Con gran entusiasmo, todos nos pusimos manos a la obra con nuestro plan SOS. Afilamos las hachas, fabricamos palancas y nos dispusimos a comenzar la tala. El campamento se dividió en varios grupos, que se turnaban en el uso de las herramientas, ya que no había hachas suficientes para todos. Había muchas más tareas aparte de talar, como quitar ramas de la zona de trabajo, despejar de arbustos el terreno sobre el que se iban a erigir las hogueras y hacer rodar los colosales troncos a un lado.
Antes de que los trabajos tomasen el ritmo adecuado, tuvo lugar un incidente en el que, por desgracia, me vi implicado de una manera sumamente desagradable.
Lakkonen y Lämsä, los leñadores finlandeses, eran muy buenos camaradas y a menudo les acompañaba George Reeves, uno de los copilotos británicos. Los tres pasaban juntos su tiempo libre con bastante frecuencia, cazando, pescando o estudiando. No era raro que se perdiesen durante horas en la selva y muchas veces se quedaban allí a pasar la noche.
Desde que la tormenta nos había devuelto el ala del avión, el trío había estado arrancándole láminas de metal con gran entusiasmo. Decían que estaban haciendo utensilios de cocina para el campamento con ellas, aunque sólo entregaron dos recipientes pequeños. Estaba claro que habían obtenido mucho más aluminio, pero nadie sabía para qué lo utilizaban.
Un día Vanninen me dijo:
—Tengo la sensación de que esos tres están tramando algo.
Observó que Lakkonen, Lämsä y Reeves andaban muy alborotados últimamente, cantando canciones marineras inglesas, berreando tonadillas finlandesas y riéndose entre ellos de sus propios chistes, aunque para los demás careciesen totalmente de gracia.
—Míralos ahora, por ejemplo —me dijo Vanninen—; ya están otra vez montando el numerito.
—Si no supiese que el alcohol japonés está a buen recaudo con la señora Sigurd, diría que esos tres elementos han bebido lo suyo —le contesté.
Vanninen no tenía la menor duda de que estaban borrachos. Sospechaba que se dedicaban a fabricar alcohol en la selva y dijo que deberíamos investigar.
—¿Crees realmente que es cosa nuestra? —repuse, aunque por otra parte estaba muy interesado.
Había que actuar con prudencia: los seguiríamos cuando emprendiesen su próxima excursión misteriosa.
Al día siguiente, nada más liberarse de sus obligaciones los tres hombres se pusieron en camino, sin molestarse siquiera en ir a darse un baño tras la dura jornada talando árboles. Vanninen y yo fuimos tras ellos discretamente.
Durante el primer tramo del sendero, el trío iba charlando animadamente, pero al cabo de medio kilómetro sus voces dejaron de oírse. Abandonando el sendero, se escabulleron entre la frondosa maleza. Vanninen y yo aguzamos el oído y, ayudándonos de los gritos de los monos y las aves, conseguimos orientarnos en dirección al camino que los tres hombres habían tomado en la espesura. Estábamos nerviosos y, a la vez, algo avergonzados.
Los gritos acusadores de los monos parecían provenir de un lugar concreto, en el cual dedujimos que el trío se habría detenido.
Olía a humo. Reptando por el húmedo suelo de la selva, nos acercamos hasta oír las voces amortiguadas de una conversación, de la que, sin embargo, no logramos captar nada. Los monos y los pájaros se habían calmado y temíamos que los tres hombres se percataran de nuestra presencia. Pero no había peligro alguno a este respecto, ya que éstos creían estar solos. Empezamos a distinguir lo que decían:
—La ración de hoy sólo va a ser de medio litro por cabeza —dijo Lämsä. Los otros le rieron la gracia.
Estábamos tan cerca que incluso pudimos ver de qué se trataba.
Una destilería clandestina de lo más normal. Un humo grisáceo salía de debajo de una olla de aluminio y ascendía lentamente por el aire, en dirección a las frondosas copas de los árboles. El fuego no acababa de prender, y los hombres se ponían en cuclillas por turno para soplar las brasas, con los ojos llenos de lágrimas a causa del humo.
El sistema de refrigeración era muy ingenioso. Consistía en un tronco hueco lleno de agua a través del cual pasaba un tubo metálico —un conducto de queroseno arrancado, seguramente, del ala del avión— a modo de serpentín. Al parecer, habían utilizado resina de cocotero, o algo por el estilo, para soldar el caldero. La tapa cónica era también de metal y en la parte superior tenía una chapaleta de madera que hacía las funciones de válvula de seguridad, por cuyos intersticios escapaban pequeños chorros de vapor. Por el otro lado de la artesa de refrigeración salía el extremo del alambique, que destilaba vapor y un líquido que tenía toda la pinta de ser aguardiente.
—Me pregunto con qué harán el aguardiente —me susurró Vanninen al oído, claramente entusiasmado.
Nos pusimos en pie y nos acercamos a ellos. Lämsä estaba poniendo en ese momento otra jarra bajo la boca del alambique, y tan grande fue su sobresalto, que a punto estuvo de dejarla caer. Reeves y Lakkonen nos miraron con ojos espantados.
Aquella situación era la copia exacta de la pantomima que, desde tiempos inmemoriales, la policía finlandesa hacía con los fabricantes de aguardiente ilegal.
Después de un momento embarazoso, Reeves dijo:
—¿Les apetece a los señores una copa?
Haciendo gala de su buena disposición, Lämsä nos tendió dos medios cocos a modo de vasos. La invitación nos pareció del todo aceptable, así que tomamos los cocos sin rechistar.
Probamos el brebaje con prudencia. Ardía en el paladar y en la garganta y su sabor recordaba al del orujo de cereales finlandés, con un ligero aroma de ginebra.
Vanninen vació su coco y, limpiándose la boca, declaró:
—No cabe duda, es orujo del auténtico.
Los tres destiladores asintieron con entusiasmo y se quedaron como a la espera de un diagnóstico. Yo les pregunté:
—¿Cuántas cosechas habéis hecho ya?
—Ésta es sólo la segunda —se apresuraron a contestar—. Primero probamos a hacer vino de coco, pero después de beber varios litros todos tuvimos diarrea.
Nos explicaron el proceso de fabricación del orujo. En la selva abundaban las frutas adecuadas para tal menester, una vez que empezaban a pudrirse y sus azúcares fermentaban. Para acelerar dicho proceso, habían recolectado del suelo y de las ramas de los árboles algún tipo de hongo que se acumulaba en ellos, formando una masa esponjosa. Diluyendo ésta en agua caliente, se conseguía una pasta bastante aceptable que luego añadían a la cubeta de fermentación de la fruta. Lo dejaban todo macerando, lo revolvían y, con gran cuidado, lo calentaban para que la fermentación empezase lo antes posible. Al cabo de unos días, añadían a la cubeta más agua caliente y frutas para obtener así una especie de sidra. En aquella fase de la producción había que ser muy cuidadoso para que el líquido no se avinagrase. A continuación enterraban la cubeta de treinta litros, hecha de madera. De este modo, en la frescura de la tierra, la fermentación se hacía más lenta y el vino de frutas —bastante aceptable, por cierto— subía hasta la superficie.
Llevaban semanas produciendo y bebiendo vino en la selva, pero la tormenta tropical les había puesto en bandeja la posibilidad de hacerse un alambique con los restos del ala, así que habían abandonado la producción de vino para dedicarse a bebidas de mayor graduación. El sistema se hallaba a pleno rendimiento y ya iban por la segunda cosecha de aguardiente de coco.
El trío de destiladores no se anduvo con ceremonias y nos sirvieron otra ración generosa del brebaje, a lo cual no nos negamos. El mejunje era fuerte con ganas, pero así es como tiene que ser el aguardiente. En Finlandia he catado otros mucho peores y, encima, he tenido que pagar por ello.
El aguardiente de coco se nos subió a la cabeza, así que a Vanninen y a mí no nos quedaron muchas ganas de sermonear a los tres productores de licor. Nos unimos a ellos en alegre compañía y les ayudamos a reavivar el fuego que ardía bajo el caldero, observando entusiasmados cómo goteaba el alambique. A pesar de la falta de tabaco, pasamos unos momentos muy agradables.
Al anochecer regresamos dando tumbos al campamento, y llevábamos tal cogorza que no hizo falta contar lo sucedido.
Y llegó el día siguiente. Nuestros compañeros nos tacharon a Vanninen y a mí de ser unos irresponsables indignos de su confianza, por haber bebido alcohol clandestino siendo miembros de la directiva del campamento. Reconocimos nuestra culpa y dijimos que estábamos dispuestos a aceptar el castigo que se nos impusiera
El campamento se reunió en pleno y la sentencia fue nuestra expulsión inmediata de la dirección, en la cual sólo quedó la comadrona morena. A Lakkonen, Lämsä y Reeves les cayeron dos días de trabajos forzados en la tala.
Pero no quedó ahí la cosa.
—Si estos tres hombres han conseguido fabricar alcohol en estas circunstancias, debemos decidir entre todos qué actitud hemos de adoptar a este respecto. ¿Queremos autorizar la producción de aguardiente o no? —preguntó la comadrona morena.
Enseguida se formaron dos grupos con opiniones enfrentadas: Los que estaban a favor de la abstinencia absoluta y los que opinaban que no era necesaria la prohibición, sino que la producción de alcohol debía legalizarse y había que redactar unas normas para controlar su consumo en el campamento.
Procedimos a votar.
A punto estuvimos de padecer la ley seca, pero conseguimos la mayoría por dos o tres votos de diferencia, con lo cual la fabricación de aguardiente se declaró legal.
No fue muy complicado elaborar una legislación al respecto. Se decidió que la destilación se llevaría a cabo en horarios que no entorpecieran la jornada de trabajo, para que no empeorase la calidad de vida del campamento ni peligrase el avance programado de las labores de tala. Además, se acordó que ninguno de los miembros abstemios de nuestro grupo se vería obligado a participar en la elaboración del aguardiente, y que se controlaría especialmente el consumo excesivo para evitar que alguien pudiese molestar o interrumpir a los demás en sus tareas.
El precio de las bebidas fue fijado de la siguiente manera: una hora de trabajo en beneficio de la comunidad daba derecho a dos tazas de aguardiente de coco, o sea, unos doce centilitros.