17

A nuestro amigo indonesio le sorprendió que no comiésemos caracoles. Nos dijo que, después de la lluvia, se podían recolectar a miles en la selva.

Las mujeres se entusiasmaron. La azafata Lily, Maj-Len, la comadrona finlandesa Iines Sotisaari y una enfermera de Estocolmo llamada Birgitta nos pidieron a Lämsä y a mí que las acompañásemos a buscar caracoles. Aunque el tiempo era cualquier cosa menos agradable, accedimos a la petición de las mujeres, ya que también a nosotros nos apetecía un poco de variedad en el menú.

Chapoteamos empapados por la selva asfixiante durante varias horas, hasta que nos pareció que habíamos dado con el terreno apropiado, donde, según nuestro indonesio, podía haber caracoles: la selva era tan espesa que casi no había matorrales. Las hojas caídas de los árboles, al pudrirse, habían formado una espesa capa resbaladiza sobre la tierra.

En efecto, había mucho caracoles: gasterópodos de diez centímetros, de color verde oscuro, bien gorditos. Con gran entusiasmo, recogimos cerca de cincuenta y nos fuimos chapoteando por donde habíamos venido.

En un momento determinado, decidimos atajar por otro lado, aun a sabiendas de que no era recomendable, porque el riesgo de perderse era grande.

Lämsä abría la marcha. Transcurrida una hora, empezó a proferir maldiciones, y al acercarnos vimos que se le habían enredado las piernas en un alambre de espino lleno de herrumbre que, al estar cubierto de musgo, daba la impresión de ser de una liana. Por eso, aunque Lämsä había intentado cortarlo con el hacha, no había tenido éxito.

Con gran prudencia, nos pusimos a estudiar el terreno. La zona estaba rodeada de alambre de espino y, resguardada entre la vegetación, encontramos una vieja trinchera cuyas paredes estaban revestidas de cemento, con el fin de reforzarlas. Tuvimos la impresión de que aquélla debía de haber sido una zona de combate durante la Segunda Guerra Mundial. Recorrimos el lugar de arriba abajo y dimos con una pared de hormigón, en cuya base había una especie de entrada casi oculta por una maraña de helechos y lianas. Despejamos la maleza con el hacha y nos asomamos a la oscuridad del pequeño búnker que acabábamos de descubrir.

En ese momento, las chicas nos gritaron desde detrás del búnker que habían encontrado un cañón.

¡Menudo hallazgo!

Examinándolo más de cerca, resultó ser una pieza de artillería de campaña japonesa de tres pulgadas. El cañón había caído de costado, empujado por las raíces de mangle que se le habían metido por los resquicios de la cureña. Databa sin duda de la Segunda Guerra Mundial. El tubo estaba completamente cubierto de musgo. Le dimos unos golpes con el hacha al cierre de la culata para abrirla, y aunque nos costó, finalmente lo conseguimos. La herrumbre se había comido el interior del arma, pero se podía ver a través del cañón.

Nos metimos a gatas en el búnker y comprobamos que dentro se podía estar de pie. Por la posición del cañón, daba la impresión de que alguien había querido meterlo en el búnker y que, por algún motivo, había dejado la tarea a medias.

Dentro había una cantidad increíble de chatarra. Encontramos unas enormes cajas llenas de proyectiles, que estaban casi como nuevos, y sacamos una buena cantidad de ellos al exterior. También había latas de conserva, todas ellas echadas a perder. El óxido se había comido el metal y los ciempiés de la selva habían devorado su contenido.

Encontramos también una caja muy pesada de metal y, en el fondo del búnker, dos trípodes de ametralladora. Pero ningún arma propiamente dicha.

Abrimos una caja de cantos reforzados de acero: estaba repleta de unas botellas de metal alargadas. Los tapones se habían soldado por culpa del óxido, pero conseguimos abrir uno de ellos a base de darle golpes con la cuña del hacha.

Contenía algún líquido, que inmediatamente procedimos a olisquear, a pesar de que podía tratarse de algún gas líquido. Pero no era el caso, como se verá, porque lo que fuera desprendía un fuerte olor a alcohol.

—Es alcohol etílico para uso médico —dijo Birgitta.

—Podría estar envenenado —añadió Lily, al ver que Lämsä se llevaba la botella a los labios.

—Eso lo veremos enseguida —dijo Lämsä, y dio dos pequeños tragos. Hizo una mueca y me tendió la botella.

Todos nos quedamos mirándolo, expectantes. Fue a sentarse sobre el muro del búnker y allí se quedó, esperando notar algún efecto. Como transcurrido un rato no había pasado nada, me tendió la mano para que le pasase de nuevo la botella y dijo:

—En todo caso, no es veneno.

Lämsä dio dos tragos largos a la botella y volvió a hacer muecas. Me animé a imitarle y bebí también. Era endiabladamente fuerte, y llegué a la conclusión de que se trataba de algún aguardiente. Ardía en la boca y en la garganta, pero al llegar al estómago daba un calorcillo de lo mis grato. Tomé un segundo trago y Lämsä tomó un tercero.

Como se subía rápidamente a la cabeza, fuimos a buscar agua para rebajarlo y se lo ofrecimos a las chicas. La cosa empezaba a ponerse divertida.

Nos sentamos sobre la cureña del cañón y seguimos empinando el codo. Habíamos dejado los caracoles a su libre albedrío, sobre la entrada del búnker, metidos en su cesto.

Lämsä se puso a inspeccionar el cañón. Nos contó que le había tocado hacer el servicio militar en una base de la costa oeste de Finlandia, en Vaasa, y que por eso estaba tan puesto en cosas de artillería pesada. Estábamos ya tan borrachos que lo mismo nos daba una batería costera de cañones que un cañón de campaña ligero. Lämsä sacó la culata y la desmontó. Tuvo dificultades para montarla de nuevo, pero al cabo de varios intentos finalmente lo logró. Dándole golpecitos a la culata con la cuña del hacha, consiguió que el cierre funcionase medianamente bien.

Luego, como si cayera en la cuenta de que se había olvidado de algo importante, se fue al búnker y volvió al poco rato cargado con una brazada de proyectiles. Me eché a reír al verlo tropezar y caerse de lo borracho que estaba, y le aseguré que aquellos obuses no podían estar en buen estado, porque, después de decenas de años, la humedad habría dejado inservibles los detonadores.

Pero a Lämsä le daba lo mismo. Metió un obús en el tubo y cerró la culata, ayudándose otra vez del hacha para ajustar el cierre.

Al percatarme de sus intenciones, les dije a las muchachas que lo mejor sería que nos alejásemos un poco. El cañón podía reventar, ya que el tubo estaba completamente oxidado, y así se lo dije a él, pidiéndole que dejase de hacer el idiota con la dichosa arma.

De repente, se oyó un ruido ensordecedor.

Lämsä había disparado. Como era un cañón sin retroceso y de tiro directo, salió proyectado hacia atrás casi un metro. La detonación nos dejó medio sordos, y cuando miramos en la dirección que señalaba el tubo, comprobamos que el proyectil había arrancado de cuajo las copas de varios árboles, antes de continuar su viaje hacia el cielo. Menos mal que el detonador no había funcionado.

—¡Esto sí que es un buen disparo! —berreaba Lämsä. Se echó al coleto un buen trago de aguardiente y metió otro obús en el cañón. Me acerqué y juntos lo levantamos del suelo para colocarlo en la posición correcta, le dimos a la manivela para orientar el tubo en dirección sur, hacia el mar, y disparamos.

La selva se estremeció con el cañonazo. Las chicas estaban asustadas, pero les dimos aguardiente y se envalentonaron.

Hicimos un par más de disparos y todo parecía ir a las mil maravillas. Iines Sotisaari se animó y dijo que ella también quería disparar. Y, claro, Lämsä y yo la animamos y le dijimos que adelante.

Iines disparó y luego echó un trago. Luego le tocó el turno a Birgitta, después a Lily y por último a Maj-Len. Las chicas se retorcían de risa y todos nos habíamos quedado sordos como tapias, porque de los cañonazos nos pitaban los oídos. Cada tanto disparábamos los hombres y luego las mujeres, y tras cada disparo, venía un trago de aguardiente, que ya ni siquiera nos parecía tan fuerte. Íbamos por turno a buscar más munición al búnker, y como nos caíamos todo el rato al volver cargados, los demás se partían de la risa.

De vez en cuando, le dábamos la vuelta al cañón y dejábamos hechos trizas los árboles que nos rodeaban. Se levantó un humo azul tan espeso que empezamos a toser.

Luego se nos ocurrió que podíamos disparar de manera más organizada, al estilo militar. Iines Sotisaari y Lämsä se situaron junto al cañón: Lämsä introducía el obús en el tubo, Iines cerraba la culata de golpe y disparaba. Mientras tanto, las chicas y yo íbamos trayéndoles más proyectiles y retirábamos los que estaban vacíos. La velocidad de disparo mejoró notablemente, tanto que el tubo del cañón ardía y nosotros, empapados de sudor, llorábamos de la risa.

Cuando el humo era ya tan abundante y espeso que no nos distinguíamos los unos a los otros, decidimos suspender la sesión de tiro y fuimos a tumbarnos sobre la cubierta del búnker. Estábamos agotados y ya no nos quedaban fuerzas ni para reírnos.

Pero las cosas no acabaron ahí. De repente nos acordamos de los caracoles y a Birgitta se le ocurrió que si los poníamos a remojar en aguardiente, luego nos los podríamos comer. La idea nos pareció excelente a todos y, ni cortos ni perezosos, nos liamos a meter caracoles por el cuello de una de las botellas, donde aún quedaba medio litro de alcohol sin diluir. Entraban la mar de suavecito y cupieron más de veinte.

Enroscamos el tapón y sacudimos la botella como si de una coctelera se tratase. La dejamos reposar unos minutos y luego nos pusimos a pescarlos. Estaban todos muertos.

Nos los comimos de buen grado, aunque no es que tuviesen un aspecto muy apetitoso.

Acabamos por quedarnos dormidos sobre el búnker con nuestras botellas, y allí mismo fue donde nos encontraron, ya entrada la tarde.

Al empezar el bombardeo, el campamento en pleno había huido, buscando la protección de la selva, según nos contaron nuestros compañeros más tarde. Nuestra batería se hallaba a unos cuantos kilómetros, bastante cerca de la playa y, cada vez que disparábamos, nuestros amigos veían cómo el obús caía al mar. Habían llevado la cuenta, y nos dijeron que los proyectiles habían sido setenta y seis en total. El punto final del bombardeo lo puso una tanda de veintitrés tiros de concentración, todos los cuales superaron la barrera de coral.

Varios hombres del campamento, armados con el fusil de asalto de Janne, partieron en busca del origen de aquel bombardeo, y cuando ya bien entrada la tarde dieron finalmente con nosotros, no pudieron creer lo que sus ojos estaban viendo: cuatro mujeres y dos hombres tirados y revueltos sobre la techumbre de un búnker, completamente borrachos; uno de ellos con la ropa llena de vómito y aquí y allá, entre los intoxicados durmientes, un sembrado de caracoles regurgitados. Habíamos vaciado tres botellas metálicas y el terreno que circundaba al cañón se hallaba prácticamente cubierto de casquillos.

Por mucho que los hombres del campamento se esforzaron en reanimarnos, no lo consiguieron, así que uno de ellos se quedó con el fusil a vigilar el búnker y los demás regresaron, llevándose las tres botellas de alcohol que quedaban.

Despertamos a la mañana siguiente en un estado lamentable, huelga decirlo. Nos arrastramos hasta el campamento, donde se tomó la decisión de castigarnos, ya que la mayoría de nuestros compañeros opinaba que con nuestro demencial bombardeo habíamos puesto en peligro las vidas de todos y, para colmo, habíamos malgastado un desinfectante que valía su peso en oro por el simple capricho de bebérnoslo. Lo que había quedado se guardó celosamente para ser usado únicamente con fines médicos.

Según la ley establecida, a Lämsä y a mí nos tenían que azotar, mientras que a Lily, Birgitta, Maj-Len e Iines las arrojarían al agua.

Pero sobre la manera en que debíamos ser azotados hubo algunas divergencias. Alguien propuso que nos diesen simplemente una manta de guantazos, a lo que los médicos se negaron. Finalmente, nuestros jueces parecieron ponerse de acuerdo.

Nos ataron a un árbol y nos dieron a cada uno diez latigazos con una liana. Grande fue la vergüenza, pero también lo fue el dolor.

A las mujeres las tiraron al agua totalmente vestidas tres veces. Y ahí quedó la cosa.

—Pues yo no dudaría en repetirlo —me dijo Lämsä esa misma noche—. ¡Qué pasada!