Profesora Bell

Periodistas.

Normalmente su mesa no estaba más ordenada de lo necesario: un cómodo montón de notas, revistas, y libros. Mientras ella supiera dónde estaba todo, ¿a quién le importaba? Pero acababa de pasar quince minutos arreglando nerviosa las cosas, la mesa y todo lo demás. Todavía no eran las seis de la mañana.

Habría periodistas.

Miró la máquina de café de la antesala. El aroma era un imán. No, ahora no. Su corazón ya latía enloquecido. El médico había dicho dos tazas al día.

Pulsó un botón en la mesa.

—Anterior —dijo, y el diagrama de la pared fue sustituido por una página doble de ecuaciones y números—. Anterior —dijo de nuevo, y recibió una página doble de números y texto—. Izquierda.

La pantalla volvió a configurarse y le proporcionó una sola página ampliada de texto. La contempló y sacudió la cabeza.

Era un despacho viejo y anticuado, que databa de antes del cambio de siglo. Tenía una antigua pizarra que le gustaba utilizar, la única que quedaba en el edificio de física, y una pared entera, del suelo al techo, cubierta de estanterías para libros impresos en papel. Parte de ese espacio había sido convertido en una gran pantalla, pero ella seguía teniendo montones de volúmenes de papel encuadernados en cuero, tela, y cartón. Un jefe de departamento puede ser excéntrico.

—Música —dijo—. Vivaldi aleatorio, luego barroco aleatorio.

Un oboe entonó una melodía familiar.

—Más fuerte, diez por ciento.

Se sentó durante un minuto, escuchando, y luego se levantó y sacó un libro grande de la estantería, uno que había comprado el lunes siguiendo un impulso. Hojeó cuidadosamente las páginas amarillentas. Era un libro de fotografías periodísticas de la vieja revista Life, que documentaban una guerra en la que había combatido su tatarabuelo. Imágenes patrióticas granulosas y anuncios con precios ridículos. Lucky Strike Green marcha a la guerra. ¿Qué demonios significaba eso? Lucky Strike era evidentemente una marca de cigarrillos; tal vez el tabaco verde tenía entonces alguna aplicación armamentística.

Al oír el ascensor, cerró el libro y lo guardó. Su marido entró en la oficina exterior.

—¿Es bueno el café?

—Acabo de hacerlo, es mezcla.

Él se sirvió una taza. Tenía barba blanca de varios días, la ropa arrugada. Se levantaba casi tan temprano como ella, pero no se molestaba en afeitarse y vestirse hasta mediodía.

—No entendí del todo tu mensaje. —Se sentó en la silla reservada normalmente para los nerviosos estudiantes—. O no creo del todo lo que oí.

Ella siempre esperaba encontrarlo cuando llamaba a la casa. Norman era violoncelista y compositor, y se pasaba la primera hora del día ensayando, meditando sobre escalas e intervalos, e ignoraba el teléfono. Pero la casa le había dicho que parecía importante, y por eso recogió el mensaje. Había llamado inmediatamente, diciendo que iba para allá.

Contempló el despacho, ahora ordenado.

—¿Has invitado a alguien?

Ella se echó a reír.

—He estado ordenando las cosas. Espero una verificación de paralaje más largo.

—Paralaje, sí. Relájate. Siéntate, me pones nervioso. —Indicó la pantalla—. ¿Es eso?

Ella asintió. Era una ordenada fila de palabras: VAMOS DE CAMINO, repetida sesenta veces.

—Bueno… en sí mismo, eso no crea exactamente un…

—Norman. La señal llegó de un décimo de año-luz de distancia. En inglés.

—Oh. —Él sorbió su café—. ¿No tenemos a nadie tan lejos?

—Por supuesto que no.

—Criaturas del espacio exterior.

—Algo del espacio exterior. —El teléfono sonó y ella lo atendió—. Bell. —Se inclinó hacia delante, un codo sobre la mesa, contemplando sin ver la columna de palabras—. Cualquier momento es bueno. ¿Es el periodista científico? —Puso los ojos en blanco—. Por favor. ¿No podemos esperar a un periodista científico? —Resopló lentamente—. Entiendo. ¿Tiene la dirección? Eso es. Adiós.

Norman sonrió.

—¿Los reporteros científicos no están levantados a las seis?

—Van a enviar a su «hombre de noche». Probablemente estará acostumbrado a asesinatos y esas cosas.

—¿No podían esperar?

—No, ya está en las redes. Llamé a la Oficina Marsden en Washington en cuanto me aseguré de lo que era.

—Oh, ¿estás segura de lo que es?

—No, no. —Se levantó y volvió a sentarse—. Sólo de a qué distancia está, a qué velocidad va. ¿Sabes lo que es el corrimiento hacia el azul?

—¿Una prenda de vestir? —Ella le dirigió una mirada de exasperación—. Supongo que es como el corrimiento hacia el rojo, pero en azul.

—Eso es. Nos dice a qué velocidad viene algo hacia nosotros, en vez de alejarse. —Señaló la columna de palabras con un dedo—. Esto vino en un estallido de rayos gamma. Su fuente viene hacia nosotros casi a la velocidad de la luz.

—Parece peligroso.

—Está frenando. Si no fuera así, no podría decir nada sobre el corrimiento hacia el azul… quiero decir, podrían estar emitiendo en rayos gamma de alta energía.

Él frunció el ceño.

—No comprendo.

—Es complicado. —Ella descartó las complicaciones—. De todas formas, sé lo rápido que está frenando. A partir de eso… el asunto se reduce a que esta cosa cobró vida a la velocidad de la luz, exactamente a un décimo de año-luz de distancia, y está desacelerando a tal velocidad que llegará a la Tierra exactamente dentro de tres meses. El día de Año Nuevo.

—No es coincidencia.

—Por supuesto que no. Nos envían un mensaje raro. Esas palabras, combinadas con el corrimiento hacia el azul y la posición, dicen: «Sabemos mucho sobre vosotros y somos enormemente superiores tecnológicamente. Preparados o no, allá vamos».

Él se frotó la barba de su garganta.

—Jesús.

Los dos alzaron la cabeza cuando se oyó la puerta del ascensor.

—Aquí llega el hombre de la noche.

Daniel Jordan

A Dan no le gustaba la manera en que el viejo ascensor chirriaba y se estremecía. Se suponía que eran seguros, pero había cubierto un reportaje en Jax unos cuantos años antes, donde uno más nuevo que éste se desplomó veinte pisos. Cuellos rotos y cráneos fracturados y sólo una superviviente cuyos gritos apagados sonaban terribles mientras la patrulla de rescate se deslizaba por el hueco para abrir el techo. Empujó la puerta chirriante para acelerar y luego mantuvo la puerta abierta para que las cámaras pasaran tras él.

Comprobó su reloj. Las 6:17. Los polis del campus no empezarían a llegar hasta las siete. Tal vez la tarjeta de prensa en su parabrisas lo protegería. La emisora sólo pagaba dos tickets por semana, y ya los había gastado.

Doctora Bell, 436. Giró a la derecha y las cámaras lo siguieron. La pequeña se detenía cada par de metros para captar el ambiente: tablones de anuncios, una clase vacía, el cartel que decía: DEPARTAMENTO DE ASTRONOMÍA Y ASTROFÍSICA. La doctora Bell le estaba esperando junto a una puerta, una mujer pequeña y gruesa con el pelo corto y negro veteado de blanco; un rostro amable con una expresión difícil de leer. Dan se presentó y entraron en el despacho.

El hombre sentado junto a la mesa parecía el conserje, pero Dan tenía buena memoria para los rostros e hizo la conexión de los apellidos. Tendió la mano.

—Norman Bell, naturalmente. Asistí a su concierto en el parque la primavera pasada.

El hombre le estrechó la mano; parecía divertido.

—¿Se encarga usted de los reportajes musicales además de las anomalías astronómicas?

—No, señor. —Algo en aquel tipo le impulsaba a ser sincero—. La verdad es que tengo muy mal oído para la música. Fui con una chica.

Él se echó a reír.

—Debía de merecer la pena. —Se levantó—. Bien. No los molestaré.

—Quédate, por favor, Norman. —Ella miró a Dan—. ¿Le importa?

Dan se encogió de hombros.

—Mientras no permanezcan de pie o sentados juntos. Eso confunde los cerebros diminutos de las cámaras.

Las cámaras corrían tomando planos y contraplanos, panorámicas, intercalados, tomas de reacción. La mitad del material sería sobre un viejo de aspecto cansado con la ropa arrugada, temporalmente irrelevante.

—Creo que será mejor rodar con usted sentada ante su mesa, profesora. Yo me sentaré aquí. —Indicó la silla que Norman acababa de dejar vacante.

—Me apostaré junto a la máquina de café. ¿Quiere un poco?

—No, gracias. Acabo de salir del Burgerman.

—Por eso ha llegado tan rápido —dijo la doctora Bell—. Espero no haber interrumpido su desayuno.

—Oh, no —mintió él—, estaba pasando el rato con los polis municipales. Intercambio de chismorreos.

Miró la cámara grande y silbó, y luego habló despacio:

—Toma general. BG dos-setenta desde detrás del sujeto a mi izquierda.

La cámara se situó detrás de Bell y luego trazó un arco.

—Eso se montará luego en el estudio. Yo sólo formulo las preguntas aquí y luego ellos pueden pegar mi cara vista desde cualquier ángulo. Así que las cámaras no tienen que preocuparse por mí ahora.

La cámara completó su circuito y dijo «okey» con voz átona.

—Comience por el principio —dijo Dan.

—¿Cuánto sabe?

—Casi nada. Recibió usted una señal extraña del espacio exterior y el encargado de noche la consideró importante.

—Lo es. —Ella se echó hacia atrás—. Llegué al despacho poco después de las cuatro. La pantalla parpadeaba, reclamando atención.

—¿Puede recrear ese momento?

—Claro. —Bell pulsó un botón en su mesa—. Busca hoy, 0405.

La pantalla empezó a parpadear en rojo, diciendo: ANOMALÍA REGISTRADA GRB-1 0355 EST.

Dan silbó y señaló la pantalla. La cámara grande se acercó y pareció concentrarse.

—Daniel —dijo con una suave voz de mujer—, por favor ajusta mi sincronización de campo.

Dan sacudió la cabeza.

—Eso es automático en los modelos nuevos. —Se levantó, miró a través de la lente y jugueteó con un par de mandos hasta que la imagen de la pantalla se ajustó.

Regresó a su asiento y la pequeña cámara se aupó a la mesa de Bell y la miró. Ella la observó, cautelosa.

—¿Se supone que tengo que hablarle a la cámara?

—No, hábleme a mí. ¿Qué significa el mensaje?

—GRB-1 es un detector de estallidos de rayos gamma. El «uno» es puro optimismo; nunca conseguimos dinero para lanzar el segundo, que habría sido de apoyo.

»Pues bien, algunas fuentes producen estallidos de rayos gamma, en ocasiones durante horas, a veces durante minutos, normalmente durante unos segundos. Este satélite detecta y analiza la radiación. Tiene un pequeño telescopio, esencialmente una lente rápida de gran angular, que cubre todo el cielo cada dos segundos. Si detecta un estallido de rayos gamma, el telescopio mayor puede captarlo en cuestión de un segundo.

—¿Tiene alguna aplicación práctica?

—Nunca se sabe, pero lo dudo. Excepto que sí el Sol alguna vez hiciera eso freiría a todo el mundo en la zona diurna del planeta. No vendría mal contar con unas cuantas horas de margen.

—¿Tiene una imagen del satélite?

—Claro. —Pulsó el botón—. Busca GRB-1, concepción del artista.

Apareció un dramático holo del satélite, recortado contra el sol que asomaba escarlata tras la curvatura de la Tierra. Dan lo señaló y la cámara grande, que estaba concentrada en Bell, se volvió y grabó una toma de la pantalla de pared.

—Es una imagen bonita, pero falseada —dijo ella—. GRB-1 está en órbita geosincrónica; la Tierra es sólo una pelota grande que se interpone.

—¿Y qué es esa anomalía? Quiero decir, ¿qué demonios significa?

—Significa algo inesperado, un misterio. En este caso, registramos el estallido de rayos gamma, pero cuando el ordenador intentó averiguar cuál era la fuente, no había ningún objeto en las grabaciones previas. Me refiero hasta una magnitud de veinte-cincuenta, que es casi lo más débil que se puede encontrar.

»Esa fue la primera anomalía, que resultó interesante. La segunda fue sorprendente. Cada vez que captamos un estallido que dura más de unos pocos segundos, enviamos una petición al observatorio japonés de rayos gamma de la Luna, para que confirmen los datos. Su detector es más potente. Encontró el estallido, pero dijo que nuestra posición estaba ligeramente desviada. Lo comprobamos y no, nuestra posición era correcta. Era un paralaje.

Ella se adelantó a la pregunta.

—Estire un dedo ante su brazo y mírelo con el ojo derecho, luego con el izquierdo. —Lo demostró, parpadeando—. El dedo parece cambiar de posición con respecto a las cosas más lejanas. Eso es paralaje.

»Las estrellas, y no digamos las galaxias, están demasiado lejanas para que haya un paralaje medible entre la Luna y GRB-1, el ojo derecho y el izquierdo. Esta cosa estaba sólo a un décimo de año luz de distancia. No es una estrella.

—Entonces, ¿qué es?

—Ésa es la tercera anomalía, la fantástica. Me puse a analizar el espectro de… me puse a analizar la señal. Fue un pitido largo y firme durante sesenta segundos, luego un galimatías durante sesenta segundos, luego otro firme pitido y, luego, un galimatías idéntico. —Hizo una pausa—. ¿Sabe lo que significa eso?

—Dígamelo usted.

—Significa que la señal no es natural. El minuto de sesenta segundos no es un intervalo que se produzca en la naturaleza.

—¿Y sin embargo venía de un sitio más lejano de donde han estado jamás los humanos?

—Eso es. Y se trata obviamente de una señal. La sometí a un decodificador, lo que llamamos un programa Drake. Es una simple modulación de frecuencia, como la radio FM. Éste es el mensaje. —Pulsó el botón y dijo—: Anterior, anterior.

Dan señaló la pantalla y la cámara obedeció.

—¿Vienen hacia aquí?

—Sí, inicialmente casi a la velocidad de la luz. Al ritmo que están frenando (¡una desaceleración de cincuenta ges!) estarán aquí exactamente dentro de tres meses. El día de Año Nuevo.

Él guardó un instante de silencio.

—Supongamos que es un truco. ¿Podría ser una falsificación, una broma?

—Bueno, alguien podría acceder a mi ordenador, cierto, y gastarme una broma. Pero no podrían llegar a la Luna. Quiero decir que les dije dónde tenían que mirar, y allí estaba.

—Así que hay algo ahí fuera. —Dan se rió, nervioso—. Una invasión del espacio exterior.

—Esperemos que no se trate de una invasión. Se extrapola a partir de la primera señal, y cuando apareció la primera iba a cero-nueve-nueve-nueve… quince o dieciséis nueves… de la velocidad de la luz. —Se inclinó hacia la cámara pequeña y habló cuidadosamente—. Si se toma toda la energía que el mundo entero produce en un año y se pone toda en un vehículo espacial… no podríamos hacer que una pelotita de golf fuera así de rápido. Si es una invasión, lo tenemos claro. Estamos perdidos.

—Dios —dijo Dan entre dientes—. ¿Puedo usar su teléfono?

Extendió la mano y lo tomó: comprobó el teléfono mientras pulsaba las teclas.

—Charlene, escucha. Dan. Tienes que darme un flash de quince segundos a las siete. Luego una noticia de tres minutos a las ocho y un reportaje de cinco minutos a las nueve. Y consigue… escucha, es mi cuello, no el tuyo. Y haz que Harry y Rebecca vengan aquí ahora mismo para conseguir profundidad y color, para las nueve.

Escuchó.

—Dile a Julie que esté en la Sala Seis dentro de quince minutos. Voy a mostrarle dos cristales que lo harán volar hasta el condado próximo. Al siglo próximo. Será una primicia para todo el mundo.

Asintió.

—La Segunda Venida, bambina. La Segunda Venida.

Colgó y sacó un cristal de datos de la cámara pequeña, luego se puso en pie y extrajo un cristal similar de la grande.

—Gracias, profesora, ha estado usted genial. Tengo que correr. Un par de expertos en ciencia estarán aquí dentro de media hora.

Se encaminó hacia la puerta.

—¿Sus cámaras?

—Ellos las utilizarán.

Salió corriendo por el pasillo, usó una salida de emergencia y bajó la escalera.

Norman Bell

A Norman le hizo dar un respingo el desagradable repiqueteo de la puerta de emergencia. Un simple pitido habría servido igual. Su esposa llamó a mantenimiento y el ruido cesó.

Se levantó y se desperezó.

—Supongo que tendrás que quedarte aquí. ¿Te traigo algo de comer?

—¿Adónde vas?

—Al restaurante griego, el de Nick.

—Mmmm. Una de esas cosas con espinacas. Espinacas y queso. No hay prisa.

Spanakopita. —Se agachó para recoger su casco de ciclista—. No te olvides de verte en las noticias.

Ella estaba contemplando una pantalla llena de números y letras.

—Me pregunto en qué canal.

Norman palmeó el número dibujado en el costado de la cámara grande.

—Apuesto a que en el siete.

Una vez abajo, le quitó la cadena a la vieja bici y pedaleó ruidosamente por el campus. Tomó por el camino más largo para evitar el tráfico. No había demasiados coches a esa hora, pero los conductores eran erráticos. El ACT no entraba en vigor hasta las siete.

Comprobó su reloj y pedaleó más rápido. Tendría que cruzar la avenida de la Universidad y era mejor dejar atrás las carreteras principales antes de «la hora bruja». Algunos conductores se volvían un poco locos, en sus últimos minutos de control manual, tratando de ganar una manzana más o dos antes de que el sistema ACT entrara en funcionamiento y los convirtiera en ciudadanos respetuosos de la ley… o al menos convirtiera sus coches en máquinas respetuosas de la ley. Hasta entonces, una luz ámbar significaba «aprieta la mandíbula y cruza».

Atravesó la universidad sin incidentes y mantuvo el ritmo durante las pocas manzanas restantes, sólo por hacer algo de ejercicio. Le faltaba un poco el resuello cuando encadenó la bici a la puerta del Atenas, el restaurante de Nick, y se alegró de que éste tuviera puesto el aire. Aquél iba a ser un mal día, casi treinta grados ya y el sol apenas había salido. Se acordaba de cuando no hacía aquel calor en octubre en Gainesville.

Escogió un bollito con miel, pidió el fuerte café griego, agua helada, y luego metió tres pavos en la máquina de periódicos y seleccionó Internacional, Local y Cómics.

Leyó primero los cómics, como siempre, para prepararse. Las noticias internacionales eran predeciblemente ominosas. Inglaterra, Alemania y Francia se enfrentaban entre sí y las Repúblicas Orientales elegían bando. Cataluña se declaraba neutral hoy y, al día siguiente, España se alineaba con Alemania, apretujando a Francia. Europa tiene que hacer algo así cada siglo.

El café y el bollito llegaron y pidió un vaso de ouzo. No era lo que bebía normalmente con el desayuno, pero ésa no era una mañana normal.

—Nick —dijo cuando el hombre le sirvió el licor—. ¿Te importa poner las noticias de las siete? Canal Siete. Va a salir Rory.

—¿Su esposa? Claro.

Gritó algo en griego y el cubo detrás de la barra se encendió solo.

Todavía faltaban cinco minutos. La emisora local mataba el tiempo con su montaje de desnudos característicos, Chicas de Gatorland. Miró cómo una chica bonita mostraba sus habilidades en las barras paralelas y luego volvió al periódico.

Disturbios por el agua en Phoenix otra vez. El centro de Detroit bajo la ley marcial, habían llamado a la Guardia Nacional después de que una comisaría de policía fuera arrasada antes del amanecer por un camión kamikaze cargado de explosivos. Un hombre de Los Ángeles se había casado legalmente con su perro. En Milwaukee, unos gemelos reunidos después de haber estado separados sesenta años empezaron a pelearse inmediatamente.

La sección local contenía un antiestético, aunque posiblemente útil, fotoensayo que mostraba los tipos de mutilaciones faciales que las diversas bandas locales usaban para distinguirse. Ya eran más bien clubes sociales, por temibles que parecieran sus miembros. Diez años antes había habido un gran derramamiento de sangre. Ahora se limitaban a sus extraños torneos y a matarse en realidad virtual, con docenas jugando en cada bando. ¿Por qué no podía hacer eso Europa? Demasiado americano, suponía, aunque habían sido los coreanos los iniciadores de esa moda.

Dobló el periódico cuando empezó el programa de noticias. La principal era Detroit, naturalmente. Había escenas dramáticas de un helicóptero contraincendios al que disparaban y tenía que soltar su carga a una manzana del fuego antes de retirarse. Las multitudes que se congregaban en las ruinas de la comisaría mostraban poco pesar; un grupo de chiquillos aplaudía, hasta que vieron que la cámara los enfocaba y echaron a correr.

El descubrimiento de Rory no había conseguido el primer titular, pero sí más tiempo que Detroit. No era muy corriente tener una historia que fuera a la vez interplanetaria y local.

Experimentó una interesante sensación de déjà vu al contemplarla y ver qué partes de la entrevista habían escogido y cómo habían sido modificadas. No alteraron las respuestas de Rory, pero algunas de las preguntas habían sido cambiadas. Como era predecible, no salió nada sobre el paralaje ni la falsa coincidencia del minuto humano como parte de la señal; nada sobre lo que implicaban la distancia y la velocidad. Eso aparecería en un noticiario posterior. En el de las siete sólo se planteaba el tema.

Nick había traído ouzo y se quedó con Norman a ver el noticiario.

—¿Su esposa va a ser famosa? —dijo—. ¿Seguirá hablando con usted?

—Oh, me hablará. —Norman sorbió el ouzo y apartó la mirada de la pantalla, donde aparecía un gráfico anuncio de higiene femenina.

—Tipos del espacio exterior —murmuró Nick—. Ya era hora de que admitieran que están ahí fuera.

—Di que sí.

—Claro… salen en los periódicos desde que yo era un chaval. Las malditas fuerzas aéreas derribaron uno hace cien años. Metieron a los alienígenas muertos en un frigorífico.

—Nick. No te creerás eso.

—Salió en los periódicos —dijo—. Demonios, salió en el mismísimo «cubo». —Alzó ambas cejas y fue a limpiar una mesa que ya estaba inmaculada.

—Esto podría ser bastante importante —dijo Norman—. Rory piensa que no puede ser un truco. Si no, no habría llamado a los periodistas.

—Bueno, nunca se sabe, ¿no?

—Supongo que lo averiguaremos en cosa de una semana. ¿Quieres hacer una apuesta?

Nick contempló su reflejo en la superficie de plástico de la mesa y frunció cómicamente el ceño.

—¿De dónde es usted, señor Bell?

—De Boston.

—Bueno, nunca apuesto con nadie de Boston.

—La verdad es que nací en Washington D.C.

—¿Bromea? Eso es aún peor.

Las noticias continuaron abordando el asunto. Habían tenido tiempo de contactar con la Luna. Un confuso astrónomo japonés, el que había verificado la señal de Rory, apareció en directo para proporcionar más preguntas que respuestas: ¿Qué quiere decir con mensaje? ¿Velocidad de la luz? ¿Quién es esa Aurora Bell? Rory no se había identificado personalmente, por supuesto, era sólo un nombre en código como UF/GRB-1.

Cuando el periodista le explicó al científico que la profesora Bell había descifrado la señal como «Vamos de camino», repetida sesenta veces, los ojos del japonés se entornaron.

—¿Es una especie de broma universitaria?

Entonces alguien fuera de cámara le tendió un papel. Lo estudió varios segundos y luego alzó la cabeza.

—Nosotros… hum… al parecer hemos verificado el análisis de Florida. «¿Vamos de camino?».

—¿Y eso qué significa, doctor Namura?

El retraso en la respuesta fue más largo que el habitual desfase Tierra-Luna. Namura sacudió la cabeza.

—Supongo que significa que vienen para acá. Sean quienes sean. —Extendió las manos en un gesto más galo que oriental—. En realidad no tengo la menor idea. Naturalmente, no podemos descartar la posibilidad de que sea una falsificación. No es por acusar a su señor Bell. —Miró fuera de cámara y otra vez a ésta—. La señora Bell, la doctora Bell. Discúlpenos. Tenemos que discutir sobre esto.

Se marchó, mientras la cámara enfocaba su nuca y luego pasaba al paisaje lunar en la holoventana situada detrás del lugar donde había permanecido de pie.

—¿Sabe lo que le digo, señor Bell? Que es un truco. Si tengo razón, me debe cien pavos. Si me equivoco… usted y yo nos intercambiamos el trabajo un día.

—¿Qué?, ¿sabes tocar el violoncelo?

—Tal vez. No lo he intentado nunca.

Norman se echó a reír.

—Es tentador, pero paso. Nunca he sabido cocinar pasteles. —Señaló con un dedo—: Ah, sí. Rory quería una porción de spanakopita.

—Claro. Está fresco de hoy.

Un hombrecito pequeño y oscuro entró y dejó que la puerta se cerrara tras él. Iba vestido con formalidad y parecía haber pasado despierto toda la noche.

—¿Qué pasa, profesor? —dijo en español.

—Poca cosa —respondió Norman. El hombre lo llamaba profesor desde que descubrió que su esposa tenía un cargo superior al suyo—. Una invasión del espacio exterior.

—Sí, claro. ¿Qué nos apostamos?

—Será mejor que hables con Nick al respecto. Gracias.

Norman tomó el pastel de espinacas, pagó y se marchó.

Willy Joe

—¿De qué demonios está hablando?

Nick y él probablemente estaban en el cuarto trasero, un par de mariposones, todo el mundo sabe cómo son los griegos, y los músicos, demonios, son capaces de cualquier cosa. Dando y tomando por turnos. De otro modo, ¿por qué estaba siempre allí por la mañana? La mitad de las veces, por lo menos.

—Recibieron una especie de señal de radio rara en el observatorio. Su mujer salió en las noticias.

—Siempre es algo, ¿no?

—Siempre.

Nick trajo una tacita de café fuerte, un pastel de salchicha y un vaso de retsina. Lo colocó todo delante de Willy Joe con un billete de quinientos dólares perfectamente doblado bajo el plato.

—¿Cómo va el negocio?

Willy Joe acarició el billete y tomó un sorbo de café.

—Siempre bien, a primeros de mes. Pero me tiene muerto.

—Pobrecito —murmuró Nick en español mientras regresaba detrás del mostrador.

—¿Qué significa eso? ¿Qué demonios quieres decir con eso?

—Es sólo una expresión.

—Sí, sé lo que significa. Cuida tu puñetera boca.

Willy Joe se agitó, acomodándose en la silla. Notaba la incomodidad de la nueva correa en la espalda. No tenía que llevar pistola en aquellas rondas de recogida. ¿Quién se iba a enfrentar a él? Por no mencionar a Bobby el Malo y a Solo, allí en el coche.

Tengo a esta maldita ciudad asida por el cuello, ahora que hay alcalde nuevo. Metido en el bolsillo antes de la elección de la Comisión, allá en el cuarenta. La zorra del año pasado era dura de manejar. Descubrió cómo ponérselo difícil a Willy Joe. Vete a mear al mar, zorra. Nada va a cambiar.

Desplegó su lista y tachó el Atenas. Era el último garito abierto las veinticuatro horas; los demás no abrirían hasta al cabo de un rato. Se sacó el teléfono del bolsillo y dijo:

—Coche.

—Aquí Solo.

—Mira, vamos bien de tiempo. Haced lo que queráis hasta las nueve menos cuarto. Que sean las nueve, delante de lo de Mario. —Colocó el pulgar sobre el botón de espera mientras apuraba el retsina—. Sanchez.

—Buenas.

—Willy Joe. ¿Dónde estás?

—Entre la Segunda y North Main, como dijiste.

—Vale, trata de encontrarte con Solo. Una limo Westinghouse roja y negra que sale del Atenas.

—No hay problema si permanece en la ciudad. —Sanchez iba en bici. Con el ACT funcionando por la mañana, podía alcanzar el tráfico a pie sin agotarse.

La limo se apartó de la acera, se metió entre dos coches y pasó al carril izquierdo. Se dirigía al gueto, interesante. Bobby el Malo estaba bien, pero era un poco lelo. Solo era nuevo; amigo de un amigo de Tampa. Se hacía el duro. A Willy Joe le habría encantado aclararle un par de puntos. Algún día tal vez necesitara una pequeña lección para enterarse de quién era el jefe.

—Nick. —Alzó el vaso vacío—. Otro retsina. ¿Tienes la página de deportes?

—Te la traigo.

Acercó la botella y metió un pavo en la máquina de periódicos.

Willy Joe arrancó la sección de deportes.

—A ver si me queda pasta.

Sacó un cuadernito encuadernado en cuero de un bolsillo interior y comprobó sus apuestas contra la columna de resultados. Purasangres en Hialeah, perros en Tampa, jai alai en la ciudad. Sabía por las noticias de la noche anterior que había perdido su mayor apuesta: la asesina convicta Sally Anne Busby eligió la puerta equivocada y fue electrocutada. La muy zorra. Se dejó llevar por una corazonada y apostó mil por la inyección letal.

Pero ganó una triple de perros. En total, había perdido 378 pavos. Así que apostaría el doble hoy. Se pasó veinte minutos redactando una lista que distribuía los 756 dólares en apuestas seguras y de riesgo, y luego llamó a su corredor.

En el cubo salía una tía negra que hablaba con la esposa del profesor.

—¿Esperaba que sucediera algo así? —preguntó—. ¿Hay algún precedente?

—Nick, ¿quieres poner otra cosa? Ya está bien de la jodida presidenta.

Marya Washington

—Nada que pudiéramos considerar un precedente —dijo la profesora Bell—. Como sin duda sabe, ha habido resultados ambiguos en el programa SETI…

—Las siglas del proyecto Search for Extraterrestrial Intelligence (Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre) —tradujo Marya para la audiencia.

—Sí… que podían venir de otras especies inteligentes, o tal vez fueran señales de radio generadas por algún proceso natural que no comprendemos del todo.

—Como la inteligencia —dijo Marya.

—Así es. —Le sonrió a la otra mujer, más joven—. Pero en más de veinte años de análisis, no hemos conseguido ningún contenido semántico claro de las tres fuentes sospechosas. Ésta es tan clara como un bofetón en la mejilla.

—¿E igual de agresiva? —Alzó dos dedos delante del pecho, fuera del alcance de la cámara.

—Eso no está claro. Si nos fueran a atacar, ¿por qué anunciar que vienen de camino? ¿Por qué no sorprendernos?

—Por otro lado —dijo Mayra—, si su intención es benévola, ¿por qué no dicen algo más que «preparados o no, allá vamos»? —Levantó un dedo.

—Bueno, tienen tres meses por delante. Esta primera señal puede que haya sido para llamar nuestra atención.

—Desde luego lo han conseguido. Muchas gracias, doctora Bell, por tomarse su tiempo, aquí en la Universidad de Florida, para explicar todos estos interesantes acontecimientos a nuestra audiencia en casa. Mayra Washington informando en directo desde Gainesville, Florida; ahora devolvemos la conexión a nuestras emisoras locales.

Le sonrió a la cámara grande hasta que ésta chasqueó dos veces. Luego se echó hacia atrás en la silla y bostezó abiertamente.

—Caramba. Supongo que los astrónomos siempre descubren cosas a horas intempestivas.

—Antes sí. Ahora se trabaja a todas horas.

—Supongo. Bueno… gracias, Aurora. ¿Puedo llamarla Aurora?

—Rory.

—Gracias por su paciencia. Ojalá hubiéramos tenido más tiempo, pero estamos compitiendo con otros noticiones. —Se echó a reír—. Como si una comisaría destruida se pudiera comparar con esto.

—Oh, vaya. ¿Algún herido?

—Once muertos, que se sepa. Fue arrasada.

—Qué extraño no haber oído la explosión.

—Oh, no, no. Fue en Detroit. Puede que el objetivo no fueran los policías. Tenían detenido a un tipo de la mafia que iba a cantar ante el Gran Jurado el lunes… No sabía nada de esto, ¿no?

—No, yo… me temo que no presto mucha atención a las noticias.

—Yo tampoco, y eso que soy periodista. Mi especialidad son las noticias científicas. Mi programa de noticias es Naturaleza.

Rory tomó un cristal beige.

Cartas Críticas de Astrofísica. Los últimos chismorreos. —Lo depositó sobre la mesa, pensativa—. ¿Qué tiene de especial? ¿Qué quiere que haga?

Marya interpretó el gesto como impaciencia.

—Oh, no se preocupe. Nada de ensayos ni líneas a seguir ni esas cosas. Sólo la entrevistaré como he hecho hoy, pero más en profundidad. La molestaré lo menos posible.

—Pero sí quiero implicarme. El tema SETI está muy lejos de mi especialidad, pero parece que no tengo otra opción. Además, hace treinta años fue mi pasión, cuando era estudiante.

—¿Eso fue cuando encontraron la primera fuente?

—Cinco o seis años antes, en realidad. Para cuando oyeron la Señal Alfa, yo estaba volcada en la física de las fuentes no termales, académicamente… no tenía mucho tiempo para hombrecillos verdes.

—Que no se materializaron, de todas formas. —Marya sacó un archivador de su bolso, lo hojeó, y sacó un cristal azul con el rótulo «SETI-L» impreso en pequeñas letras mayúsculas en la parte superior—. ¿Tiene el libro de investigación de Leon?

—No. He oído hablar de él. —Tomó el cristal y lo insertó en el lector de la mesa. Zumbó una nota interrogativa, el copyright, y Rory le pidió un «fondo general». Copió el cristal y lo sacó. Rory lo miró—. ¿Tiene los datos en bruto?

—De las tres estrellas. Los resúmenes también.

—Bueno, podríamos tener que revisarlos. Han pasado unos cuantos años. ¿No fue a principios de los cuarenta?

Marya miró el dorso del cristal.

—Dos mil cuarenta y tres.

—La de cosas que pasan en once años. —Le pidió a la mesa que buscara la composición del departamento y ésta apareció en dos pantallas—. Habrá que hablar con Leon, supongo… ¿Dónde está, en Cal Tech?

—En Berkeley. Llamé a su despacho y le dejé un mensaje pidiendo una cita. Pero ¿quién se encarga del SETI aquí en Gainesville?

—No hay nadie especializado… pero Parker es muy bueno. Se encarga de nuestros cursos de radioastronomía, el de introducción y el avanzado, y sigue enganchado al SETI. Tiene apasionados a los estudiantes.

Escribió su nombre y su número en un trocito de papel.

—Tan apasionados como estaba yo… y volveré a estarlo, según parece. Misterios.

—Será un buen programa. Pero la cadena me ha dado dos días para elaborar cuarenta y cinco minutos, así que tengo que moverme. —Guardó el cristal y vaciló—. Hum… ¿Puede asignarme a alguien? ¿Alguien menos veterano que Parker, un estudiante auxiliar a quien pueda llamar a horas intempestivas en busca de información?

—No, no puedo asignarle un estudiante —dijo Rory, y estudió la reacción de Marya—. Me temo que tendrá que quedarse conmigo. No estoy dispuesta a que nadie más comparta la diversión. Parker nos podrá poner al día a ambas, pero yo seré la astrónoma del proyecto.

El ascensor trinó.

—Bueno, hablando del diablo. Aquí viene Parker.

Un hombre alto, sin afeitar y con los ojos hinchados, pero vestido con chaqueta y corbata con su kilt, recorría el pasillo hacia ellas. Llevaba gafas sin patillas y perilla.

Pepe Parker

Se apoyó indolentemente contra el marco de la puerta, algo cansado.

—Rory… ¿qué demonios pasa?

—Una pregunta razonable. Pepe Parker, te presento a Marya Washington.

Él miró a la atractiva mujer negra.

—La conozco. Sale en la tele.

—En este momento no —dijo ella—. La cadena me pidió que preparara un especial sobre este mensaje.

—Y yo me tomé la libertad de nombrarte voluntario.

—Oh, muchas gracias. Tengo un montón de tiempo libre.

—Si prefiere no… —dijo Washington.

Él alzó una mano.

—Era broma. Mira, no sé ni la mitad de la historia; Lisa Marie puso las noticias y reconoció tu voz, pulsó «grabar» y me despertó. O lo intentó. Estuve en la cúpula hasta más de las tres.

—¿Para qué demonios…?

—No lo preguntes. No me hagas enfadar. Sería agradable si alguien además de mí supiera hacer funcionar el maldito bolómetro. ¿Entonces encontraste a algunos HV?

Washington miró a Bell.

—«Hombrecillos verdes». No sé qué otra cosa podrían ser. Estoy abierta a sugerencias.

—¿Podría ser una broma aplazada? Se me ocurrió por el camino. Una sonda de hace ochenta años con una broma codificada.

—Buen intento. Pero no has visto el espectro. Hace ochenta años no había tanta energía en todo el planeta.

—¿Y de verdad está en inglés?

Ella asintió despacio.

—Santo Chihuahua. ¿Qué está haciendo ahora?

—Onda portadora. Es una señal de 21 centímetros, corrida hacia el azul a 12,3 centímetros. —Sí, vale. ¿Qué velocidad es eso?

—Digamos que 0,99c. Desacelerando.

—Oh, sí… ¿Lisa Marie dijo que dijiste que tardaría tres meses? ¿Para frenar y llegar aquí? ¿Cincuenta malditas ges?

Rory asintió.

—¿Y si no frena? —preguntó Washington—. ¿Y si nos golpea a esa velocidad?

—Sanseacabó —dijo Pepe—. Tenga el tamaño que tenga.

—Déjame ver. —Rory se volvió hacia la pared—. ¿Cuánta energía cinética hay en un objeto con una masa de una tonelada métrica, a 0,99c?

—Cuatro-punto-cuatro-tres × 10 julios —respondió la pared inmediatamente—. Más de un millón de megatones.

—Romperá este planeta como si fuera un huevo —dijo Pepe. Le hizo gracia la expresión ávida de Washington—. Creo que tiene una buena historia —le dijo a Rory.

—No soy la única por la que tendrán que preocuparse —dijo Washington—. A mediodía tendrán haciendo cola a todos los tabloides del país. Si yo fuera ustedes, haría que algún secretario los enviara a todos a la Oficina de Información Pública.

—¿Tenemos uno? —preguntó Pepe.

—Sí, un chaval se encarga —dijo Washington—. Hablé con él, Pierce, Price, algo así. —Sacó un tarjetero de su bolsillo y le preguntó—: Nombre y número de oficina, jefe, Oficina de Información Pública de la Universidad de Florida.

El tarjetero le dio el nombre:

—Donato Pricci, 14-308.

Rory lo anotó.

—Buena idea —dijo—. Dios sabe cuándo podremos dedicarnos aquí a la ciencia. Ustedes los periodistas son una lata.

—Lo intentamos —dijo Washington—. Pero espere a conocer al editor científico de Dayshot. También se encarga de la columna de astrología.

—Será mejor que coloquemos al secretario junto al ascensor —dijo Pepe—. O la puerta principal. Tal vez con un par de guardaespaldas.

Washington miró la hora.

—Será mejor que vaya a la emisora. A ver a cuántos talentos locales puedo usar y a cuánta gente podré traer. O intentaré traer.

Al salir pasó junto a Norman, que entraba por la puerta. Dejó la caja blanca con el pastel de espinacas en el frigorífico, bajo la máquina de café.

—Buenas, Pepe. El programa estuvo bien, querida.

Rory pareció momentáneamente confusa.

—Oh, el noticiario. Acabamos de hacer otro.

—Pues verás cuando se enteren de lo del millón de megatones —dijo Pepe—. Eso saldrá en las primeras páginas de todo el mundo mañana por la mañana.

—¿Qué millón de megatones? —preguntó Norman.

Rory señaló la pared.

—Le pregunté qué energía cinética tenía esa cosa.

—Si nos golpea sin frenar —dijo Pepe.

—Eso les ahorrará a Francia y Alemania algunos problemas. —Depositó las secciones dobladas del periódico sobre la mesa, junto a la máquina de café—. Cómics e Internacional.

—De lo sublime a lo ridículo —dijo Pepe.

Sonó el teléfono y Rory lo atendió.

—Buenos… Vaya, señor alcalde. Qué honor.

Alcalde Southeby

—Bien, señor alcalde. —Cameron Southeby vivía al otro lado de la calle, frente a Rory y Norman; eran vecinos desde hacía nueve años—. ¿Qué puedo hacer para ayudarte? ¿Qué puedes hacer para ayudarme?

Rory le dijo que la situación no estaba clara todavía. Era posible que acudieran un montón de periodistas… Si se le ocurría algún modo de enviárselos lo haría.

—Hazlo. Nos los comeremos vivos. —Se dio la vuelta y contempló la ciudad a través del ventanal, a treinta metros bajo él. «La Ciudad de los Árboles» se estaba convirtiendo en un engorro. «La Ciudad de los Aparcamientos Caros» no ayudaría a vender casas—. En serio… recuérdamelo, Rory. ¿Conoces a nuestro contacto en la universidad, June Clearwater?

Rory no la conocía, pero le pasó el nombre de Información Pública que le había dado Washington.

Pricci el Capullo, pensó Southeby, recordando su enfrentamiento a causa de un permiso para una asamblea.

—Haré que se pongan en contacto entre sí —dijo. Era su día de italianos. Acarició la tarjeta que decía «WJC 9.30». Willy Joe Capra, uno de sus tipos favoritos. Palpó el sobre dentro de su bolsillo.

Rory le dijo que no albergara demasiadas esperanzas de que aquello tuviera efectos a largo plazo para la ciudad. Podía resultar una moda pasajera: aún podía tratarse de una broma rebuscada.

—Pero dijiste en el cubo que estabas segura de que no era una broma. —La visión de Southeby de su ciudad convertida en el centro de la atención mundial se evaporó, sustituida por una pesadilla de burlas internacionales.

Rory le dijo que no se animara demasiado: lo único que pretendía decirle era que el hecho de que ella estuviera segura de que no era un timo no garantizaba que no hubiese alguien más listo detrás, que preveía sus recelos. La explicación directa seguía siendo lo más probable, pero…

—Oh… vale. Bueno, debes de tener un millón de cosas que hacer. Te dejo. Hasta mañana.

Norman Bell

Norman contempló divertido las diversas expresiones de su esposa mientras por fin lograba zafarse de su pesado vecino.

—¿Intenta sacar pasta?

—El bueno de Cam.

—Voy a pasar por el mercado camino de casa. ¿Qué quieres para cenar?

—Lo que sea. Algo que pueda recalentar. No sé a qué hora volveré.

—No olvides hacerlo. —Él recogió su casco.

—No te dejes el protector solar.

—¿Bromeas?

En realidad, se lo había dejado, pero guardaba un tubo en la bolsa de su bici.

—Llámame cuando vayas para casa. Te calentaré la cena.

—Muy bien.

Su marido hablaba con acento de Nueva Inglaterra, pero usaba expresiones sureñas que le había pegado el tío de Rory, a quien ella odiaba.

Fue un trayecto de diez minutos en bici por calles secundarias hasta llegar al Mercado de los Granjeros, en el centro de la ciudad. A medio camino, empezó a sudar a pesar de la sombra y se detuvo a ponerse la crema.

Llevaban unos diez años usando el espacio entre el edificio federal y el ayuntamiento como mercado al aire libre dos días por semana. Era un espacio «gratis», por lo que Norman sabía, pero con una pega: había que dejar un depósito de quinientos dólares, que se recuperaban a la hora de cerrar, o más bien al cabo de una semana. Eso mantenía en casa a los granjeros marginales.

Le echó el candado a la bici y pasó por delante del puesto de mariscos, pescado caro, gambas, pulpo y atractivas anguilas en sus lechos de hielo picado. Déjalo para lo último. El lugar estaba bastante lleno, como sabía que estaría a esa hora. Los trabajadores de la ciudad matando el tiempo antes de entrar en la oficina a las nueve. La multitud era animosa y joven y charlatana… Había montones de estudiantes nuevos en aquella época del año. A él le gustaba pasear y escuchar sus conversaciones.

Llevaba dos bolsas de tela y, mientras deambulaba de un extremo del mercado al otro (del pescado a los cafés), fue comprobando los precios y planeando qué comprar y dónde en el camino de vuelta. A Rory le parecía que el mercado era una afectación tonta, la nostalgia urbana de un tiempo más simple que nunca había existido, y aunque Norman no podía estar en desacuerdo, para él seguía siendo uno de los momentos importantes de su semana. Los precios eran más baratos en el supermercado, pero los productos eran allí sospechosamente uniformes, y las multitudes eran iguales en todas partes.

—¡Doctor Bell! —Montones de cálida piel marrón y un poco de ajustada tela blanca. Luanne no sé qué, una estudiante de hacía tres o cuatro años.

»He visto las noticias esta mañana. ¿No es… total?

—Algo es, sí —admitió Norman—. ¿Dónde has estado? Hace tiempo que no te veo.

—Oh, fui a Tejas a hacer un máster de teclado. No había trabajo allí, sorprendentemente. ¿Y qué opina de esta historia?

—No sé más que tú; sólo lo que apareció en el cubo. Aurora cree que tiene fundamento.

La estudió. Emitía señales sexuales, pero más de exhibición que de disponibilidad, tal como recordaba de antes. Se preguntó cuánto en ella era deliberado, como el pelo cuidadosamente desordenado y el maquillaje tan sutil que resultaba casi invisible, y cuánto era propio de su naturaleza. Le gustaba que la miraran; disfrutaba de su atención. De la atención de cualquier hombre.

—Cuando me marché hace unos minutos, estaba hablando con el alcalde. Buscando una manera de traer fama y fortuna a Gainesville. O a Cameron Southeby.

—¿Ese pelanas es alcalde? Tendría que haberme quedado en Tejas.

—¿Lo conoces?

—Lo conocía. —Ella le tocó el brazo y susurró—: cuando era comisario de policía. —Alzó una ceja y continuó su camino.

La vio marcharse. Interesantes andares: «Ella se mueve en círculos / y esos círculos se mueven». ¿En qué asunto ilegal podría haber estado implicada? No tenía duda de que Cam se dejaba untar, pero Luanne parecía un poco pija y tímida cuando era estudiante. Oh, bueno. Probablemente una prostituta de las de ropa interior de cuero y esposas. Algunas de las personas más tranquilitas tenían una extraña vida privada. Había conocido a un par de ellas mientras vivía la suya propia.

En cuanto a aquel asunto… ¿y si eran criaturas de otro planeta y aterrizaban en la Casa Blanca el día de Año Nuevo? ¿Cómo cambiaría eso las cosas? ¿Depondrían los europeos las armas en celebración de la vida universal? Seguro.

Todo dependería de lo que pudieran llevarse por delante. La amenaza de la destrucción absoluta podría unir a la humanidad contra un enemigo común, pero ¿de qué serviría la unidad contra un enemigo capaz de romper el planeta como si fuera un huevo?

Tal vez trajeran la verdad, y la verdad los haría libres. Como había hecho tan efectivamente en el pasado.

Deseó ser mayor. A los sesenta era difícil plantearse la muerte con sentido del humor. Tal vez al cabo de otros treinta años…

Estudió los diversos cafés y se decidió por una mezcla moderadamente cara: una onza de Blue Mountain con tres onzas de tueste francés. Rory notaba la diferencia más que él. Se tomaba como mucho una taza al día en casa y le gustaba saborearlo. Él lo bebía constantemente, como combustible para la música, pero un sucedáneo: Café-est o MH Black Gold. Una taza de té de verdad por la mañana y luego veinte tazas de todo lo que fuera negro y fuerte.

Se dio la vuelta y se detuvo a contemplar los treinta y tantos puestos, recordando qué se vendía en cada uno. Comprobó su lista; tachó el café, añadió guisantes verdes y jamón ahumado. Haría una buena sopa y la dejaría cocer todo el día. El pan y la ensalada ya estaban en la lista.

Su día para las mujeres jóvenes.

—Buenos días, Sara.

—Buenos, maestro. —Era la dependienta y copropietaria de Hermanos Mendoza, que habían venido al norte a toda prisa veinte años atrás, dejando un montón de facturas por pagar a su nombre.

Sara siempre se tocaba el cuello cuando te saludaba. Había sido víctima de un terrible incendio hacía unos años, e incluso después de que le reconstruyeran el rostro tuvo que hablar durante un tiempo con una máquina adosada a la garganta. Todavía llevaba manga larga y jerséis de cuello alto. Su cara parecía esculpida, más rígida de lo normal.

Cambió de posición una gran bolsa de cebollas, de manera que parte del peso recayó sobre su cadera.

—¿Cómo va el negocio de la música?

—Lento, como nosotros decimos. ¿Quieres comprar una canción?

De hecho, advirtió que una estaba cobrando forma en su mente. Las primeras notas de una obertura burlesca. Un saludo para los alienígenas.

—Si pudiera permitirme comprarle una canción, no estaría atendiendo el bar.

—Ahí la tienes.

Cantó con la melodía de The Teddy Bears’ Picnic, una canción del siglo pasado:

—«Si pudiera permitirme comprarle una canción, no estaría atendiendo el bar».

—Guau. ¿Se la acaba de inventar?

Él sonrió.

—Es un secreto del oficio.

—Cuídese.

Se echó al hombro la gran bolsa de cebollas y se marchó. Completamente diferente de Luanne, su caminar era envarado y masculino. Probablemente debido al incendio; meses de inmovilidad y luego caminando con un aparato. Una muchacha valiente, pensó Norman.

Sara

Podía sentir sus ojos en su culo, los ojos de todos los hombres. Una operación más. Cortar el tejido de cicatrices, para darle otra vez dos glúteos. Entonces aprendería a caminar de nuevo como una mujer.

No lo cubría el seguro médico. Reconstruir el culo de una mujer no entraba en el seguro; era una intervención «cosmética». Si querías cirugía estética tenías que ahorrar. Le habían pagado aquel supuesto rostro y las dos duras esponjas de su pecho. Abrieron sus labios y le dieron de nuevo vello púbico, cosa que naturalmente no es cosmética, pero ¿quién lo veía?

Nadie, no públicamente. No hasta que pudiera permitirse la última operación. Abrió la puerta del bar con una patada innecesariamente violenta.

—Nuestra Señora de las Cebollas —dijo en español José, el encargado de la madrugada.

—Eh, la próxima vez, tú las cargas y yo las pelo.

—Claro que sí.

La especialidad del bar era la flor de cebolla: una máquina corta las cebollas con mucho cuidado en zizgag, hasta tres cuartos de profundidad. Cuando alguien pide una, la sumerges en una salsa suave y la fríes unos minutos. Se abre como una flor y se pone dulce.

Delicioso, pero alguien tenía que pelar unas cuantas docenas de cebollas antes de las once, y no sería Sara.

—Yo me encargo del café. Tú de las cebollas.

—Déjame ir a mear primero.

—Oh, Dios, sí. No te mees en las cebollas.

—Será el sabor de la semana.

No había clientes, cosa que no era rara a las nueve. José tenía un montón de parroquianos a las doce y media, a las cinco y media, las seis y media, las siete y media y las ocho y media. Las cosas estaban tranquilas cuando llegaba Sara.

Se ató un delantal y se puso a limpiar las máquinas. Tenían un monstruo de ciento cincuenta años de antigüedad para preparar capuchinos que aún funcionaba, y a José le gustaba manejarlo. A Sara no. Preparaba los capuchinos con chorros de leche en la máquina exprés y nadie se quejaba. Cuando todo estuvo reluciente se sirvió una taza y se sentó.

—Chihuaua —dijo José al salir del servicio de caballeros—. Trabajo como un perro desde el amanecer y mi jefa viene y se toma un café.

—Algunos jefes beben sangre, José. No te quejes.

Abrió una naranjada y se sentó junto a ella en la mesita.

—¡Qué día!

—¿Ya? ¿Qué ha pasado?

—Oh, lo de costumbre. Borrachos, mendigos. Invasores del espacio exterior.

—Tenemos de todo.

—No, es verdad. Gente del espacio.

—Ya. ¿Y qué quieren? ¿Zumo de cucaracha?

—¡No, lo digo en serio! ¿No has visto las noticias?

—¿Cómo voy a ver las noticias si no tengo cubo en casa?

—Vale. Buen argumento.

—¿Y qué pasa con esos invasores?

José sirvió la naranjada sobre el hielo y exprimió media lima.

—Si quieres mi opinión, son chorradas del Gobierno.

—¿Apareció en la televisión?

—Sí, una mujer de la universidad. Recibió un mensaje del espacio exterior. Los alienígenas vienen de camino.

—Espera. ¿Todo esto es verdad?

—Como te digo, chorradas del Gobierno. La semana que viene se les ocurrirá que hay que pagar un impuesto de alienígenas.

—¿Lo grabaste?

—¿Con qué? ¿Dejaste algún cristal por aquí?

—¿Apareció en la CNN?

—Supongo, no lo sé. Donde fuera.

—Eres una gran ayuda. —Sara se levantó y empezó a arreglar las mesas. Las limpió con un paño y fue colocando los cubiertos—. Lo digo en serio, ¿es verdad?

—La esposa de tu amigo el músico, el profesor. Apareció en el cubo.

—Oh, sí. La doctora no-sé-qué Bell. La astróloga. —Volvió a sentarse—. Así que es de verdad-verdad.

—¿Te engañaría yo?

—Todo el tiempo. Pero es de verdad.

—De verdad de la buena.

—¡Vaya pasada! ¿Sabes lo fuerte que es esto?

—Sí, sí. No han hablado de otra cosa en toda la mañana.

Ella sorbió su café. Luego apuró la mitad de dos tragos.

—¡Qué pasada!

—Yo no me preocuparía mucho. Es cosa del Gobierno.

—José, mira. El Gobierno no miente siempre. ¿Qué podrían ganar con todo esto?

—Impuestos de alienígenas.

—Oh, sí, claro. ¿Es que no lo ves? ¡No estamos solos! Hay otra gente ahí fuera.

—Claro que sí. Lo he sabido siempre.

—Oh, Dios, claro. Tus tabloides.

—¿Qué tienen de malo mis tabloides? ¿Qué pasa? ¿Qué tienen de malo, eh?

—Vamos… recapitulemos un poco. Viste la noticia en el cubo.

—Más grande que la mierda. Como dices, en la CNN.

—En la CNN. Y no era una broma.

—Ni hablar. De verdad.

Sara se sintió tentada de acercarse a la barra y servirse algo. No tan temprano. Se sentó en la silla y cerró los ojos.

—Estás pensando.

—Me suele pasar. ¿Han llamado ya al Ejército? ¿La NASA los devolverá a su lugar de origen?

—Todavía no. No llegarán hasta dentro de tres meses.

—Qué amables al decírnoslo.

La puerta se abrió y Willy Joe cruzó el salón y se sentó en un taburete, el más cercano al servicio de caballeros.

—¿Una taza de exprés, señor Smith? —dijo José. Él asintió.

Sara miró la hora.

—Llegas dos minutos temprano.

—Son los dichosos alienígenas. Lo están fastidiando todo.

Mientras la máquina de exprés acumulaba presión, José pulsó «Sin venta» en la antigua registradora y sacó un billete rosa de quinientos dólares.

—Eh. Tranquilo —dijo Willy Joe.

—Soy un tipo tranquilo. —Puso el billete bajo el plato, delante de Willy Joe.

—Podría hacer que te tranquilizaras del todo. Mira por dónde andas…

—Sí, sí. —Sirvió el café, haciendo un sonido parecido al de un pollo, apenas audible por encima del siseo de la máquina.

—José… —le advirtió Sara.

Sirvió el café.

—No pasa nada. El señor Smith sabe que conozco a su jefe.

—Conoces a mucha gente, genio. Algún día te meterás en un lío.

—Que disfrute del café, señor —dijo, con una amplia sonrisa—. Espero que esté a su gusto. —¿Queréis dejarlo ya? Vienen clientes.

—Ten cuidado tú también con lo que dices, chica.

Sara se dio la vuelta e hizo un gesto que sólo Willy Joe pudo ver: metió el pulgar derecho en el puño izquierdo.

—Y tu madre —silabeó en español, el rostro colorado.

—Sí, bueno, al carajo tú también. —Se concentró en su café.

Entraron dos mujeres y dos hombres trajeados del edificio federal. Sara tomó su pedido y se lo pasó a José.

Exactamente a las nueve y media entró el alcalde. Saludó a Sara, a José y a una de sus empleadas, Rosalita. Se sentó dos taburetes más allá de Willy Joe y lo ignoró.

—¿Café con leche, señor Southeby? —dijo José.

—Oh, seamos atrevidos. El de chocolate.

—Un chocochino, marchando.

Sara le trajo un salvamantel.

—¿Qué hay de esos alienígenas, Cameron? Confiesa, te lo has inventado todo.

—Ah, ves en mí como a través de una ventana abierta, querida —dijo él con teatralidad—. Cualquier cosa con tal de no subir los impuestos. Turistas a mansalva.

Ella le palmeó el hombro.

—Envíanos a algunos aquí —dijo, y se fue a atender a dos nuevos clientes.

José le trajo el chocolate-caliente-con-exprés, y sirvió una nube de chocolate fresco encima.

Merci, gracias —dijo el alcalde. Dio un cuidadoso sorbo. Bebió, estudió el menú unos cuantos minutos y luego entró en el servicio de caballeros.

Sara presenciaba el numerito todos los meses desde que Cameron había iniciado su mandato. El alcalde entra en el servicio y sale. Willy Joe siente de pronto la llamada de la naturaleza y se queda en el servicio el tiempo suficiente para que el alcalde termine su café y escape. Willy Joe sale, deja una sorprendente propina de cinco dólares y se marcha a su siguiente parada.

Ella podría denunciarlos. Y también podrían romperle los dedos, uno a uno. Podrían arrancárselos y dárselos de comer. Willy Joe era sólo un hampón con delirios de grandeza. Pero la gente para la que recogía el dinero iba en serio.

Volvió a sentarse. Ocupada, aburrida; ocupada, aburrida. ¿Todos los negocios eran así? ¿Se pasaban las putas dos horas tendidas de espaldas y luego otras dos horas haciendo crucigramas?

Aquí viene Suzy Q, la pobre loca. Sara se levantó y se acercó a la barra, pero José se le adelantó. Había llenado una gran taza de café dulce y leche caliente.

Ella se lo llevó fuera con algunos dulces del día anterior. Suzy Q aceptó el regalo de cada mañana con tranquila gracia. Si se arreglara el pelo en desorden y los harapos apestosos, podría parecerse a la reina Victoria o a Eleanor Roosevelt. Fealdad absoluta, imponente.

—¿Cómo va la mañana, Suzy Q?

—Oh, hace calor. Pero calor es lo que tú tienes. ¿Tengo razón o no tengo razón?

Sara se echó a reír.

—Tienes razón, toda la razón.

Palmeó a la vieja en el hombro y volvió a entrar.

Suzy Q

Ella sí que sabe cómo tratar a la gente. Ha sufrido tanto que ve claramente el dolor de los demás. Recuerdo aquel incendio y aquella cosa en su garganta, tenía que usar una muleta para salir pero venía con mi café. Ojalá pudiera matar a alguien por ella, debe de haber alguien a quien necesite matar. Podría hacer como con el viejo Jock y tirarlo al pantano. Pero ya no hay ningún pantano, no, todo son apartamentos encima del viejo Jock, ¿estará jodido? Siempre quejándose de toda la gente que venía a Florida y él mismo era de Wisconsin. El Gran Queso, solía trabajar en una fábrica de Kraft allí arriba, pero hacía demasiado frío, se vino aquí y me escogió hasta que no pude soportarlo más y tuve que golpearlo. Lo golpeé cuatro veces con aquella sartén, hasta que los sesos le salieron por las orejas, más sesos de los que una imaginaba que tenía por la forma en que se comportaba.

Señor señor, el café está bueno. Echo de menos al viejo Jock a veces, tendría que haber anotado la fecha del año para saber cuánto tiempo hace. Le dije a la gente que se había fugado con una chica del café Risque, y ellos dijeron claro Suzy Q, siempre fue así. Cuando empezaron a construir en el pantano supongo que no quedaba mucho de él. Fui allí una vez para comprobarlo y estaba todo blanco y lleno de gusanos y con la ropa rota porque se hinchaba. Encontré un trozo grande de madera prensada para ponérselo encima. Olía fatal. Pero supongo que nadie iba ya entonces al pantano.

Me vendría bien un tomate. Tengo seis dólares y algo de cambio. El Señor provee a su sierva pero no proporciona tomates en esta ciudad, sólo café. Podría echarle un tomatito a ese arroz, y un poco de azúcar.

A veces pienso que me estoy volviendo loca. Parece hoy que todo el mundo habla de alienígenas del espacio exterior. Intento no escuchar, pero ahí están.

Apuesto a que puedo conseguir un tomate por dos dólares, no me importan unas cuantas manchas. Y mira quién viene por ahí, Norman Normal.

Norman

Llevaba un ramillete de flores.

—Suzy Q. ¿Cómo te va?

Le tendió una flor.

Ella la aceptó, la olió y se la prendió en el pelo revuelto.

—Lo de costumbre. Excepto lo de los alienígenas. ¿Sabes algo de los alienígenas?

—No. Sólo que vienen de camino.

—Todo el mundo quiere venir a Florida. —Agitó una mano—. Estás delante de mis tomates.

—Lo siento.

Se hizo a un lado y ella pasó con el carrito de la compra. Tenía aproximadamente un dolar de botellas y latas, y algunas secciones de periódico perfectamente dobladas.

La vieja tenía en realidad sólo un año más que Norman. En el instituto había sido el prototipo de animadora, siempre presente cuando había partido de fútbol o de baloncesto.

Norman se dedicaba a la banda y la orquesta, y no tenía ninguna seguidora. El extraño acento de Boston.

La llamaban Copo de Nieve. Nevó en Gainesville el día en que ella nació.

Empezó a volverse loca con su primer marido, no le fue demasiado bien con el segundo y, cuando el tercero se largó, acabó chalada del todo.

¿Había ido alguna vez a un psiquiatra? Norman no lo sabía; había dejado de asistir a las reuniones y no tenía otra fuente de chismorreos acerca de los de su generación.

Miró el bar de los Hermanos y pensó en entrar a tomarse una copa con Sara. No, sería mejor ir a casa y grabar el tema que le rondaba por la cabeza.

Le quitó el candado a la bici, cargó la compra y pedaleó lentamente de vuelta por el campus, tarareando la nueva melodía. Era la hora del descanso entre clases y había un montón de hermosos cuerpos de estudiantes por ahí, pero no se distrajo. De esto podía salir algo interesante.

Dejó la bici en el atrio y la bolsa junto al frigorífico: la recogería más tarde. Corrió a la sala de música y encendió el antiguo Roland e introdujo un cristal en blanco en la grabadora, con el título Concierto Alienígena. Primer movimiento.

Escribió los primeros doce acordes con la pantalla apagada y luego la conectó para revisar lo que había hecho. Tocó una segunda versión, mirando la pantalla, simplificando aquí, elaborando allá. Pero no estaba contento con los cambios: dirigían la pieza hacia una especie de drama convencional, casi a una marcha.

No debería de haber tomado aquel ouzo. El alcohol por la mañana no era bueno para el trabajo. Dejó el teclado encendido, pero se tumbó en el sofá y pidió a la habitación la versión de Hermanciona del segundo movimiento de la Patética de Beethoven. Cerró los ojos y se dejó llevar por el lento y relajado pasaje.

Sonó el teléfono, claro. Le pidió a la música que esperara y tomó la vara.

—Buenas.

La voz al otro lado se identificó como el magazoide People y preguntó si estaba la «profesora» Bell.

Norman no se molestó en puntualizar que él también era profesor.

—Está en el trabajo. No quiere que la molesten.

Le pidieron el número del trabajo.

—No viene en la guía —dijo, y colgó. Pues claro que no venía en la lista, pero un periodista tendría que habérselo figurado.

Pulsó un botón de la vara del teléfono.

—Despacho de Rory —dijo.

Aurora

Rory suspiró y tomó la vara.

—¿Sí? —Sonrió al oír la voz de su marido—. Oh, hola.

Él le contó lo de la llamada del magazoide People.

—Bueno, si no me localizan durante la próxima media hora, luego este número no funcionará. A las once y media vamos a empezar a desviarlo todo a través de la oficina pública.

Él le preguntó si había conseguido trabajar algo.

—No, sólo estamos matando el tiempo antes de la gran reunión. Barrett y Whittier en directo. —Rector y decano de ciencias respectivamente—. Algún tipo sonriente del Gobierno. —Comprobó su reloj—. Cinco minutos. ¿Algo interesante en el mercado?

Él le describió el menú de la cena y contó que había visto a Suzy Q y le había dado una flor.

—Pobrecilla. Lleva en la calle desde que yo era una cría… Sí, te llamaré si voy a llegar tarde… Adiós.

Pepe levantó la cabeza y dejó lo que estaba haciendo.

—¿Quién está en la calle?

—Una pobre mujer llamada Suzy Q. Va por ahí empujando un carrito de la compra.

—He visto a unas cuantas así.

—Fue al instituto con Norman. ¿No te acuerdas de Bolivia?

—Rory. Yo tenía dos años entonces.

—Lo siento… bueno, pues su primer marido era marine, fue allí y ganó la guerra. Pero volvió con un virus de efecto retardado. Ella se despertó una mañana y él estaba muerto, derretido en un charco en torno a su propio esqueleto. Suzy se volvió loca.

—Jesús. No sabía que la gente trajera esas cosas consigo.

—Fue raro. Debió de pillarlo justo al final de la guerra. —Hizo una pausa—. Pepe, ¿qué te pasará si ahora estalla una guerra?

—¿A mí?

Ella asintió.

—Bueno, sigo siendo ciudadano cubano, aunque llevo fuera siete años. Sabes que sólo tengo la tarjeta azul.

—Lo sé. ¿Podrían reclutarte? Cuba no va a ser neutral.

—No estoy seguro, ¿sabes? —Se quitó las gafas y las limpió con un pañuelo de papel—. Cuando me marché era un reservado, que es como estar en la reserva aquí. Uno sigue así hasta los cuarenta años, o hasta que termina el servicio activo. O hasta que cambian la ley, cosa que pueden haber hecho sin decírmelo.

—Pero como reservado estarías a salvo. Sobre todo viviendo aquí.

—La verdad es que no lo sé. Pero lo tendrían crudo para encontrarme. Estaría en México mañana mismo. —Parpadeó tras sus gafas y exageró la imitación del acento mexicano—. ¿Cuba? ¿Dónde está la isla de Cuba? Soy solamente un campesino mexicano.

—Claro. Hablas como un campesino con un doctorado.

—En serio, me iría a casa y lucharía si la isla estuviera en peligro. Pero no me importa Europa.

—Bien. Ya sabes lo que pensamos Norman y yo. Odiaría perderte, pero si necesitas ayuda para desaparecer…

Él alzó una mano.

—Gracias. Es mejor no hablar de esas cosas.

—Supongo.

La pared trinó.

—Reunión dentro de dos minutos, sala 301.

Ese día tenía la voz de Melissa Mercurio, una actriz de los años treinta. Un diagrama apareció en la pantalla, indicando la disposición de los asientos.

—Oh, el gobernador —dijo Rory—. Esto será un festín para el intelecto.

—Debería saber quién es Pauling —dijo Pepe—. Me resulta familiar. ¿NSA?

—No, del Gabinete. Es el nuevo consejero científico de la presidenta. «Ciencia y Tecnología».

Pulsó un botón y recibió un papel impreso.

—No sé nada de él. Ciencias de la vida, supongo. Más político que científico, me imagino.

—Buena suerte.

—Sí. —Abrió unos cuantos cajones y encontró un cuaderno—. Tal vez podamos escaparnos para almorzar. ¿Nos vemos en el local de Sara y tomamos una cerveza? —Los Hermanos era el bar oficial del departamento.

—Me encantará.

Rory bajó una planta camino de la 301, una sala normalmente reservada para las reuniones de los primeros viernes de cada mes y las fiestas de vacaciones. Habían colocado una mesa, demasiado grande para seis personas, y holoplacas en el sitio del gobernador y de Grayson Pauling.

Los holos estaban oscuros y el rector no había aparecido todavía. Rory saludó a los dos decanos y ocupó su sitio a la derecha de Bacharach.

Controló una sonrisa cuando recibió su agrio saludo. Llevaban medio enfrentados tres años, desde que Bacharach heredó el título de «decano de investigación». Algunas personas ansiaban ese puesto, pero para Bacharach era un mal necesario: cinco años de tardes pasadas discutiendo y analizando y el tormento anual de presentar el presupuesto al Consejo y tratar de explicarles ciencia.

Rory sospechaba que la enseñanza no le gustaba ni tampoco el trabajo del comité; realmente prefería quedarse a solas con su física de partículas. Era más que delicioso que el presupuesto de astrofísica de ella hubiera aumentado lentamente bajo su mandato, mientras que partículas había tenido que perder una buena porción a pesar de sus argumentos.

Ella lo apreciaba a pesar de su amargura y su política de departamentos. Era un hombre de aspecto extraño, muy alto, con las manos grandes, una coleta y una barba que recordaban a Rory a la generación de su padre.

Deedee Whittier era todo lo contrario a Bacharach. Le encantaban las luchas internas académicas; era una maestra consumada en el sarcasmo y en el arte de enfrentar a una persona contra otra. Pero a Rory le caía bien. Podría haber utilizado su posición (como hacía Bacharach) para limitarse a dar clase en seminarios que supusieran un reto intelectual en su especialidad. En cambio, impartía dos cursos preparatorios, Ciencias de la Vida y Biología I, y los estudiantes la habían elegido dos veces Profesora del Año. Rory la había visto en clase y envidiaba su cansina. Envidiaba también su esbelta y atlética belleza; casi de la misma edad que Rory, parecía más de diez años más joven.

El rector Barrett entró apresuradamente, mirando su reloj.

—Malditos periodistas. —Se sentó pesadamente junto a Whittier—. Bien. Todos estamos en nuestros sitios, con la cara sonriente.

—Buenos días, profesor Mal —le dijo Rory.

Él ladeó la cabeza hacia ella.

—Buenos días, profesora. Deedee, Al. ¿Algo nuevo, Aurora?

—No desde la emisión de esta mañana. ¿La has visto?

—Sí, dos veces.

Sacó un gran pañuelo blanco y se secó la cara. Era un hombre grande y grueso que no toleraba bien un calor tan impropio de la estación.

—Ese tipo de la Luna, el japonés, ¿sabes algo de él?

—No sabía nada. Lo estuve investigando hace cosa de una hora. Es un radioastrónomo que realiza un proyecto para la Universidad de Kyoto.

—¿Es de fiar? ¿No podría ser parte de un engaño?

—Mal… ¿cómo demonios quieres que lo sepa? Bien podría estar a sueldo de la mafia.

El rector dio un respingo cuando un suave ping alertó de una transmisión inminente.

—No nombres la palabra «mafia» cuando el gobernador esté aquí.

—¡Cielos, no! No metamos a la familia en esto…

Los dos decanos se echaron a reír.

La imagen del gobernador apareció y se solidificó. Sonrió de oreja a oreja.

—Buenos días a todos. —Murmullos de saludo—. ¿De qué va el chiste? ¿Puedo saberlo?

—De periodistas —dijo rápidamente el rector Barrett—. Aunque supongo que no serán ningún chiste para un hombre de su posición.

—Ah, no. No. Pero tenemos que vivir con ellos, ¿no? Ja. —Estudió una pantalla apuntadora, cosa que tuvo el desconcertante efecto de que pareciera mirar acusadoramente al decano Bacharach—. Bueno. Sabe Dios que no quiero inmiscuirme en su trabajo científico. Sé que es un asunto serio. Pero podría ser también un buen pinchazo en el brazo para el estado de Florida. Sin duda comprenderán mi situación.

Miró alrededor, contemplando los fantasmas holográficos que estaban sentados ante su mesa, en Tallahassee. Rory advirtió de pronto que por eso la mesa era tan grande: tenía que tener el mismo diámetro que la del gobernador.

—No intentaré engañar a nadie. Florida ha tenido un par de malos años.

Un par de malas décadas, en realidad. Los diques de contención alrededor de Miami y las otras ciudades costeras habían afectado al turismo, incluso antes de la última inundación de abril. La parte sur del estado era permanentemente tropical y se volvía más cálida; la industria ligera se retiraba porque nadie quería vivir allí. El popular programa televisivo Flying Cockroach Blues no había servido de nada. Disney y los Tres Enanos era lo único que evitaba que el estado entrara en bancarrota y se hundiera en el mar.

—Esto puede ayudar a mejorar nuestra imagen. Quiero decir que Florida siempre ha sido fuerte en ciencias, pero la gente no lo sabe. Piensa en huracanes e inundaciones e insectos y… uh, cáncer. Pero Florida es mucho más que eso, lo ha sido siempre.

Sonó de nuevo aquel ping y el gobernador se volvió hacia el lugar en blanco. Apareció la imagen de un hombre delgado y cansado.

—Buenos días a todos. —Grayson Pauling miró a su alrededor—. No se molesten con las presentaciones. He sido puesto al corriente.

Miró a Rory.

—Doctora Bell, está usted considerada como, digamos, políticamente agnóstica. ¿Podemos confiar en que cooperará con el Gobierno?

—¿Eso es una amenaza?

—No. Sólo la realidad. Si no quiere trabajar con nosotros, puede levantarse y marcharse ahora. Hay 1.549 astrónomos en este país. Uno o dos de ellos deben de ser republicanos.

—Si está preguntando si puedo trabajar dentro del sistema… por supuesto que puedo. Soy jefe de departamento. La política académica es tan revuelta y pantanosa que a su lado Washington parece un campamento de verano.

—Argumento aceptado. Hablando de Washington… por favor, vengan conmigo.

La habitación titiló y chasqueó y de repente Rory se encontró sentada ante una gran mesa redonda, en la Casa Blanca, evidentemente. Una gran ventana situada detrás de Pauling mostraba un césped recortado con una alta muralla, y el monumento a Washington más allá.

No sabía que se pudiera hacer eso sin prepararlo de antemano. Fue una demostración impresionante.

Incluso el gobernador fue pillado por sorpresa.

—Bonito… uh… —Se aclaró la garganta—. Bonito sitio tiene usted aquí.

—Pertenece al pueblo, por supuesto —dijo Pauling, muy serio—. Les pertenece a ustedes más que a mí.

—¿De qué tipo de cooperación está hablando? —preguntó Bacharach, sin ocultar su hostilidad—. ¿Quiere que la profesora Bell oculte los hechos al público, a la prensa?

—En circunstancias extremas, sí. —Apoyó los codos sobre la mesa y miró a Bacharach a través de sus dedos entrecruzados—. Y en tales circunstancias, creo que tendrían que estar de acuerdo conmigo.

—¿Como por ejemplo?

—Pánico. Cuando la doctora Bell mencionó un millón de megatones esta mañana, y la posible destrucción del planeta… fue algo desafortunado.

—Un cálculo que podría hacer cualquiera —dijo Rory—. El ordenador de cualquier estudiante le daría la respuesta inmediatamente.

—Ah, pero sólo si se hiciera antes la pregunta. Y el estudiante que hiciera la pregunta no tendría a cien millones de personas viéndolo en el cubo. —Sacudió la cabeza—. Pero tiene usted razón. No es un buen ejemplo. Un estudiante universitario lo bastante brillante podría hacer el cálculo.

—Un estudiante de instituto también, doctor Pauling —dijo Bacharach, casi en un susurro—. ¿De verdad tiene usted un doctorado en ciencias?

—Al… —dijo el rector Barrett.

—En ciencias políticas concretamente, doctor Bacharach. Y una licenciatura en ciencias de la vida.

—El decano Bacharach no pretendía dar a entender…

—Claro que sí —dijo Pauling. Se volvió hacia Bacharach—: Confío en que esté satisfecho con mis credenciales… para tratarse de un político.

—Sumamente satisfecho.

—Creo que nos llevaremos espléndidamente, siempre que permanezca en el proyecto. —Se echó hacia atrás, despacio—. Bien. El Departamento de Defensa está preparando una fuerza de choque para que se encargue de los aspectos militares de este problema. Se pondrán en contacto con usted, gobernador.

—¿Qué aspectos militares? —dijo Rory—. ¿Planean atacar a esa cosa?

—No en tanto que sus intenciones sean pacíficas.

Ella se echó a reír.

—¿Tiene idea de cuánta energía representa un millón de megatones?

—Por supuesto que sí. Nuestra arma más grande de Reserva de Paz es de cien megatones. Eso sería diez mil veces más grande.

—Entonces, ¿no pareceremos hormigas planeando destruir a un elefante?

Él le sonrió.

—Una analogía interesante, doctora Bell. Si las hormigas trabajan juntas, podrían picar al elefante y hacer que alterara su rumbo.

Deedee Whittier habló por primera vez.

—Rory, ¿quieres ser práctica por una vez en la vida? ¿Crees que recibiríamos un céntimo del dinero federal si no dejamos que los generales vengan y jueguen? Esto va a ser un proyecto caro y el estado está arruinado. ¿No, gobernador?

—Bueno, yo no diría que estamos, uh, arruinados por completo.

—Me gusta su franqueza —le dijo Pauling a Whittier—. Déjeme corresponder a ella: su estado está peor que arruinado; está endeudado hasta las trancas, en gran parte debido a un gobierno tan corrupto que hace que mi apestosa ciudad parezca honrada en comparación.

—¿Corrupto? —dijo el gobernador—. Jovencito, ése no es el caso.

—No me refiero a su puesto, gobernador. —Hizo un gesto conciliador con una mano—. Más abajo, sin embargo, estoy seguro de que es consciente…

—Sí, bueno, sí. El Gobierno atrae lo bueno y lo malo.

La gestión de Tierny no había atraído a mucha buena gente. Era el tipo de gobernador que sólo atraía a un caricaturista de los periódicos, y hacía tiempo que hubiese sido llevado a los tribunales si su maquinaria no hubiera controlado el Senado y a los jueces antes de que él jurara el cargo.

—Sospecho que no tendrán mucho que hacer con la gente de Defensa —dijo Pauling—. La mayoría de los recursos que vayan a Florida lo harán a través de cabo Kennedy.

—Más buenas noticias —dijo Rory—. Pero no me extraña.

—La NASA puede hacer las cosas cuando la dejan —dijo Deedee—. Tu propio satélite de rayos gamma, ¿no se adelantó a lo previsto?

—Mi único satélite de rayos gamma. El segundo se está oxidando en algún cobertizo, allá en el cabo.

—Tal vez pueda hacerse algo al respecto —dijo Pauling suavemente—. La astronomía de rayos gamma parece hoy un poco más importante que ayer. Haré que mi oficina le eche un vistazo.

Rory se limitó a asentir.

El gobernador se aclaró ruidosamente la garganta.

—Un motivo por el que quería estar presente en esta reunión era para hacerles a ustedes, que tienen educación, una sencilla pregunta. No creo que tenga una respuesta sencilla. —Hizo una dramática pausa y miró alrededor de la mesa—. ¿Han pensado en la posibilidad de que lo que está detrás de todo esto sea… Dios?

—¿Qué? —dijo Rory. Whittier puso los ojos en blanco. Bacharach se estudió el dorso de una de sus manazas. Pauling miró fijamente al gobernador.

—Puede que no sea obvio para ustedes, los científicos, pero es lo que el hombre de la calle va a pensar primero. Todo lo que dijo es: «Vamos de camino». ¿Y si es la Segunda Venida?

—¿Habla en serio, gobernador? —dijo Pauling.

El gobernador se enderezó y le devolvió fijamente la mirada.

—¿Cree que soy de esa clase de hombres que explotarían la religión por objetivos políticos?

Rory decidió no reírse.

—¿Por qué iba a ser Dios tan sibilino? ¿Por qué no hacer que la Segunda Venida tuviera lugar en Jerusalén, o en los jardines de la Casa Blanca?

—La verdad, señora, es que lo he estado pensando. Podría ser que Dios quiera concedernos tres meses para que nos preparemos. Para que nos purifiquemos.

—Podría ser más específico —dijo Deedee—. La última vez, se lo contó a todo el que quiso escuchar.

—Dios actúa de forma misteriosa.

—Igual que el Gobierno. —Deedee extendió la mano fuera del campo del holo y acercó una taza de plástico—. Dejemos esa parte para los pirados religiosos, ¿vale? —Sorbió el café y soltó la taza, que quedó flotando de manera desconcertante cuatro dedos por encima de la mesa.

—Es algo a lo que tendremos que enfrentarnos —dijo el rector Barrett—. Si se convierte en una explicación comúnmente aceptada, puede que se produzca algún tipo de resistencia pública a nuestra investigación. Incluso resistencia organizada.

—Eso es cierto, Mal —dijo Deedee—, pero ¿qué podemos hacer para anticiparnos?

—Habrá que estar preparados, obviamente —dijo Pauling—. ¿Tiene su universidad un departamento de religión?

El rector negó con la cabeza.

—De filosofía. Hay subjefes de departamento en religiones comparadas y en filosofía de la moral religiosa y social.

—Bueno, encuéntreme uno que sea sacerdote, si puede… alguien tranquilo, y nómbrelo miembro del comité.

—Espere —intervino el gobernador—. Todos actúan como si fuera una especie de juego. Lo lamentarán si resulta que Dios está de verdad detrás de todo esto.

Esta vez todos lo miraron. Era evidente que no bromeaba.

—No estoy diciendo que los negocios y la ciencia no sean importantes. Pero esto podría ser el acontecimiento más importante de la historia. El segundo acontecimiento más importante.

Rory decidió que era todo calculado. La idea se le había ocurrido mientras estaba allí sentado y ahora iba a aferrarse a ella con su famosa tenacidad de caimán.

Probablemente no tenía mucho apoyo por parte de la religión organizada, así que iba a la caza de sus votos.

—Entiendo todo eso de la Iglesia y el Estado —continuó diciendo— y sé que ustedes los científicos no le prestan mucha atención a la participación de Dios en todo esto. No lo esperaba de ustedes. Pero el doctor Pauling tiene razón. Para ser justos, tienen que incluir a algún religioso en su comité.

—Y usted tiene una sugerencia que hacer —dijo Pauling.

—En realidad, sí. Y vive cerca de Gainesville, en Archer, prácticamente en las afueras.

El rector forzó una sonrisa poco convincente.

—¿No será el reverendo Charles Dubois?

—¡El mismo! Vaya, doctor Barrett, no se le escapa una, ¿eh?

Era difícil pasar por alto al reverendo Dubois. Destacaba en casi todos los movimientos conservadores del país. Había captado los votos de Alachua para el gobernador a pesar de la molesta presencia liberal de la universidad.

—Hum… no estoy seguro de que esté cualificado…

El gobernador miró de nuevo a su apuntador.

—Tiene un doctorado. Fue a su misma universidad.

Barrett pareció un poco asqueado.

—No consiguió el doctorado aquí, ¿no?

—Bueno, no. Fue en California.

—A distancia —dijo Bacharach—. Ese charlatán no tiene ningún título real.

—¿Lo conoces? —preguntó Rory.

—Yo también vivo en Archer. Trató de conseguir una recatalogación para su nueva iglesia el año pasado.

—No podemos gastar nuestras energías preocupándonos por la política local —dijo el gobernador—. Dubois es un hombre enérgico e inteligente…

—Que suspendió en la UF en su primer…

—Que tiene la confianza y el apoyo de muchos elementos de la comunidad que no confían ciegamente en ustedes, los académicos. —Se los quedó mirando, en medio de un incómodo silencio.

Bacharach se levantó.

—Malachi, gracias por pedir mi apoyo. Pero está claro que no estoy ayudando en el proceso. —Se dio la vuelta bruscamente y desapareció.

Rory advirtió que estaba en la misma habitación con él; si se levantaba y se apartaba un paso, la ilusión desaparecería, el decano y el rector se quedarían contemplando fantasmas. Tal vez debería hacerlo. Aquello iba mucho más allá de la astrofísica de las fuentes no termales.

Bueno, ya no había forma de mantener alejados a los políticos y los religiosos. Bien podía empezar a tratar con ellos.

—Gobernador —dijo—, con el debido respeto, me pregunto si no nos convendría un representante de la comunidad religiosa más conocido. Ese Dubois puede ser famoso en algunos círculos, pero yo nunca he oído hablar de él, y vivo a menos de treinta kilómetros.

Deedee le sonrió.

—Aurora, apuesto a que todo lo que sabes de política local podría escribirse en la cabeza de un alfiler.

—Tiene un buen argumento —dijo Pauling—. Deberíamos buscar a alguien de talla nacional. Tal vez Johnny Kale podría encontrar tiempo.

—O el Papa. Todo el mundo confía en el Papa. —Deedee contempló su taza de café y la soltó. Johnny Kale había sido el predicador mimado de las tres últimas administraciones. Tenía tanto poder como un miembro del Gabinete.

Incluso Rory había oído hablar de él.

—Pero es un poco anticuado —dijo, aunque quería decir algo bastante menos caritativo.

—Bueno, quizás eso es lo que nos conviene —dijo Pauling—, para equilibrar. Al fin y al cabo la mayoría del país es bastante anticuado.

Rory no estaba muy metida en política, pero reconocía una batalla de influencias en cuanto la veía. El gobernador pensaba con tanta intensidad que se podían oír los primitivos mecanismos rechinando en su cabeza.

—No hay ningún motivo para no contar con ambos —concedió—. El reverendo Kale en el ámbito nacional y el reverendo Dubois aquí.

—En cualquier caso —dijo el rector Barrett—, no perdamos la perspectiva. Esto sigue siendo un problema fundamentalmente científico. A menos que haya una revelación sorprendente.

—No sé qué otra revelación necesita —dijo el gobernador.

—Más —dijo Barrett.

—¿Debo deducir que le resulta más sencillo creer en extraterrestres que en Dios?

—Guárdese esos comentarios para los discursos, gobernador. —Se volvió hacia Pauling—. ¿Qué bestia de muchas cabezas se está cociendo aquí? Por parte federal los tenemos a usted, Defensa, la NASA y ahora ese santurrón de Kale. No cabe duda de que tendremos un montón de senadores encima dentro de nada.

Pauling asintió.

—Medio Washington descubrirá en esto algo relevante, mientras sea noticia. Trataré de desviarlos para que no entorpezcan su trabajo científico.

—¿Qué trabajo? —dijo Rory—. A menos que empiecen a emitir de nuevo, todo lo que hacemos es especular, hasta que estén lo bastante cerca para realizar una observación directa.

—¿Cuándo será eso? —preguntó Pauling.

—Depende del tamaño que tenga. Depende de lo que entendamos por «observar». Tenemos una sonda en la órbita de Saturno del tamaño de un autobús escolar, pero no podemos verla. Si ése es el tamaño de esa cosa, no la veremos hasta que esté a un día o así de distancia.

—Tres meses de espera. —El gobernador frunció el ceño—. Es mucho tiempo para mantener interesada a la gente.

Rory abrió la boca y la cerró.

—Podemos trabajar en eso —dijo Pauling—. Los preparativos para diversas contingencias podrían ser muy espectaculares.

—Cuando era un crío recuerdo haber leído acerca de planes para poner en órbita armas nucleares… no para usarlas como bombas, sino como medida de seguridad en caso de una catástrofe como la caída de un meteorito, como el que acabó con los dinosaurios.

—Como el que tal vez, sólo tal vez, acabó con los dinosaurios —puntualizó Deedee.

—De todas formas nunca llegó a despegar, por una combinación de economía y política. Me pregunto si podría hacerse ahora.

—No en menos de once meses —dijo Deedee—. No importa cuánto dinero y cuánta política le eche encima.

—Yo no subestimaría al Departamento de Defensa —dijo Pauling—. Recuerde el Proyecto Manhattan.

—En aquel entonces era el Departamento de Guerra —dijo Rory, acordándose de su nuevo libro—, y la amenaza era más inmediata y obvia.

—No sé nada de eso de Manhattan —dijo el gobernador—. No tenemos que meter a Nueva York en esto, ¿no?

Barrett rompió el silencio.

—Se refieren al nombre en clave del equipo que desarrolló la bomba atómica, gobernador.

—Oh, sí. Claro. La Segunda Guerra Mundial.

—No creo que sea conceptualmente difícil —dijo Whittier—, colocar en órbita misiles con grandes cabezas nucleares. No soy ingeniero, pero me parece que podrían apañarse con los ya existentes. Las armas de la Reserva de Paz cargadas en la Súper Lanzadera. Los problemas serían logísticos y políticos más que de ingeniería.

—Más de política internacional que nacional —dijo Barrett—. A un montón de países no les gustaría ver las bombas-H americanas en órbita, no importa hacia dónde apunten.

—Y hay una ley en contra —admitió Pauling—. Las armas de destrucción masiva en órbita llevan prohibidas casi cien años.

—¿Se lo ha dicho alguien a los paquistaníes? —dijo Rory.

Pauling se encogió de hombros.

—Los forajidos no obedecen las leyes. Tenemos que andarnos con cuidado, por supuesto, en especial con la situación europea. No hay motivo para que todas las bombas sean americanas, y por supuesto el lanzamiento no estará bajo el control de una sola nación.

—Doctor Pauling —dijo Rory—, no se deje impresionar demasiado por unos pocos de cientos de megatones en órbita. Seguimos siendo las hormigas de esta película.

—Debemos recordarnos ese detalle constantemente —dijo el gobernador— y no caer en el pecado del orgullo.

—Muy cierto —dijo Pauling en tono cansado y monótono—. Vanidad. Siempre a la vuelta de la esquina. —Se levantó—. Creo que ya sabemos cómo piensa cada cual. Necesitamos más datos; necesitamos tiempo para que los datos que tenemos calen. ¿Nos vemos dentro de dos días, a la misma hora?

Rory fue la única que no asintió ni murmuró que sí. Aquello no iba a ser más que un impedimento.

De repente los tres académicos se encontraron sentados solos en su gran mesa de la sala 301. Barrett se volvió hacia Whittier.

—Bueno. ¿Crees que hemos perdido a Bacharach definitivamente?

—Seguro —dijo Deedee—. No se juega nada quedándose.

—Podría perder su puesto.

—Al no levantaría un dedo por conservar su decanato —dijo Rory—. Lo sabes. Cambiaría alegremente la paga extra y las prebendas si pudiera dedicarse de nuevo a las ciencias a tiempo completo.

—Siempre me he preguntado si era sincero al respecto. Tal vez lo averigüemos ahora.

Rory se levantó.

—Os tendré preparado un calendario de trabajo para ambos mañana por la mañana. Tengo que ir a consultar con mi segundo de a bordo, mientras tomamos una cerveza.

—Gracias por tu paciencia, Rory —dijo Deedee—. Es un hombre difícil para trabajar con él.

—O en contra de él.

Rory les dirigió una sonrisa de despedida y cerró la puerta silenciosamente.

Deedee Whittier

—¿Conocías de antes al gobernador, Mal?

—Lo había visto dos veces, en recepciones oficiales. Ésta es la primera vez que mantengo una conversación larga con él.

—Es todo un punto. Supongo que no es nada estúpido.

—No. Tiene una inteligencia natural, o al menos el equivalente a la astucia animal. —Los dos se echaron a reír—. Y enormes reservas de ignorancia con las que trabajar. Creo que Pauling será un problema mucho mayor.

—Va a hacerse cargo del asunto.

—Ya lo ha hecho. Al menos no tendremos que tratar directamente con LaSalle.

Deedee asintió con cautela. Carlie LaSalle, presidenta de Estados Unidos, hacía que el gobernador Tierny pareciera un intelectual. Un producto completamente artificial de los analistas e ingenieros sociales de su partido, daba a la gente exactamente lo que quería: una personalidad cúbica bonita, con un don para leer lo preparado y una historia personal adecuadamente inofensiva. Era una populista contraria a los intelectuales que había presidido cuatro años de estancamiento en las artes y las ciencias y acababa de ser reelegida.

—Estaremos pisando cáscaras de huevo —dijo Deedee.

—Yo más bien pensaba en toros y tiendas de porcelana, con Garda. Me cae bien, pero creo que estaremos mejor sin él. No ocultará su desdén.

—No; no es ningún diplomático.

—¿Qué hay de la doctora Bell?

—¿Aurora? Es bastante equilibrada.

—Presionó a Pauling más de lo que me parece aconsejable.

—Mal, sé realista. La mayor parte de los profesores de mi departamento golpearían alegremente con un instrumento romo a ese hijo de puta. Además, Aurora hizo el descubrimiento, por el amor de Dios. Tenemos que cargar con ella.

Él tamborileó con los dedos sobre la mesa.

—Ése es el problema. Ése es todo el problema. Tenemos que cargar con Tierny. Tenemos que cargar con Pauling y LaSalle. Ya hemos tenido que bailar un maldito minué a su alrededor. Ojalá tuviéramos más control en nuestro propio bando. En nuestra mitad de la ecuación.

Deedee tomó un espejo y una aguja azul y retocó los bordes del tatuaje de su mejilla, que se estaba borrando. Algún día se haría uno permanente, para cubrir la cicatriz del cáncer, pero su dermatólogo le decía que esperara. Podía crecer.

Trabajó durante medio minuto, el ceño fruncido.

—Sé sincero, Mal. ¿Qué quieres que haga con Aurora?

—Bueno… como dices, no podemos darle la patada. Supongo que quiero saber más cosas sobre ella. Busca alguna debilidad que podamos explotar. ¿Queda lo bastante claro?

—Sí, sí. Pondré a trabajar a Ybor López. Es digno de confianza y un auténtico mago de la informática. Le diré que prepare un dossier sobre ella. Yo… bueno, tengo algo para hacerle cooperar. —Cerró su bolso de golpe—. Por ti, Mal. Sólo por esta vez.

—Te lo agradezco. No abusaré de la información.

—Oh, mierda. Ya sé que no. Pero me debes una.

—Te la devolveré.

Se levantaron juntos y salieron de la sala.

Deedee deseaba haber mantenido la boca cerrada. Traidora a su clase: llevaba de profesora mucho más tiempo que de administradora. Y hacerle esto a Aurora, nada menos, que siempre había sido servicial y amable. Ybor probablemente descubriría que era ex presidiaria o drogadicta. Como él.

Empezaron a bajar la escalera, pero oyeron a una multitud murmurando tres pisos más abajo: periodistas. Volvieron sobre sus pasos y utilizaron la escalera de incendios.

El despacho de Deedee estaba a dos edificios de distancia. Corrió para librarse del sol de mediodía, mientras los cánceres de su cara y su hombro decían: «Te olvidaste el sombrero». El protector supuestamente servía para ocho horas, pero había estado sudando a pesar del aire acondicionado de aquella sala de Washington.

López estaba cerrando el despacho cuando ella salió del ascensor.

—Ybor —dijo—. Espera. Tenemos que hablar.

Entraron en la oficina externa, un espacio abierto donde Ybor se encargaba del papeleo. Ella lo hizo sentar en la silla de las visitas y se encaramó a la mesa.

—Necesito tu experiencia, Ybor. Y tu silencio.

—¿Algo ilegal, doctora Whittier?

—No. Turbio, pero no ilegal.

—Vale. Puede confiar en mí.

Ella dejó escapar un largo suspiro y sopesó las palabras. Utilizó el español.

—No tengo que confiar en ti, Ybor. Porque te tengo bien pillado.

—No comprendo.

—Te he visto pincharte, dos veces. Dime que es diabetes.

Él se desmoronó.

—¿Cómo demonios ha podido verme?

—¿Qué es?

—Se llama «José y María».

—¿Algún tipo de DD?

—Sí. —Una droga de diseño—. Les das sangre o esperma y te la fabrican.

—Y con lo que sabes de ciencia, ¿les dejas hacer eso?

—Es difícil de explicar. ¿Usted no toma nada?

—Nada fuerte. Nada ilegal.

—De acuerdo. —Ybor pasó al inglés—. ¿A quién quiere que mate?

—Necesito tus habilidades de hacker. Entrar y salir de los archivos de personal de la universidad, y de algunos municipales, sin dejar huella. Trata de encontrar algo sucio.

—¿Quién es el villano?

—Es una buena persona, no un villano. Necesito algo de información. Aurora Bell. —Parecía extrañamente expectante.

Él sacudió la cabeza muy despacio.

—¿Y qué pasará si no encuentro nada? No es exactamente Mata Hari.

—No espero que encuentres algo que no existe. Haz lo que puedas y ten mucho cuidado. ¿Cuándo tendrás algo?

—Oh… esta tarde. Digamos a las cuatro.

—Gracias. —Se levantó de la mesa—. Siento lo tuyo, ¿sabes? Cuando quieras ir a rehabilitación…

—Sí, bueno, verá. No es así.

—La verdad es que no lo sé. Pero mientras no afecte a tu trabajo, no es un problema. No para mí.

Salió dejando la puerta abierta.

Ybor Lopez

Cerró la puerta, le echó el cerrojo y se quedó apoyado contra ella durante unos segundos, los ojos cerrados, los dientes apretados. Luego se acercó al armario de suministros y abrió la caja de archivos de seguridad, un bloque de metal a prueba de incendios al que sólo él tenía acceso. Sacó la hipo de José y María, se bajó los pantalones y apoyó la boquilla aplicadora contra la vena grande de su pene. La disparó con un respingo y se frotó el escozor. Para cuando terminó de subirse los pantalones y guardar la hipo en la caja fuerte, la droga empezaba a hacer efecto.

Se sentó y saboreó el polvo limpio y puro que corría por sus venas, la luz que brillaba desde dentro. La absoluta confianza. ¿Qué podía saber ella de esto? Sintió un momento de compasión, de pena, por la gente que iba por la vida sin tener aquello. Un regalo de su propio cuerpo, crecido a partir de su propia semilla. No tenía nada de malo. Era la ley la que estaba equivocada.

A trabajar. Sin dejar huellas, bien. Nada de órdenes de voz. Nada de cristales de seguridad. Entra en el cerebro de la máquina y úsala como a sus predecesoras del siglo XX: órdenes sencillas ejecutadas secuencialmente.

Lo hacía constantemente, por diversión y para beneficio del departamento, como bien sabía Whittier. Hacían la vista gorda; probablemente la mitad de los departamentos de ciencias e ingeniería tenían a alguien como Ybor, que podía hacer que una hora de tiempo de ordenador parecieran quince minutos (el tiempo que faltaba aparecía en las cuentas como Lenguas Eslavas e Historia del Arte, que no tenían Ybors). Con esas mismas habilidades podía infiltrarse en la leve codificación que protegía la intimidad de los archivos personales.

Ybor tardó media hora en preparar el programa que establecería una imagen cibernética de la vida privada de Aurora Bell. Dedicó unos minutos más para que hiciera lo mismo con Deedee Whittier, por su propia seguridad. Pulsó un botón para que empezara a buscar y se fue a almorzar.

Buena sincronización. El José y María te hacía sentir hambre una hora después de pincharte. Pero era un hambre sana; le sentaba bien.

Recorrió la Segunda Avenida, flanqueada de árboles, hasta el centro, estudiando a las estudiantes. La apreciación de su belleza tenía una pureza exquisita, en parte porque no podía hacer nada hasta un día o dos después de los efectos de la droga. Pero en realidad, se dijo, eso no era un problema. Cada cosa a su tiempo. Trató de no hacer caso de la persistente picazón en el sitio de la inyección, la ligera erección hormigueante.

No era sólo el aspecto que tenían, moviéndose con sus suaves ropas de verano. Podía olerlas al pasar; olía las partes secretas de sus cuerpos además del perfume público, el astrigente protector solar. Al pasar podía sentir el calor de sus cuerpos en la cara, en el dorso de las manos. Casi podía leer sus pensamientos, al menos cuando pensaban en él.

Qué día tan maravilloso. Incluso amaba el calor, el estallido que brotaba del asfalto mientras flotaba por las calles. Era como si caminara sobre el calor. Los coches se paraban respetuosamente para dejarle paso y sus bocinazos eran música. Los frenos chirriaban al unísono mientras él disparaba el modo de emergencia de la calle.

Al acercarse al Hermanos, el olor de la carne frita fue casi demasiado para él. Tragó saliva y entró en el lugar, fresco y oscuro.

¿Qué estaba haciendo allí toda aquella gente? Normalmente el Hermanos estaba casi vacío hasta después de la una, cuando empezaban a llegar los cubanos y mexicanos. Sólo había dos mesas libres. Ybor se sentó en la barra.

Le atendió Sara, la dueña. Le hacía sentirse incómodo. La conocía de antes del accidente, cuando era socorrista en la piscina del Eastside. Había estudiado su cuerpo durante horas cuando tenía once o doce años, y le disgustaba pensar cómo debía de ser ahora. Pero siempre iba al bar cuando ella atendía.

—Hola, Ybor. ¿Qué va a ser?

Él no tuvo que mirar el menú.

—Ropa vieja y vino tinto.

Ella lo anotó. Le sirvió un vaso de vino, frío, y se volvió a la cocina.

Ybor tomó un sorbo y luego sostuvo el vaso entre las manos, calentándolo.

Como todo, el bar quedaba transformado por la droga, mucho más real y más fantástico al mismo tiempo. El panelado barato se convertía en un remolino de vida congelada, árboles tropicales tallados una y otra vez al micrótomo. Las botellas de licor con su arco iris de colores y sabores; podía olerlas una a una desde metros de distancia. Los lentos ventiladores del techo le arrojaban suaves vaharadas de aire fresco, como esclavos que agitaran hojas de palmera. El espejo reflejaba a un joven capaz de grandes cosas. Treinta y cinco era ser todavía joven.

Sara trajo el guiso con un plato de tortitas calientes y la salsa verde picante que a Ybor le gustaba. La ropa vieja era un guiso cocido a fuego lento con salsa de tomate y pimientos, hasta que se deshacía. A Ybor le gustaba, pero lo había elegido porque sabía que se lo servirían al momento. Podría haberse muerto de hambre mientras le preparaban una hamburguesa.

Sara lo vio comer con una cuchara en una mano y una tortita enrollada en la otra.

—Me gustan los hombres que saben comer —dijo, sonriendo, y se fue a atender a la barra.

Aquella droga conseguía que comer una galletita fuera una experiencia sensual. El fuerte guiso tocó una sinfonía de éxtasis en su boca, nariz, paladar; el acto de tragar fue un contrapunto complejo y delicioso.

Sara regresó.

—¿Qué se sabe de esos alienígenas?

—¿Cómo?

¿Iba a ponerse a hablar de inmigrantes ilegales otra vez, interrumpiendo aquella sinfonía?

—Justo a tu lado. —Indicó con una mano a todos los nuevos clientes—. Todos estos periodistas. Todo a causa de Aurora Bell.

Eso atrajo su atención.

—¿Qué ha hecho la doctora Bell?

—¿Es que vives en una maldita cueva?

—He estado trabajando toda la mañana. ¿Qué ha hecho?

—Localizó una señal del espacio exterior. Unos alienígenas vienen a la Tierra, como en las películas.

—Ah, chorradas, Sara. Te estás quedando conmigo.

—Como si supieras distinguir una trola si pisaras una —dijo ella alegremente. Silbó al aparato que había sobre la barra y le indicó: CNN—. Quédate mirando unos minutos.

¿En qué demonios se había metido? Por la forma en que había hablado Whittier, naturalmente que creía que lo sabía.

El guiso se volvió amargo en su boca y tragó con dificultad. Mierda, ¿y si estaban esperando que algún reportero entrara en el sistema para entregárselo a los perros? Podrían tirar del hilo, y eso le señalaría directamente a él.

Un periodista, emitiendo delante del edificio que estaba al lado de su lugar de trabajo, ofreció un resumen de un minuto acerca del asunto. Allí estaba la doctora Bell, sentada en su despacho, con todos los viejos libros de papel, hablando de, Jesús, ¿un millón de megatones? Vale, energía cinética relativista. De todas formas, sería una explosión de dos pares…

Se produjo una conmoción tras él. Al darse la vuelta, Aurora Bell entraba con Pepe Parker. Les decían a los periodistas con amabilidad que nada de entrevistas; iban a almorzar. El grandullón que se encargaba de la máquina de café por la mañana salió a defenderla con una sartén de hierro. Sutil.

Pepe alzó una mano para saludarlo y él correspondió al saludo. Se veían de vez en cuando en los clubes de baile. No era mal tipo para ser cubano.

—¿Algún problema con la ropa vieja? —preguntó Sara.

—Oh, no, está buenísima. Pero ponme otro vinito.

—Tinto —dijo ella, y volvió a llenarle el vaso.

Sara

Me pregunto si es un borracho. Si lo es, es guapo. Es tarde para él, en realidad. Suele venir a tomar un vino o una cerveza a las once. Trabaja toda la noche, bebe todo el día, pero no parece que beba tanto, sólo está tembloroso y con los ojos brillantes por la fatiga y el café. Era un chico guapo en el colegio y el instituto, siempre en la piscina mirándome, me pregunto si se acuerda, ¿sabe que yo me acuerdo? Yo también lo miraba.

José estaba tomando el pedido de la doctora Bell y el tipo que la acompañaba. Era curioso que Ybor no supiera nada de la doctora Bell y los alienígenas, justo en el edificio de al lado. Física y astrología. Astrofísica, decían, probablemente una combinación.

La astrología la había ayudado mucho. Buena parte era inventado, quizá todo, pero tenías que tomar una decisión de un modo y otro, y no venía mal echarle un vistazo a tu carta astral. Ella llevaba la suya en el bolso, pero esa mañana la lucecita de la batería estaba encendida, así que la dejó conectada en casa. Se las apañaría sin ella por un día. Tal vez cuando llegara a casa pudiera preguntarle si Ybor era un borracho. ¿Se acostaría con una mujer con un cuerpo como el suyo? Sabía la respuesta a eso y apartó la mirada de él mientras apretaba las rodillas y sentía una pequeña oleada de deseo, no por Ybor en particular. Era tiempo de ir a una senso, o tal vez a Orlando y recibir un servicio real. Había un sitio en Gainesville, pero si lo utilizaba Willy Joe lo descubriría. Tendría que matarlo. Sería una medida de higiene pública, pero a pesar de ello probablemente la meterían en la cárcel. Pensó en la última vez que estuvo en Orlando y se sintió cálida y húmeda y supo que se estaba sonrojando, aquel hombretón negro que la llamó su muñequita. ¿Cómo se llamaba el sitio, el Pájaro Azul, el Pájaro Negro? Sabía dónde estaba y sabía el nombre del hombre, John Henry, claro.

José estaba delante de ella.

—¿Dos Tecates a la cinco? —preguntó—. Preparadas. Tengo las manos ocupadas.

—Tecates —dijo ella despacio.

—¿Estás bien, amiga? —Se quedó allí de pie, con una libreta y una sartén en la mano.

Sara se echó a reír.

—Estaba pensando. Supongo que no estoy acostumbrada.

Abrió las dos latas de cerveza, las roció con una pizca de sal y las adornó con lima. Repugnante combinación, pero el cliente siempre tenía la razón, o al menos siempre era el cliente.

Llevó las dos cervezas a la mesa cinco y las entregó a Rory y a Pepe.

—He visto a Norman en el mercado esta mañana. Actuaba de modo un poco raro.

—Él siempre actúa de un modo un poco raro —dijo Rory.

—Entonces no sabía que eras famosa. Probablemente estaba pensando en ser segundo violín.

—No es su instrumento —dijo Rory, y las dos se echaron a reír. Hubo un fuerte golpe en la cocina y Sara fue a mirar qué pasaba.

Pepe

La vio marcharse apresuradamente, con aquella peculiar forma de andar.

—¿Fue un asalto?

Rory asintió con una mueca.

—En las afueras de la universidad, en el gueto de los estudiantes. Un coche paró, abrió las puertas y unos desconocidos la rociaron con gasolina y encendieron una cerilla. Ella oyó las risas, eran al menos dos hombres y una mujer. Pero no pudo recordar qué clase de coche ni describirlos. Supongo que eso fue un año o así antes de que tú vinieras.

—Pobrecita —dijo él, exprimiendo la lima en su cerveza.

—La gente se pregunta si tuvo algo que ver con los hermanos que eran antes dueños del lugar. Pero habían desaparecido años antes.

—Entonces las bandas eran malas.

Rory no usó la lima. Apartó la mayoría de la sal y bebió de la lata.

—Había un montón de violencia indiscriminada. La gente opina que la cosa está mal ahora, pero había sitios a los que no se podía ir de noche.

—Todavía los hay.

—Claro.

Sacó una libreta y un estilus de su bolso y los encendió. Dibujó una serie de casillas, con el ceño fruncido, y luego las borró con el pulgar.

—Les dije a Deedee y al rector que les tendría preparado un calendario de trabajo para mañana por la mañana. Pero hasta que tenga noticias de la NASA y cabo Cañaveral, todo será humo. Y de Defensa también. Gestionarán gran parte de los fondos.

—Quieres decir que no quieres hacer un cuadro organizativo sólo para que venga el Gobierno y lo desbarate.

—Sí. Pero supongo que no vendrá mal tener uno provisional. Quién está cualificado para qué, interesado en qué. Si los federales lo cambian, que lo cambien.

—¿Y dónde encajo yo?

—Cara bonita. —Fingió anotarlo—. «Cara bonita… oficial».

—¿Qué tal «no administrativa» y así me encargo sólo de la ciencia?

—Muy buena suerte. Me ayudarás a dirigir este circo.

Pepe se encogió de hombros y reprimió una sonrisa.

Para eso estoy aquí. Ocho años de ganarme tu confianza, para asegurarme de que adivinas la mitad de la verdad, la mitad adecuada.

Y la década anterior, estudiando cómo hablar, cómo pensar, cómo actuar. Fuera de Cuba. Aprendiendo a vivir con comida y bebida extrañas.

A su modo, la amaba. Pero eso no tenía ninguna importancia. Sabía cuál iba a ser su trabajo, a lo largo de la próxima semana, de los próximos tres meses.

—Qué bueno —dijo—. ¿Me darán una pistola y una silla?

—Lo solicitaré.

Un hombre se acercó a la mesa.

—Profesora Bell.

—¿Sí? —Al cabo de un instante reconoció al periodista de aquella mañana—. Señor Jordan.

—Dan. No quiero molestarla mientras almuerza, pero mire… me han puesto… ¡Dios!… me han arrinconado. Ya no es mi… ya no es mi…

—Ya no es su reportaje.

—Eso es. Ahora sólo soy un tipo local. —Tomó aire—. Lo que quería, lo que quería saber es si puedo entrevistarme con usted y el señor Bell hoy, esta noche.

—Claro, sin problema. Llame primero, ¿a eso de las ocho?

—Gracias. Tengo su número. —Miró a Pepe—. Perdón. No los molesto más.

Daniel Jordan

Salió al calor y le silbó a la cámara para que lo siguiera. Había un montón de elementos pintorescos allí, junto al mercado, pero nadie quería quedarse al sol y charlar. Se acercó a la sombra de un par de árboles, más allá de la cafetería.

La gente pasaba de largo. Debió de ser más fácil en los viejos tiempos, cuando tenías una gran cámara cuadrada con un operador humano, un micrófono en la mano y arrastrabas cables por todas partes. Un coñazo, en realidad, pero al menos la gente reparaba en ti.

—Disculpe, señor. —Se interpuso en el camino de un hombre grueso y de mediana edad, de andares pausados—. Soy Daniel Jordan, de Noticias Siete…

—Me alegro por usted —dijo el hombre, pero se detuvo.

—He venido al mercado a preguntar a la gente su opinión sobre la Venida.

—¿Así es como la llaman?

—Algunas personas, sí…

—Bueno, pues no me gusta. Tiene un cariz religioso.

—Da igual el nombre. ¿Qué le parece?

—¿Parecerme? Supongo que es una buena cosa. Entablar contacto y todo eso. Se está hablando mucho de ello.

—¿No considera que hay peligro?

—No, no. Estuvimos hablando de eso en la tienda. Celosías y Ventanas Small. El Gobierno va a tratar de asustarnos y gastará dinero de nuestros impuestos protegiéndonos de esas malditas cosas. Pero es una chorrada. ¿Sabe?, si quisieran eliminarnos, lo habrían hecho, ¿no? Un ladrón no llama al timbre cuando entra a robar, ¿verdad? Creo que esto será realmente interesante.

—Gracias, señor…

—Small, Ed Small. Celosías y Ventanas Small. —Se inclinó hacia la cámara y saludó—. «Cuando piense en ventanas, piense en Small».

Unas cuantas personas se habían parado a ver la entrevista. Dan se volvió hacia una mujer con su hijo, de ocho o nueve años de edad.

—¿Qué piensas de todo esto, jovencito?

—¿De los monstruos?

—Le… roy —le advirtió su madre.

—¿Crees que serán monstruos? —preguntó Dan.

—Siempre son monstruos —explicó el niño pacientemente.

—Ve demasiado el cubo. —Su madre miró a la cámara.

—Mamá. Siempre son monstruos porque es lo que la gente quiere. Los tipos que inventaron esto lo saben.

La madre miró a su hijo. Dan se aclaró la garganta.

—Entonces, ¿crees que todo es una invención?

—Bueno, sale en el cubo —dijo el niño, explicándolo todo.

Dan se rió de manera poco convincente.

—¿Comparte usted el escepticismo de su hijo?

—No, en realidad no. Espero que sea algo… verdaderamente maravilloso. Lo que acaba de decir el hombre con el que ha hablado es verdad. Si pretendieran hacernos daño, no habrían anunciado que vienen de camino.

—¿No cree que pueda ser un truco?

—No. Es demasiado complicado.

—Bueno, pues yo sí pienso que es un truco —dijo el hombre situado tras ella. Era negro ébano, con calzas ajustadas irisadas sobre un cuerpo de halterofílico—. Lo orquestaron con meses de antelación, tal vez años.

—¿Quiénes?

—Bueno, ¿quién cree usted que tiene el dinero? Si no es el Gobierno federal entonces es una coalición de grupos que trabajan juntos… suponiendo que el último acto de esta farsa sea una nave espacial aterrizando en los jardines de la Casa Blanca.

Un espabilado, pensó Dan. Hizo la señal con la mano que indicaba a la cámara que se acercara más.

—¿Y qué ganará el Gobierno o esa coalición?

—Más y mejor control sobre nosotros. ¡Control del pensamiento! —Alzó ambos puños—. Espere y verá. Esos alienígenas serán presentados como sabios superiores. Lo que digan será verdad y tendremos que aceptarlo como la verdad absoluta. ¿Quién podría discutir con criaturas que vienen de años luz de distancia para salvarnos?

—Ha pensado usted en todo —dijo Dan.

—Me pagaban por pensar —dijo él—. Doctor Cameron Davisson, a su servicio. Ex profesor de filosofía en esta augusta institución.

—Hum… ¿a qué se dedica ahora, doctor Davison?

—Trato de dar mal ejemplo.

—Ah… —Por el rabillo del ojo, Dan captó una visión encantadora—. ¿Señora? Perdóneme, ¿señorita?

La mujer se detuvo y lo miró. Era la clásica belleza nativa: escultural, arrogante, de rasgos aristocráticos. Pelo azabache y tez como miel oscura resaltada por un sencillo vestido blanco que amaba la piel a la que se aferraba y que cubría sólo en parte.

—Estoy entrevistando a la gente respecto a la Venida.

—¿Los alienígenas? Creo que es maravilloso. Tengo que trabajar.

Se volvió y se marchó, e incluso la cámara, se la quedó mirando. No me importaría ir a trabajar contigo, pensó Dan, pero no sabía de la misa la mitad.

Gabrielle

Había olvidado llevarse el gel a casa y eso significaba quince minutos extra sin paga en el trabajo, con los pies metidos en los estribos. Así que no había ninguna diferencia si llevaba ropa interior o no. No se habría puesto aquel vestido sin ropa interior, de todas formas, y era uno de sus favoritos cuando hacía calor.

Dos manzanas más allá, en el campus, entró en el edificio discretamente titulado IIIS, Instituto Internacional de Investigación Sexual. Vaya broma.

Tomó el ascensor hasta el último piso, entró en el Laboratorio 3 y cerró la puerta tras ella.

—¿Gaby? Llegas temprano. —Un hombre calvo alzó la cabeza detrás de una máquina.

—Me olvidé de llevarme el gel a casa. Buenas tardes, Louis.

—Hola, Gab. —Un joven esperaba junto a la ventana, desnudo, echándole un vistazo a una revista de música popular. No había nada inusitado en él, a excepción de la longitud y la anchura de su pene.

Gabrielle entró en el pequeño cuarto de baño, donde colgó su vestido y guardó los zapatos y la ropa interior en un estante. Orinó y trató de defecar, y la estudiante de medicina que había en ella se preguntó por enésima vez qué perversidad de psicología y anatomía le hacían imposible hacerlo ahora y casi imperativo más tarde, horizontal y público.

Obedeciendo las leyes del estado, no tiró de la cisterna. Comprobó su maquillaje y eliminó con cuidado la brillante capa de sudor de su rostro y de entre sus pechos. Trató de sonreír a su reflejo y luego salió del cuarto de baño y se acercó a la mesa.

—Se te marcan las bragas —dijo el hombre calvo.

—Harry. Sabía que el gel tardaría quince minutos en hacer efecto, así que me he permitido el exquisito lujo de llevar ropa interior, ¿vale?

—Muy bien. Supongo que las marcas desaparecerán.

—Tal vez a tus clientes les gusten las marcas de bragas. —Se subió a la mesa con lenta gracia gimnástica y sus tobillos aterrizaron exactamente en los estribos—. Apuesto a que nunca se lo has preguntado.

—Es una convención artística —dijo él con cara seria.

—Cierto.

Ella tomó la gran jeringuilla que esperaba junto a la mesa, aplicó una buena cantidad de lubricante a la boquilla y luego un poco más a sí misma. Insertó la boquilla con cuidado, haciendo una mueca, e inyectó despacio el gel transparente. Si lo hacías demasiado rápido dejabas burbujas de aire en la vagina, que serían borradas más tarde, pero ¿para qué hacer trabajar al jefe? Aunque fuera un cerdo.

El gel proporcionaba un medio con el adecuado índice de refracción. Olía y sabía a gasoil y era tan difícil deshacerse de él como de un vertido petrolífero en la costa. Por fortuna, Gabrielle no tenía ningún amante susceptible de quejarse, sólo un compañero estudiante de medicina que no hacía ninguna crítica y con el que compartía espasmos ocasionales.

Se echó hacia atrás.

—Louis, ¿quieres traerme esa almohada? —Se quitó la larga peluca negra y se puso un gorrito de malla metálica, para luego volver a colocarse la peluca. Louis ya llevaba puesta su gorra inductora neural.

Le acercó una firme almohada cilíndrica, que ella se colocó bajo el cuello, y le dio un pellizquito juguetón. Estaba semierecto.

—¿Has visto en el cubo la historia esa de los alienígenas?

—Sí, lo estuve viendo. —Le pasó un dedo suavemente por el muslo—. ¡Maravillosa!

—Eh —dijo el tipo calvo desde detrás de la máquina—. Si os corréis demasiado pronto, ninguno de los dos tendrá paga.

Ellos intercambiaron una sonrisa profesional.

—Intentaré controlarme, Harry.

—Trataré de mantener las manos alejadas de él. ¿Qué te parece?

—Van a ser un par de meses largos. No puedo esperar.

Ella le asintió al techo.

—Podría pasar de todo. —Introdujo un dedo en el gel suavizante y lo extendió sobre sus genitales externos—. ¿Te ha dado alguna vez clase la profesora Bell?

—No, nunca he cursado astronomía. Tuve a su marido.

—Yo la tuve en un curso introductorio, hace años. Antes de ir a la facultad de medicina, claro. —Ella rodeó su clítoris suavemente.

—¿Buena profesora?

—Oh, sí. Un poco nerviosa, pero realmente sincera. Quería que amaras la materia. Pero demasiados números para mí.

—Los médicos sólo necesitan saber sumar —dijo él.

—En eso tienes razón. ¿Cómo es su marido?

—Agradable. Empieza duro, pero todo es fachada.

—¿Una clase grande?

—No, un cuarteto. Un taller de seis semanas de fraseo, hace un par de veranos.

Harry llegó con una cosa que parecía un cruce entre una serpiente y un telescopio.

—Vamos a hacer una lectura.

Gabrielle se apretó ambos muslos con las palmas y se abrió. Él insertó el tubo unas pulgadas en su interior.

—¡Ay! —Dio un respingo—. Cuidado con esa cosa. Es el único que tengo.

—Sí. Sí. —Él se asomó al tubo y giró un mando—. Aprieta. —Ella lo hizo, gruñendo—. Otra vez. —Él asintió y sacó el aparato con un ruidito de succión—. Muy bien. Empálmalo.

Gabrielle se agarró a la proyección más cercana y atrajo a Louis. Acarició su escroto con la otra mano.

—¿Y qué es fraseo?

—Básicamente medir el tiempo.

—Eres bueno en eso.

—Gracias. Es… —Jadeó y se detuvo un momento mientras ella se la metía en la boca—. Es cómo le das tu propia interpretación a una pieza musical. Naturalmente, con un cuarteto, todos tienen que estar de acuerdo.

—Parece difícil. —Ella lo acarició despacio, estudiando sus progresos—. Éste es el único instrumento que he aprendido a tocar. La flauta de carne.

—«Dueto para flauta de carne y chochito de miel».

—Chochito de miel, sí. Cásate conmigo y aléjame de todo esto.

Harry colocó las luces y holocámaras alrededor. Explicó el argumento sobre la marcha. Estaban en un bote cerca de la orilla de un lago. A los nueve minutos de la secuencia, otro bote iba a acercarse. Ellos debían tratar de dejarlo y esconderse, pero seguían follando y los capturaban en el último minuto.

Encendió una pantalla plana que mostró lo que estaban haciendo los actores del bote de verdad, para que pudieran remedar las posturas y el tiempo. No tenían que ser demasiado precisos. Los actores del bote llevaban spraypiel, que conducía la sensación de madera áspera y las salpicaduras del agua. El impulso somático de Gab y Louis sería insertado, combinado en las principales huellas del hombre y la mujer.

—Gaby, ponte de rodillas y retrocede hasta aquí. —Desmontó los estribos y pulsó un botón que bajó un palmo la plataforma.

—Ven, perrito —dijo ella, dándose la vuelta—. Arf, arf.

—Todavía se nota la marca de las bragas.

—Oh, chorradas, Harry —dijo Louis—. ¿Puedes hacer que parezca que estamos dentro de un bote y no puedes borrar la marca de unas bragas?

—Es trabajo extra. Da un par de arremetidas antes de que pongamos el arnés.

Trabajaban bien juntos. Louis permaneció quieto tras ella y dejó que Gab controlara la profundidad y la rapidez. Las cámaras externas lo captaban todo al detalle. Salió de ella, tan erecto que su pene golpeó contra su abdomen.

—Bien, lo tenemos —dijo Harry, y le tendió el arnés. Louis lo colocó sobre su órgano, un flácido condón transparente cubierto de alambres diminutos. Tensó un cierre en la base de su pene y acercó la parte inferior del aparato a sus testículos. Harry lubricó un par de sensores y Louis colocó uno en su ano y otro en Gab.

Ella suspiró.

—Bien, a movernos.

Louis insertó su polla decorada y continuaron.

El equipo de grabación en realidad virtual se había comprado con parte de una beca legítima para el estudio de la disfunción orgásmica. Harry no era ningún científico, por supuesto; era un «artista». El científico cuyo departamento era dueño del equipo estaba dispuesto a dejar que se usara para propósitos artísticos dos veces por semana, por una cantidad de dinero más o menos igual a su salario en el IIIR, libre de impuestos.

Gab y Louis tenían el talento de poder hacer que sus cuerpos no hicieran caso de toda la quincalla. Los clientes del extremo receptor no estaban tan incómodos, por supuesto: sólo llevaban los sombreros inductores neurales.

Un montón de clientes acudían a la misma senso dos veces, varón y hembra, para ver qué sentía la otra mitad. Gab había intentado una vez follarse a sí misma, pero a la mitad se quitó la gorra y salió del cine, ansiosa y confundida. Eso fue el semestre en que hizo por primera vez la disección a un cadáver, y aunque no había sentido demasiados remilgos por el cadáver de la mujer, el hecho de cortarla no le dio ánimos para mirar dentro de sí misma.

Esto iba a ser una senso de profundidad 2X: dos orgasmos y los sensores internos. Con sólo dos climax, podría incluso tener argumento, aunque el público no era exigente. Se llamaría El bote del amor II.

Una senso comercial no era exactamente como «estar allí», realidad virtual perfecta, que era peligrosa e ilegal a causa de las drogas relacionadas. La gente que participara en El bote del amor II saborearía y sentiría y notaría un simulacro de lo que hacían los cuatro actores, y algunos experimentarían orgasmos junto con Gab y Louis. La parte «profunda» de la senso lo ampliaba; podían ver lo que pasaba dentro de la vagina, y para la mayoría de la gente eso hacía que funcionara mejor. Otra gente iba a sensos corrientes, que eran menos anatómicas pero tenían más diálogo.

Había un reloj que descontaba el tiempo en la pantalla plana, diciéndoles cuántos segundos faltaban para el orgasmo. Gab lo veía en un espejo: estaban de cara ahora, tendidos en el fondo del bote. A los sesenta segundos ella le apretó el hombro con fuerza y jadeó «por el amor de Dios más despacio» y se concentró furiosamente en los nombres de los nervios faciales y el coste de los libros de texto que aquella vergüenza estaba financiando. Cuando el reloj se lo permitió, se dejó ir y disfrutó, como de costumbre. Si lo hubiera gozado más habría expulsado a Louis de la plataforma, cosa que habría estado bien si hubiera podido permanecer dentro de ella.

Harry controló la eyaculación en un pequeño holocubo y aplaudió sin ganas.

—Excelente. Louis, sácala a menos doce segundos.

En la pantalla plana, un bote de remos con una pareja mayor se acercaba y se escandalizaba. La pareja del fondo del bote se separó al mismo tiempo que Gab y Louis. Ella se echó a reír y resopló.

—Dios mío, la tiene aún más grande que tú.

—Es un truco fotográfico —dijo Louis, jadeando. Harry les trajo un par de toallas grandes.

Gab se secó y volvió al cuarto de baño y usó el bidé. Luego se roció con un disolvente y usó de nuevo el bidé, con el agua tan caliente como pudo soportar. Se puso un tampón especial y se secó.

Harry le dio un cheque de dos mil dólares. Ella se despidió de los hombres y se marchó. Una puta solicitada podría ganar eso en una noche, pensó; cuatro servicios. Ella se había entregado a un millón de hombres y mujeres por ese precio. Pero su libro de texto más barato, aquel semestre, le había costado cuatrocientos dólares. Esto requería mucho menos tiempo que atender una mesa como camarera o hacer de secretaria.

Además, una doctora tenía que ser objetiva con respecto a su cuerpo. «El templo del Señor», lo había llamado siempre su madre. Si mamá supiera cuánta gente había adorado este templo concreto, se moriría de un ataque al corazón.

Se puso el sombrero de ala ancha y salió a la calle soleada. Sí un millón de personas iban a esta senso y la mitad eyaculaba dos veces, ¿cuánto esperma sería? Medio millón de veces cinco centímetros cúbicos por dos… cinco millones de centímetros cúbicos. Visualizó una jarra llena de esperma y trató de multiplicarla por cinco mil. Una habitación llena, al menos.

Un hombre feo y grasiento se la quedó mirando y ella se apartó, súbitamente asqueada.

Ybor Lopez

Dios, pensó Ybor, aquella hermosa criatura acababa de follar, y todavía irradiaba feromonas y sudor. Se dio la vuelta para verla marchar, un poco inquieta pero bonita, la piel oscura visible bajo el vestido blanco, bragas blancas que acentuaban la curva de su culo. Empezó a sentir una erección pero el dolor de la inyección le provocó un sobresalto. Sin embargo recordaría su imagen y su olor más tarde, y le daría buen uso.

Entró en el Edificio 16 y se quedó un instante junto al acondicionador de aire, usando el sombrero para quitarse el sudor de la cara y el cuello. Concéntrate, ahora. Tienes que ser rápido y cuidadoso. Descarga los datos y borra todos los enlaces. Empezó a revisar el proceso mentalmente mientras corría escaleras arriba.

Nadie en la oficina. ¿Cerraba con llave la puerta o no? Sería un poco sospechoso, pero el par de segundos extra mientras la secretaria trataba de abrir le daría tiempo de cambiar lo que había en la pantalla. Pero la secretaria no tendría ningún motivo para sentir curiosidad por lo que estaba haciendo, y no era probable que viniera nadie más excepto la doctora Whittier, su compañera de fechorías. La dejó sin cerrar.

Insertó un cubo de datos en la ranura de la mesa.

—Comienza Minotauro —dijo. Un destello de números apareció en la pared. Sacó un teclado del cajón y esperó. Un par de veces por minuto, la pantalla detuvo su movimiento y parpadeó una pregunta. Él tecleaba rápidamente una palabra o un número y el movimiento continuaba.

Al cabo de unos diez minutos, la pared emitió un sonido parecido al croar de una rana y se quedó en blanco. Misión cumplida. Él colocó el pulgar sobre el botón de desconexión y dijo:

—Revisa datos, Aurora Bell.

Bloques de estadística, párrafos de biografía.

—Más rápido, ciento por ciento —dijo Ybor. Podía leer muy rápido con ayuda de la droga.

Whittier iba a sentirse decepcionada. La doctora Bell cubría bien sus huellas o no tenía gran cosa en su pasado. Multas de aparcamiento y una por exceso de velocidad. Ahora bien, esa parte sobre su marido podría ser útil…

La puerta hizo un leve tick e Ybor desconectó la pantalla. Se volvió a medias.

No era la doctora Whittier; era Malachi Barrett, el rector. Se apartó de la puerta y dijo:

—Ahí.

Un policía de uniforme entró empuñando un arma. Apuntó y disparó.

Sargento Rabin

Fue un disparo limpio, justo al bíceps. El hombre pudo sacarse el dardo, pero eso no sirvió de nada. Trató de levantarse de la silla y luego cayó hacia atrás, aturdido.

—Queda usted arrestado. Todo lo que diga podrá ser utilizado en su contra. Una copia de esta orden se le suministrará a su abogado defensor.

»Que conste que ha sido administrada la droga Tikan 71. Su testimonio será revisado bajo esa óptica.

»Ybor Lopez, se le acusa de robo de información y decodificación no autorizada. ¿Desea negar estos cargos?

Ybor trató de mirarlo, pero la cabeza le cayó hacia atrás. Luego todo su cuerpo se abalanzó hacia delante y cayó de la silla.

Rabin se arrodilló a su lado y le dio la vuelta. Tenía los ojos en blanco. Le buscó el pulso bajo la mandíbula.

—¿Qué pasa? —preguntó el rector—. ¿Suele pasar esto?

—No, señor. Creo que es una interacción de drogas. El Tikan 71 es un psicotrópico, y si el delincuente ha tomado otra droga psicotrópica… mierda. Casi no tiene pulso.

Pulsó un interruptor de su micrófono.

—Aquí Rabin en 16/304. Tenemos un código nueve, necesito ayuda rápido. El corazón se le ha parado.

Pasados unos segundos, una voz femenina dijo que iban de camino. Rabin ya había empezado la reanimación cardiopulmonar.

Después de un minuto de presionar rítmicamente el pecho del hombre, alternando con la respiración boca a boca, le preguntó a Barrett:

—Señor, ¿sabe usted hacer la RCP?

—Uh, no. Me temo que no. —Hizo un gesto de indefensión con ambas manos—. Quería hacer el cursillo…

Otro minuto.

—Busque a alguien que sepa. Tal vez necesite ayuda.

Era un trabajo duro y Rabin no estaba en forma. Había oído de gente que sufría un infarto mientras practicaba la RCP. No quería formar parte de un reportaje irónico.

Barrett no salió directamente, sino que antes pasó por encima de ambos para recoger algo de la mesa. Luego salió al pasillo y empezó a aporrear puertas y a gritar llamando a alguien.

«Código nueve» significaba que el sospechoso necesitaba atención médica de inmediato. A veces la unidad de rescate arrastraba un poco los pies, ya que los sospechosos solían ser culpables y un sospechoso muerto significaba menos trabajo para todos.

Rabin empezaba a sentir dolores en el pecho, cosa que sabía era psicosomática, cuando un negro de mediana edad se arrodilló junto a él.

—¿Necesita ayuda?

Rabin asintió y se apartó, jadeando.

Se apoyó contra la mesa y contempló a su sustituto: era más lento, pero lo hacía bastante bien, considerando que probablemente nunca hasta entonces había tratado a una persona viva. Naturalmente, esta persona en concreto sólo estaba medio viva.

No iba armado, al menos eso parecía. Entonces ¿por qué le habían ordenado que disparara el dardo nada más verlo? Si era peligroso, ¿por qué arriesgarse a enviar al rector para identificarlo?

¿Podrían haber cambiado el dardo…? ¿Había disparado inadvertidamente un dardo letal en vez de un tranquilizante? No, él mismo había cargado el arma al recibir la llamada.

El dardo estaba en el suelo. Se inclinó despacio sobre él, todavía hiperventilando, y lo recogió. El cartucho de la carga era verde-azul-verde, Tikan 71. Sacó una bolsa de plástico de su cinturón, guardó el cartucho y se lo metió en el bolsillo.

Otra prueba. Se levantó despacio y comprobó la mesa. Un teclado, pero nada en la pared. Ningún cristal o cubo en los lectores. Una libreta y un estilus. Pulsó la tecla de «mensajes anteriores» de la libreta y recibió un burdo dibujo de una mujer desnuda y un número de teléfono claramente impreso.

Anotó el número en su cuaderno. Señora, se la investiga en relación con un serio delito de información. No, no se moleste en vestirse. La esposaré a esta cama.

El rector Barrett entró en el despacho.

—Señor, ¿qué fue lo que recogió de la mesa?

—¿De la mesa? Oh, nada. Nada… sólo estaba comprobando la libreta.

—Pero yo…

—Nada, sargento Rabin.

—Sí, señor.

El viejo hijo de puta, debía de ser un cubo o un cristal de la lectora. Algo en lo que estaba trabajando aquel tipo.

Eso ponía a Rabin en una situación interesante. Bajo juramento, o bajo el efecto de las drogas, tendría que testificar que había visto al rector recoger algo de la mesa. ¿Se daba cuenta el rector? ¿Era el rector lo bastante corrupto para poner en peligro su trabajo? ¿Su vida?

—Estaba confundido, señor. Me pareció ver… fue un momento confuso.

El otro hombre le colocó una mano en el hombro y apretó, sin decir nada.

La unidad de rescate, dos hombres y una mujer, llegó poco después. Sustituyeron al negro, abrieron la camisa del sospechoso, aplicaron dos palas inductoras a su pecho y reanimaron su corazón. Ybor se agitó y tosió y vomitó. Tuvieron que repetir el proceso dos veces antes de que su corazón se estabilizara.

La mujer se levantó.

—¿Deberíamos llevarlo al pabellón de cardiacos o al de seguridad?

—Al de seguridad —dijo Rabin—. Que averigüen qué droga ha tomado. Ha sido una reacción al Tikan 71.

—Probablemente una DD —dijo ella. Hizo un gesto y sus dos ayudantes pasaron al hombre a una camilla. Lo sacaron por la puerta.

El rector le dio las gracias al hombre negro, el profesor Pak, y lo acompañó a la salida.

—Señor, si no me necesita, será mejor que acompañe a la ambulancia.

—Por supuesto, sargento. Gracias.

De camino al lugar donde había aparcado en doble fila, Rabin llamó a la central y dijo que seguía a la ambulancia al pabellón de seguridad del norte de Florida. Tuvo que gritar para que le oyeran por encima del aullido de la sirena.

El historiador

El súbito alarido lo desconcentró. Vio cómo la ambulancia se elevaba y se perdía calle abajo, seguida por un coche patrulla. ¿Qué departamento había en ese edificio? ¿Física?

Cerró la anticuada estilográfica y tomó un sorbo de café. Le gustaba trabajar allí, junto al comedor estudiantil, porque nadie se sentaba y decía: «Eh, ¿está escribiendo un libro?». Había distracciones, pero si eran sirenas solían pertenecer a la especie femenina.

Abrió el memolibro y tecleó una fecha. Tenía todos los periódicos de Gainesville desde la guerra civil en adelante. Releyó un artículo por enésima vez y siguió escribiendo:

La primera batalla no fue más que una escaramuza. Las fuerzas de la Unión. Un pelotón del 42 de caballería entró en la ciudad, donde no encontró resistencia. Siguiendo órdenes. Apostaron guardias en las calles al entrar en G’vill, donde el grueso de la tropa construyó un fuerte improvisado con balas de algodón en lo que ahora es la avenida de la Universidad.

La señora Dickison, esposa del comandante de caballería, estaba casualmente de visita en Gainesville. Sabía que había un grupo de caballería acampado a [unas pocas] millas de distancia, en Newmansville. Escribió una nota explicando la situación y la envió con su hijo de ocho años, quien eludió el piquete yanqui fingiendo sacar a pastar a su caballo.

(A) La pequeña fuerza confederada, dirigida por el capitán __________ Chambers, atacó a la mañana siguiente, pero fueron incapaces de rebasar las fortificaciones de balas de algodón. Los soldados de la Unión, armados con rifles de repetición, mataron a un hombre y [varios] caballos. Chambers se retiró con sus heridos a un campamento en las afueras de la ciudad, pero los yanquis decidieron marcharse mientras tenían ventaja y esa noche regresaron con su grupo principal en Waldo. Incendiaron un almacén de sirope, pero dejaron detrás casi un millón de dólares [85M$ en moneda actual] en suministros y provisiones.