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Y al día siguiente descansamos. Keast había calculado que, en el caso de que las letras de fuego hubiesen sido detectadas, la llegada de nuestros salvadores se demoraría unos días. Así que nos dispusimos a esperar con calma, ignorantes de si nuestra monumental llamarada de socorro habría sido vista o no.

Pasaron tres días y nada… Taylor y Reeves parecían satisfechos, pero a Keast se le veía cada vez más angustiado y triste. No hacía más que pasearse arriba y abajo por la playa, oteando el mar sin descanso.

¿Y si todo había sido en vano? Como autor del proyecto, parecía temer la reacción del grupo ante la idea de que todos aquellos meses de duro trabajo no hubiesen servido de nada.

El cuarto día por la tarde, cuando Keast estaba al límite de la desesperación, nos fijamos en que más allá de los arrecifes, en el horizonte lejano, se divisaba un gran navío de color gris.

Keast fue el primero en verlo. Loco de alegría se puso a gritar que había un barco a la vista y todo el campamento se congregó en la playa para ver la nave, que poco a poco iba acercándose. Al cabo de una hora la pudimos distinguir, y comprobamos que no venía sola, sino que varios barcos más pequeños la seguían. Cuando estuvieron a unas pocas millas, vimos que se trataba de una flotilla de guerra.

El navío se quedó anclado lejos, pero los barcos más pequeños se acercaron hasta los arrecifes, y pudimos ver que pertenecían a la flota de los Estados Unidos. Un portahelicópteros y varios torpederos de diferentes tamaños.

Unas cuantas lanchas de buen tamaño fueron lanzadas al mar desde uno de los torpederos y en cada una embarcó una decena de hombres. Navegaron siguiendo el arrecife, buscando un paso por donde entrar.

Dos helicópteros guiaron las lanchas hasta el pasaje que daba acceso a la laguna, luego sobrevolaron la playa hasta percatarse de nuestra presencia. Todos corrimos a refugiarnos en la selva, porque aún teníamos muy reciente la mala experiencia del tiroteo, hacía tan sólo unos meses.

Pero los helicópteros regresaron al portaaviones sin disparar un solo tiro. Estaba claro que nuestro campamento y las ennegrecidas letras habían sido localizados.

Había tres lanchas e iban equipadas de motores fueraborda. Los hombres, que viajaban en ellas de rodillas, parecían ir armados hasta los dientes. Al verlos tocar tierra en nuestra playa, no nos atrevimos ni a asomar la nariz de nuestro escondite.

Se trataba de treinta marines bajo las órdenes de tres oficiales.

Desembarcaron y empezaron a moverse por nuestro pequeño asentamiento con suma prudencia. Inspeccionaron cada cabaña y, al no encontrar a nadie, se reunieron en el centro y empezaron a gritar en dirección a la selva

—¡Somos de la infantería de marina de los Estados Unidos de América! ¡Hemos visto su señal! ¡Nuestras intenciones no son violentas! ¡Estamos aquí para rescatarles! —dijeron en inglés.

De repente caímos en la cuenta de que muchos de nosotros ni siquiera teníamos ropa. Estábamos acostumbrados a pulular por el campamento semidesnudos, pero ahora que esos marines venían a rescatamos empezamos a sentir vergüenza de nuestra vestimenta más que ligera.

Pero qué le íbamos a hacer, ¿verdad?

Keast salió de la selva acompañado de la comadrona morena, que se acercó a los soldados sin ceremonias, aunque a pecho descubierto.

Los jóvenes soldados, que estaban charlando entre ellos alegremente, se quedaron mudos y boquiabiertos ante la sorpresa. Tuve la impresión de que se habían llevado un susto de muerte al ver a Keast y a la comadrona.

Los hombres se azoraron, pero entonces uno de los oficiales se acercó a la comadrona y, estrechándole la mano, se presentó. Otro de los muchachos se quitó la camisa y se la ofreció discretamente; ella se la puso sin decir nada.

—Les ruego que dejen sus armas en las lanchas, porque de lo contrario el resto de nuestros compañeros no va a atreverse a salir —dijo la comadrona morena, ya continuación añadió—: Somos casi cincuenta personas procedentes de los países nórdicos, casi todos al servicio de las Naciones Unidas. Nuestro avión se estrelló aquí el año pasado.

Los soldados les ofrecieron a Keast y a la comadrona cigarrillos y chocolate y luego le rogaron a ésta que nos convenciese para que saliéramos de la selva.

Fue entonces cuando me pregunté qué pasaría si no me presentaba en la playa. Maj-Len y Gunvor estaban a mi lado, y un poco más allá vi a Taylor en cuclillas. Reeves se me acercó y me dijo que no tenía la menor intención de subirse a ninguna lancha. Iines Sotisaari era de la misma opinión.

Cuando la comadrona nos gritó que no pasaba nada y que ya podíamos salir, yo me quedé donde estaba y lo mismo hicieron Taylor, Reeves y las mujeres que estaban por allí cerca.

Pero la mayor parte de nuestros compañeros salieron de sus escondrijos y se dirigieron a la playa. Reían entusiasmados, abrazando a los soldados y estrechándoles la mano, mientras éstos, encantados por el recibimiento, repartían sus camisas entre aquella tropa de náufragos ligerísimos de ropa. Uno de los muchachos se puso a hablar por una radio de campaña.

La comadrona morena hizo el recuento y se percató enseguida de que faltábamos unos diez. Preocupada, empezó a gritarnos para que saliésemos. Los oficiales le preguntaron el porqué de nuestra reticencia, y ella les dijo que tal vez fuera que no deseábamos ser rescatados.

—Hay que ver, qué gente tan curiosa… —dijo uno de ellos, que era teniente—. Si yo hubiera estado pudriéndome casi un año en un lugar como éste, no se me pasaría por la cabeza esconderme entre los hierbajos cuando aparecieran mis salvadores.

Los oficiales discutieron un momento entre ellos y luego ordenaron a unos cuantos hombres que se internasen en la selva.

Éstos no tardaron en cercarnos. Su rapidez de movimientos nos pilló tan desprevenidos, que no nos quedó más remedio que rendirnos. Fuimos a donde estaban los demás, saludamos a los oficiales y aceptamos sus cigarrillos. Uno de los soldados nos ofreció coñac, pero le dijimos que no. Extrañado por nuestra negativa, nos preguntó por el motivo, y le contestamos:

—Es que últimamente se nos ha ido un poquito la mano con la bebida, pero muchas gracias.

Les preguntamos quiénes eran en ese momento los presidentes de la Unión Soviética, Gran Bretaña, Finlandia, Suecia, Noruega y los Estados Unidos. Luego quisimos saber si había paz en Europa y qué lugares del planeta estaban en guerra. Así fue como nos enteramos de que en el interior de nuestra isla había realmente una guerra de guerrillas y que el ejército de Indonesia estaba intentando sofocar una rebelión indígena. Preguntamos muchas cosas más, y los marines intentaron contarnos todas las noticias del mundo civilizado de las que estaban al corriente.

Finalmente, los soldados nos hicieron subir a las lanchas neumáticas y nos llevaron a las fragatas a toda velocidad. Una vez a bordo, nos ofrecieron ropa y comida. La tripulación no cesaba de hacernos preguntas sobre nuestra vida y milagros, y nosotros le fuimos contando cómo habíamos logrado sobrevivir en la isla.

Más tarde nos trasladaron en helicóptero al portaaviones, que había anclado cerca del arrecife.

Nos recibieron a bordo con todos los honores: los marines americanos nos esperaban formados en cubierta, una banda militar tocó varias marchas y el comandante soltó un breve discurso, dándonos la bienvenida al navío y al mundo civilizado.

—No sé tú, pero yo no consigo alegrarme por lo que está pasando —me sopló Reeves al oído, mientras escuchábamos las ceremoniosas palabras de recibimiento del comandante.

Por enésima vez se nos ofreció comida y cigarrillos. También nos sirvieron champán y eso sí que a muchos les vino bien. Taylor se fumó un par de puros, pero no conseguía disimular su tristeza por el «salvamento».

Los radiotelegrafistas no daban abasto enviando telegramas. Todas las agencias de prensa del mundo mandaban sin cesar mensajes, insistiendo en ser las primeras en conseguir información de primera mano sobre la isla y nuestras aventuras.

Nos resultaba muy extraño oír la radio. Hasta los cuchillos nos parecían objeto de curiosidad y los manipulábamos con cierta torpeza. Habíamos perdido la costumbre de utilizar servilletas y nos limpiábamos la boca con el dorso de la mano. La ropa nos rozaba por todos lados y nos sentíamos raros e incómodos con ella.

En Finlandia, Kekkonen seguía en el poder —lo contrario nos hubiera sorprendido—. Los socialdemócratas habían dejado el gobierno, ¡por fin! En las elecciones locales, la izquierda había resultado vencedora. El debate sobre quién debía ser el director general de la compañía petrolífera Neste seguía sin resolverse. Mi mujer estaba viva y mis hijos estaban bien. Mi amigo Eetu había vendido la barca de pesca que compartíamos.

Éstas eran las noticias que me llegaron por telegrama.

Pasamos la noche en el portahelicópteros. El personal médico de la nave nos tomó muestras de sangre, aunque Vanninen les insistió en que todos estábamos sanísimos.

A los gobiernos de nuestros países se les envió una nota oficial, informándoles de nuestro rescate, y todos respondieron enviándonos sus saludos, oficiales también, y dándonos la bienvenida a casa.

Al día siguiente nos llevaron de vuelta a la isla. Nos tomaron gran cantidad de fotos delante de nuestras respectivas chozas y los oficiales nos dijeron que podíamos recoger nuestras pertenencias, a razón de treinta kilos por persona.

Reeves y Taylor se me acercaron para informarme de que habían decidido quedarse en la isla a pesar de todo. Lämsä y Lakkonen también deseaban permanecer allí, costase lo que costase. Muchas de las mujeres eran de la misma opinión: Maj-Len, Gunvor, Iines Sotisaari, Lily y Birgitta.

Les dije que yo también deseaba quedarme, aunque sólo fuese un año más. Les propuse que huyéramos a la selva y que nos ocultásemos en ella hasta que la flotilla se hubiese marchado.

Taylor contó que el comandante del portaaviones había prohibido terminantemente que nadie se quedara, ya que los gobiernos de nuestros respectivos países habían delegado la misión de salvamento en la infantería de marina de los Estados Unidos de América, y no podían aceptar que algunos se negaran a ser repatriados.

Taylor había exigido que le dejasen permanecer donde él quisiera, argumentando que, como ciudadano británico, nada le obligaba a obedecer órdenes de un oficial de un ejército extranjero. El comandante americano le respondió que pensaba llevar su misión de salvamento hasta el final, más cuando entendía que alguien que había pasado casi un año de aislamiento no podía estar totalmente en sus cabales, pudiendo negarse, incluso, a ser rescatado.

Nos quedó más que claro que el comandante no iba a permitir que nos quedásemos en nuestro paraíso.

A la caída de la tarde, una vez reunidas nuestras pertenencias y cuando los marines se hartaron de sacarnos fotos, nos dijeron que ya era hora de volver a embarcar en las lanchas neumáticas.

Reeves nos hizo una señal y, uno a uno, los diez nos fuimos escabullendo en la selva. Durante la jornada, habíamos acordado que por nada del mundo regresaríamos a la civilización.

Nuestra desaparición fue descubierta casi de inmediato, pero como estábamos tan acostumbrados a movernos por la espesura, los marines no consiguieron atraparnos. Corrimos por los senderos hasta internarnos en lo más profundo de la selva y pronto la noche se nos echó encima. En la oscuridad de la selva, bien protegidos, pudimos por fin descansar, convencidos de que nadie sería capaz de encontrarnos.

Y allí pasamos la noche. Éramos cinco hombres y cinco mujeres: Birgitta, Gunvor, Lily, Maj-Len, Iines Sotisaari, Reeves, Taylor, Lämsä, Lakkonen y yo.

Nuestra huida escandalizó a los marines. Los oficiales enviaron varias patrullas a la selva durante toda la noche, pero éstas volvieron con las manos vacías, ya que entre la oscuridad reinante y la espesura de la vegetación les fue imposible dar con nosotros.

Lakkonen había afanado una radio portátil de las que había en el portaaviones y esa noche la estuvimos escuchando. Al oír hablar de nuestro rescate, nos reímos mucho, pues estábamos convencidos de que las tropas americanas no nos iban a localizar, a pesar de sus frenéticos intentos por salvarnos.

Pero a la mañana siguiente un escuadrón de helicópteros empezó a sobrevolar la selva. Los aparatos nos pasaban todo el tiempo por encima y, aunque intentamos quedarnos quietos en la espesura, no tardaron mucho en localizarnos. La ropa que llevábamos —que era la que los marines nos habían dado— eran demasiado clara. En cuanto nos detectaron, lanzaron desde el aire una botella con una nota en la que se nos exhortaba a ser razonables y regresar a la playa. Pero, en lugar de obedecer, nos internamos aún más en la selva, en dirección a las montañas. Queríamos demostrarles a los americanos que éramos libres de decidir nuestros destinos y que, como no nos apetecía regresar a Europa para aburrirnos, nos quedaríamos en la isla todo el tiempo que nos viniese en gana. La vegetación era tan densa que a los helicópteros les era imposible aterrizar, y nosotros, regocijados por ello, les hicimos mangas y capirotes a través del follaje.

A mediodía, los helicópteros desaparecieron. Empezamos a creer que los americanos habían desistido de sus intenciones de rescate, y que se iban a conformar con devolver a Europa a aquellos que así lo deseaban.

Nada más lejos de la realidad, porque los militares bien adiestrados nunca abandonan una misión por tan poco. Nos volvieron a lanzar otro mensaje, y esta vez la amenaza fue tajante: si no regresábamos a la costa, seríamos llevados por la fuerza. La nota venía firmada por el comandante del portaaviones y llevaba el sello oficial del cónsul de los Estados Unidos de América. ¿De dónde habrían sacado el papelito de marras?

Pero nosotros nos reímos de sus amenazas imperialistas, y rompimos el papel en mil pedacitos, asegurándonos de que se nos viera bien desde el helicóptero. Nos creíamos los reyes del mambo.

Craso error. El cielo fue llenándose de helicópteros que empezaron a lanzar bombas de humo entre las montañas y la zona de la selva en la que nos encontrábamos. El aire se convirtió en una pared de humo. Habían decidido ahuyentarnos como si fuéramos un enjambre de abejas. Y debieron de lanzar también bombas de gas lacrimógeno, porque los ojos nos empezaron a llorar. No nos quedó más remedio que retroceder ante aquel frente de humo que se nos venía encima.

—¡Vamos a donde está el cañón! —gritó Lämsä de repente—. ¡Disparemos en dirección al mar! ¡Vais a ver como nos dejan en paz!

Estuvimos media hora corriendo, hasta que por fin llegamos al puesto de artillería japonés. Llevada por la costumbre, Iines Sotisaari se situó junto a Lämsä al lado del cañón, y los demás empezamos a llevarles la munición. Lo orientamos mirando al mar y disparamos. No nos quedó muy claro dónde había caído el proyectil, pero estábamos seguros de que, a esas alturas, a los americanos les estaría quedando más que clara nuestra determinación de quedarnos.

Lanzamos seis proyectiles.

De improviso, los helicópteros volvieron a aparecer sobre nosotros y decenas de hombres empezaron a descender por unas escalas de cuerda. Salimos huyendo a toda prisa cada uno en una dirección. Y seguían lloviendo hombres. Y ya no sonreían, sino que nos gritaban enfurecidos que nos rindiésemos inmediatamente. Iban equipados de máscara antigás. En cuanto toda la tropa estuvo en tierra, las bombas de humo empezaron a caer del cielo.

Lämsä y Lakkonen intentaron dirigir la boca del cañón hacia donde estaban los marines, pero antes de que les diese tiempo, ya estaban rodeados. Los puñetazos empezaron a sonar y Reeves corrió a ayudar a nuestros compañeros.

Aquello parecía un combate de lucha libre… La rigidez de la máscaras de gas era una desventaja para los soldados que casi no tenían tiempo de levantarse del suelo, cuando ya los estaban tumbando otra vez de un guantazo. De vez en cuando se oía a Lakkonen vocear sofocado:

—¡El oso finlandés no se rinde ante nada!

Pero con la llegada de otra patrulla se terminó la contienda y los dos hombres fueron inmovilizados. A mí también me capturaron.

Nos llevaron a rastras a la playa. Las mujeres ya estaban allí, y el último en llegar fue Taylor, que no dejaba de resistirse y forcejear. No le sirvió de nada, porque lo maniataron y lo llevaron en volandas a la fueraborda, mientras que lo demás fuimos a pie, seguidos de cerca por los marines que nos vigilaban.

Nos llevaron al portahelicópteros, y como ya no nos podíamos escapar, consideraron que no hacía falta encerrarnos en el calabozo.

Al comandante de la flotilla americana le presentamos nuestras quejas de la manera más tajante posible. Por su parte, él criticó con dureza nuestra absurda oposición a ser rescatados. Dijo que habíamos llevado a cabo un ataque armado contra los marines de los Estados Unidos, y tenía razón.

—Si quisiera, podría detenerles y encerrarlos, ya que han disparado contra la flota americana —dijo muy enfadado—. Sin embargo, dejaré las cosas como están, con la condición de que me prometan someterse a las normas a partir de ahora.

Los medios de comunicación de todo el mundo se habían hecho eco de nuestra resistencia, e incluso hablaban de nosotros llamándonos «los diez héroes de la isla». De todos los rincones del mundo llovían mensajes en los que se nos animaba a seguir luchando. Los remitentes no debían de saber aún que nuestra breve rebelión ya había sido sofocada.

Firmamos la paz y comimos tranquilamente con el resto de nuestros compañeros. Nos sirvieron un buen almuerzo, que, con lo agotados que estábamos tras la aventura en la selva, nos vino estupendamente. Acabamos con un café, acompañado de su copa de coñac, y con eso pusimos punto final a las rencillas.

Al anochecer, nos hicieron subir a un helicóptero que nos llevó a Papúa. Allí embarcamos en un vuelo a Tokio, donde nos recibieron los representantes diplomáticos de nuestros respectivos países. Tras una breve escala, viajamos a Moscú, y de allí a Helsinki, donde la prensa internacional ya nos esperaba impaciente. Todos los miembros del campamento pernoctamos en el mismo hotel y al día siguiente nos separamos: los suecos tomaron el barco a Estocolmo, los noruegos un vuelo a Oslo, y los británicos otro rumbo a Londres. Y esta vez los aviones no eran Trident…

La separación nos resultó sumamente dolorosa, pero prometimos seguir en contacto. Ya nos habíamos intercambiado nuestras direcciones en el barco y todos juramos que nunca nos olvidaríamos del sentimiento de amistad que había florecido entre nosotros.

Janne se fue con la señora Sigurd a Suecia, y los demás, cada uno a su lugar de origen. Yo volví con mi familia, y puedo asegurarles que fueron muchas las explicaciones que tuve que dar sobre mis aventuras tropicales.

Cuando estaba en el puerto despidiéndome de las suecas, casi me eché a llorar. Todos nos abrazamos, jurando que no pasaría mucho tiempo antes de que nos volviésemos a ver.

Luego Lämsä, Lakkonen y yo acompañamos a Reeves y a Taylor al aeropuerto. En un aparte, éste me dijo:

—Volveremos un día, ¿verdad?

—Aunque sólo sea para ver cómo sigue todo, si no nos dejan quedarnos —le prometí.

Nos estrechamos la mano y Taylor echó a andar hacia el avión sin volver la vista atrás. En el último momento, Reeves se paró en la escalerilla y nos saludó con la mano.

Lämsä y Lakkonen no pudieron reprimir las lágrimas.