Ala-Korhonen pilló una gastroenteritis, seguramente por comer pescado crudo. En cualquier caso, le dieron unos retortijones tan fuertes, que hubo que llevarlo al toldo que hacía las veces de enfermería para que descansase. Ala-Korhonen protestó, pero sin éxito: vomitaba todo lo que ingería y le había subido mucho la fiebre. La señora Sigurd lo tomó bajo su cuidado, lo examinó y, como la enfermera competente que era, dijo que Ala-Korhonen no iba a mejorar si no se le administraba una lavativa contundente.
Pero carecíamos del material necesario.
Finalmente, la buena señora tuvo una idea. Haciéndole unos ligerísimos ajustes técnicos, la bomba de aire de la balsa salvavidas le vendría de perillas. Dicho y hecho, la enfermera Sigurd puso a hervir agua en la lata del instrumental, le ordenó a Ala-Korhonen que se echase de costado y le introdujo una buena cantidad de agua en el recto. Hasta la playa nos llegaba el eco de las imprecaciones del enfermo, pero la señora Sigurd no era de las que se dejaban amilanar. Sentándose sobre el costado del infeliz, se pasó un buen rato bombeando con el pie hasta llenarle la tripa de agua.
El procedimiento fue un éxito y a la mañana siguiente el enfermo ya estaba en condiciones de levantarse del lecho. Al cabo de tres días se hallaba ya restablecido del todo. A pesar de los excelentes resultados, no sentía el más mínimo agradecimiento hacia la diligente y profesional enfermera, e incluso comentó en público que siempre guardaría un mal recuerdo del trato recibido. Los métodos curativos de la señora Sigurd le habían parecido inhumanos y crueles, además de vergonzosos. De nada sirvió que el doctor Kristiansen le asegurase que, desde un punto de vista estrictamente científico, la cura recibida había sido la acertada y su aplicación impecable: Ala-Korhonen le guardaba rencor a la enfermera y muchos tuvimos le impresión de que incluso empezaba a planear la venganza.
Y tal vez la cosa se hubiese quedado ahí de no ser porque cierto día la enfermera se vio en una situación difícil.
Estábamos en la selva recolectando fruta para el campamento. Nos habíamos internado bastante en la espesura y la señora Sigurd se había encaramado a un gran cocotero, a pesar de nuestras advertencias. La enérgica matrona había conseguido izarse a más de diez metros. Arrancaba los cocos con sus tenaces manos y los dejaba caer a los pies del árbol. Una vez arrancados todos los frutos, se dispuso a bajar.
Pero, al mirar hacia abajo en su descenso, sufrió un ataque de vértigo y fue incapaz de hacer el más mínimo movimiento. Desesperada, pidió ayuda y todos corrimos al lugar. Desde abajo, vimos que abrazaba con todas sus fuerzas el tronco y que ni siquiera se atrevía a mirar hacia abajo. La situación pintaba muy mal.
Intentamos explicarle que, agarrada como estaba, podía dejarse resbalar con toda tranquilidad y sin peligro, pero ella no quería ni intentarlo.
Nos pusimos a reflexionar sobre el modo de sacarla de aquella situación. La playa quedaba lejos de nosotros, así que fabricar una escala de madera era una tarea que nos hubiese llevado horas. Para entonces la señora Sigurd ya estaría agotada y habría acabado cayéndose.
Ala-Korhonen se descalzó y se escupió en las palmas de las manos.
—Subiré a buscar a la señora —declaró con gesto amenazador, y antes de que pudiéramos impedírselo ya estaba ascendiendo a buen ritmo por el recio tronco.
El trasero tembloroso de la señora Sigurd se perfilaba por encima de su cabeza y, con la vista fija en él, Ala-Korhonen continuó su habilidoso ascenso. El árbol empezó a oscilar. La señora Sigurd lanzó una mirada de terror hacia abajo y vio que su salvador ya estaba cerca. De su garganta salió un berrido espantoso y poco faltó para que nos cayera encima.
—¡Señora mía, no hay por qué asustarse! —rugió Ala-Korhonen con voz espeluznante—. ¡Aquí llega su salvador! —añadió, y soltó una risotada.
Agarrada al árbol, la desgraciada enfermera chillaba con todas sus fuerzas: seguro que se acordaba de la enfermería y de la lavativa improvisada con la bomba de aire de la balsa.
Ala-Korhonen trepaba lenta pero inexorablemente hacia la cima del cocotero. Al llegar a donde se encontraba la señora Sigurd, ésta intentó patearle la cabeza para impedirle que continuase su ascensión, pero fue inútil: él se encaramó junto a ella y, abrazándola por la cintura, la aplastó contra el tronco, evitando así que con su agitación histérica provocase un accidente.
El hombre estaba agotado y esperó unos minutos hasta recuperar el aliento. La enfermera dejó de agitarse y se lo quedó mirando con las pupilas dilatadas por el terror.
Ya más recuperado, Ala-Korhonen empezó a mecer el árbol. El altísimo tronco se doblaba de manera amenazante y los que estábamos abajo empezamos a gritarle que dejara de aterrorizar de aquella forma a la pobre enfermera. Pero él se puso a aullar en un tono estremecedor:
—¡Yo Tarzán, tú Jane!
La señora Sigurd gemía bajito entre los brazos del técnico forestal. De vez en cuando echaba un vistazo hacia abajo y, de nuevo presa del pánico, se agarraba con fuerza a los brazos del hombre del cual sólo la separaba el tronco. Su salvador siguió un buen rato balanceando el cocotero y riéndose como un poseso.
Por fin decidió que ya era suficiente y le anunció a la señora Sigurd que había llegado el momento de bajar. La buena mujer pareció calmarse un poco.
El descenso fue de lo más penoso. De la corteza saltaban astillas que caían al suelo. La señora Sigurd temblaba como una hoja, pero había dejado de gritar y de llorar. Se aferraba como una lapa a Ala-Korhonen y juntos descendían lentamente.
A un par de metros del suelo, el técnico forestal le dijo que ya podía saltar con toda tranquilidad. No tuvo que repetírselo dos veces: la mujer echó un vistazo hacia abajo y se tiró sin más, seguida de su ángel guardián. Una vez en tierra, la señora Sigurd le arreó una bofetada que resonó en toda la selva. Ala-Korhonen retrocedió y nosotros corrimos a sujetar a la enfurecida matrona. Ya más calmada, ésta miró hacia lo alto del cocotero, y luego se dirigió hacia Ala-Korhonen, que se mantenía algo apartado. Le sonrió con cansancio y le dijo:
—En cualquier caso, muchas gracias, caballero.