Edgard Keast, el copiloto del avión, era un hombre callado, y aunque ya llevábamos juntos más de un mes, apenas si lo conocía. Por eso me sorprendí un poco cuando un día se me acercó para que hablásemos. Keast me dijo que deseaba que la conversación quedase entre nosotros.
Le contesté que me parecía muy bien.
—Es que desde hace varios días le vengo dando vueltas a una idea un poco especial —reconoció—. Estoy seguro de que conoces la señal de socorro internacional, el famoso SOS. Está claro que no podemos enviarla por vía marítima, ya que tal vez haya una guerra civil en el interior de la isla. Y vuestras prácticas de tiro con obús, permite que te lo diga, ya fueron lo suficientemente arriesgadas porque podían habernos descubierto. —El copiloto hizo una pausa y enseguida continuó—: He estado dándole vueltas, y creo que deberíamos idear algún tipo de señal que no fuese detectable aquí, en la Melanesia, pero que sí lo fuese en Londres, en Nueva York o en Moscú.
—Pues entonces deberíamos construir una estación de radio —le contesté.
—Ya lo había pensado, pero es imposible. Los aparatos de radio del avión estarán destruidos y, aunque estuvieran intactos, no podríamos recuperarlos bajo el mar.
Nos habíamos alejado un poco del campamento. Keast me miró a los ojos y dijo:
—Espero que no pienses que me he vuelto loco.
—No te preocupes por eso —le respondí.
—Hay decenas de satélites girando alrededor del globo, incluso en este momento. Algunos pertenecen a diferentes servicios meteorológicos, mientras que otros, los militares, sirven para espiar, y luego están los que han sido puestos en órbita con fines de investigación. Todos ellos filman y fotografían el globo terrestre desde sus respectivas órbitas. Ya que no disponemos de una emisora de radio, no podemos enviarles mensaje alguno, pero he estado pensando que deberíamos encontrar alguna otra manera de hacerlo. Sólo hay que ponerse en contacto con ellos y nos sacarán de aquí.
Tan elevados pensamientos —nunca mejor dicho— despertaron inmediatamente mi interés. Incluso me vino a la mente una idea disparatada: ¿qué pasaría si nos liásemos a dispararle al cielo con nuestro cañón? Pero no me atreví a decirlo en voz alta.
Keast contempló el mar por unos instantes y luego se volvió hacia mí.
—La altura mínima a la que gravitan estos satélites es de mil kilómetros, o sea, que ésa es la altura desde la que toman las imágenes de la superficie terrestre. Se me ha ocurrido que si consiguiésemos recrear algún fenómeno luminoso cuya potencia fuese la equivalente a la de una erupción volcánica, deberían poder detectarnos. El satélite registraría el fenómeno, y estoy seguro de que el país responsable lo estudiaría e intentaría aclarar el origen y la causa del suceso, es decir, que acabarían por localizarnos.
El copiloto estaba embalado y me explicó con entusiasmo:
—Si el satélite gravita a una altura de mil kilómetros y sobre la superficie terrestre hay un objeto, o se produce un fenómeno luminoso cuya extensión es de un kilómetro cuadrado, la proporción entre el tamaño de éste y su foto será de uno por mil, ¿no? Pero eso sería con un objetivo fotográfico normal, porque en realidad la escala que se utiliza nos es aún más ventajosa. Verás, los satélites nos fotografían con cámaras de distancia focal larga, y eso quiere decir que la escala nos favorece. Sin tener en cuenta que, una vez recogida la información, el material gráfico es ampliado y las partes más llamativas del mismo son investigadas milímetro a milímetro. Un fenómeno luminoso de quinientos metros sería suficiente para despertar interés, ¿no crees?
—¿Intentas decirme que dibujemos en la selva un SOS de quinientos metros y que esperemos a que nos vengan a rescatar?
—¡Exactamente! —me contestó Keast, lleno de entusiasmo.