La nostalgia de Europa nos atormentaba. Seguíamos sin detectar señal alguna de un equipo de rescate, pero, aun así, no perdíamos la esperanza.
Ahora bien, cuando por fin establecimos contacto, totalmente por azar, con el llamado mundo civilizado, ya no volvimos a desear que se repitiera.
El suceso fue breve y estremecedor.
Era mediodía. Todos descansábamos, unos en la playa y otros bajo los toldos. Acabábamos de comer y era la hora de la siesta, la de más calor. El acompasado ir y venir de las olas, sumado a la monotonía de los sonidos de la selva, nos incitaba a la lasitud. Algunos de nosotros dormían, y otros se dedicaban a la tertulia relajada.
Ingrid y yo estábamos echados a la sombra del toldo. La muchacha solía pasar la mayoría de las noches conmigo, y aunque no vivíamos juntos todo el tiempo, se había traído sus escasas pertenencias a mi cobertizo. Dónde dormía cuando no lo hacía conmigo, era algo que yo no sabía ni quería saberlo.
Reinaba una calma soporífera en la playa.
El humo de las hogueras ascendía lentamente y ni los bichos nos molestaban. Dos pequeños gecos —unos saurópsidos de lo más graciosos— correteaban boca abajo por la tela del toldo como las moscas en los techos en nuestro país de origen. Estaba a punto de dormirme, cuando Ingrid se incorporó de repente.
—Escucha… —me dijo—, ¿no oyes el ruido de un motor?
Afiné el oído y a mí también me pareció que se oía a lo lejos el runrún de un motor en marcha.
Corrimos a la playa, donde el resto de nuestros compañeros estaba escuchando atentamente el extraño sonido.
A medida que éste se iba acercando, nos dimos cuenta de que se trataba de un helicóptero.
Nuestras sospechas se confirmaron enseguida, y vimos aparecer un helicóptero sobre la línea del horizonte. Locos de alegría, echamos a correr, agitando unos los brazos y otros las camisas para que nos viesen. El ruido se hacía cada vez más fuerte. Se trataba de un aparato grande y gris que volaba bastante bajo entre el mar y la selva, acercándose a gran velocidad. Muy pronto lo tuvimos casi encima.
Pero, en lugar de aterrizar, hizo algo totalmente inesperado.
El crepitar de una metralleta atravesó el aire y una ráfaga de balas fustigó el suelo a nuestro alrededor, salpicándonos de arena. Presos del pánico, escapamos a toda velocidad hacia la selva. Alguno se tiró de cabeza al mar.
El helicóptero dio otra pasada sobre la playa desierta, disparando de vez en cuando una ráfaga dirigida a la selva o al mar. Oímos unos quejidos procedentes de la orilla.
Al cabo de unos instantes, el aparato remontó el vuelo en dirección al mar y desapareció tras un promontorio de la ensenada. Evidentemente, aquello le había parecido suficiente.
De regreso en la playa, comprobamos las terribles consecuencias del ataque: a la orilla del mar yacían dos de nuestros compañeros, el ingeniero forestal Raninen y una enfermera sueca que aún gemía débilmente. Raninen estaba muerto. Le habían disparado en el agua y su cuerpo yacía en la orilla, mecido por las olas espumeantes.
La enfermera falleció esa misma noche.
Los enterramos a la noche siguiente y, por esa vez, la señora Sigurd se conformó con la decisión de todos de cantar tan sólo un himno y dejar las ceremonias religiosas de lado.
A partir de aquel fatídico suceso, no volvimos a dejar las hogueras encendidas durante la noche. Habíamos ido a parar a una zona en guerra.
Empezábamos a pensar que tal vez no nos rescatarían nunca.