Con nuestro SOS de quinientos metros ya listo, y una vez que la votación celebrada durante la fiesta dejó claro que haríamos uso de él, todos nos dispusimos a realizar la segunda fase de nuestro proyecto, por suerte mucho más sencilla que la tala.
Se trataba de amontonar los troncos para las hogueras en el centro de las letras. Y así lo fuimos haciendo, dejando unos diez metros entre ellos. La tarea era fácil en aquellos lugares de la selva donde las rocas o los troncos más gruesos sobresalían del terreno: recogíamos grandes brazadas de leña seca que amontonábamos y, añadiéndole las encendajas que habíamos cortado, ya teníamos una pira lista para ser quemada. Por el contrario, en las zonas pantanosas, no nos quedaba más remedio que elevar las hogueras haciéndoles una base.
Y en eso se nos fueron tres semanas, al final de las cuales tuvimos listas trescientas catorce piras, listas para ser quemadas.
Nadie hizo nada por retrasar los trabajos, a pesar de nuestro desacuerdo sobre la necesidad de la tarea. Bueno, nos quejamos un poco y no estábamos de muy buen humor, pero por lo general la cosa no iba muy en serio, ya que queríamos actuar conforme a la decisión del grupo, aunque pensáramos de otra forma.
Además, yo había empezado a dudar del proyecto que Keast y yo habíamos ideado. ¿Y si al final los satélites ni siquiera detectaban nuestra original llamada de socorro? Keast se afanaba, entusiasmado, y hasta pasaba algunas noches en vela, cuidando de que los troncos de las piras estuviesen bien derechos. Y si amenazaba lluvia, se quedaba mirando al cielo, desafiante, aunque probablemente rezando por dentro para que la misericordia divina evitase que la leña se mojara.
Pero no había motivo alguno de preocupación, ya que los experimentados leñadores finlandeses, acostumbrados como estaban a la vida silvestre, habían tenido la buena idea de enterrar en cada hoguera una hermosa bola de resina.
La última fase de la operación de salvamento era la de encendido. Para llevarla a cabo, fabricamos cuarenta antorchas impregnadas en resina, calculando que con cada una habría que encender una media de ocho hogueras. Por si acaso, teníamos listos a unos cuantos hombres que, en caso de necesidad —si alguna antorcha se apagaba, o cualquier otro imprevisto—, actuarían como «encendedores de emergencia».
Según nuestros cálculos, se podía encender la cadena de fuego de tres kilómetros en menos de una hora, aunque alguno de los «encendedores» fallaran.
Las antorchas, las piras y los encargados del encendido estaban listos. Hacía exactamente nueve meses y siete días de nuestro accidente y la quema de las letras estaba programada para la noche del día siguiente.
Ya por la tarde, prendimos dos hogueras en la parte central de cada una de las letras, con la idea de tener listo un fuego donde encender las antorchas cuando llegara el momento.
Comprobamos nuestros relojes: eran las ocho y cinco.
La comadrona morena y Keast, que eran los encargados de vigilar el encendido, nos hicieron formar en la playa y procedieron a inspeccionar todas las antorchas: cuarenta, más ocho de repuesto, o sea, las suficientes. Habíamos acordado que todas las letras estarían en llamas a las nueve, pero antes de eso todas las antorchas debían estar ya prendidas. Según nuestros cálculos, el efecto sería mayor si conseguíamos encender el SOS de golpe y tan rápido como fuera posible.
Nos situamos en nuestros puestos. Keast vigilaba la operación desde el lado izquierdo de la O, mientras que la comadrona morena y Lakkonen se situaron a la altura de la primera y de la segunda S, respectivamente.
—Éste va a ser el letrero luminoso más grande de la historia —afirmó Lämsä, a quien, como a mí, le había tocado el encendido de la letra O.
La luz de las antorchas parpadeaba en la oscuridad y nuestras conversaciones se mezclaban con el rumor de la selva. Por encima de ellas, se oyó la voz enérgica de Keast, que, chapurreando en su marcado acento británico, berreó en finés:
—¡Son las twenty horas y twenty minutos! ¡Encended las hogueras!
La orden se repitió a lo largo de la cadena de encendido y todos pusimos manos a la obra. Las antorchas llameaban y nosotros corríamos de una a otra pira, entre el humo de la resina ardiendo y los chillidos de los monos, que sonaban entre asustados y tristes.
Mientras se afanaba con su antorcha, Lämsä se dedicaba a maldecir. Le oí gritar:
—¡Maldita sea! ¡Si llego a tener un bidón de gasolina, aquí iba a estar yo haciendo el imbécil con un palo pegajoso!
Pero justo en ese momento se encendió su primera hoguera y al verlo se puso a decir a voces:
—¡Qué diablos! ¡Se ha encendido como la viuda de Loukusanvaara!
No quise darle demasiadas vueltas a la clase de dificultades que Lämsä había tenido, al parecer, en su afán por resucitar los apetitos amorosos de la viuda en cuestión, ya que las hogueras no se encendían precisamente a la primera y había que espabilarse. Las bolas de resina estaban húmedas y había que calentarlas bastante rato arrimándoles la antorcha antes de que prendieran. Además, la luz cegadora de las teas y el humo espeso de la resina se nos metía por los ojos, así que teníamos que ser muy cuidadosos para no derribar el armazón de leños de las piras. En cuanto teníamos una encendida, corríamos a la siguiente y vuelta a empezar.
De vez en cuando, las antorchas se atascaban de hollín y había que limpiarlas. La mía, al menos, se me apagaba cada cuatro hogueras por falta de resina, así que tenía que ir a recargarla a los lugares específicos que para ello había al lado de cada letra.
Es curioso lo rápido que uno aprende a desarrollar su propia técnica, incluso en una tarea que nunca ha hecho con anterioridad. A la tercera hoguera, me di cuenta de que era una tontería correr llevando la antorcha en vertical, porque con las prisas se apagaba. Lo mejor era sostenerla perpendicular al cuerpo, para que la brisa en contra la mantuviese incandescente, y no dejar que prendiera del todo hasta llegar a la siguiente hoguera. Además, si la mantenía derecha por encima de la cabeza, la resina caliente, al derretirse, me chorreaba por el cuello y por el pelo y, naturalmente, escocía como el demonio.
Al cabo de media hora, ya tenía diez fuegos encendidos. Habíamos acordado que una vez que tuviésemos hecha la parte que nos correspondía, cada uno de nosotros debía presentarse en la hoguera principal para recibir nuevas órdenes.
Yo ya había terminado mi primera tanda y detrás de mí no tardaron en llegar Lämsä y todos los demás.
Keast mandó a Lämsä a la primera S, para que se enterase de cómo iba la cosa y de si todas las hogueras habían prendido en condiciones. A mí me mandaron a la otra S, a pedirle a Lakkonen el informe correspondiente. En la oscuridad de la selva, corrí entre las letras con mi antorcha apagada bajo el brazo y, al llegar a la hoguera principal, me enteré de que las cosas no iban demasiado bien: a muchas de las mujeres se les habían apagado las teas y quedaban por lo menos veinte piras por encender. Lakkonen me mandó al frente sin demora.
La primera letra en arder fue la nuestra, la O, seguida de la primera S y, para terminar, de la otra S de Lakkonen. En cualquier caso, todo se desarrolló a gran velocidad y en cuarenta y seis minutos todas las hogueras estuvieron encendidas y algunas de ellas, incluso, ya en llamas.
La mensajera de la comadrona morena, que no era otra que la hermosa Gunvor, se había perdido al correr a la S de Lakkonen, y para cuando consiguió llegar, estaba llena de hollín, sobre todo en la cara, donde sólo destacaban sus ojos, blancos y brillantes.
—La comadrona necesita refuerzos —jadeó.
Como tenía tiempo, me fui con ella a la primera S.
Pero al llegar vimos que todas las hogueras estaban ya encendidas y que la situación estaba bajo control.
Eran algo más de las nueve. La comadrona morena y Keast subieron a la plataforma de observación que habíamos construido en un árbol gigante del centro de la O. Llevaban consigo un megáfono que Janne había fabricado.
Todos los que nos habíamos ocupado de encender las hogueras regresamos a nuestros puestos. Hablar estaba prohibido, ya que, aparte de la obligación de mantener los fuegos y avivarlos si era necesario, teníamos que estar al tanto de las observaciones y órdenes que la comadrona morena y Keast nos gritasen desde la torre de control.
El sistema funcionó de manera ejemplar. La voz de barítono de Keast no llegaba muy lejos, pero los agudos gritos que la comadrona morena pegaba en el megáfono de madera llegaban a todos los ángulos del SOS y bastaban para indicarnos qué hogueras ardían poco y necesitaban ser avivadas o, por el contrario, si alguna ardía demasiado. En resumen: una auténtica retransmisión en directo, a cuarenta metros de altura.
Bien entrada la noche pudimos descansar un rato en nuestras respectivas letras. Gunvor, que no había dejado de seguirme en toda la noche, aprovechó la pausa y me preguntó:
—¿Te he dicho que no estoy casada?
—¿Y eso a qué viene ahora? —contesté, tonto de mí, sin comprender.
—Porque Maj-Len está casada.
—Ah, vaya… —dije yo, poniéndome a asar un buen pedazo de tocino de jabalí para los dos. A Maj-Len no me la había topado en toda la noche, aunque no era de extrañar, ya que le había tocado encender las hogueras en la S de Lakkonen, la más cercana a la playa.
Toda la noche se nos fue en mantener los fuegos, haciendo de «correturnos», como decía Lämsä.
Al despuntar el día, la comadrona morena y Keast descendieron del observatorio y nos ordenaron que lo apagásemos todo.
No fue una tarea difícil: los fuegos que estaban sobre soportes elevados bastaba con volcarlos, y los otros los apagamos golpeándolos con palos y piedras, hasta convertir los leños en brasas.
Regresamos agotados a la playa y cada cual se fue a su cabaña a dormir. Nuestras ansias de libertad habían quedado grabadas en letras de fuego y ya no nos quedaba más que esperar la reacción de nuestros lectores, si es que los había.