Los leñadores finlandeses construyeron una sauna común para el campamento. Excavaron un foso profundo en el lindero de la selva y lo techaron con troncos. Aquella sauna subterránea recordaba a una casamata, uno de esos refugios de guerra que se construían bajo tierra, y era tan amplia que en ella podían bañarse cinco personas al mismo tiempo. En una de las esquinas instalaron una estufa de piedra que se calentaba desde dentro.
Desde aquel día, gran parte de nosotros empezamos a usarla una o dos veces por semana. También las mujeres y los británicos se aficionaron a ella.
La estufa era tan grande, que si se la calentaba bien la noche anterior, aún se le podía sacar vapor al día siguiente. En esos casos, era bastante habitual que las mujeres aprovechasen para hacer en ella su aseo matinal.
Una de aquellas mañanas, dos de las mujeres del campamento, la sueca Birgitta y la azafata británica Cathy, fueron a bañarse a la sauna. Echadas en silencio sobre las tablas de bambú, sudaban abundantemente, cuando de repente oyeron un curioso ruido, como una respiración agitada procedente del conducto de ventilación. Iluminaron con una encendaja el lugar de donde provenía el ruido y no pudieron reprimir un grito de terror: un enorme jabalí trataba de colarse en el interior por el respiradero. Asustado por los gritos de las mujeres, el animal se desatrancó y fue a caer en la sauna, emitiendo gruñidos de terror, mientras dos mujeres, tan asustadas como él, se encogían sobre las tablas sin dejar de gritar a su vez.
La puerta estaba cerrada, así que no había forma de que el jabalí pudiese salir. Dio tantas vueltas y revueltas que hasta la arena y la tierra de las paredes se desprendían a su paso cayéndole encima, mientras que las mujeres, desnudas y encogidas, no se atrevían a bajar de las tablas. A pesar de lo desaforado de sus gritos y de los chillidos del jabalí, fuera de la sauna no se oía absolutamente nada. Las chicas estaban solas ante el peligro.
Los demás nos fuimos a trabajar a la selva, como cada día, y ni nos dimos cuenta de su ausencia.
El jabalí y las dos mujeres se pasaron el día entero en la sauna. A pesar del calor agobiante, éstas no se atrevieron a bajar de las gradas. Una buena decisión, ya que los jabalíes adultos pueden ser muy peligrosos cuando se encuentran acorralados.
La reserva de encendajas se les terminó, así que los tres se pasaron el resto del día sumidos en la oscuridad más absoluta. El jabalí se dedicó a hozar en las paredes de la sauna y por la tarde, al parecer ya más calmado, incluso se echó un par de cabezaditas. Las mujeres, por el contrario, no fueron capaces de pegar ojo, porque la sola idea de caerse de las gradas y quedar al alcance de los colmillos del jabalí las aterrorizaba. De vez en cuando, el bambú de las gradas crujía y ellas se imaginaban que era el bicho, hozando bajo las patas. Con el corazón en la boca, rezaban para que las maderas aguantasen y para que alguien cayese en la cuenta de que no estaban y viniese a salvarlas.
Pero no fue hasta la noche, una vez de regreso en el campamento cuando nos dimos cuenta de que habían desaparecido.
Todos nos pusimos a buscarlas, hasta que, finalmente, dimos con ellas en la sauna.
Janne fue en busca de su fusil, entró en la sauna y abatió al jabalí de un disparo. Las chicas estaban salvadas.
Descuartizamos en grandes pedazos el hermoso ejemplar y lo asamos sobre la lumbre. Todos nos comimos su carne con gran apetito menos Birgitta y Cathy, que se negaron a tocar su plato.
Desde ese día, las mujeres no volvieron a ir solas a la sauna y siempre esperaban a que algún hombre se uniese a ellas. No hay pudor que valga cuando el miedo es bueno.