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La tala de la última S resultó más fácil que la de las otras letras. Al haber pasado la temporada de lluvias, los insectos ya no importunaban a los sudorosos leñadores con tanta saña como antes y en algunos momentos el calor resultaba incluso agradable.

Puede que los rayos del sol, que se filtraban a través de la espesa fronda de la selva hasta donde trabajábamos, nos pusiesen de mejor humor. Fuera lo que fuese, la tala de la última letra se nos dio muy bien, tanto, que sólo tardamos un mes y tres días.

Cuanto más avanzaba el trabajo, más triste me parecía Maj-Len. Al principio no acababa de comprender qué le ocurría, pero cuando empezamos a talar la última curva de la S —eso fue en la antepenúltima semana de trabajo—, caí en la cuenta de cuál era el motivo de aquella silenciosa tristeza que me tenía tan preocupado.

A toro pasado, me doy cuenta de que Maj-Len había estado hablando con Taylor de la posibilidad de quedarse en la isla. Yo no me había atrevido a comentarle mis intenciones —si es que se pueden llamar así—, pero Taylor, en contra de lo que habíamos acordado, parecía haberse sincerado con todo el mundo sobre la necesidad de nuestro trabajo de tala.

La situación se puso al rojo vivo el último día de trabajo y culminó con la escisión del campamento en dos bandos enfrentados, con lo cual la fiesta que teníamos preparada resultó cualquier cosa menos armónica.

Terminada la última S antes de lo que habíamos calculado y fieles a una tradición ya instaurada, nos dispusimos a celebrar una fiesta en la que debíamos participar todos los miembros del campamento para festejar el éxito de tantos meses de trabajo.

Dos o tres semanas antes, algunas de las mujeres que con anterioridad se habían mostrado reacias a la fabricación del aguardiente se habían puesto a destilarlo en abundancia. Durante noches se dedicaban a tallar nuevos cuencos de coco y sus conversaciones nocturnas en las terrazas giraban en torno a la fiesta. En pocas palabras, lo mismo que hacen las mujeres que trabajan en las grandes empresas finlandesas cuando, al acercarse la Navidad, se ponen a contar los días que faltan para que la compañía invite a todos sus empleados a un par de copas y tres lonchas de jamón asado…

Pero no todos estaban para fiestas.

Ese mismo día por la mañana, justo cuando nuestro monito nos estaba despertando, oí que alguien nos llamaba dando golpecitos bajo nuestra terraza. Me imaginé que se trataba de Taylor, porque por el sonido de los pasos reconocí su manera sigilosa de andar, levantando un poco las piernas, evitando hacer ruido, pero haciéndolo de todas maneras.

Taylor insistió un rato con los golpecitos y luego gritó bajito:

—Maj-Len, a ver si puedes despertar a tu compañero.

Maj-Len se echó rápidamente por encima su túnica amplia y hecha de retazos de tela de chaleco salvavidas, cogió en brazos al monito y salió a la terraza para alcanzarle la escalera de mano al piloto. Oí un murmullo y al poco rato su figura se recortó en el vano de la puerta, oscureciendo el interior de la cabaña.

—Me gustaría hablar un momento contigo —dijo Taylor… ¿Qué te parece si nos damos un chapuzón en el arrecife? Allí estaremos más tranquilos.

Yo tenía la costumbre de empezar el día nadando y a menudo recorría con la balsa el medio kilómetro que había hasta donde las olas del océano rompían contra la barrera de coral. Siguiendo los deseos de Taylor, salimos juntos en la balsa y, al llegar a la altura de los arrecifes, me tiré al agua. Taylor se quedó vigilando por si aparecían tiburones. Cuando regresé a la balsa, cambiamos los papeles y Taylor pudo chapotear tranquilo en las transparentes aguas.

Finalmente, volvió a la embarcación. Nos pusimos a tomar el sol y a contemplar cómo rompían las olas. Dejamos que la balsa fuera a la deriva, y cuando estuvimos a suficiente distancia del arrecife para no tener que hablar a gritos, empezamos nuestra conversación:

—Las letras ya están listas —dijo Taylor.

Asentí y quedé a la espera de que continuase.

—Yo no quisiera marcharme de aquí por nada del mundo. Y tengo la impresión de que tú tampoco tienes ya muchas ganas.

Me quedé callado un instante. Esa mañana, como tantas otras, había estado pensando que en Europa nunca hubiese podido disfrutar de un despertar así, ni bañarme en aguas tan puras, ni sentirme libre y fresco como allí… ¡Imposible!

Le dije a Taylor que así era y que no me apetecía nada regresar a Finlandia. Le expliqué que, aunque Helsinki era una ciudad bastante pequeña, el tráfico resultaba insoportable, y que, sobre todo en invierno, era un lugar especialmente antipático a causa de la nieve, que al llegar al suelo se medio derretía, convirtiéndose en un barro repugnante. Le conté que los habitantes de Helsinki no teníamos la costumbre de usar botas de goma, sino zapatos de cuero, así que nos pasábamos todo el invierno con los pies húmedos y la nariz goteando.

Taylor dijo que tenía intención de sacar a colación la posibilidad de quedarnos en la isla la noche de la fiesta. Me preguntó si quería dar un pequeño discurso a favor de su propuesta.

Y decidimos que así lo haríamos. Taylor reconoció que ya había hablado de la posibilidad con casi todos, en secreto, claro, y que muchos de ellos había llegado a la conclusión de que no tenía sentido abandonar un lugar y una vida tan agradables. Aunque muchos otros, sobre todo los que tenían familia, opinaban que había que salir de la isla a cualquier precio.

Dejamos que la corriente nos devolviese a la orilla. Unas muchachas que chapoteaban desnudas en el agua nos salpicaron juguetonas y luego arrastraron la balsa a la arena.

Una vez concluidas las tareas matinales del campamento, la gente empezó a prepararse para la fiesta. Mientras, en el bar de la selva, la comadrona morena y la hermosa Gunvor colocaron una mesa supletoria hecha de troncos, sobre la cual dispusieron en largas filas los cuencos de coco. En el límite de la selva, cuatro o cinco mujeres se afanaban alrededor de una hoguera en la que se estaba asando un jabalí macho a la vieja usanza de los galos: con la barriga bien llena de frutas y atravesado por una barra de metal, cuya función era la de hacer girar al rollizo animal sobre el fuego.

A primera hora del día, los leñadores de Kuusamo —y creo que también nuestro ingeniero forestal— habían encendido a un lado de la playa una gran hoguera, la cual se haba reducido a cenizas a lo largo de la mañana. Luego enterraron entre las brasas unos enormes pescados, que previamente habían rellenado con hierbas recolectadas en la selva, así como de todo tipo de cebollas y cítricos.

Un enorme recipiente de bebida de frutas bien fresca ocupaba todo el frigorífico, que trabajaba a pleno rendimiento porque el sol estaba alto y calentaba el techo del rudimentario aparato con tanta rabia que el agua se evaporaba rápidamente.

Lakkonen, Lämsä y Reeves trajeron de la selva varios barriles de madera llenos de aguardiente de coco. Se habían pasado toda la noche junto al alambique y por las pintas que traían, daba la impresión de que también habían estado probando la calidad del producto… Pero nadie se quejó; al fin y al cabo, aquél era un día de fiesta para todos.

Poco después del mediodía, la comadrona morena nos reunió a todos y dio comienzo el festejo.

Taylor atrajo discretamente mi atención y me dijo que no dijéramos nada de momento para no estropear el ambiente ya desde el principio.

El jabalí estaba delicioso, chorreando grasita, bien condimentado con la sal marina y relleno de frutas.

Pero de primer plato teníamos el pescado hecho en las brasas: caballas, marlines, reos y todo tipo de peces de colores. Comimos también cangrejos de la desembocadura del río con jugo de galápago a modo de salsa. Nos refrescamos la garganta con los zumos de frutas y con la carne pasamos al aguardiente de coco. Todos los comensales nos hallábamos inmersos en una animada cháchara, mientras que los dos monicacos correteaban entre nosotros, retozones como dos perrillos que, con los belfos levantados, se alegrasen de la felicidad de sus amos.

Cantamos muchas canciones suecas, inglesas, noruegas y finlandesas también, claro, así como La Internacional en todas las lenguas.

Entrada la tarde, Taylor se puso en pie con su cuenco de coco en la mano y pronunció su discurso. Le dio las gracias a todo el campamento, incluidos los monos, y acto seguido empezó a hablar sobre el mar con profunda emoción, sobre nuestra playa y la selva. Dijo cosas preciosas de nuestra vida en la isla. Todos escuchábamos sus hermosas frases en silencio, moviendo la cabeza con aprobación. Hasta que, finalmente, Taylor fue al grano: dijo que nadie que estuviese en su sano juicio estaría dispuesto a abandonar aquella belleza para regresar a una Europa contaminada, a pagar impuestos, a luchar por un espacio vital, a acumular bienes innecesarios y a pelear con los magnates de los negocios por cosas que finalmente carecían de importancia.

Taylor terminó su discurso lanzando una petición: que nos quedásemos en la isla, que no encendiésemos el SOS por el momento, dejándolo en reserva… Si alguien venía a salvarnos, nunca podríamos volver a vivir en nuestro paraíso, nos llevarían por la fuerza a nuestros países de origen, a trabajar en cosas inútiles, fumaríamos hasta destrozarnos los pulmones, nunca volveríamos a caminar por la arena caliente de aquella playa, desnudos y sin que nadie se avergonzara por ello, nunca podríamos organizar otra fiesta de cacería, ni comer jabalíes como aquéllos, ni pescar, ni cultivar amistades sinceras y puras…

El discurso sembró la confusión. Muchos se levantaron para expresar su disconformidad, mientras que otros aplaudían a Taylor, que había vuelto a sentarse en su sitio, frente a su cuenco de aguardiente.

La comadrona morena era la más sorprendida de todos. Dado que ella era el máximo dirigente del campamento, le correspondía hacer algo, pero no sabía qué. La señora Sigurd se levantó y dijo que, como todo el mundo había trabajado de sol a sol durante meses, bajo el calor sofocante de la selva, ya no se podía dejar el proyecto colgado… Aunque, por otra parte, ella estaría dispuesta a quedarse (y en ese punto de su discurso, la buena señora se quedó mirando a su amante indonesio, que en silencio tocaba el tambor haciendo caso omiso del revuelo que se había formado).

Keast pidió la palabra. Mirando muy enfadado a Taylor, dijo que la idea de quedarse le parecía descabellada y que al menos él iba a intentar escapar de la maldita isla en cuanto le fuera posible, así que exigía que se llevase el proyecto hasta el final, como estaba acordado desde el principio. Las ideas de Taylor eran insanas, dijo Keast, volviendo a sentarse con un resoplido en su taburete.

Llegó mi turno. Hablé de los cambios que se habían operado en mi forma de ver las cosas y en mis sentimientos, resumí nuestras circunstancias del momento haciendo hincapié, eso sí, en sus aspectos más positivos, y concluí diciendo que apoyaba la propuesta de Taylor.

La comadrona morena consiguió hacerse por fin con el control de la situación. Tras mi turno de palabra dijo que, puesto que los miembros del campamento no nos poníamos de acuerdo sobre si abandonar o no la isla, habría que someter la cuestión a votación. Después de un prolongado murmullo, su propuesta fue aceptada. La señora Sigurd exigió que, dada la envergadura del asunto, la votación fuese secreta, moción que fue aceptada unánimemente.

Como carecíamos de papel y lápiz, no podíamos votar al estilo europeo, con papeletas. Pronto se nos ocurrió un remedio igual de útil, y fuimos a la selva a buscar tantas ramas de helecho como compañeros éramos. Acordamos que aquellos que desearan abandonar la playa para regresar al mundo civilizado doblarían su ramita en dos, y que aquellos que estuvieran a favor de quedarse en la isla —al menos por el momento— dejarían su ramita sin doblar. Para que nadie pudiese ver nada, decidimos que las ramas serían depositadas en un cuenco de madera que colocamos a unos cien metros de distancia. Así cada cual podría doblar la suya por el camino sin ser visto, o dejarla tal cual.

La votación duró unos veinte minutos. Una vez que todos los miembros del campamento hubieron dado su paseo hasta el cuenco —hasta los monitos hicieron su paripé con unas ramitas que habían sacado de algún lugar—, procedimos a hacer el recuento de los votos.

El resultado fue bastante equilibrado: veintiuna ramitas estaban enteras, el resto dobladas, menos una que estaba totalmente desmenuzada. Al contar las dobladas, nos dimos cuenta de que había veintiocho, así que alguien había dejado dos ramas, cosa que nos extrañó, pero luego nos dimos cuenta de que el culpable había sido mi monito, llevado por las ganas de opinar sobre algo tan trascendente como la permanencia o no en la isla.

Me pareció que, en su ignorancia, el animalito había votado lo que menos le convenía. Porque ¿qué placer podía encontrar él en el modo de vida europeo?

En resumen, el resultado de la votación estaba claro: nos íbamos de la isla. ¡Y de nada sirve la tristeza en estos casos! Los «tayloristas» nos tragamos la derrota con ayuda del aguardiente de coco, y aunque el asunto nos escoció lo suyo, fuimos capaces de rehacernos y de disfrutar de la fiesta, que duró hasta bien entrada la madrugada. Bailamos, cantamos, bebimos y comimos como locos. Janne tocó su tambor, los monitos correteaban como posesos entre nosotros y alguien —no estoy seguro de si yo u otro…— incluso ¡besó a la señora Sigurd en los labios!

A la mañana siguiente, la comadrona morena anunció que, aparte de una ligera limpieza en común del campamento, nadie tendría que llevar a cabo ninguna tarea pesada. Teníamos el día libre.

Ese día llevábamos exactamente ocho meses y medio en aquella región del planeta olvidada y desierta.