Reeves, Lakkonen y Lämsä habían conseguido domesticar una cría de mono que habían capturado en una de sus expediciones de caza, después del asunto de la destilería clandestina.
Por las noches, cuando los tres hombres se sentaban en al bar a convertir en aguardiente las horas trabajadas, el monicaco lo mismo se sentaba en el hombro de Lämsä que en el de los otros dos bebedores y seguía con interés los acontecimientos, acercándose de vez en cuando a la barra a saltitos para reclamar más bebidas y disfrutando a ojos vista de la situación.
Debía de ser un tití o algo por el estilo, y a todos nos hacía mucha gracia. Sin embargo, el trío lo vigilaba celosamente, no permitiendo que se relacionase con nadie más que con ellos. Nadie más podía acariciarlo, ni darle de comer.
Un día, Maj-Len me preguntó, como quien no quiere la cosa, por qué yo no podía conseguir un monito para casa, igual que habían hecho aquellos tres borrachos. Es que era tan mono…, añadió.
A mí también se me había pasado por la cabeza, pero me parecía que atrapar un mono tenía que ser algo muy difícil. Maj-Len insistió en que la selva estaba llena a rebosar de bichos como aquél y me rogó con carantoñas que al menos lo intentase.
La situación me recordaba a otra similar que había vivido en casa cuando mi mujer me pidió que le consiguiese un gatito: cumplir entonces sus deseos me exigió una buena dosis de desvergüenza, ya que me presenté en un taxi en casa de los padres de un conocido mío que se dedicaban a la cría de gatos y, con toda la cara del mundo, me llevé el cachorro que le habían prometido a cierto ingeniero.
Decidí satisfacer los deseos de Maj-Len y salí a cazar nuestro mono.
Me llevé un pequeño saco hecho con tela de los chalecos salvavidas, porque pensaba que tal vez podría engañar a algún simio y atraparlo con él.
Me adentré en la selva, sin dejar de mirar hacia arriba, hacia las copas de los árboles, donde en aquel momento parecía haber menos movimiento del habitual.
Y es que siempre me pasa lo mismo: si estoy en la orilla de un lago y no tengo intención alguna de pescar, enseguida distingo bajo el agua grandes bancos de peces, o siempre aparece algún lucio enorme que salta delante de mis narices. Hasta da la impresión de que hay más peces que agua… Pero cuando voy a la orilla de ese mismo lago a pescar, no pasa absolutamente nada. Nada de peces que saltan, ni rastro…, y las aguas parecen tan desiertas como las del tanque de condensación de una planta de calefacción urbana.
Por fin di con una manada de monos —titís la mayoría y también alguno más grande— que retozaban ruidosamente en las copas de los árboles, por encima de mi cabeza. Cuando me paré a observarlos, empezaron a gritarme desvergonzadamente y algunos de ellos incluso me lanzaron puñados de hojas y trozos de ramas. Hasta en su estado natural, esos animales pueden ser de lo más desagradables.
Me puse a subir por un árbol muy frondoso. Trepaba cada vez más alto, con el saquito entre los dientes, cuando de repente el follaje se hizo tan espeso que dejé de ver el suelo. Me paré en una horquilla de la copa y era como estar en el tejado de una casa de cinco pisos. Descansé amparado por las fuertes ramas, tranquilamente apoyado en el tronco, que se balanceaba lentamente.
Los monos siguieron gritándome durante un rato, pero la curiosidad acabó por vencerles y los más osados saltaron a mi árbol, unas ramas por encima de donde yo me hallaba al acecho con mi saquito abierto y diciéndome que no había prisa alguna. «Venid, monitos, venid a mí…», pensaba.
En el fondo del saco había puesto algunas golosinas, unas bolitas secas de coco rallado que parecían ser la chuchería favorita del monito de Reeves y compañía. Mi intención era entablar amistad con ellos, un poco al estilo de los viejos verdes en los parques infantiles.
A los monos parecía extrañarles mi presencia, pero ya no daban muestras de tenerme miedo, lo cual me pareció una buena señal. Poco a poco se fueron envalentonando, y conté que ya había por lo menos veinte en mi árbol, de los cuales un montón eran apenas crías. Los monos adultos se mostraban más prudentes que los jovencitos y su actitud hacia mí era abiertamente de rechazo: incluso intentaron hacerme caer de donde estaba sentado, bien saltando sobre las ramas, bien balanceándose para hacer que la copa oscilase lentamente.
Decidí que lo mejor era negociar con ellos, así que empecé a hablarles en un tono tranquilizador y luego lancé al aire la primera golosina.
Presa de terror, la manada en pleno saltó del árbol, y, una vez a salvo entre las ramas de otro, se quedó a la expectativa, mirándome con ojos de espanto. La bolita de coco había caído al suelo. Probé a tirar otra y volvió a pasar lo mismo. Los monos la siguieron con la mirada y ya está. Entonces tiré unas cuantas más y me di cuenta de que la curiosidad estaba empezando a hacer mella en los monitos más jóvenes, y que unos cuantos de ellos se apresuraban a bajar tras ellas. A través de las frondosas ramas, vi cómo se acercaban a las bolitas con gran cuidado, temiendo algún peligro, mirando ya a sus compañeros, ya a los monos adultos, que desde las ramas parecían gritarles advertencias paternales. Pero su curiosidad era más fuerte y un monicaco atrapó una de las bolitas marrones. Le dio unas cuantas vueltas, la miró por arriba y por abajo, la olisqueó y, por fin, se la metió en la boca sin más ceremonias. Sus dientecillos trituraron la golosina y tuve la impresión de que se quedó totalmente sorprendido por aquel delicioso y nuevo sabor. El monito se lanzó como un rayo en busca de más bolitas, y aún le dio tiempo a comerse otra antes de que sus amigos se lanzaran a imitarle. En un santiamén, las golosinas fueron a parar a las barrigas de todos ellos.
Los padres se quedaron enfurruñados pensando, seguramente, que tenían que haber sido más valientes y haberse lanzado a coger su propia bolita…
Empecé a tirar mis chucherías desde mi observatorio. Los monitos se apresuraron a subir al árbol y empezaron a atraparlas en el aire, dando para ello unos agilísimos saltos. Mientras tanto, los monos más grandes no se decidían aún a unirse al juego y se limitaban a zamparse las bolitas que iban cayendo al suelo, ya que habían bajado hasta el pie del árbol con la esperanza de que a los más pequeños se les escapase alguna.
Empecé a espaciar los lanzamientos y a observar cómo reaccionaban los monitos a las interrupciones. Éstos se acercaron tanto que ya no nos separaban más que unos pocos metros. Me divertía a la vez que me daba lástima verlos tan ansiosos, así que empecé de nuevo a lanzarles sus bolitas, aunque ahora cada vez a menor distancia, de modo que a los pequeños tragoncetes no les quedaba más remedio que acercárseme si querían pillar alguna. Los dulces estaban en el fondo del saco y lo más fácil para mí era mantenerlo abierto todo el tiempo para poder ir sacándolos sin esfuerzo. Muy pronto tuve a los monitos a menos de un metro de mí.
De vez en cuando me tomaba un descanso. Ellos me observaban torciendo la cabeza, en actitud de espera. Sacudí la bolsa y tuve la impresión de que entendían a la perfección mi mensaje de «Aquí están las golosinas». Proseguí el reparto, pero en vez de arrojárselas las fui colocando en fila sobre una rama que había cerca, de manera que llegasen hasta el final de ella, como a medio metro de la boca del saco. Y mientras lo hacía, pensaba «Mirad, Hansel y Gretel, el caminito de migas que os he hecho hasta vuestra nueva casita…». Y estirando el brazo para que vieran bien la bolsa, lancé una de las bolitas al aire para darles a entender que la deliciosa merienda continuaba.
La bolita no llegó a tocar el suelo, como ya venía sucediendo, pero la fila de golosinas que había dispuesto sobre la rama no despertó un interés inmediato. Los monitos me rodeaban, a algunos los tenía sentados tan sólo a un par de metros de donde yo estaba.
Me quedé esperando y lo mismo hicieron ellos. Me contemplaban claramente ofendidos y de vez en cuando le echaban un vistazo a las golosinas de la rama.
—Comed, comed más… —les decía yo. Me sentía como la mujer de un pastor luterano ofreciendo té y pastas a un obispo y animando a su ilustre visitante a zamparse las últimas reservas de la parroquia.
Pero los titís no se mostraban tan comedidos y corteses como lo son habitualmente los prelados, así que, tras un ratito de espera, se fueron a por las golosinas de la rama.
La tensión crecía y el desenlace se iba acercando.
Uno de los más glotones se subió a la rama de un salto y empezó a comerse las bolitas apresuradamente. Cuantas más comía, más se me acercaba. Esperé en silencio, con el saco abierto de manera invitadora, procurando que el primate viese las delicias que aún quedaban en el fondo de éste.
No tardó mucho el monicaco en ventilarse hasta la última de las bolitas de la rama, pero su ansia de azúcar era tan desmesurada que, haciendo tal vez la más osada de sus tretas, se metió dentro del saco y se hizo con un puñadito de golosinas.
Como no soy tan tonto, ni siquiera intenté atraparlo en esa ocasión, e hice bien, porque el animalito entró y salió de él a tal velocidad que no lo hubiese conseguido. En cuanto obtuvo su botín, se sentó a un par de metros de donde yo estaba para zampárselo. Me miraba fijamente a los ojos y tuve la sensación de que incluso estaba algo decepcionado conmigo: no había pasado nada, al fin y al cabo. Parecía dudar de que un bicho como yo representase peligro alguno, en contra de lo que sus padres le habían enseñado con tanta insistencia. Yo lo veía reflexionar, intentando desvelar el enigma de mis intenciones y de mi presencia en aquel árbol. Pero, para su desgracia, no se le pasó por la cabeza que yo fuese realmente peligroso… Pobrecillo, cómo iba a saber que yo estaba allí por el capricho de Maj-Len de tener una mascota.
Así que el monicaco se decidió a venir por más golosinas ya que con tanta generosidad se las brindaban. Se escurrió dentro del saco y empezó a atiborrarse la boca sin prisas. Cuando no le cupieron más, las cogió a manos llenas. Lo único que asomaba por la boca del saquito era el rabo, tieso como un alambre, mientras el bicho se apropiaba de lo que era mío.
Con un movimiento rapidísimo, cerré el saco.
La reacción fue tremenda, un poco como la que ya había experimentado una vez, cuando de niño, allá por los años cincuenta, la escuela nos llevó de excursión a Helsinki a visitar las tumbas de los héroes que hay en el cementerio de Hietaniemi. Yo llevaba una bolsa de papel llena de almendras para las ardillas, tan domesticadas y tan curiosas que se las podía atrapar de la misma manera en que acababa de hacerlo con el pobre monito. Tal era el sobresalto de las ardillas de Hietaniemi al verse en la encerrona, que no era raro que la bolsa de papel reventase y éstas escaparan como alma que lleva el diablo, con el corazón en la boca de puro susto. Igual de cruel era el saquito de tela de chaleco salvavidas, aunque, por mucho que lo intentase, el monicaco no consiguió reventarlo. El bicho daba unos chillidos que ponían la piel de gallina y pegaba tales sacudidas que a punto estuve de caerme de la rama.
En su desesperación, el pobrecito mono se puso a morder la tela y con ella mis dedos, que acabaron ensangrentados. A pesar de ello, conseguí cerrar firmemente la boca del saco con una liana fina y luego me lo até a una pierna, a la altura de la rodilla. El mono se agitaba con tanta rabia que la bolsa me azotaba unas veces el trasero y otras las pantorrillas. Inicié mi descenso a tierra acompañado por sus incesantes chillidos de socorro.
Estaba convencido de que la caza había sido un éxito y de haber superado ya todas las fases de la operación.
Craso error…
La madre del monicaco, una hembra de buen tamaño, emprendió el ataque en el momento justo en que yo, dejando la solidez protectora de las ramas gruesas, había empezado el descenso por las ramas inferiores, que eran mucho más débiles. La hembra corrió hacia mí con las fauces abiertas de par en par y chillando presa de la rabia…, cabreada como una mona, nunca mejor dicho. El susto del monicaco que llevaba en el saco se quedó pequeño al lado del mío. Me descolgué como pude hasta encontrar apoyo en una rama más fuerte y le solté a la madre un rugido de terror. Ésta retrocedió en el último segundo y es muy posible que en ese momento yo salvara mi vida. He leído en alguna parte que, cuando está rabioso, un mono adulto es capaz de cargarse a un hombre, no importa de qué tamaño, y más aún si éste está subido a un árbol y es incapaz de defenderse.
Conseguí arrancar una rama seca y, blandiéndola, intenté ahuyentar a mi agresiva atacante, mientras que con el brazo libre me agarraba al tronco del árbol lo mejor que podía. Lo último que quería era caerme y acabar muerto en aquella selva, solo. La mona me respondió lanzándole dentelladas a mi estaca, tan certeras y recias que hasta saltaban astillas de ella.
Y qué decir de la agilidad de mi atacante. Por mucho que yo intentase defenderme, siempre me encajaba algún mordisco: en el culo, en el hombro, en una oreja… Yo sangraba, daba estacazos a ciegas, me revolvía como un perro lleno de pulgas y gritaba, y mientras, claro, me esforzaba por llegar a tierra lo más rápido posible.
La mona me persiguió sin cejar en su ataque hasta el mismo pie del árbol. No me dejó en paz hasta que no me vio precipitarme al suelo, aunque la caída sólo fue de un par de metros. En tierra firme yo era superior a ella y ella lo sabía.
Hice recuento de los desperfectos. Estaba lleno de sangre de pies a cabeza, pero no tenía ningún hueso roto. Los mordiscos no eran muy profundos y, más que dolerme, me escocían. Tenía la ropa hecha jirones, me zumbaban los oídos y el corazón me latía como el de una borrega vieja el día de su primera excursión en barca.
Me desaté el saco de la pierna, me lo eché al hombro y regresé corriendo al campamento. La sangre que me chorreaba de la oreja mordida se me metía en los ojos y tenía que detenerme de vez en cuando a limpiarme la cara para poder ver. Atrás fueron quedando los chillidos furiosos de la manada de monos, y hasta mi prisionero pareció calmarse dentro de su saco.
Por fin llegué a la playa, donde mi sangrienta aparición despertó el espanto en mis compañeros de fatigas.
Vanninen y la comadrona morena empezaron a vendarme y luego Maj-Len vino a ayudarles. Cuando quisieron saber qué clase de bicho llevaba en aquel saco ensangrentado, les respondí con voz fatigada:
—Es nuestra mascota.
Y es que atrapar un mono cuesta lo suyo.