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El viaje de retorno fue algo más fácil, porque pudimos seguir nuestras propias huellas hasta la costa y apenas tuvimos que usar el hacha. Sin embargo, se nos fueron varios días en ello, ya que de vez en cuando nos desviábamos de nuestro sendero sin querer, a causa de la oscuridad de la selva. En el camino de ida no disponíamos de ningún instrumento con el que marcar la ruta para el regreso. Un poco de papel de manila amarillo nos habría venido muy bien.

Tras dos semanas de ausencia, llegamos a nuestro campamento, donde nos esperaba una sorpresa. Un desconocido se había presentado en la playa. Al primer vistazo, se veía que parecía encantado con su suerte: sentado bajo uno de los toldos y rodeado de varias mujeres del campamento, fumaba una larga pipa con los ojos entornados. ¿De dónde habría sacado el tabaco?

La historia era simple y, en resumen, así es como empezó todo.

Una mañana, más o menos a la semana de nuestra partida, aquel hombre se presentó en el campamento. Se trataba de un tipo de mediana edad, malayo o indonesio al parecer, vestido de militar y con un fusil de asalto moderno cruzado sobre el pecho. Nada más verlo y en medio de un tremendo griterío, nuestros compañeros salieron en estampida en busca de la seguridad de la selva.

Sin embargo, el soldado mostró una actitud amistosa, gritándoles en un inglés chapurreado que no tenía intención de dispararle a nadie y que venía en son de paz. Nuestros compañeros no le creyeron hasta que dejó su arma en la playa y Taylor se hizo cargo de ella.

Al parecer, era un soldado del gobierno de Indonesia o, más bien, había estado al servicio del ejército indonesio. Unos meses atrás lo habían destinado a la isla, donde se estaba llevando a cabo una operación militar cuyo objetivo era sofocar un levantamiento rebelde. No tenía ni idea de si la zona de combate se hallaba en Borneo, en las Célebes o en Nueva Guinea. Nadie había tenido la delicadeza de informar a las tropas.

El soldado les contó que, desde el comienzo, la guerra le había parecido un fastidio y que el peligro le repugnaba cada día más.

Así que decidió abandonar aquella locura y desertar. Escapó del interior de la isla y, atravesando las montañas, llegó hasta la costa, cuya línea fue siguiendo hasta toparse con el campamento. Lo mismo habían hecho decenas de sus compañeros de armas, y por eso los helicópteros del ejército indonesio patrullaban de vez en cuando la costa en busca de desertores.

Así pues, el hombre era indonesio. Desde el punto de vista político, el soldado dijo decantarse por Sukarno: nunca había aceptado al general Suharto, no era comunista, pero había perdido tres dedos de la mano derecha durante una de las purgas organizadas por el general, en los años sesenta.

El hombre les mostró la mano, en la cual sólo le quedaban el pulgar y el índice.

—Y aún salí bien parado —les dijo—, porque los hombres de Suharto casi no dejaron títere con cabeza en mi pueblo. Lo mío no fue nada.

Conocía bastante bien la selva y, lo mejor de todo, se había traído el fusil de asalto y más de ochocientos cartuchos. Para colmo, el sujeto, que dijo llamarse Jhan Krahamo, o algo por el estilo, tocaba muy bien el tambor. Antes de Suharto, había sido chapista y mecánico de aviones, y el inglés lo había aprendido en Yakarta, donde había vivido mucho tiempo.

Jhan, o Janne, que es como lo empezamos a llamar, nos dijo que, a su entender, era inútil imaginarse siquiera que pudiéramos escapar de aquella zona de la costa. Había una guerra de guerrillas en el interior de la isla y ningún barco comercial osaba acercarse por aquellas aguas. Y lo único que cabía esperar del aire era que nos cayesen más balas. Janne opinaba que no teníamos motivo alguno de preocupación porque, sin ir más lejos, en Yakarta las condiciones de vida se habían degradado muchísimo: el arroz escaseaba, los precios estaban por las nubes, y cada cierto tiempo había detenciones que, en la práctica, acababan convirtiéndose en desapariciones. Así pues, ¿para qué intentar siquiera regresar a esa vida, con gente como aquélla? Para Janne, el hecho de haber llegado al campamento era un golpe de fortuna, mayor de lo que un hombre como él pudiera esperar nunca.

Con cierta envidia, contemplábamos a aquel ciudadano del mundo, soldado desertor, a aquel artífice melanesio de su propia fortuna, que decía no llevarse mal con el cristianismo, pero que se definía a sí mismo como un pacífico seguidor de Buda.

Janne daba por sentado que nunca más dejaría la isla para regresar a Yakarta. Eso le bastaba, y no ocultaba su perplejidad cuando expresábamos nuestros deseos nostálgicos de volver a establecer contacto con la civilización.

Sin lugar a dudas, era el más feliz de entre nosotros.

Con sumo agrado, nuestro desertor donó su fusil al campamento para su uso común. Con cuidado de no gastar muchas balas, comprobamos su precisión haciendo unos cuantos tiros al blanco, y hay que decir que era un arma excelente. En un árbol de la selva, colgamos un cajón algo tosco hecho por nosotros mismos y que recordaba una casita para pájaros. Se trataba de tener un lugar seco donde almacenar los cartuchos. El fusil lo teníamos como oro en paño y no dejábamos que se nos oxidara.

Pensábamos que si el helicóptero volvía para atacarnos, y lo hacía volando tan bajo como la vez anterior, lo alcanzaríamos con una buena ráfaga, y todos tan contentos.

Pero no volvió a aparecer helicóptero alguno, ni tampoco lo echamos de menos. Janne se hizo un pequeño gong con un pedazo de tronco hueco que, una vez seco, emitía unos sonidos muy gratos.

El indonesio tocaba con mucho entusiasmo, tanto, que a veces había que pedirle que dejase en paz su instrumento, sobre todo por las noches.

Conviene añadir que Janne parecía apreciar especialmente a la señora Sigurd. Quién sabe, tal vez albergaba algún pensamiento erótico con respecto a ella, interpretando la evidente castidad de la buena señora como una señal de su honorabilidad, cosa de la que, por otra parte, ella se ufanaba ante todo el mundo.

Janne nos pareció un hombre de bien y todos estábamos muy satisfechos de que ya no tuviese que tomar parte en las operaciones militares que se estaban llevando a cabo en aquella zona tropical.