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Llevábamos ya tres meses viviendo en la isla y cada uno de nosotros se había construido algún tipo de abrigo temporal, aunque no se puede decir que ninguno fuese perfecto. El viento había ido desgarrando los chalecos salvavidas, así que los techados ya no nos protegían del agua, y qué decir de las tormentas, que dejaban el campamento asolado cada vez que nos caía una encima. Muchos estaban hartos de vivir tirados por los suelos, y yo entre ellos.

Toda la vida me han dado pavor las serpientes, y aunque la mayoría de las especies que había en la selva eran inofensivas, no llegaba a acostumbrarme a ser despertado en plena noche por un reptil enroscado sobre mi panza. Cuando empecé a proyectar mi cabaña, decidí que se alzaría sobre unos pilotes, para así librarme de todos los reptiles. Y si además me las arreglaba para hacerle un buen tejado, éstos dejarían de caerme por las noches en el regazo.

Las mujeres se habían puesto a fabricar cuerda. La torcían afanosamente durante sus ratos libres y, cuando estaba lista, la cambiaban en el bar por aguardiente de coco. A menudo me paraba a pensar que las mujeres eran iguales en todas las partes del mundo y fuera cual fuera su situación: me recordaban a esas recias abuelitas finlandesas que se dedican a tejer calcetines sin dejar de balancearse en sus mecedoras.

Eché la cuenta de cuánta cuerda iba a necesitar para construir mi cabaña, y luego le hice el encargo a la más bebedora de ellas. Para poder pagarle, tuve que transportar montones de leña para las necesidades del campamento.

En los ratos libres, me dedicaba a dibujar los planos de mi futura casa, que había decidido erigir sobre unos pilotes de dos metros de altura. Su superficie sería de seis metros cuadrados, esto es, dos de ancho por tres de largo. La altura, la suficiente para que un hombre de mi tamaño cupiese de pie, el tejado inclinado, escaleras, o mejor, una escala de madera y un hueco bien ancho para la puerta, con su puerta, claro está. Además, dos ventanucos, uno de ellos con vistas al mar y el otro a la selva. Una hamaca para dormir y unos cuantos taburetes para que las visitas se sentasen, de los cuales eliminé al final dos para dejarle sitio a otra hamaca, ya que en ningún sitio ponía que tuviese que vivir solo.

Además de todo esto, diseñé para la fachada que daba al mar y que era la más estrecha una terraza que ocupase los dos metros del frente, con su barandilla y todo. No llegaba a los tres metros cuadrados, pero era lo suficientemente grande para estar a gusto en ella.

Habían pasado tres meses desde el accidente cuando comencé la construcción de mi cabaña. Durante el día no podía dedicarme a ello, porque seguíamos talando la selva y además participaba muy activamente en las faenas de pesca. Pero por las tardes solía disponer de tiempo de sobra, ya que por cuestiones puramente monetarias había dejado prácticamente de ser parroquiano del bar de la selva. Edificar mi hogar me costó un mes largo de trabajo.

Las primeras dificultades me las topé nada más empezar la construcción, porque, naturalmente, en el campamento ni yo ni nadie disponíamos de una barra de hierro con la cual poder practicar en la tierra unos orificios lo suficientemente hondos para enterrar en ellos los pilotes principales. Había desbrozado un pequeño claro en la selva, ya que no quería construir mi cabaña en la playa, pues sabía que a la mínima tormenta tropical echaría a volar como la casita de paja de los tres cerditos bajo los soplidos del lobo malo. La tierra del claro era blanda, pero aun así no conseguí hacer unos agujeros lo suficientemente buenos con la pértiga que tenía. Entonces se me ocurrió tallar otra, de madera más sólida, a la cual le afilé un extremo, y le até en la mitad unas piedras bien grandes, de manera que viniese a pesar unos quince kilos, por lo menos. Al clavarla, pude comprobar que resultaba aún más eficaz que las barrenas de hierro que habitualmente había usado en Finlandia.

Clavé los pilotes en su sitio, dejando que sobresalieran dos metros del suelo, coloqué una escalera de mano y me puse a construir la base de la cabaña. Los pilotes de las esquinas, que eran los más importantes, los hice más largos, para que sirviesen de sostén a las paredes. Pero primero me ocupé del suelo, cosa que me facilitó muchísimo la tarea de levantar las cubiertas.

A falta de tablas, utilicé perchas fuertes y gruesas que até con cuerdas a los travesaños del armazón. No me preocupé de sellar las rendijas, porque pensé que las serpientes no podrían colarse, estando la cabaña a dos metros del suelo.

Las paredes me dieron algo de trabajo. Las hice también con perchas redondeadas, pero primero tuve que decidir qué sería lo más sensato a la hora de atarlas y si colocarlas horizontal o verticalmente. Me decidí por la solución vertical, primero para que la lluvia no se colase por las paredes con demasiada facilidad y, segundo, porque los maderos pesaban lo suyo y atarlos a los pilotes resultaría muy difícil. Y es que, puesto que carecía de herramientas, era imposible hacerles ranuras para machihembrarlos en las esquinas. Más tarde, mi elección demostró ser totalmente acertada.

El tejado lo hice de perchas más finas, atándolas espaciadas a modo de trama, y luego las cubrí de ramas de palmera, que tejí entrecruzadas, como si hiciera un cesto, y con las puntas hacia abajo, a modo de tejamaniles, de manera que la lluvia se escurriese por ellas. Una vez hecho esto, recubrí de perchas las gruesas palmas, asegurándolas para que el viento no se las llevase a su paso. Para terminar, fijé las perchas atravesando sobre ellas unos maderos aún mis fuertes cuyos extremos sobrepasaban los pilotes de las esquinas. Tenía un aspecto estupendo.

Al levantar las paredes, dejé dos huecos pequeños para las ventanas y un vano para la puerta. De unos pedazos de aluminio del avión, corté unas bisagras y coloqué la puerta en su lugar. Cristales para las ventanas no había, claro, pero los sustituí por unas cortinas gruesas que hice con tela de los chalecos salvavidas. Durante la noche podía cerrarlas, y cuando me apeteciese ver el mar o la selva durante el día, abrirlas.

Luego construí la terraza, y en cuanto tuve la cabaña amueblada, di una pequeña fiesta para inaugurarla.

Al mismo tiempo que la mía, se habían levantado otras tres cabañas, una construida por las suecas, otra por Lämsä y la tercera por Taylor. La cabaña de Lämsä era igual que la mía y pronto se vio que las otras dos iban a necesitar una reparación a fondo antes de poder habitarlas.

Maj-Len se vino a vivir conmigo sin mayores ceremonias. Se presentó con una hamaca que ella misma había tejido y se instaló en la cabaña como si fuera suya. Me pareció que con la mudanza se volvía más señora, como si su prestigio entre las otras mujeres hubiese aumentado en cierto modo, y también por su forma de añadir detalles decorativos que hacían la casa más acogedora. A mí todo aquello me parecía muy bien, naturalmente.

Cuando el resto del campamento se dio cuenta de lo bien hecha que estaba mi cabaña, en comparación a los chamizos provisionales que otros se habían hecho, algunos empezaron a copiarla. Pero lo de ponerse a construir tan en serio era algo que a la mayor parte del grupo le parecía una tontería, ya que esperaban poder largarse pronto a un lugar mejor.

Y realmente todo apuntaba en esa dirección: con menos de cinco meses de estancia en la isla, ya teníamos la primera S talada, así como una pequeña parte de la O.

Pero aquellos que disponíamos de un hogar seguro, no nos lamentábamos por las noches que habíamos sacrificado a su construcción. Ahora volvíamos a ser libres para sentarnos tranquilamente en el bar de la selva y contemplar el mar. Y por las noches dormíamos la mar de bien, porque ya no teníamos que soportar la humedad de la arena.

Sin embargo, me preocupaba que Maj-Len empezase un día a pensar del mismo modo que Taylor, porque era evidente que se sentía muy feliz en aquella isla desierta.