Hasta el momento he contado muchas cosas sobre nuestra vida en aquella playa del Pacífico, pero apenas nada sobre la naturaleza, que mes tras mes se iba convirtiendo en algo cada vez más cercano para mí y para el resto de mis compañeros.
Ya les he descrito con bastante detalle lo detestable que puede llegar a ser el clima tropical. Ahora quisiera precisar que también puede llegar a ser placentero: una vez te has acostumbrado a él, ya no resulta tan odioso. Y no se trata de que la naturaleza acabe saliendo vencedora, sino de que el hombre venza a su propia naturaleza, y, en nuestro caso, de que una comunidad de cincuenta personas venza a su naturaleza colectiva.
Se podría decir que lo habíamos logrado. Ya no nos quejábamos de las habituales dificultades del trópico, porque nos habíamos acostumbrado a ellas: hasta las serpientes peligrosas nos parecían la cosa mas normal del mundo y habíamos aprendido a no irritarlas; los cangrejos venenosos del lecho del río no nos daban miedo, porque sabíamos andar entre ellos sin pisarlos; a los variados insectos que revoloteaban a nuestro alrededor y que tantas enfermedades podían transmitir, los veíamos como una especie de compañeros de fatigas a cuyas picaduras se habían habituado ya nuestros organismos; cuado íbamos a nadar, ya no nos atemorizaban los tiburones, esas fieras marinas, porque sabíamos cuál era su función: para ellos era una cuestión de supervivencia, pero no para nosotros. Los tiburones normalmente nos temían más que nosotros a ellos, a veces se mostraban juguetones y raramente nos atacaban. O sea, que habíamos llegado a formar un todo con aquella naturaleza abundante y maravillosa, con sus animales y con nosotros mismos.
Por las noches, al volver fatigado de la tala, me sentaba con Maj-Len en la terraza de mi pequeña cabaña y me quedaba contemplando el mar: una tras otra, las incesantes olas rompían en nuestra playa, agitándose, al tiempo que la puesta de sol y la oscuridad que iban descendiendo sobre aquellas vistas daban lugar a un espectáculo difícil de describir con una simple máquina de escribir. Las olas de color basalto, a veces de un tono gris oscuro, a veces más claro, el horizonte azul que las enmarcaba, y luego los límites de lo visible, los márgenes del horizonte mismo, que al ser contemplados durante largo rato se volvían más brillantes que lo que había entre ellos…, y todo el tiempo, en cuestión de pocos minutos, aquel paisaje inconstante y sin embargo uniforme podía cambiar de color convirtiéndose en otro, mientras el sol abandonaba aquella región de la tierra para continuar su descenso sobre la India, tal vez, y luego, al cabo de unas horas, sobre la costa oriental de África.
En noches como aquéllas, Maj-Len y yo no hablábamos demasiado y pocas veces bebíamos aguardiente de coco.
Y había muchas noches así. Me di cuenta de que en aquellos momentos silenciosos del crepúsculo nuestro monito dejaba los juegos y se instalaba con nosotros en la terraza. Hacía un par de volatines perezosos en la barandilla y luego venía a sentarse sobre mis hombros o en mi regazo, en silencio, exactamente igual que Maj-Len y yo. De vez en cuando, la diminuta criatura se quedaba absorta mirando mis facciones, que en la oscuridad creciente del crepúsculo debían de parecerle interesantísimas, para luego volver a su actitud «humana». O a lo mejor era que, en noches silenciosas como aquélla, los seres humanos nos comportábamos conforme a un instinto ancestral. «Somos hijos de la misma tierra», pensaba yo, y a veces tenía la impresión de que el monito asentía con su cabecita.
Querido lector, no miento cuando digo que era un hombre completamente feliz. Ahora, cuando lo que cuento ya no es sino una etapa vivida y pasada, no soy ni mucho menos tan feliz, y dudo que jamás consiga volver a vivir de forma tan placentera.
Pensando en estas cosas, me entra una enorme nostalgia de aquel mar hostil y de mi cariñoso monito, al que con tanta crueldad arranqué de los brazos de su madre.
No quisiera aburrir al lector sediento de aventura, sobre todo porque no me siento capaz de poder proporcionarle una imagen de la naturaleza que se acerque a la realidad vivida por mí. Pero sí quisiera añadir que las experiencias que cuento aquí operaron en mí una transformación.
Instintivamente, negando lo que mi raciocinio me decía, empecé a considerar seriamente la posibilidad de quedarme en aquella isla maldita, y sin embargo tan maravillosa…, durante el resto de mis días.
Cuando en momentos como aquél Maj-Len apretaba mi mano entre las suyas y la oía tragar saliva en silencio, comprendía que la mente de mi compañera estaba habitada por los mismos sentimientos y pensamientos, y que, tal vez, hasta nuestro monito se estuviese diciendo que habíamos llegado por casualidad a una tierra de la que ya nunca querríamos marcharnos.