29

Lo que voy a contar ahora sucedió cuando la señora Sigurd estaba ya de tres meses.

Un día, Janne, que rara vez bebía alcohol, se presentó en el bar de la selva, solo y con el ánimo sombrío, como el rey David en su castillo.

La cuestión es que a la señora Sigurd se le había empezado a notar su estado por razones naturales, y que, al parecer, Janne había echado cuentas sobre la fecha de la concepción.

El embarazo de la buena señora se remontaba precisamente a la noche de la tormenta, que ella y Taylor habían pasado solos en la balsa, a la luz de la luna. Daba la impresión de que Janne los había calado por fin.

El indonesio estaba bebiendo como un cosaco. Birgitta, que estaba esa noche de turno en la barra, iba marcando con un cuchillo cada consumición en el bambú que le servía de caja registradora. Muesca a muesca, coco a coco, a Janne se le iban acumulando horas de trabajo.

Cuanto más empinaba el codo, de peor humor se ponía. Se quedó en el bar aún después de que la posición del sol indicase que ya era la hora de cierre, y por más que Birgitta se negase a servirle, el furibundo indonesio no hacía sino obstinarse en pedir más, en vista de lo cual a la sueca no le quedaba otra que volver a llenarle el cuenco de aguardiente.

Poco antes de la caída del sol, Janne pareció tomar una determinación. Se bajó del taburete a trancas y barrancas y se fue dando tumbos en dirección a la selva. Casi todo el campamento estaba ya durmiendo y por la playa sólo quedaban unos pocos paseantes rezagados que no le prestaron atención al pobre tipo.

Yo había ido al bar para ayudar a Birgitta, que estaba lavando los cuencos de coco. Hablamos sobre Janne, porque ella se había quedado algo preocupada con su tenebroso silencio. Colocamos las tazas sobre la rejilla para que se secasen, limpiamos las migajas del mostrador y nos fuimos cada uno a su respectivo alojamiento.

De repente Janne surgió de la oscuridad de la selva. Se paró delante de nosotros bizqueando y vimos que iba armado con su fusil. No nos dijo nada, pero vimos que el fusil estaba cargado y que había quitado el seguro.

Parecía que la cosa no iba con nosotros. Con el cañón del arma nos indicó que nos apartásemos y prosiguió lentamente su camino hacia la cabaña de Taylor.

Yo sabía que éste se había retirado temprano y me imaginé que estaría ya en pleno sueño. Temí por su vida y no pude evitar pegar un grito para advertirle. Janne me lanzó un gruñido furioso, pero siguió avanzando.

El soñoliento Taylor salió a tientas a la terraza de su cabaña. El indonesio se había parado en el pequeño espacio que hacía las veces de patio. Taylor le preguntó si quería algo de él, pero no recibió respuesta alguna.

La tensión era espantosa. Birgitta me dijo que todo era culpa de ella, por no haberse negado a tiempo a seguir sirviéndole aguardiente a Janne.

Finalmente, Janne le ordenó a Taylor en tono amenazante que se vistiese y que bajase. Taylor se negó, pero cuando éste le apuntó con su fusil, no le quedó otra que obedecer. Era evidente, además, que el indonesio estaba como una cuba.

Taylor se metió en la cabaña para vestirse y al poco rato regresó al balcón. Con un movimiento del fusil, Janne le indicó que bajase por la escalera de mano y él le obedeció sin rechistar.

El comandante le preguntó por qué lo amenazaba, pero Janne no le contestó. Cuando Birgitta y yo intentamos intervenir en lo que estaba sucediendo, nos ordenó que nos mantuviésemos al margen si no queríamos que le pegase un tiro a Taylor.

Dijo que no lo mataría si éste le obedecía, y acto seguido le ordenó que echase a andar delante de él.

Ya casi era noche cerrada. El campamento dormía. Taylor lo atravesó seguido de Janne, que lo condujo hacia su propia cabaña. Daba la impresión de que tenía en mente un plan concreto.

Secuestrado y secuestrador se pararon ante la choza de este último, que ordenó al comandante que entrase en ella. Al preguntarle Taylor el motivo, Janne le dijo que ya sabía cuál era y que se dejase de preguntas inútiles.

La amenazante voz del hombre despertó a la señora Sigurd, que salió al balcón ataviada con algo parecido a un camisón. Con voz fuerte y decidida, preguntó a qué venía aquel escándalo.

Los hombres estaban junto a la escalera, pero no soltaron prenda. La enfermera se fijó en que Janne iba armado con el fusil e insistió en saber qué sucedía.

—El piloto se muda a vivir contigo —le dijo el indonesio con gran firmeza.

—¡Ni hablar! ¡Suelta inmediatamente ese fusil! —le gritó ella.

Pero Janne hizo caso omiso y empujó a Taylor hacia la escalera, clavándole en la espalda el cañón del fusil.

—¡Sube y déjate de monsergas! —le gritó la señora Sigurd a Janne, que tampoco esta vez reaccionó. Con un chasquido, montó las partes móviles del fusil. Birgitta y yo nos dimos cuenta de que Taylor estaba realmente asustado. Intentando hablar en un tono lo más calmado posible, le rogó a la señora Sigurd:

—Tal vez sea mejor que suba.

—¡Ni se te ocurra! —contestó ella, y sonó como si estuviese a punto de echarse a llorar.

—¡Sigurd, déjame subir! —le rogó Taylor.

Birgitta y yo nos acercamos y la enfermera le dijo a la señora:

—Déjale entrar, ¿es que no ves lo que va pasar si no le dejas?

Taylor le echó un vistazo a Janne e insistió rápidamente:

—¡Te lo ruego, déjame subir!

El piloto empezó a subir por la escalera de mano. La señora Sigurd lo miraba horrorizada y sin saber qué hacer. Cuando Taylor llegó a la terraza, Janne dijo:

—Tú te quedas aquí a vivir, yo no quiero seguir en esta cabaña.

Taylor se llevó a la señora Sigurd al interior de la cabaña y cerraron el hueco de la entrada. Se les oía cuchichear dentro, pero no pudimos entender lo que decían.

Janne se apostó al pie de la escalera de mano para hacer guardia. La oscuridad era casi absoluta y ni la luna se veía brillar. En tono imperioso nos conminó a que nos fuéramos.

Le obedecimos, pero nos quedamos espiando largo rato, a la espera de lo que pudiese suceder. Birgitta opinaba que tal vez Janne se cansase pronto de montar guardia delante de la puerta de su cabaña y se fuese. El perfil del indonesio se recortaba tambaleante contra el cielo cuajado de estrellas, y allí se quedó, clavado en su sitio.

Janne se pasó toda la noche a pie firme junto a su casa, Nosotros le vigilábamos y estoy convencido de que también la señora Sigurd y el comandante Taylor permanecían en vela en el interior, aunque no se oyese nada.

Pero tras una negra noche, siempre llega el amanecer…

El amante despechado seguía en su puesto de guardia a la salida del sol, cuando el campamento empezó a despertarse. Nuestros compañeros se arremolinaron en el lugar del suceso, sorprendidos y horrorizados. La comadrona morena les conminó a marcharse de allí y fue a hablar con Janne. Birgitta se fue a dormir, pero yo no me atreví a imitarla, aunque estaba realmente agotado.

Las negociaciones no pudieron empezar de peor manera. Janne admitió ante la comadrona que su manera de proceder en aquel asunto de faldas, amenazando con un arma y borracho para más inri, era contraria a las leyes del campamento, pero que, por otro lado, como se consideraba la parte ofendida, prefería morir antes que volver a vivir con la señora Sigurd. Así que, o Taylor se prestaba a hacerlo en su lugar, o él le pegaba un tiro.

La comadrona le explicó que en Europa nadie llevaba la cuenta de quién era el padre de quién y se asombró de que se tomase el embarazo de su compañera tan a pecho como para exigir una compensación, y más aún de aquella manera tan grotesca. El indonesio, que ya estaba agotado y bastante resacoso, le respondió que, en su país y en aquellas condiciones, se actuaba así precisamente, y que no quedaba otra.

Y siguió firme bajo aquel sol de justicia, defendiendo sus argumentos.

Taylor también tenía que estar asándose en la cabaña. No podía salir, pero dentro no debía de haber quien aguantase. Las cosas son así, y a veces toca cocerse.

Ese día no se trabajó. Intentamos convencer a Janne de que depusiera el arma, pero sin resultado. Le llevaron algo de comer, pero no probó bocado. Hacia el mediodía estaba tan exhausto que casi temblaba.

Pero tomando finalmente una determinación, dejó su puesto de guardia y se internó en la selva. Todos le seguimos a una distancia prudencial, porque teníamos la impresión de que estaba a punto de derrumbarse y quién sabe si de hacer algo terrible.

Ala-Korhonen lo siguió, y cuando el indonesio le apuntó con el fusil, le dijo:

—Ni se te ocurra. Dame el arma o te la quito yo mismo.

Ambos se internaron en la espesura, Janne andando marcha atrás, seguido por Ala-Korhonen, que caminaba a unos diez metros de él.

De repente oímos el sonido de una ráfaga procedente de la selva. Las balas fueron a dar silbando contra los tejados de las cabañas.

Janne salió corriendo de entre los árboles, con Ala-Korhonen pisándole los talones. Ninguno de los dos iba armado, pero el técnico forestal tenía el rostro ensangrentado. Janne atravesó el campamento a toda velocidad, en dirección a la playa, y se lanzó de cabeza al mar, con Ala-Korhonen tras él. El indonesio nadaba con gran destreza y en cuanto la profundidad se lo permitió se sumergió bajo el agua. El finlandés nadaba más despacio pero no le perdía terreno a su pieza y pronto él también se puso a bucear. A través del transparente oleaje, podíamos distinguir sus cuerpos. Probablemente Janne hacía lo imposible por ahogarse, pero Ala-Korhonen ya estaba cerca para impedírselo.

Entretanto, Lämsä había ido a la selva a recuperar el fusil. Taylor y la señora Sigurd salieron de la cabaña y corrieron a la playa, donde todo el campamento se había congregado para ver a los dos buceadores.

De repente, una de las mujeres dio un chillido y señaló en dirección al arrecife.

Con horror, vimos varias aletas negras moviéndose a lo lejos: ¡tiburones! Volvimos la vista hacia Janne y Ala-Korhonen, que en ese momento se hallaban en plena lucha submarina cuerpo a cuerpo, y nos dimos cuenta de que uno de ellos, si no los dos, estaba sangrando, y que el agua se iba tiñendo de color rosado. Los tiburones la habían olido, sin duda, y se estaban acercando.

Echamos la balsa al agua lo más rápido que pudimos. Yo me ocupé de uno de los remos y Vanninen del otro. Lämsä iba de pie, con el fusil preparado, y Lakkonen, en la popa, manejaba el timón. Remamos hacia los tiburones con todas nuestras fuerzas. Dejamos atrás a los dos luchadores submarinos y en ese momento vimos tres o cuatro escualos enormes que se nos acercaban a gran velocidad.

Lämsä le disparó una ráfaga al primero, acertándole de lleno, y el agua pareció hervir cuando éste empezó a retorcerse y a dar coletazos. Sus compañeros se lanzaron ávidos sobre él y el agua se tiñó de rojo a la par de sus chapoteos. Lämsä disparó una nueva ráfaga hacia la salvaje manada.

Mientras tanto, cerca de la playa, Ala-Korhonen salió a la superficie arrastrando con él a Janne. Les gritamos que había tiburones en el mar. Cuando el indonesio, que no dejaba de resistirse a su salvador, nos oyó, se sacó del cinto su cuchillo militar y echó a nadar hacia el mar abierto. Ala-Korhonen intentó seguirlo, pero como era peor nadador, esta vez se quedó atrás.

Entretanto, Taylor se había zambullido también entre las olas y todos pudimos apreciar lo buen nadador que era. No tardó nada en llegar a la altura de la balsa y de Janne, al cual intentó arrastrar de vuelta a la playa, aunque no lo logró, porque éste pateó hasta soltarse. En éstas estaban cuando apareció un tiburón. Lämsä no se atrevió a dispararle, dada la cercanía de los dos nadadores.

A una velocidad inusitada, el escualo se lanzó en pos del indonesio. Tenía las fauces abiertas y sus espantosos dientes estaban listos para despedazar al pobre soldado. Taylor se acercó a nuestra balsa, gritando que le lanzásemos un cuchillo. Pero no teníamos ninguno.

Ala-Korhonen había nadado hasta la playa y estaba escupiendo el agua que tenía en los pulmones. La cabeza le sangraba abundantemente.

Mientras tanto, Janne había abierto de un tajo la tripa del tiburón, de la cola al gaznate, y acto seguido se puso a nadar velozmente hacia la playa. Otro escualo se acercó dispuesto a atacarnos, pero Lämsä le acertó antes de que consiguiera llegar a donde estaba Taylor, al que finalmente pudimos sacar del agua. A esas alturas, Janne había conseguido llegar hasta la playa y nuestros compañeros lo estaban sacando a la orilla. El mar estaba rojo por toda la sangre derramada. Volvimos remando a nuestra playa. Los tiburones, que habían ido llegando a la zona atraídos por el olor de la sangre fresca, saltaban en el agua, atacándose y destrozándose unos a otros enloquecidamente.

—Ya no me queda munición —dijo Lämsä.

La señora Sigurd había traído el material de primeros auxilios a la playa, y ella, Vanninen y la comadrona morena se pusieron a examinar a Ala-Korhonen.

Una bala le había abierto una herida en la sien y sangraba abundantemente. Respiraba con dificultad, pero no parecía que su vida corriese peligro. Le vendaron la cabeza y se lo llevaron a su cabaña a descansar.

Sentado en la arena, también Janne jadeaba. Taylor lo miró de reojo, pero guardó silencio. La señora Sigurd miró a Janne un momento y se le acercó, lo tomó del brazo y se lo llevó a la cabaña. El soldado la siguió dócilmente y sin rechistar.

Estaba tan cansado que cuando subía a la terraza por la escalerilla, se le fue la mano del travesaño y fue a caer en los brazos de la señora Sigurd, que se cayó también. Ambos acabaron rodando por el suelo del patio.

En ese momento, Taylor se puso a aplaudir. A todos nos dio la risa y el eco de nuestros aplausos debió de llegar hasta el final de la playa. Janne subió corriendo la escalerilla y la señora Sigurd le siguió, y cerró la puerta tras ella.

Nos tomamos el resto del día libre y la comadrona morena no emprendió ningún tipo de medida legal, dejando las cosas como estaban.

Desde el punto de vista jurídico, el caso era demasiado enrevesado para encontrarle una solución. Janne no volvió a probar el aguardiente y el asunto quedó olvidado para siempre.