23

Tras el alboroto del aguardiente, la comadrona morena se quedó sola al cargo de la dirección del campamento. Vanninen y yo no nos tomamos demasiado a pecho nuestra expulsión, porque, al fin y al cabo, dirigir a un grupo de gente tan grande era un trabajo bastante ingrato.

La comadrona morena le dio un buen empujón al proyecto SOS. Era una organizadora nata: los grupos de trabajo recibían instrucciones detalladas y exactas, organizó un Servicio de mantenimiento de las herramientas y se fabricaron otras nuevas —por ejemplo, serruchos de mango largo para cortar ramas— con las piezas de acero extraídas del ala del avión. La comadrona ordenó a los leñadores finlandeses que tomasen a su cargo los grupos de trabajo y los guiasen en las labores de tala. Conocían muy bien su trabajo y pronto empezaron a verse los resultados.

A modo de prueba, nos concentramos en una franja de cincuenta metros de largo y cincuenta de ancho, que debía representar el codo meridional de la primera S. Habíamos programado que las letras estarían orientadas de norte a sur, como en un mapa geográfico.

Desbrozar esa zona nos llevó dos o tres semanas. Partimos las plantas más pequeñas y las fuimos amontonando en los márgenes. Los grandes árboles eran los que más trabajo daban, ya que la madera de algunos de ellos era dura como la piedra. Cada poco rato teníamos que parar a afilar las hachas, bañados en sudor. Los más recios y difíciles eran los mangles que crecían en la linde de la playa, más que por su enorme tamaño, o por la extensión de sus raíces, por el terreno en que crecían, encharcado y limoso.

Los gigantes de la selva eran de tal grosor que no valía la pena cortarlos por la base del tronco, sino que era mejor hacerlo unos metros más arriba, por donde el tronco era claramente más delgado. Con ese propósito, construimos unos andamios de tala. Visto de lejos, parecía que los hombres subidos en ellos estaban reparando los troncos con sus hachas, en vez de cortarlos. Tumbar uno de aquellos colosos nos costaba dos o tres días y llegamos a toparnos con uno de tal calibre que se nos resistió durante seis días.

Tras inspeccionar la zona de prueba, comprobamos que el sistema funcionaba bien, así que reanudamos la tarea.

Durante las habituales pausas de descanso en los andamios, los leñadores conversaban sobre todo tipo de cosas. Me viene a la mente cierto día en que Lakkonen declaró que nunca había estado en una tala forestal tan absurda como aquélla. Lämsä le contestó:

—Pues yo estuve una vez en una en Kuirujoki, en Laponia, que era aún más extraña, o como mínimo muy peculiar.

El patrón de Kuirujoki, un viejo con muy mal carácter, llevaba años peleado con su vecino más cercano. Los cientos de hectáreas de tierra del viejo y su hermosa granja se extendían aguas arriba del río Kiuru, poco antes de llegar a los rápidos, mientras que la cabaña del odiado vecino se hallaba a la salida de éstos. Nadie sabía cómo había empezado su disputa, y menos aún Lämsä, que acababa de llegar al pueblo con la cuadrilla de almadieros de la que formaba parte. El patrón de Kuirujoki no perdía ocasión de hacerle la puñeta a su vecino, incluso había intentado comprarle las tierras, sin éxito. No había forma de librarse de él, hasta que, un día, al viejo se le ocurrió un plan absolutamente maquiavélico y grandioso: utilizaría las fuerzas de la naturaleza para destruir la cabaña y la sauna de su vecino.

Contrató a una brigada completa de almadieros, sesenta en total, para que talaran los árboles más grandes de su propiedad y los transportasen por el rápido.

—Era una auténtica cantera forestal, con un trabajo durísimo y demencial —dijo Lämsä—. Con decenas de motosierras, talamos un bosque magnífico. Ni siquiera medíamos los troncos; talábamos donde mejor nos parecía y serrábamos las ramas al tuntún. Para el aserradero no valían, pero el patrón de Kuirujoki nos dijo que lo esencial era arrojar unos cuantos miles de troncos al rápido antes de que las aguas del deshielo se calmaran. Necesitamos ocho tractores para llevar los troncos hasta la ribera del río y amontonarlos en torres altísimas. Cuando al patrón le pareció que ya había madera suficiente, se trajo cuatro bulldozers que había alquilado en el Departamento de Saneamiento. Una mañana se subió a una de las pilas de troncos con el reloj en la mano, y dio la señal a los conductores para que echaran toda la madera al agua lo más rápido posible.

»Fue un espectáculo impresionante: en un santiamén fueron a parar al rápido miles de troncos y los hombres de la brigada tiraron algunos más a mano. El patrón de Kuirujoki pensaba que si arrojaba al río de una sola vez tal cantidad de troncos, se formaría una barrera que provocaría la crecida repentina y el desbordamiento de las aguas, las cuales arrastrarían la cabaña del vecino, la sauna e incluso los establos, aunque éstos se hallasen a más de cincuenta metros de la orilla. Dos veranos después, los investigadores encontraron bajo el colchón del viejo los diseños del proyecto con toda clase de detalles.

»Pero se les fue la mano con los troncos. La barrera se formó prácticamente en el lugar del lanzamiento, y cuando el viejo se dio cuenta del desastre, corrió hacia los conductores de los bulldozers, gritándoles que parasen aquel alud. Sin embargo, sólo le dio tiempo de parar una de las máquinas: el agua había subido tanto que le habría hecho falta una barca para llegar hasta las demás.

»Las aguas estaban descontroladas y, entre el rápido y la presa de troncos que se formó, el nivel del agua empezó a subir hasta la loma. Al llegar la noche la granja del patrón estaba inundada hasta el alféizar de las ventanas. Corriente abajo, sin embargo, el caudal permanecía a su altura habitual. El vecino había sacado a las vacas del establo y, tras dejarlas en lugar seguro, pastando entre la nieve, se acercó a ver cuál era la situación en la finca del viejo.

»La crecida no hizo sino aumentar toda la noche, hasta que la sauna de Kuirujoki empezó a flotar y acabó yendo a parar a la presa.

»A la mañana siguiente, los hombres del Departamento Forestal abrieron una brecha con dinamita. Los troncos se pusieron en movimiento y las aguas empezaron a descender poco a poco, hasta que se deshizo el tapón. Al desatarse de nuevo el rápido, sus aguas arrastraron la sauna, cuya chimenea se partió a la altura de la casa de abajo.

»La riada no arrastró la cabaña del vecino, ni la sauna. Cuando el viejo de Kuirujoki lo vio, se puso hecho una furia y amenazó con pegarles un tiro a los conductores de los bulldozers, pero éstos ya hacía rato que se habían ido de la finca. En cuanto las aguas volvieron a su cauce, el viejo se metió en el establo y, presa del odio que lo embargaba, mató a hachazos a uno de sus cerdos. ¡El agua le llegaba a la cintura cuando corrió al establo! Nos enteramos de lo que estaba sucediendo, porque comenzó a salir agua ensangrentada por la trampilla del estiércol, y también por el escándalo que se armó entre los chillidos del marrano y las palabrotas del patrón.

»Pero pagarnos, nos pagó a todos, religiosamente y sin remolonear, y hasta se rió, porque ya estaba más calmado —dijo, Lämsä—. Hicimos leña con troncos, porque no valían para el aserradero. Y se le habían ahogado tres ovejas en el establo, aunque ahora no estoy muy seguro y a lo mejor las ahogó él mismo de la rabia…

Desde luego, nuestro proyecto de la selva era bastante rarito, sobre todo desde el punto de vista de la productividad, pero no teníamos muchas ganas de reírnos a costa de nuestro trabajo, sobre todo porque el propósito lo justificaba.

Siempre que teníamos un árbol de los grandes a punto de caer, avisábamos a todos para que viesen el espectáculo.

Y es que realmente valía la pena.

Separábamos el andamio del tronco y se quedaba un hombre solo acabando la tarea, dándole al coloso los últimos golpes de hacha. En las copas de aquellos gigantes vivían numerosos pájaros y también monos, que no parecían dispuestos a irse hasta el último momento, cuando el árbol empezaba a oscilar. Entonces los animales eran presos del terror: los monos más pequeños subían y bajaban alocadamente por el tronco, saltaban de rama en rama buscando protección, chillando asustados al caerse de su inestable hogar. Los temerosos pájaros chillaban dando vueltas alrededor del árbol, igual que las brujas de las leyendas finlandesas en las noches de Pascua, que revolotean en sus escobas sobre los establos.

Con los últimos golpes, el coloso empezaba a gemir. Unos cuantos hachazos más y el leñador saltaba rápidamente del andamio y corría a ponerse a salvo.

Y así morían los gigantes de la selva: primero empezaban a inclinarse con un largo gemido. La frondosa copa se iba alejando cada vez más de los espectadores, como una espesa nube verde que cayese desmayada del cielo. De repente su caída se aceleraba, el tronco se partía con un chasquido tremendo y el coloso se salía de sus raíces antes de llegar al suelo. Y entonces todo se precipitaba: la copa susurraba como si el viento la agitase, los pájaros chillaban despavoridos y los leñadores gritaban su victoria. Un colosal gemido se extendía por toda la selva, mientras el gigante aplastaba en su caída todo cuanto estaba debajo. Los árboles más pequeños, del tamaño de un hombre, se partían bajo su peso como pajas entre las manos de un borracho, y cuando la copa se precipitaba, era tal su peso que obligaba al tronco a saltar por los aires hasta diez metros. Una vez en tierra, éste continuaba gimiendo, como buscando su lugar, como una de esas ballenas azules que al morir en el océano utilizan sus últimas fuerzas para bambolear peligrosamente el barco ballenero. Y así terminaba la caída, con el coloso reposando en silencio sobre el suelo de la selva, mostrando el envés blanquecino de sus oscuras hojas, como un guerrero caído en el campo de batalla cuyo escudo descansase del revés sobre su cuerpo sin vida.

En ese momento, todos nosotros corríamos hacia él entre gritos. Saltábamos sobre el tronco, cantábamos y bailábamos, celebrando nuestro triunfo sobre el gigante, e inmediatamente le ofrecíamos a la cuadrilla de trabajo varias tazas de aguardiente de coco y nos preparábamos para la fiesta.

A veces celebrábamos el acontecimiento con tanto entusiasmo que no podíamos retomar el trabajo hasta el día siguiente: comíamos y bailábamos en la playa, sin dejar de beber, hasta altas horas de la madrugada