Los vientos del sudeste del Pacífico llevaban ya semanas soplando sin cesar. El embarazo de la señora Sigurd avanzaba sin problemas y todos los miembros del campamento disponían ya de cabañas decentes. Los trabajos de tala estaban en una fase óptima, y ya teníamos listas la primera S y la trabajosa O. Llevábamos siete meses en la isla.
El monito que cacé estaba tan domesticado que me seguía por todas partes y me ayudaba en pequeñas tareas. Qué mono…
Cierto día, al copiloto Reeves y a mí nos tocó el turno de la destilería. Habíamos construido un nuevo dispositivo y el proceso de fabricación del aguardiente de coco se había organizado de manera que los bebedores se hacían cargo de la destilería y de la recolección de las frutas.
Destilar aguardiente es una ocupación de lo más interesante. Exige mucha atención y, aun así, el éxito nunca está del todo garantizado. Pero, actuando con calma, la cosa da sus frutos y cuando el alcohol empieza a salir gota a gota por la boca del alambique, a uno le invade una profunda alegría.
Teníamos tiempo de hablar, y a menudo nos centrábamos en cuestiones políticas. Ese día fue Reeves quien sacó el tema:
—¿Cuántos compañeros se habrán dado cuenta de que en el campamento vivimos en un auténtico régimen socialista? —me dijo—. No tenemos propiedad alguna por la que pelearnos, todo es de la comunidad. Todas nuestras necesidades básicas están cubiertas: los víveres se consiguen mediante el trabajo en común y se reparten en función de las necesidades y no del trabajo. Todos vivimos en cabañas construidas gracias al trabajo colectivo, la atención médica es gratuita, no tenemos bancos ni dinero, salvo si consideramos dinero las horas de trabajo que pagamos a cambio del aguardiente en el bar de la selva. Pero es que el alcohol no es un bien de primera necesidad. Vivimos en un socialismo más puro que el de muchos países del Este.
Admití que tenía razón. Desde el accidente, Reeves había estado pensando mucho las cosas y había pasado de ser conservador al más puro estilo británico a convertirse en comunista.
—En casa, en Inglaterra, vivía como cualquier tory convencido de sus principios. Siempre había pensado que Inglaterra nunca llegaría a experimentar una revolución del proletariado, ya sabes, los trabajadores ingleses son muy conservadores, miembros de la Cámara Alta en mono azul… Nosotros los ingleses somos un pueblo políticamente atrasado.
—¿Y acaso los pueblos del continente te parecen más progresistas? ¿Los franceses, los alemanes…?
—Por lo menos lo han intentado, cosa que no podemos decir los británicos. Yo siempre he pensado cómo se podría mejorar la situación de los trabajadores y cuáles eran mis posibilidades como individuo de contribuir a ello. Toda Inglaterra piensa de la misma manera, estamos cegados por el individualismo.
El aguardiente goteaba alegremente por la boca del tubo y Reeves hizo una pausa para soplar las brasas. El vapor siseó en la válvula y mi monito, que estaba muy bien amaestrado, se apresuró a ofrecernos unos cuencos de aguardiente. Algunas cosas las aprendía sin dificultad.
—¿Qué crees que pasaría si en el campamento alguien se diera cuenta de que vivimos en un sistema socialista? —le pregunté a Reeves.
—Absolutamente nada. La mayor parte de esta gente pensaba de otro modo cuando vivía en Europa, pero aquí es diferente, porque la condición del éxito es la comunidad, aquí no se pueden probar otros sistemas, porque nos llevarían a la perdición. Si alguno de nosotros se pusiera a acumular propiedades y obligase a los demás a hacer los trabajos que a él le corresponden, el producto global sería menor y los más débiles se quedarían sin comida y sin alojamiento en condiciones. En estas circunstancias no podemos permitirnos hacer experimentos. Las sociedades industriales altamente desarrolladas pueden soportar la explotación, pero nuestro campamento no. Un signo claro de que el socialismo se ha realizado plenamente es que no necesitamos policía. El incidente entre Janne y Taylor ha sido el único caso hasta el momento en el que nos hubiese venido bien disponer de unas fuerzas del orden, pero una policía secreta, por ejemplo, no nos serviría de nada.
—Supongamos que dentro de varios siglos siguiésemos en esta isla. Primero habría una tribu, luego pasaríamos a ser un pueblo… ¿No te parece que el capitalismo a la europea acabaría por ganar?
Reeves se quedó pensativo unos instantes y luego me contestó:
—Podría ser, porque nosotros los pioneros venimos de Europa y les hablaríamos a nuestros hijos de nuestras raíces. Y en cuanto la producción aumentase, una vez satisfechas las necesidades básicas, quedaría un excedente que habría que repartir y administrar… Por el contrario, si fuésemos un pueblo autóctono, no creo que surgiese antagonismo alguno. Casi todos los pueblos primitivos viven según los principios del reparto igualitario y de la solidaridad. —El copiloto prosiguió—: Cuando regrese a Inglaterra, pienso hablarle a todo el mundo de este campamento. Me parece una experiencia de lo más interesante.
Le pregunté si creía que Robinson Crusoe era socialista.
—Pues de alguna manera lo fue. Compartió con Viernes tanto sus bienes como sus conocimientos y habilidades. Aunque me parece que su papel en la isla era más de amo que otra cosa, con Viernes de camarada, pero también de criado… Vaya, que por lo que respectaba a sus relaciones personales Robinson era un poquito feudalista. Pero había llegado solo a la isla y Viernes llegó más tarde. Él formó una familia y nosotros una tribu. Si un día se nos presentase en el campamento un Robinson por el estilo, dudo mucho que pudiese convivir con nosotros sin complicaciones como si fuésemos Viernes. Nadie le daría el puesto de jefe de la tribu así, sin más…
—La comadrona morena lo pondría a currar inmediatamente.
—Sin duda. Y estoy convencido de que Robinson le obedecería sin rechistar, pues no tenía nada de tonto.