Se sentó sin decir nada.

El tipo cetrino tendió una mano.

—La bolsa. —Norman se la alcanzó—. Creo que huelo a lubricante de armas.

Norman trató de mantener una expresión imperturbable mientras el guardaespaldas, si eso era, abría la bolsa de la bici y examinaba su contenido.

—Lo que hueles es aceite para las válvulas, genio. Soy músico. Estaba limpiando una trompeta.

Tal vez supieran algo sobre su vida sexual, pero dudaba que supieran qué instrumentos tocaba. Desde luego, no la trompeta.

—Está bien, Solo —dijo Willy Joe—. El profesor no traería un arma aquí.

El hombre cerró despacio la bolsa, mirándolo.

—¿Con quién estuvo?

—¿Qué?

—Ha matado a gente, quizás a montones. —Casi estaba susurrando—. Se nota por su modo de andar, porque no tiene miedo. ¿Fue soldado?

Aquel hombre era peligroso.

—En la División 101. Segundo del treinta y tres. Pero eso fue hace mucho tiempo.

—¿Mató usted a hombres, profesor? —preguntó Willy Joe tranquilamente—. ¿Además de follárselos?

Era interesante que no estuviera al corriente de aquel hecho elemental.

—Como decía, hace mucho tiempo. De ambas cosas.

El abogado se inclinó hacia delante, y susurró:

—No hay estatuto de limitaciones por ser maricón.

Norman sintió calor y una sensación de hormigueo en la palma de las manos, en la nuca, el cuero cabelludo. Adrenalina, epinefrina. Sabía que tenía la cara colorada.

Si no hubieran estado en un restaurante repleto, en aquel momento podría haber descubierto a cuántos podía matar antes de morir. Desde luego, a uno.

—No hay necesidad de insultar, Greg —dijo Willy Joe—. No usemos esa palabra.

—Me disculpo. Esto es una proposición financiera, no un juicio moral.

Norman permaneció completamente inmóvil.

—Continúe.

—Sabemos que su esposa lo sabe —dijo el abogado—. Sobornó a la policía. —Alzó la cabeza cuando vio que el camarero se acercaba.

—Me llamo Bradley —dijo—. Como plato especial del día hoy tenemos…

—Quiero el especial —lo interrumpió Willy Joe—. Todos queremos el especial.

—Pero tenemos cuatro…

—Queremos el primero.

—¿El mero?

—Sí. ¿Qué clase de vino le pega?

—Yo sugeriría el Bin 24, el…

—Tráiganos dos botellas. Rápido.

—Sí, señor.

Se marchó rápidamente.

—¿Qué estabas diciendo, Greg?

El abogado hizo una pausa, mirando a Norman.

—Para ser francos, vamos detrás del dinero de su esposa. Su herencia.

—Tenemos una cuenta conjunta.

—Lo sabemos, desde luego. Pero su esposa parece tener un montón de cosas en la cabeza ahora mismo. Por eso pensamos en abordarlo mejor a usted.

—Ella perdería su trabajo —dijo Willy Joe—, aunque no fuera a la cárcel, por comprar a los polis. Y usted y su amiguito acabarían en Raiford por sodomía. En celdas separadas, supongo.

—Puede que usted sobreviva —dijo el abogado—, pero él no. Un mariconaz… un poli homosexual en Raiford.

—Acabarían con él bien rápido —dijo Willy Joe.

Una posibilidad para pasar a la ofensiva.

—Creo que no lo ha pensado bien, Willy Joe. Qabil tiene un montón de amigos en el cuerpo. —Vio que las cejas del hombre se alzaban y pensó, Dios mío, no sabían su identidad. Pero continuó—. Y es un hombre de familia, con hijas monísimas, todo el mundo lo aprecia. Si lo envía a una muerte segura en la cárcel, siendo usted un hombre al que la policía no aprecia demasiado, ¿qué cree que van a hacerle sus amigos?

—Yo también tengo amigos en la policía.

—Sólo hace falta uno que no sea su amigo, pero sí de Qabil. Puede que se haya dado cuenta de que la policía mata a criminales, constantemente, en cumplimiento de su deber. Si uno de ellos lo matara, no iría a la cárcel. Conseguiría un ascenso.

—Esto no va con Qabil —dijo el abogado—. Va con usted y su esposa. El dinero y el trabajo de su esposa.

—Oh, vamos. ¿Puede descubrirme como homosexual sin identificar a mi compañero?

—Ese Kabool no es el único que se ha tirado —dijo Willy Joe.

—¿No? Nombre a otro. —Norman miró a la cara del hombrecito—. Déme un solo nombre y le firmaré un cheque.

No había otros, no en aquel estado, en aquel país.

—Es usted hábil —comentó el abogado—. Partiendo de una premisa falsa construye un edificio de conjeturas considerable.

—Oh, lo siento —respondió Norman—. Ése es su trabajo.

—No le puede dar la vuelta a este maldito asunto —dijo Willy Joe.

Norman se levantó.

—¿Por qué no discuten las implicaciones de esto? —preguntó tranquilamente—. Sus probabilidades de seguir con vida después de condenar a un poli a muerte.

Recogió su bolsa.

—Siéntese —le ordenó Willy Joe.

—Les veré aquí mañana, a la misma hora.

—Puedo hacer que lo maten —dijo el otro con un susurro áspero, teatral.

Norman miró al hombre cetrino.

—¿Usted, Solo?

—No es nada personal. —Sonrió con sinceridad—. Lo veré pronto.

Norman se dio la vuelta para marcharse y casi chocó con el camarero que traía el vino. Tomó una botella del cubo de hielo.

—Ésta es mía, gracias.

Oyó la risa de Solo mientras se marchaba.

—Pelotas. Hay que admitir que tiene pelotas.

Southeby

—¡Norman! —Era extraño ver a su vecino en un lugar de moda como aquél.

—Señor alcalde. —Norman lo saludó con la mano izquierda y continuó hacia su bici.

—Me resulta familiar —dijo Rose, su acompañante.

—Es el marido de Aurora Bell. Somos vecinos.

—¿Dejan que uno traiga su propia botella a un sitio como éste?

—Supongo.

Le abrió la puerta. No había nada malo en que el alcalde almorzara con su contacto universitario. No sabía que casi todos los de su oficina sabían exactamente cuál era su relación, ni que lo consideraban un viejo fatuo. Algunos incluso tenían una opinión peor de ella, por soportarlo.

Southeby se envaró cuando vio a Willy Joe Capra en una mesa del fondo, en compañía de aquel gusano de Gregory Moore y de otro tipo con pinta de gánster. Capra lo miró a los ojos y asintió brevemente.

—Por aquí, alcalde —dijo el maître, que los condujo a una mesa preocupantemente cercana a la de Capra. Southeby ocupó la silla que le daba la espalda.

Llegó un camarero con los menús y anotó las bebidas. Él pidió limonada, aunque le habría venido bien algo más fuerte. Ella pidió E. T. Lager, una nueva cerveza local.

—¿Está buena?

—Probablemente no. Sólo quiero ver la etiqueta —bajó la voz—. ¿Conoces a estos tipos?

—En realidad no, excepto al más viejo, Greg Moore. Era abogado de oficio. Ahora trabaja para ese pequeño cabrón, Capra, que tiene conexiones con la mafia. El tercero no quiero ni saberlo.

No había advertido que ella dio un respingo al oír la palabra «cabrón». Era rubia y de ojos azules, y tres de sus cuatro abuelos procedían de Tuscany.

—¿Ése es el que se lleva los pequeños montantes de dinero?

—¡Jesús, Rosie! —Sacó una libreta encuadernada en cuero del bolsillo de su chaqueta y la hojeó.

—Siento curiosidad —dijo ella, en un susurro.

—¿Quién te ha contado eso?

—Los destinas a «suministros de oficina». Eso son un montón de grapas, Cam.

—Vale. Es una especie de seguro. Para el edificio, no para mí.

—¿Qué?

El camarero trajo la limonada y la cerveza. La etiqueta era un póster de una película del siglo XX, un alienígena de aspecto bobalicón con un dedo brillante. El hombre sirvió la cerveza. Era verde pálido y, probablemente, brillaba en la oscuridad.

El camarero se marchó.

—No trabajabas aquí hace cuatro o cinco años. Nos asaltaban cada dos por tres: pintadas, ventanas rotas… Cosas de bandas.

Ella asintió.

—Para poder cumplir su tiempo en la cárcel.

—Eso es. Un nuevo miembro de la banda confesaba y pasaba una semanita en la cárcel. Un rito de paso. Pero le estaba costando una fortuna a la ciudad, y los polis no podían hacer nada. Si pillas a uno con las manos en la masa, demonios, eso es lo que quiere.

»Así que interviene Capra. Las bandas se apartan de cualquier edificio que tenga su marca.

—¿O de lo contrario…?

—Ésa es otra cosa que no quiero saber. Unos cuantos días después de que Capra empezara a marcar sus edificios, los jefes de tres bandas desaparecieron de la mañana a la noche. Nunca volvieron, buen viaje.

—¿Los mató por vandalismo?

—Los mandó matar, probablemente. Y probablemente no «por» algo, sino para mostrar lo que era capaz de hacer si ellos no cooperaban.

Ella lo miró en silencio durante un momento. En la mesa de los gánsteres tenía lugar una discusión sotto voce. Sacudió la cabeza.

—Dios. Qué ciudad.

—Esta ciudad es una balsa de aceite, querida, comparada con…

El camarero regresó.

—¿Puedo… saben ya lo que van a pedir? ¿Señora? —Su voz sonó un poco alta y nerviosa mientras miraba a la otra mesa.

—¡Jimmy! —gritó Willy Joe—. Cancela los especiales. Tenemos que irnos.

—Como desee, señor —dijo el camarero. Los tres se levantaron de la mesa y se marcharon en procesión: Willy Joe abriendo la marcha, el pálido matón detrás y luego el abogado.

Gregory Moore

Se detuvo para estrechar la mano del alcalde.

—Cam. Cuánto tiempo sin vernos.

—Ahora parece que nos movemos en círculos distintos —dijo él—. Son todo círculos, ¿no? «Lo que va, viene», como solía decir mi padre.

—Tu padre fue un buen abogado.

—Igual que tú, Cam. ¿Señorita?

Ella lo saludó con una sonrisa intrigada y él siguió a Solo hasta la puerta.

—¿Eres amiguete del alcalde? —dijo Solo, abriendo la puerta del coche.

—No exactamente «amiguete». Recuérdame que me lave la mano.

—Es un gilipollas —dijo Willy Joe, entrando en el coche—, pero es nuestro gilipollas.

Las puertas se cerraron y el rugido del aire acondicionado los asaltó. Solo, al volante, pulsó un botón.

—Dirección de Norman Bell.

—Esto es una locura —dijo Moore—. ¿No es suficiente un asesinato al día?

—¡No puede joderme de esta forma!

El vehículo le dijo a Solo la dirección.

—Ve allí.

El coche se separó de la acera, vaciló y se incorporó al tráfico.

—Un montón de gente nos ha visto juntos. Lo vieron marcharse.

—Cierra el pico, ¿quieres? Sólo vamos a comprobar una maldita cosa.

—Prométeme que no…

—No te prometeré nada, ni a ti ni a nadie, carajo —dijo en voz baja—. Pero Solo no va a matarlo. Sólo a apretarle un par de tuercas. A meterle el miedo a Dios en el cuerpo.

—Jesús. Mira lo que estás diciendo.

Solo se volvió para mirarlos.

—Jefe, no pienso que sea de esos tipos que se dejan avasallar.

—¡Eso es, no pienses! ¡No pienses! Tú haz lo que yo te digo.

—¿Qué quieres decir, Solo?

—Con permiso, jefe, Dios sabe que he conocido a toda clase de tipos duros, verdaderos y falsos, por dentro y por fuera. Él no es de los falsos y está jodido. Creo que matará a alguno de nosotros en cuanto nos eche la vista encima.

—Tienes una puñetera pistola. ¿Cómo va a matarte?

—¿Se tragó esa mierda del aceite para la trompeta? —Solo se llevó un dedo a la nariz—. Hoppes número nueve, lo he olido toda la vida. Tiene un arma.

—Así que tiene un arma. Es un profesor maricón que te dobla la edad.

—Pulsa el botón de información, Solo —dijo Moore. Lo hizo—. Archivos públicos, Ejército. Norman Bell.

—Necesitaré un número de servicio —dijo el coche—, o la residencia actual.

—Gainesville, Florida.

—Norman Bell se presentó voluntario durante la operación Viento del Desierto, en septiembre de 2031. Por su servicio en la División 101 Aerotransportada recibió la Estrella de Plata con dos puntas y el Corazón Púrpura.

—Estrella de Plata —dijo Solo—. Dos puntas. Vaya maricón.

—¿Y qué? ¿Le tienes miedo?

Solo no se movió.

—Haré lo que usted quiera.

—Bien.

Moore observó la carretera. Había un carril para bicicletas. Pero Bell probablemente tomaría una ruta menos directa, para evitar el tráfico.

—Probablemente tenga una alarma antirrobo. La casa está llena de instrumentos musicales.

—Solo puede encargarse de una alarma antirrobo.

—Sí, o salir corriendo.

Moore sacudió la cabeza.

—Deberías esperar a que llegue a casa, si tienes que hacerlo. Llamas a la puerta y entonces entras.

—Disculpe, señor abogado. Ya hemos hablado de esto en el restaurante.

—No es necesario…

—No tengo un botón de replay. ¿Está claro o qué?

Aquello podía causarles problemas a todos. Demasiada gente los había visto a los cuatro juntos en aquel restaurante.

—Va a ser un juicio interesante. Llamarán al alcalde como testigo.

—Cierra la maldita boca. Tenemos al alcalde en el bolsillo. Además, entró después de que se marchara el profesor.

—Esto va demasiado rápido.

—A veces hay que vivir rápido. Tenemos una oportunidad de oro. Los pillamos a ambos, nos apoderamos del dinero, nos largamos pitando.

Cuando dejara a Solo, iría a ver a Aurora Bell. En teoría, en el momento en que ella llamara a casa, su marido ya habría sido suficientemente intimidado. Vaciarían sus cuentas corrientes en las arcas de Willy Joe.

Siempre en teoría, los Bell no podrían llamar a la policía. Ese Qabil Rabin seguía en el cuerpo, había dicho Willy Joe. Pero ¿y si a la esposa celosa no le agradaba exactamente el amiguito de su marido? O su marido, dado el caso. Todo aquel asunto les podría reventar en la cara.

El coche giró a la derecha y avanzó colina arriba a lo largo de un par de manzanas, atravesando un tranquilo barrio residencial. Luego giraron otra vez a la izquierda y a la derecha y aparcaron delante de la casa de los Bell, un edificio grande con un jardín discreto pero bien cuidado. No había nadie a la vista.

—No hay ningún cartel de alarma antirrobo —dijo Willy Joe—. La gente que las tiene lo anuncia.

—Sí, como yo —dijo Moore—. Alguien robó mi cartel.

—Muévete —ordenó Willy Joe. Solo abrió la puerta y bajó del coche.

Solo

Se detuvo un momento con la mano en la puerta.

—¿Te llamo esta noche, jefe, o me paso?

—Llama.

Cerró la puerta y el coche se marchó.

Solo permaneció de pie un instante, sintiéndose al descubierto y tal vez traicionado. ¿Cuál era el maldito juego de Willy Joe esta vez? ¿Una prueba? ¿Un sacrificio?

No te podías librar de él, cabrón loco y vengativo. Solo luchó contra el razonable impulso de llamar a un taxi e irse directamente al aeropuerto, suspiró, y giró sobre sus talones. Caga o levántate de la taza.

Subió rápidamente el caminito de acceso, mirando el reloj por si lo observaba algún vecino. El lugar tenía un diseño perfecto para entrar por la fuerza: un pequeño atrio ocultaba a la calle la puerta principal.

El atrio estaba fresco y olía a jazmín. Se acercó a la puerta y llamó al timbre, preparando su historia por si abría un criado o un robot.

No hubo respuesta. Con cuidado, buscó alrededor cámaras de seguridad. Si había alguna, estaba bien escondida.

El doble cerrojo consistía en una cerradura magnética Horton con una sencilla Kayser debajo. Sacó una cajita de plástico de herramientas, metió una sonda en la Horton y pulsó un botón. A veces encontraba la combinación al momento; a veces tardaba unos minutos. Con dos pinzas mecánicas abrió la Kayser en segundos. Entonces la Horton emitió un sólido chasquido. Empujó la puerta.

Entró en la antesala y cerró la puerta. ¡Libros, libros de papel, del suelo al techo! El asunto podía funcionar, después de todo; aquella gente tenía dinero.

La cerradura Horton chasqueó y él la miró. Demonios, tenía un cierre hermético desde este lado. Tendría que encontrar otra salida.

Avanzó un paso y una voz en cada habitación dijo:

—¿Hola? ¿Quién es?

Mierda. El lugar sí que tenía un sistema.

—El profesor Bell —dijo, y el sistema respondió: «De acuerdo», pero por supuesto ya estaba llamando a la policía.

La salida más rápida. Corrió a la cocina. La puerta del garaje también era hermética. Había una puerta de cristal y una vidriera que daban al atrio. Levantó un pesado taburete y lo lanzó contra la puerta de cristal: rebotó y casi le dislocó el hombro. Lo lanzó contra la ventana, que se quebró en un deslumbrante arco iris de añicos, y saltó a través del agujero. Corrió a la acera, se detuvo para alisarse la chaqueta y la corbata y comenzó a caminar hacia la ciudad, de manera desenfadada pero deprisa.

Esperaba que en emergencias no fueran demasiado rápidos.

Rabin

—Unidades siete, nueve y doce. Tengo un dos-diecisiete en el 5412 del NW, avenida Catorce. ¿Quién quiere atenderlo?

Alá, pensó Rabin, ésa es la casa de Norm. ¿Qué está pasando?

—¿Lo atendemos? —dijo su compañero—. Está a unas ocho manzanas.

—Espera a ver si hay alguien más cerca.

Pasaron los segundos y ninguna otra unidad respondió.

—Vamos, Qabil. Nos divertiremos un poco.

—Vale. Aceptémoslo.

Dos-diecisiete era allanamiento y robo, normalmente poca cosa. Excepto cuando la casa atracada pertenece a tu amigo sodomita. ¡Dulce Alá!

—Unidad nueve de camino —dijo su compañero, y pasó a manual. El coche se abalanzó al centro de la calle, y el tráfico se separó ante ellos como el Mar Rojo para Moisés. Qabil se aseguró de que su pistola estaba en modo «aturdir». Se sintió tentado de pasar accidentalmente el selector de dardos a «letal». No era probable que lo que aquel tipo tuviera que decir sirviera para mejorar su carrera.

Se permitió un largo instante de reflexión. Aquello había sido un punto de inflexión en su vida: tan importante como ser soldado, más importante que el campamento de prisioneros de guerra. Se enderezó después de que la esposa lo pillara con «Norman Normal», al menos lo suficiente para tener una esposa e hijas propias. El amor es el amor y la lujuria es la lujuria, y un hombre no puede evitar ser lo que es.

—Imagen —dijo la radio, y el monitor mostró a un hombre bien vestido lanzando un taburete contra una puerta de cristal. La imagen avanzó y rotó para ofrecerles un retrato completo del rostro del hombre.

—Tenemos una identificación —dijo la radio—. El sospechoso cumplió seis meses en Raiford en el cincuenta y dos por extorsión. Antecedentes juveniles, dos: E y R, R y A. Tiene licencia de Georgia para llevar arma, supuestamente en tres estados. Dolomé Patroukis, alias Solo. Considérenlo armado y peligroso.

—Bueno, mira —dijo su compañero. El sospechoso caminaba por la acera ante ellos, al otro lado de la calle, con las manos en los bolsillos. No había otros peatones a la vista—. El tipo ni siquiera puede permitirse un coche.

Conectó las luces y se acercó a la acera, deteniendo el tráfico. El hombre se agachó como para echar a correr y luego se levantó con las manos en la cabeza.

—Yo me encargaré.

Su compañero se bajó del coche y se acercó al hombre mientras Rabin soltaba el detector del visor y abría la puerta, mirándolo a través del tubo detector.

—¡David! —dijo—. ¡Sobaco izquierdo!

David y él sacaron sus aturdidores al instante.

Solo alzó los talones.

—¡Hey! ¡Hey! ¡Tengo licencia! ¡Soy investigador privado!

—Sí, claro. —David metió la mano en la chaqueta del hombre y sacó una automática ligera—. Tienes una licencia de Georgia que te tocó en una caja de cereales. Tiene usted derecho a permanecer en silencio, todo lo que diga puede ser usado contra usted en un juicio, este encuentro está siendo grabado y codificado y será admitido como prueba contra usted.

—No diré nada hasta que hable con mi abogado. No pretendo ser irrespetuoso.

—Como decía, todo lo que digas es una prueba. Todo lo que no digas, también.

—Puedes llamar a tu abogado desde la comisaría —dijo Rabin—. Primero vamos a volver al lugar en el que intentabas robar.

—Eh, no me he llevado nada.

David lo agarró por el hombro y lo dirigió hacia el coche.

—Sigue andando. ¿Eres testigo de Jehová, o qué?

—Me perdí, estaba confundido. Entré en esa casa para preguntar una dirección y sonó esa voz.

Lo empujó hacia el asiento trasero.

—Pon las manos en los reposabrazos, por favor.

Solo obedeció.

—Cierra.

Los reposabrazos lo esposaron.

—Así que tuviste que salir por la fuerza.

—¡Tío, me encerró! ¿Qué habrías hecho tú?

—Oh, probablemente llamar al nueve-uno-uno. Pero claro, soy poli. Me sé el número de memoria. —Cerró la puerta y rodeó el vehículo para recuperar su lugar al volante.

Rabin acababa de terminar una llamada. Se giró y estudió a Solo un instante.

—¿De quién era la casa? ¿Qué buscabas?

—No lo sé. Como dije, sólo quería una dirección.

—Chorradas. Tienes antecedentes por E y R.

—¿Qué, empanada y ravioli? —Rabin se limitó a sonreír mientras el coche se internaba entre el tráfico—. Mire, era sólo un chaval. El juez dijo que eso se borraría.

—Probablemente con la condición de buena conducta. Robo y agresión no es tan buena conducta.

—¡Eso también fue un delito juvenil! Pero ¿nunca se metió en una pelea?

—En realidad no. No hasta la guerra.

Solo miró el nombre de su placa.

—Oh.

—Eso es; estuve en el otro bando. Y aquí estoy, un polizonte, arrestándote. ¿No es un gran país éste? —Pararon en el camino de acceso del 5412.

David dijo «libera» y ayudó a Solo a salir del coche. Habló al micrófono de su solapa.

—Aquí Eakins. ¿Tienen a los dueños de la casa?

—Todavía no —respondió una voz lejana—. Uno está almorzando, el otro va de camino.

—Sigue intentándolo.

Insertó una sonda como la de Solo en la cerradura Horton. Ambos cerrojos se abrieron al instante.

—Tú primero. —Empujó a Solo al interior.

—Casa —dijo Rabin—, somos policías.

—Lo sé —dijo la casa.

—¿Se llevó este hombre algo o te causó algún daño material?

—Sí, rompió una ventana de vidriera. La reparación costará seis mil cuatrocientos cincuenta dólares.

David silbó.

—Daños a la propiedad. Tendrías que haber usado una ventana distinta. O haber empleado la puerta.

—Como decía, la casa se cerró.

—¿Hola? —dijo alguien desde el recibidor—. ¿Policía?

Norman

Un coche patrulla en el camino de acceso y la puerta abierta de par en par. La pistolera con su arma ilegal le pareció muy pesada, como una piedra.

Entonces casi se quedó de piedra él mismo cuando vio a Rabin. Y luego reconoció a Solo. Su voz casi fue un quejido.

—¿Qué está pasando aquí?

—Soy el teniente David Eakins y éste es el sargento Qabil Rabin. Detuvimos a este hombre que huía después de intentar robarle.

Solo miró directamente a Norman.

—Les estoy diciendo que no he robado nada. Todo ha sido un error. Me quedé encerrado ahí dentro y me dejé llevar por el pánico.

—¿Ha visto alguna vez a este hombre? —preguntó David.

—No estoy seguro —contestó Norman—. Me resulta familiar.

—No lo conozco de nada —dijo Solo—. Como iba diciendo…

—Cállate —ordenó Eakins—. Después de disparar la alarma, no pudo abrirse paso por las puertas de plástico, así que rompió su vidriera para escapar. La casa dice que vale seis mil cuatrocientos cincuenta dólares.

—Más que eso —dijo Norman despacio—. El artista era un amigo, y ahora está muerto.

—Diez de los grandes —dijo Solo.

Norman lo miró.

—¿Qué?

—Mire, no sé mucho de leyes, pero si él y yo nos ponemos de acuerdo, ¿no podemos cambiar la acusación criminal por una demanda civil? Él es el único afectado.

—No sé —dijo Eakins—. ¿Casa, has seguido eso?

—Buscando —dijo la casa—. Mason versus Holabird, 2022. Si ambas partes se ponen de acuerdo y no hay objeción por parte del estado.

—Quince mil —dijo Norman.

—¡Doce! —exclamó Solo—. Si es que tengo doce…

Sacó su cartera y echó un vistazo a los billetes. Eligió los de color rojo vivo.

—Nueve… diez… once. Tengo once y algo de cambio.

—Eso es un montón de dinero para que lo lleve encima un peatón inocente —dijo Rabin.

—En mi familia no creemos en los bancos. ¿Es eso un delito ahora?

—Iba armado —empezó Eakins.

—¡Legalmente! —protestó Solo, mostrando su cartera—. ¡Miren! Tengo un maldito permiso.

Eakins no le hizo caso.

—Se pueden conseguir permisos como ése en cualquier bar de carretera de Georgia. Lo que quiero decir, profesor Bell, es que la intención subyacente pudo ser causarle daño. Yo no zanjaría demasiado rápido este asunto.

—Es un argumento de peso —dijo Norman.

—Tiene antecedentes —informó Qabil—, allá en Tampa.

—Era sólo un chaval —dijo Solo—. Mire, déjeme usar el teléfono. Puedo conseguir veinte. Como decía, soy investigador privado. No puedo tener antecedentes penales en mi historial. Antecedentes adultos.

—Esto se está complicando —dijo Norman, corriendo un riesgo calculado—. No sé. Veinte mil cubrirían la reparación de la ventana. Pero no puede decirse que seamos pobres. Tal vez debería dejar que se lo lleven ustedes, por mi propia seguridad.

—¿Qué? ¿Por su seguridad? No pretendo hacerle ningún daño.

—¿No tiene ninguna otra arma?

—De metal, no —dijo Rabin—. Lo escaneé fuera.

—Voy a decirle una cosa —dijo Norman, sacando el teléfono de su cinturón y tendiéndoselo a Solo—, garantíceme esos veinte mil y luego usted y yo tendremos una pequeña charla. ¿De acuerdo?

Solo le dirigió una mirada calculadora que había visto muchas veces en las mesas de póquer. La cuestión es saber qué cartas tenía el otro en la mano.

—Sí, claro. ¿Puedo usar su cuarto de baño para hacer la llamada?

—Adelante.

Solo recorrió el pasillo en dirección al cuarto de baño.

—Creo que está cometiendo usted un error —dijo Eakins—. Este capullo es un criminal de carrera si alguna vez he visto a uno. Lo que pasa es que nunca lo han pillado de adulto.

—O lo han pillado y se ha librado con dinero, como ahora —dijo Norman. Miró hacia el cuarto de baño—. Tienen ustedes su arma… ¿pueden quedársela?

—Por supuesto —contestó Rabin—. Tenemos que enviarla a Jacksonville para que el FBI la compruebe. Es una ley federal y el cambio de acusación no significa nada para ellos.

—¿Por qué quiere hablar con él? —le preguntó Eakins a Norman.

—No sé. Como usted dice, probablemente no apareció sin más en la calle. Tal vez pueda averiguar qué está pasando.

—Nos pagan a nosotros para hacer eso, señor —dijo Eakins—. Si de verdad no necesita el dinero, deje que nos lo llevemos. Es un delincuente y podemos usar drogas para hacerlo hablar.

Eso sería magnífico de verdad.

—Es un delincuente, pero también es un ser humano. Si decido cambiar la acusación…

Solo regresó y le tendió el teléfono a Norm.

—Hemos hecho una transferencia directa —dijo—. Compruebe su saldo bancario. Es veinte de los grandes más rico.

—Pensaba que no creías en los bancos —dijo Eakins.

—Tengo amigos que sí.

Norman sacó la cartera y pulsó su tarjeta de crédito. No recordaba cuánto tenía disponible, pero 38.000 dólares parecía un montón. Bien; alzó el teléfono hacia los policías.

—Si hay algún problema los llamaré, amigos. Gracias.

—Me gustaría que lo reconsiderara —dijo Eakins, pero ambos agentes se encaminaron hacia la puerta.

—¿Qué hay de mi arma? —preguntó Solo.

—La recuperarás —contestó Rabin—. Pásate por la comisaría la semana que viene. —Dirigió a Norman una larga mirada mientras se marchaban.

Cuando la puerta se cerró, Norman dijo:

—Casa, queremos intimidad. Desconéctate durante treinta minutos o hasta que yo pulse un botón de alarma.

—Muy bien.

Norman se dirigió a un armarito, se sirvió un vaso de vino tinto y pasó al tuteo.

—Tienes mucho que explicar. Puedes empezar por el sargento Rabin.

—No tengo nada que ver con él. Ha sido accidental. Me ha pillado desprevenido, te lo aseguro.

—Me pregunto… Yo también lo vi, esta mañana.

—Es una ciudad pequeña.

—No tanto. —Tomó el vaso con la mano izquierda y dio un sorbo, sin dejar de mirar al hombre—. ¿Te envió Willy Joe a intimidarme?

—Basta de preguntas —dijo Solo, y avanzó hacia él. Se detuvo cuando Norman sacó el gran revólver.

—Sólo unas cuantas. —Indicó a la izquierda con el cañón—. Vamos al garaje.

Solo alzó las manos, caminando lentamente de espaldas.

—¿Qué hay en el garaje?

—Es más fácil de limpiar. Esto está cargado con balas explosivas, de las que se astillan y estallan con el impacto. Creo que forman un estropicio impresionante.

—¡Jesús! Espera. ¿Qué te he hecho yo? Quiero decir, la ventana, sí, pero…

—Abre la puerta.

El garaje era grande y limpio. Dos bicicletas colgaban del techo y había un ordenado estante de herramientas sobre una mesa de trabajo.

—No se trata de lo que me has hecho, ni siquiera lo que pretendías hacerme. Siéntate.

El único asiento era un taburete, junto a la mesa.

Solo se encaramó en él.

—Cuando era joven maté a veinticinco hombres únicamente porque llevaban un uniforme distinto al mío y tenían la piel algo más oscura. Mientras que tú irrumpiste en mi casa con intención de aterrorizarme y destruiste una obra de arte que apreciaba mucho.

—Lo siento. De verdad que lo siento un montón.

—Me resulta difícil expresar lo poco que me importan tus sentimientos acerca de este asunto. Sólo estoy sopesando las opciones.

—Estoy seguro de que no te resultará beneficioso matarme. —El sudor empezaba a perlar su cara—. No fastidies a Willy Joe.

—Puede que subestimes tu importancia. No has demostrado ser demasiado competente.

Norman posó el vaso y apoyó ambos codos sobre la mesa, sujetando la pistola con ambas manos mientras apuntaba al corazón de Solo.

—Y no menciones a la policía. Me lo agradecerían.

—Te equivocas. Te mandarían a los tribunales y se descubriría que…

Norman echó atrás el percutor con un fuerte chasquido.

—Ahora mismo te encuentras en una situación delicada. Sabes que soy homosexual y podrías destrozar mi vida con una palabra. No me sirves de nada vivo. Muerto, serías una buena advertencia para Willy Joe.

—No lo conoces. Está loco. Vendría a matarte.

—Podría intentarlo. Aún me quedan seis balas.

Solo miró a izquierda y derecha, meneando la cabeza, dispuesto a huir. El dedo de Norman se tensó sobre el gatillo.

Solo miró el estante de las herramientas.

—Espera. Tengo una buena idea.

—Ya era hora.

Acercó despacio la mano a las herramientas.

—Con permiso. Usaré esta hacha y…

—¡Quieto!

—¡Vale, vale! —Se detuvo—. Iba a proponer cortarme uno de los dedos. Le diré que me obligaste a punta de pistola.

—¿Estarías dispuesto?

Naturalmente, podría hacerse crecer uno nuevo, por cierto precio.

—Sólo quiero salir de aquí, tío.

Norman lo consideró.

—Usa el martillo. —Señaló con la pistola—. La maza de hierro de allí. Rómpete la mano de la pistola, la derecha.

—Soy zurdo.

—Entonces te estoy haciendo un favor. La derecha. —Le había acercado las herramientas.

Sacó pausadamente el martillo del gancho y lo sopesó, sin mirar a Norman.

—Ni siquiera pienses en arrojármelo. Una bala es mucho más rápida. —Apuntó a la cara del hombre—. Ahora toma la maza con la mano izquierda y pon la derecha sobre el yunque…

Ya había puesto la mano derecha sobre la mesa, con los dedos abiertos, y con los ojos cerrados descargó la maza. Se aplastó los nudillos del pulgar y el índice. La maza cayó sobre la mesa, y por un instante se acarició la mano rota en silencio. Luego se desplomó en el suelo, arrodillado, y se encogió en una pelota.

Norman dio un respingo, pero siguió apuntándolo con la pistola. Entonces una sensación extraña y despiadada se apoderó de él. Adelante. Una bala. Simplifica tu vida.

El teléfono de su cinturón sonó. Regresó a la cocina y cerró la puerta, pero sin dejar de vigilar a Solo por la ventana.

Sacó torpemente el teléfono con la mano izquierda.

—Buenas.

—Cariño, ¿qué está pasando ahí? —dijo Rory—. Volví de almorzar y había un mensaje de la policía. ¿Han entrado ladrones?

—Es más complicado que eso. El ladrón era un chantajista. Sabía lo de Rabin.

Aurora

—¿Rabin? —Ella colocó dos dedos sobre el fonocular de la vara telefónica—. ¿Quiere disculparme? Es personal.

—Por supuesto. Volveré más tarde. —El hombre que la estaba esperando se levantó y salió. Un político local, suponía, o una especie de abogado, con tarjeta de visita.

—No deberíamos hablar de esto por teléfono —dijo él.

—No importa.

—La situación está más o menos bajo control.

—¿Pagaste?

—No exactamente. Recuperé el equilibrio. Te lo explicaré cuando llegues a casa. Ahora mismo tengo que arreglar una ventana rota, antes de que entren los mosquitos.

—Rota… muy bien, más tarde. Saldré en el cubo dentro de diez minutos. Adiós.

Pepe estaba apoyado en la puerta.

—¿Quién era ése?

—¿Al teléfono? Norman.

—No, no. El tipo del traje que estaba en esa silla y que acaba de marcharse sin decir nada.

—¿No dijo quién era?

—Por eso te lo pregunto, Hawking. Debió de entrar mientras yo estaba en el cuarto de baño.

Ella no le dio importancia.

—Probablemente algún tipo del estudio. ¿Estás preparado?

—Estoy preparado, sí. Pero te vendría bien un poco de maquillaje. Estás coloradísima.

—Déjame recuperar el aliento.

Cruzó la habitación y llenó un vaso de agua helada, luego se sentó y trató de respirar con normalidad. Robo, chantaje.

—No tienes demasiado buen aspecto. ¿Quieres que llame a Marya y lo dejemos para otro momento?

—No, mira… han entrado en nuestra casa; había un mensaje de la policía. Pero he hablado con Norman y dice que las cosas están bajo control, sea lo que eso sea. Una ventana rota, pero creo que las únicas ventanas rompibles de la casa son las vidrieras del salón y la cocina.

—Espero que no —dijo Pepe—. Son preciosas.

—E irreemplazables, literalmente. Las hizo aquel viejo Charlie co-mo-se-llame, que murió hace un par de años. —Se frotó las sienes—. Estaré bien.

Pepe comprobó su reloj.

—¿Por qué no bajamos antes? Te invito a una coca de la máquina.

—Marya dice que es mala idea. Puedes eructar.

—Entonces lo arreglarán en el montaje.

—Es en directo, Pepe. —Se levantó—. Pero me arriesgaré.

Él le abrió la puerta.

—Eructar ante la cámara te hará parecer más humana.

—Oh, por favor.

Recorrieron el pasillo hasta la sala de reuniones. Justo delante, Rory se detuvo ante la máquina, insertó su tarjeta de crédito y compró una Coca-Cola y una cerveza.

Marya estaba ayudando a un cámara a colocar un improvisado telón sobre una pizarra blanca, para que sirviera de fondo. Intercambiaron saludos.

—Mira —dijo Pepe—. No me necesitas aquí. ¿Por qué no me acerco a ver si puedo ayudar a Norm?

Rory vaciló.

—¿Ayudarlo? —Parecía desorientada. Siempre se ponía un poco nerviosa con las cámaras, aunque no tuviera ninguna otra cosa en mente.

—Con la ventana rota. Ya sabes, por la lluvia.

—Oh, claro. —Sacudió la cabeza—. Sí, por favor.

Pepe

Por el pasillo Pepe llamó a un taxi para que lo recogiera al otro lado de la calle, en el Burgerman. Antes de dejar atrás el aire acondicionado, llamó a Norm.

El aparato sonó diez veces antes de que respondiera. Se mostró curiosamente vacilante; pero dijo que claro, que le vendría bien un poco de ayuda, que se pasara.

Había dos taxis esperando, ilegalmente aparcados en el césped, delante del palacio de comida rápida. Preguntó y el segundo taxi dijo que era el suyo. Le dio la dirección de la casa de los Bell y se puso cómodo para el corto trayecto.

Era un asunto complicado. Sabía qué papel se suponía que iba a jugar Rory en la Venida, pero Norman era un factor desconocido. Por otro lado, estaba el aspecto personal. Norm y Rory eran más que simples amigos para él.

Dos años antes, había cometido un error de juicio y acabo liándose con una estudiante que resultó ser una zorra extremadamente competente y calculadora.

Él se consideraba bastante sofisticado, experto en los matices de la sociedad americana, pero ella era más sofisticada aún y le preparó una trampa y lo pilló.

Se acostaron una sola vez, pero ella tenía fotos del acto. Fotos en las que hacían algo técnicamente ilegal en el estado de Florida. Y ella era sólo una chica inocente, diez años más joven que él.

Todo lo que quería era aprobar con nota. Pero no había hecho ningún trabajo.

Una pobre chica inocente con una cámara oculta, señalaron Rory y Norm, cuando se lo confesó mientras cenaban en su casa. También le dijeron que se olvidara de la ley sobre el sexo oral; la casa había hecho una rápida investigación y descubierto que la ley nunca se había empleado contra heterosexuales excepto en relación con los abusos de menores. Aquella chica tenía diecinueve años, él iba para los treinta.

Consiguieron una copia de su transcripción e hicieron unas cuantas investigaciones discretas. Resultó que al menos tres de sus notas altas eran regalos de amor, con la ayuda de una cámara. Uno de los hombres, que había dejado la universidad para trabajar en una firma privada, estaba ansioso por declarar contra ella, ante el decano, un jurado, un pelotón de fusilamiento, lo que hiciera falta.

Rory hizo algunos cambios administrativos y se convirtió en consejera de la chica. Luego la llamó a tutoría y presentó la prueba, y le dijo que podía aceptar un suspenso y marcharse de la universidad o ser encarcelada por extorsión. Se marchó.

Eso había salvado no sólo la vida académica de Pepe. Aunque las amenazas de la chica hubieran sido falsas, cualquier publicidad adversa podría haberle costado su tarjeta azul. Sería difícil seguir la Venida desde Cuba.

Cuando el taxi desembocó en la avenida Catorce, vio otro taxi aparcado delante de la casa de los Bell. Un hombre trajeado, con una mano vendada, subió a él. El vehículo se marchó y el de Pepe dio un giro de ciento ochenta grados para ocupar su sitio.

Verificó el número de su tarjeta de crédito y subió por el camino de acceso. Cuando se detuvo en la entrada, Norm abrió la puerta.

—Buenas —dijo.

—¿Quién era el tipo del vendaje?

—Es una larga historia por una parte y bien corta por otra. —Norman lo dejó pasar—. La versión corta es que es el tipo que rompió la ventana.

—¿El ladrón? ¿Por qué no se lo han llevado los polis…? ¿Lo has dejado marchar?

—Los polis estuvieron aquí. Resulta que puedes evitar ir a juicio, sobre la marcha. Ofreció veinte de los grandes, más del doble del precio de la ventana.

—Debe de ganar un montón de dinero en su trabajo.

—Sea cual sea. Vamos a medir la ventana.

Pepe lo siguió a la cocina, donde rebuscó en un par de cajones hasta encontrar una cinta métrica. La ventana rota medía ochenta por ciento sesenta centímetros.

—Tengo una tabla de un metro por dos —dijo—. Es fea, pero valdrá.

Entraron en el ordenado garaje de Norm. El orden hizo que Pepe se sintiera incómodo. Su propio garaje, bajo el apartamento, era una colección de basura dispersa. Aquí había sitio para un coche.

Norm se acercó a un estante que era casi todo de tablas y conglomerado, pero tenía unos cuantos tablones de pino oloroso. Eligió una plancha de conglomerado. Pepe se acercó y lo ayudó.

La casa sonó y anunció que el período de intimidad estaba a punto de terminar. Norman pidió otra media hora. Trabajó en silencio unos minutos, usando la cinta y una escuadra para trazar un rectángulo en la plancha, que luego acercaron ambos a la mesa de la sierra.

En la mesa de trabajo contigua había una maza de hierro y una mancha de sangre. Norman vio que Pepe la miraba.

—Eso forma parte de la historia, de la versión larga.

—¿Quieres contarla?

—No, en realidad no.

Colocaron la tabla y la guía de la sierra hasta que quedó exacta, la hoja de la sierra en el otro lado de la línea dibujada. Cortaron un rectángulo de ochenta por dos metros y luego lo redujeron a medida.

—No tienes que responder a esto —dijo Norman de repente—, pero estuvimos hablando hace un par de años, después de que Rory se fuera a la cama. Hablamos de sexo, de homosexualidad.

—Lo recuerdo. Habíamos bebido un poco.

—Un montón. —Colocó el tablón sobre la mesa dos veces; luego repasó los bordes con un trapo—. Dijiste que lo habías hecho.

—Bueno, no es gran cosa en mi cultura —dijo él, tratando de separar Cuba del lugar donde había crecido—. Los hombres mayores dicen que es escandaloso, afeminado. Pero probablemente hicieron lo mismo cuando eran muchachos.

—Muchachos —dijo Norman, frotando la tabla con el trapo.

—Es sólo un juego —dijo Pepe—. Vosotros los norteños seguís siendo unos puritanos.

—Algunos. —Norman sonrió a la nada—. Algunos de nosotros seguimos siendo muchachos.

—¿Cómo? ¿Todavía muchachos?

—He sido homosexual desde antes de que tú nacieras. Rory lo acepta.

Las piezas encajaron en su sitio.

—¿Y para eso vino ese hombre? —Miró la mancha de sangre y su rastro—. El hombre del vendaje.

—Chantaje. Puedes imaginar cuánto tiempo conservaría mi trabajo si se descubriera.

—Y Rory también. Tal como están las cosas.

—Exactamente. —Se puso la tabla bajo el brazo y Pepe lo siguió de vuelta a la cocina.

—¿Y la sangre? ¿La mano del tipo?

La tabla encajó exactamente en el hueco.

—¿La sujetas?

Pepe la sujetó mientras Norman rebuscaba en los cajones y encontraba por fin un grueso rollo de cinta blanca.

—¿Conoces a un tipo llamado Willy Joe Capra? —Tiró de la cinta, desenrolló la suficiente para colocarla en la parte superior y la cortó. Tenía un olor inesperado, a frambuesa.

—No, nunca había oído hablar de él. —No hasta esta mañana, a Sara.

—Tienes suerte. Es el contacto local de la mafia.

Pepe se quedó frío.

—Jesús, Norman. ¿Qué le hiciste en la mano?

—Oh, ése no era Willy Joe. Era su guardaespaldas, o algo parecido. —Cortó tiras largas para los lados—. Se apoda «Solo». Supongo que por eso lo enviaron a por un músico.

—¿Y qué le hiciste?

—Se lo hizo él mismo. Yo le sugerí que agarrara un martillo y se lo descargara sobre la mano derecha.

—Madre de Dios. —Pepe se sentó en el alféizar, a un palmo del suelo—. ¿Y dónde estaba su arma?

—La policía se la quitó.

—¿La policía que estuvo aquí?

Norm asintió.

—Tienen una especie de aparato detector.

—Lo he visto en el cubo.

—No lo usaron conmigo. Cuando este tipo me amenazó físicamente, saqué mi propia arma.

—¿Llevas una… pistola?

—En circunstancias normales no, Pepe. No he usado una desde que estaba en el Ejército. Pero sabía con quién estaba tratando.

—A ver si me aclaro. Sacaste un arma y dijiste: «Vamos al taller y aplástate la mano».

—No, eso fue idea suya. Se ofreció a cortarse un dedo con un hacha.

—Pero tú decidiste ser amable con él.

—Bueno, podría tener un dedo nuevo en una semana. La verdad es que creo que quería usar el hacha contra mí.

—¿Y perder todo el dinero del chantaje?

—No creo que su cerebro funcione de esa forma. —Norman se acercó al frigorífico—. No los entiendo mejor que tú. ¿Quieres una coca o algo?

—Algo más fuerte. Aunque sea temprano.

—Yo también. ¿Vino blanco?

Norman sacó una botella de vino blanco y sirvió dos vasos.

—Mira, hemos tenido una reunión. Willy Joe y un abogado y este guardaespaldas. Un almuerzo de trabajo. Me dijeron lo que sabían, y era correcto.

—¿Cuánto querían?

—Bueno, no lo sé. Me levanté y me fui.

Pepe se frotó la cara.

—¿Es que quieres morir, Norman?

—A veces pienso que sí. O al menos que le doy poca importancia a sobrevivir. Con permiso. —Atendió al teléfono que sonaba—. Buenas… oh, eres tú. —Pulsó un botón rojo para grabar.

»Eso no es posible. Tenemos invitados a cenar esta noche y…

»Supongo que podrías. —Escuchó, meneando la cabeza—. Sólo tú y Capra. Y hablaremos delante de la puerta, en la acera, no dentro.

Pulsó el botón de finalizar y miró el teléfono.

—¿Era el guardaespaldas?

—No, el abogado.

Bebió medio vaso de vino y reprodujo la conversación.

Capra felicitaba a Norman por su valentía («qué chulo») y le pasaba el teléfono al abogado. Decía que las reglas eran ahora diferentes. Norman había aumentado la apuesta al emplear la violencia. Tenían que mostrarle una cosa más, y si no podían hacer negocios entonces, revelarían su secreto a tiempo para las noticias de la noche y acabarían de una vez.

Tenía que ir a casa de Capra, en el 211 SO de la Tercera Avenida, a las cinco, preparado para hacer una transferencia de crédito de un millón de dólares. De lo contrario, se reunirían con él y su compañía para cenar, y harían que fuese una fiesta realmente interesante.

—Suroeste Tercera. Maravilloso barrio —dijo Pepe.

—Si te van las drogas o la prostitución —dijo Norman—. Nunca he probado una cosa sin la otra. —Bebió más vino—. Un tiroteo, supongo.

—Parece que lo deseas.

Él sonrió.

—Y ponerle fin, posiblemente. No le digas nada a Rory. Iré y prepararé la cena y le dejaré una nota.

—¿Cuál, «Adelante, disfruta de la cena; volveré después de matar a algunos chantajistas»?

—No llegaré a eso. No te preocupes.

—¿Quieres que te acompañe?

—Gracias, pero no. Probablemente les daré el millón.

Y entonces te dejarán en paz, pensó Pepe.

—Claro que te guardaré el secreto. Pero creo que estás cometiendo un error.

Un error que podría estropearlo todo.

—Tengo unas cuantas horas para pensarlo. Tal vez se me ocurra algo.

Pepe también tenía unas cuantas horas. Apuró su vaso de vino.

—Bueno, tengo que darme prisa. ¿Me informarás mañana?

—Claro. Hasta mañana.

—Hasta mañana.

Pepe salió por la puerta principal, tratando de no darse prisa. Otra pieza había encajado en su sitio, algo que le rondaba por la cabeza desde que Sara había mencionado el nombre de Willy Joe Capra.

Norman

Norman lo vio marcharse. «Te informaré si sigo vivo». Bueno, podía distraerse preparando la cena. No había ido a Publix después de almorzar, como había prometido. ¿Qué podría improvisar para un par de vegetarianos que no tomaban queso, ni leche, ni huevos? Volvió a conectar la casa y pidió que le pusiera a Vivaldi, música para vegetarianos.

Estudió la ordenada disposición de cajas, latas y tarros de los estantes, y quizá se inspiró por la música: pastel de judías italiano, una tarrina en capas de puré de judías: rojas, blancas y verdes. Cuando lo cortabas, parecía la bandera italiana.

Tras elegir las tres latas de la despensa, le pidió a la casa la receta y ésta apareció en la pantalla, sobre el horno.

—Más grande —dijo, pues no quería usar las gafas.

Peló y cortó patatas, las puso a hervir a fuego lento y luego trabajó en los tres colores de judías, sazonándolas con cebollas, ajos y ascalonias, y luego las apartó para dejarlas enfriar. Las patatas estaban ya hechas; las roció con hierbas de Provenza, aceite de oliva, y vino blanco de cocina.

Iba a servirse un vaso cuando se dio cuenta de que aquél podía ser el último vino que probara en este mundo. Se dirigió a la parte superior del estante y sacó un St. Emilion del veintidós, tal vez una semana de salario embotellado. Sacó el corcho, se sirvió un tercio de la botella en su copa de globo más grande y luego, cuidadosamente, preservó el resto de la botella con nitrógeno y volvió a ponerle el tapón. Los Slidell eran agradables, pero no lo bastante íntimos ni lo bastante importantes para un burdeos del veintidós.

Todo tenía que enfriarse durante un rato, así que apagó la música y se llevó el vino al estudio. Afinó el violoncelo y repasó las últimas notas que había estado desarrollando para La Venida, pero estaba demasiado distraído para trabajar en ello. Se centró en un nuevo libro de antiguas danzas folclóricas europeas y echó una ojeada a España y Portugal, bebiendo vino entre pieza y pieza.

La casa le recordó que eran las 16.00 horas. Con cuidado, Norman sirvió las capas de la tarrina en una hogaza de pan, luego retiró el vino y el aceite de las patatas y las roció con una pizca de pimienta, un chorrito de vinagre y un poco más de especias. Lo metió todo en el frigorífico y le dejó a Rory una nota diciendo que iba a salir; si llegaba tarde a la cena, que hiciera la tradicional ensalada de tomate y lechuga, sin el queso de cabra, Dios nos prohíba que explotemos a las cabras.

Se puso una chaqueta para protegerse del fresco de la tarde, se la abrochó, entró en el garaje, metió la pesada pistola en su funda y salió con la bici.

Tenía tiempo de sobra. Se entretuvo en la pista de ejercicios del parque, viendo a jóvenes y viejos correr y saltar y estirarse y hacer flexiones. Debería volver a eso. Tal vez al día siguiente, si había un mañana.

Pedaleó lentamente por el cinturón verde de casi un kilómetro y luego ganó velocidad mientras el tráfico, a su lado, frenaba al llegar al centro. Se le ocurrió una nueva máxima: «Nunca llegues tarde a un tiroteo». Advirtió que Willy Joe y el abogado darían por descontado que iba armado, así que estarían protegidos por ropas blindadas. Acércate lo suficiente para disparar a la cabeza. Primero a Willy Joe y luego al abogado, si vives lo suficiente. ¿Era el vino el que hablaba? ¿O sólo la guerra? Ambos, probablemente.

Pero la pistola seguía pareciéndole una carga. No una compañera, como en el desierto. Podría pagarles y aplazar la matanza para más adelante, si volvían por más. Cuando volvieran. Entonces estarían seguros de sí mismos y serían más vulnerables.

A unas manzanas de la casa, un camión de bomberos pasó ululando, y luego una ambulancia, y después otro camión de bomberos. Había una nubecilla de humo negro ante él que se convirtió en una columna.

Se detuvo en la Cuarta Avenida, a una manzana de la casa de Capra, que ardía como una hoguera. Sacó de la bolsa de su bici el catalejo que usaba para los pájaros y comprobó la dirección.

Enfermeros y policías hacían retroceder a un grupito de mirones en la acera, para dejar paso a la camilla de la ambulancia. Tendido delante de la casa había un hombre en una silla, evidentemente atado, cubierto de espuma contraincendios. Terminaron de soltarlo y él se levantó, tembloroso, y lo pasaron a la camilla.

Era Qabil. Se lo llevaron a la ambulancia.

No habría reunión esta noche, ningún tiroteo. Norman dio media vuelta en la acera y regresó a casa.

Llegó minutos antes de que Rory apareciera con sus invitados. Reacio, desconectó el cubo (todavía no había noticias) y se reunió con ellos en la puerta.

Lamar y Dove Slidell eran ambos astrónomos, afincados ahora en Nuevo México, compañeros de clase y amigos de Rory desde el instituto. Evidentemente ya habían dicho todo lo que había que decir sobre la Venida y sabían que Rory prefería hablar sobre cualquier otra cosa. Así que se dedicaron a chismorrear sobre amigos mutuos y a comparar sus trabajos. Los Slidell trabajaban en lo alto de una montaña desde donde podían ver las estrellas y todo. En Gainesville, el cielo nocturno era una brillante sopa gris.

Norman trató de parecer interesado, aceptó los cumplidos a su cocina y bebió un poco más de vino que los demás. Por fin sonó su teléfono y se excusó para atender la llamada en la cocina.

No eran los chantajistas. Era Qabil.

—Mira, sé que tienes compañía. No debería quedar constancia de que voy a tu casa. Pero tenemos que hablar antes de que vaya al trabajo por la mañana.

—¿Dónde estás?

—En la esquina. Un Westinghouse azul con ventanas plateadas.

—Estaré ahí en un minuto.

Pulsó «fin», se detuvo un momento a pensar, y luego entró en el comedor.

—Tengo que salir un momento, una emergencia estudiantil. Un chico tiene una prueba mañana y se le ha roto una cuerda del la. Parece que necesita ayuda.

—¿Qué estudiante? —preguntó Rory.

—Qabil. Está ahí al lado.

Ella asintió, sin palabras y forzó una sonrisa.

Norman tomó una cuerda de su estudio y dijo: «Vuelvo dentro de un minuto», y salió a la calle.

La puerta de pasajeros del coche se abrió mientras se acercaba. Entró y la puerta se cerró.

Un lado de la cara de Qabil estaba cubierto de ampollas, tapado con gel transparente. Tenía vendada la mano derecha.

—¿Qué ha pasado? —dijo Norman.

—Ya llegaremos a eso. Primero cuéntame qué demonios está pasando.

—Es simple… Willy Joe Capra iba a chantajearme. Por lo nuestro.

—Eso lo sé. Me lo dijo con detalle, después de secuestrarme en la misma puerta de mi casa. Y a ese hampón de Tampa, Solo, ¿le rompiste la mano?

—En cierto modo, sí. —Los grillos chirriaban con fuerza en la oscuridad—. Le apunté con una pistola y él mismo se lo hizo.

—Una pistola. Has llevado una vida interesante, desde que nos separamos.

Separamos. Norman trató de apartar la emoción de su voz.

—¿Qué te hicieron esos hijos de puta?

—¿A mí? ¿Qué demonios les hiciste tú?

—¿Yo? Nada. Sólo lo de la mano.

—Norm, puedes contármelo. Si puedes confiar en alguien en este asunto, es en mí.

—Tenía que verme con ellos a las cinco. Hablé con el abogado, Moore; dijo que tenían que mostrarme algo.

—Aquí presente, prueba A. ¿Y entonces qué demonios les hiciste?

—No hice nada. Estaba a una manzana de distancia y vi que la casa estaba ardiendo. Vi a los enfermeros soltarte de la silla, vi que podías caminar y me largué tan rápido como pude. —Sacudió la cabeza—. Lo siento. Te metí en esto. Supongo que ahora no hay manera de encubrirlo.

—Espera. Antes de que hablemos de encubrir nada. ¿No mataste a esos mierdas?

—No he matado a nadie. Estaba dispuesto a hacerlo, pero… el fuego. Te vi y supuse que era cosa de la policía.

—No… fuera lo que fuese, la policía no fue. Tendré que presentar un informe mañana y no estoy seguro de qué decir. ¿No lo hiciste?

—¿Qué fue? ¿Una especie de bomba incendiaria?

Qabil se tocó torpemente la cara.

—Los tres tipos estallaron. Lo vi con mis propios ojos. No se lo he dicho a nadie, sólo que hubo un incendio. Pero lo vi todo.

—¿Estallaron?

—Una ventana se rompió, una ventana detrás de mí. Ese reptil de Tampa, Solo, alzó su arma… la tenía ya en la mano izquierda y empezó a ponerse en pie. Entonces estalló en llamas.

—Jesús. ¿Como con un lanzallamas?

Norman los había visto en acción y todavía tenía pesadillas al respecto.

—No… fue como si explotara de dentro afuera. No sus ropas, la carne. Luego los otros dos. Uno, dos, tres. Se movían tambaleándose como en una película. Después su ropa empezó a arder. Capra tenía una pistola guardada en la espalda y las balas se dispararon.

»Cayó sobre las cortinas y éstas se incendiaron. Algunos muebles humeaban. Luego el fuego surgió de sus cuerpos como si fuera aceite hirviendo. Pude levantarme a medias, atado a la silla, y tuve que abrirme paso a patadas por la puerta principal, me caí por la escalera y me quedé medio inconsciente. Un civil me roció con extintor de incendios y tal vez me salvó la vida.

—¿Qué demonios pudo producir eso? ¿Hacer que la gente estalle en llamas de esa forma?

—Esperaba que tú me lo aclararas. Algún nuevo tipo de arma militar o algo por el estilo.

—Vamos, Qabil. No he empuñado un arma militar en treinta años.

Qabil asintió y entonces tuvo un breve espasmo de tos que terminó con una arcada.

—El olor era repugnante. Sabes que no puedo comer cerdo. Cuando la carne humana…

—Lo recuerdo, Qabil. —Sacudió con fuerza la cabeza—. Debe de haber sido cosa de la mafia. O de las bandas.

—Bueno, las bandas… —Se aclaró la garganta—. Las bandas no tienen ningún motivo para amarlo. Pero se dedican más bien a los bates de béisbol y las navajas. Si tuvieran pistolas de rayos lanzallamas, todos tendríamos auténticos problemas.

—Ya había pensado en la mafia. Pero ¿por qué un pistolero mataría a tres hampones y dejaría vivo como testigo a un policía?

—Tal vez no sabía que eres…

—Todavía iba de uniforme. Pero tal vez ésa es la cuestión. Tal vez quieren que sepamos que tienen esa arma infame. Willy Joe no era ningún padrino que tuvieran que asesinar de forma dramática, sólo un mequetrefe con delirios de grandeza.

Escucharon los grillos durante un minuto.

—¿Qué puede hacer que se queme un cuerpo? —preguntó Norman—. Estamos compuestos principalmente de agua, ¿no?

—Sí. Los crematorios necesitan un fuego realmente fuerte para funcionar. Pero los dos hemos visto lo que hace el napalm.

—Eso es añadir combustible. Dijiste que esos tipos empezaron a arder de dentro a fuera.

—Lo vi claramente. Su ropa ni siquiera ardía, no al principio. Luego todo ardió.

—Ha habido casos de combustión humana espontánea.

Qabil dejó escapar una risa apagada y se tocó la mejilla.

—Eso siempre acaba en nada. Algún viejo o algún borracho, o algún viejo borracho, se queda dormido fumando. Mueren sin darse cuenta de que se han muerto. Después de haber humeado un rato, la grasa empieza a gotear. Entonces arden como una vela. Como una lámpara de aceite.

—¿Qué hay del agua, entonces?

—Supongo que será como el agua de una rama verde de madera. Si el calor es suficiente, la madera arde de todas formas. —Se rascó la cabeza—. Pero esto no fue así. No humearon ni nada. Simplemente prendieron, como si estuvieran hechos de pólvora.

Norman se enderezó.

—Oh, demonios. Está claro.

—Ilumíname.

—Es un arma de la policía. Sabían que estabas…

—No, espera. No tenemos nada que se parezca a eso ni remotamente.

—No que tú sepas. Pero déjame acabar. Si toda la historia se destapara, si alguno de esos tres viviera, sería un caos. Un policía homosexual, la esposa de un marica sobornando a un poli, la mafia implicada… demonios, usarían armas atómicas para mantenerlo en secreto.

—Pero no lo sabe nadie. Está tan profundamente enterrado…

—Willy Joe lo descubrió.

Qabil sacudió con fuerza la cabeza.

—Si el departamento lo supiera, me habrían echado hace tiempo. Créeme: lo he visto suceder. Usamos procedimientos administrativos mucho antes de recurrir a armas sobrenaturales.

—Una vez me dijiste que no existe lo «sobrenatural». Si algo sucede, es parte del designio de Alá y, por tanto, es natural.

Touché. Y el misterio es parte de ese designio. —Sacudió la cabeza, sonriendo ante la idea—. Entonces considerémoslo un misterio con asesinato. Arma, motivo, oportunidad.

—El arma, olvídala, excepto por el hecho de que la persona que la utilizó probablemente sabía que no corría peligro frente a sus objetivos una vez que disparara el gatillo.

—El motivo. Bueno, Capra probablemente tiene más gente en esta ciudad deseando matarlo que nadie, excepto el alcalde. Ahora mismo tú eres el principal sospechoso, pero soy el único que lo sabe, y si dices que no lo hiciste, eso es suficiente para mí. ¿Quién más? ¿Sabía Rory que ibas a reunirte con Capra?

—No, no quise involucrarla. (¡Jesús! ¡Fue Pepe!). Además, estuvo en antena toda la tarde. Coartada perfecta.

—Y no lo sabía nadie más.

—No, por supuesto que no —mintió. ¿Podría tener algo que ver el trabajo de Pepe con algún tipo de aplicación armamentística? ¿Algo desarrollado a partir de aquellos estallidos de rayos gamma? Norman no sabía mucho al respecto. Tal vez un estallido de rayos gamma podía hacer que una persona ardiera en llamas.

—¿Qué hay de la oportunidad? Normalmente está relacionada con el motivo y el arma. Si esto es sólo un asunto de criminales matando a criminales, el momento tiene que ser explicado.

—¿Por ser tan oportuno?

Él asintió.

—Y arriesgado. A plena luz del día, en un barrio lleno de actividad criminal, alguien se agazapa detrás de un árbol, rompe una ventana y mata a tres personas, incendia la casa y se marcha.

—Habrá habido testigos.

—Lo más probable, pero no son modelos de buena ciudadanía. Y probablemente no quieren fastidiar a quien lo hizo. ¿Querrías tú?

—Pero espera. Tiene que haber una grabación donde se muestre que viniste a mi casa y detuviste a ese tipo, Solo, la mano derecha de Willy Joe. Y luego apareces en una casa donde los dos están muertos.

—Cierto. Pero, por lo que sé, no hay nada en los archivos policiales que los relacione a los dos. Eso habría sido una auténtica bandera roja. Estaba identificado como forastero. —Resopló con fuerza—. Puede que tengamos suerte. El fuego fue tan intenso que probablemente no dejó nada útil, ADN ni restos esqueléticos.

—Lo cual podría ser sospechoso en sí mismo.

—Son cosas que pasan. En la guerra tenían toda clase de armas que hacían imposible identificar los restos humanos. Normalmente calor intenso y acción química. —Se golpeó los dientes inferiores con una uña—. Es un enfoque. Un posible enfoque.

—¿Que alguien del Ejército quisiera deshacerse de Capra?

—O alguien con acceso a armas sofisticadas. Quiero decir, supongamos que estoy en lo cierto en lo que respecta al arma. Y hago la conexión militar, si nadie más la hace.

—Pero ¿dónde te sitúa a ti, testigo de todo? ¿Y atado a una silla? ¿Por qué te secuestró?

—Esa parte ya la tengo resuelta. Por fortuna, mi compañero y yo formamos parte de un equipo de observación que investiga la distribución de drogas, las drogas de diseño, dentro de los límites de la ciudad. Capra estaba metido hasta el cuello.

»Ya le dije al patrullero en el hospital que eso es lo que pasó: me siguieron a casa, me apresaron y planeaban matarme de manera dramática en cuanto oscureciera. Eso es cierto. Pero no por pertenecer al equipo antidroga.

—Sí. —Norman le tocó la mano—. Lamento haberte metido en todo esto.

Él dijo algo en árabe.

—Lo que sea será. Esto no es algo que dependa de nosotros. Y los malvados son castigados, para variar.

—Curiosa actitud para un poli.

Él sonrió y asintió.

—Será mejor que regreses. Me pondré en contacto si sucede algo.

A Norman no se le ocurrió nada más que decir que no fuera una variante de: «Espero no tener noticias tuyas», así que le estrechó la mano y regresó a casa.

¿Debía dar a entender a Pepe lo que sabía? ¿O dejarlo correr? Curiosidad contra gratitud, con una chispa de miedo.

Cuando volvió al comedor, estaban retirando el postre.

—¿No necesitó la cuerda? —preguntó Dove Slidell.

—¿Qué? —Norman todavía tenía la suya en la mano—. Oh, no él… encontró otra antes de que llegara. Afinamos y repasamos unos cuantos pasajes difíciles.

—¿Estará bien? —preguntó Rory, tratando de controlar el temblor de su voz.

—Estará bien. Creo que podrá continuar solo.

Ella asintió despacio, con los ojos clavados en los suyos.

—Vamos a recoger unos cafés en el local de Nick e iremos al observatorio. Ni siquiera te lo preguntaré. Necesitas dormir un poco.

—La verdad es que necesito trabajar. Empezar una nueva dirección con la segunda parte.

—Bueno… pues que te diviertas.

Se despidieron.

Aurora

Le dijo al coche que fuera al local de Nick.

—Probablemente estará todavía serrando el violoncelo si vuelvo a casa a las tres.

—¿Es difícil vivir con un artista? —dijo Dove.

—Es difícil vivir con alguien que no sigue un horario normal. ¡Como si yo lo hiciera! —Se dio la vuelta en el asiento del conductor—. Pero Norm es realmente raro. Nunca duerme más de unas pocas horas seguidas. Dormita de vez en cuando, sin seguir ninguna pauta.

—Como Edison —dijo Lamar.

—Nada de bombillas o fonógrafos. Pero es un cocinero magnífico.

Ellos murmuraron su asentimiento.

—¿Te alegrarás cuando esto termine? —dijo Dove—. Por fin podrás investigar de verdad.

—No tanto como quisiera. «Esto» ha despertado un nuevo interés en la astronomía entre los jóvenes. He cedido a las presiones y he accedido a dar dos cursos de primero.

—Eso son un montón de chicos.

—Cincuenta por clase. Pero tendré dos ayudantes, así que sólo tendré que impartir las clases.

—¿Y el resto de tu trabajo seguirá igual? —preguntó Lamar.

—Sí, pero eso no está mal. Un seminario para graduados y una clase pequeña sobre fuentes no termales. Y voy a recibir una buena bonificación por los dos cursos extra.

—Siempre me ha gustado primero. Pero no me gusta tener que ser espontáneo con la misma clase, tres días por semana.

Dove asintió.

—Yo tuve dos cursos de primero hace un par de años, cuando llegó ese chico genio de Princeton. Es una sensación extraña.

El coche se detuvo delante del bar de Nick y los tres entraron a recoger su café: tostado, dulce y rico.

Nick saludó a Rory.

—Un segundo, profesora.

Ella había hecho el pedido por teléfono, pues no estaba segura de hasta qué hora permanecía abierto el local.

Saludó al otro único cliente, aunque no estaba segura de conocerlo. Lo había visto antes, escribiendo a mano en un diario encuadernado.

El historiador

Saludó a la profesora Bell.

Ella aparecería en el último capítulo. Devolvió su atención al libro, que ya había llegado a 1990.

En agosto de 1990, Gainesville disfrutó de una semana de tremenda fama mundial por un hecho terrible. En el lapso de cuarenta y ocho horas, un loco capturó, torturó, mutiló y asesinó a cinco estudiantes.

Los cuerpos fueron encontrados con sesenta y una cuchilladas y heridas punzantes. Los limpió cuidadosamente después… incluso a la chica cuya cabeza cercenó y colocó en un estante, para que la encontrara la policía. Luego dispuso los cuerpos en posiciones obscenas.

La perversión acabó por resultar un error: dejó semen en la escena y su ADN lo identificó de forma inequívoca.

Pasó libre varios meses antes de ser arrestado bajo otra acusación. Una cuarta parte de los estudiantes huyeron atemorizados o a causa del temor de sus padres. La ciudad estuvo dominada por el terror: las ventas de armas se dispararon mientras que las inmobiliarias se hundían. Fue una buena época para comprar propiedades en el barrio estudiantil; una mala época para vivir allí.