A las dos semanas del accidente, la vida en la isla empezó a encauzarse poco a poco. La caza y la pesca comenzaban a dar sus frutos, contribuyendo así a elevar la moral de la tropa.
Con el material disponible, Taylor había logrado fabricar algunos útiles de pesca bastante eficaces y su grupo nos traía pescado en abundancia. Taylor obtenía sus mejores piezas cerca del arrecife con un arpón mientras que para los peces de menor tamaño había confeccionado un salabre con tela y cintas de los chalecos salvavidas. Los dispositivos intrauterinos le habían servido para hacer los anzuelos y como sedal usaban las hebras de nailon que habían entresacado de las cintas de los chalecos.
Nuestra dieta incluía también unos cangrejos pequeños que pescábamos en el lecho de un río, a un par de kilómetros del campamento. Cocidos estaban riquísimos. Aun así, echábamos en falta la sal y habríamos dado un ojo de la cara por tener aunque fuera un kilo.
Un día, en parte por placer y en parte por hacer ejercicio, me fui de paseo con Ingrid, nuestra jefa de cocina, una sueca joven y morena muy agradable. Íbamos hablando de nuestras cosas, ella me contaba de su familia allá en Suecia y yo de la mía, allá en Finlandia. Acabamos abrazándonos y, ya que Ingrid llevaba un dispositivo intrauterino, la cosa fue un poco más lejos. ¿Podía haber algo más agradable que hacer?
El sol resplandecía en lo más alto y desde la selva llegaba hasta nuestros oídos el griterío de los pájaros y de los monos. La brisa susurraba entre el espeso follaje. Empezábamos a disfrutar de la vida y hasta el hambre de los días posteriores al accidente empezaba a eclipsarse de nuestras mentes.
Nos habíamos alejado un buen trecho del campamento y llegamos a una especie de laguna bastante amplia. La playa tenía las dimensiones de un campo de fútbol y estaba llena de huellas de personas y de tortugas. Justo cuando estábamos a punto de bañarnos por enésima vez, Ingrid pegó tal grito que casi me deja sordo.
Acababa de ver una tortuga, que yo tampoco tardé en divisar.
La criatura debía de haber estado escondida en el lindero de la selva, comiendo hojas, con toda probabilidad, y al vernos se había puesto a bracear afanosamente hacia el mar para ponerse a salvo.
Era grande como un barreño de sauna y, para tratarse de una tortuga, se movía a una velocidad impresionante.
¡Caramba, qué contento me puse!
Corrí como un desesperado tras ella y la agarré de la huesuda cola. La tortuga se revolvió, asustada, sacudiéndose para que la soltara, pero yo estaba muy decidido a cazarla. Fui a por el hacha y me lancé en pos de ella. Su anciano cuerpo jadeaba bajo el caparazón y al intentar acertarle en la cabeza, la arena me salpicó en los ojos.
De repente, nos metimos en el mar. La tortuga se zambulló justo cuando yo le asestaba un golpe, con lo que salpiqué agua por todas partes.
El pobre animal no sucumbió al primer golpe y siguió su obstinado avance por las aguas poco profundas. Le di una y otra vez con el hacha en la cabeza, mientras poco a poco nos íbamos internando en el mar. Pronto dejé de hacer pie y tuve que continuar a nado.
La tortuga hubiese podido zafarse de mí en ese momento y escapar, de no ser porque se estaba quedando sin vida. Sus patas dejaron paulatinamente de agitarse y las olas acabaron por devolvernos a ambos hasta casi la orilla.
Ingrid echó mano de todas sus fuerzas para ayudarme a arrastrar mi presa a tierra firme, y cuando, después de volver a sumergirnos para recuperar el hacha del fondo del mar, regresamos a la orilla, cuál no sería nuestra alegría al darnos cuenta de que la tortuga que habíamos capturado pesaba por lo menos doscientos kilos.
Las tortugas muertas tienen un aspecto de lo más triste. Yo me sentía como si me hubiese cargado a mi suegro, así que le rogué a Ingrid que, como enfermera que era, tuviese la amabilidad de despiezar al animal. La muchacha se puso manos a la obra: primero le abrió a hachazos el caparazón, desangró al bicho y, tras sacarle los intestinos y demás órganos internos, procedió a su despiece. Yo estuve un rato observando de lejos el desarrollo de la operación y luego partí hacia el campamento, en busca de unos cuantos porteadores de carne.
Al caer la tarde, la carga ya estaba en el poblado, así que procedimos a celebrar un gran banquete. Todos comimos carne hasta saciarnos y aún sobró.
Me acerqué a darle a la señora Sigurd un buen pedazo de tortuga, y ésta me lanzó una mirada furibunda antes de ponerse a engullirlo con avidez. Me sentí como si fuese a mí, y no a la tortuga, a quien devoraba.
En un aparte le pregunté a Ingrid de dónde había salido aquella mujer. Me contó que la buena señora era de algún lugar cercano a la frontera con Noruega, de Trollhärtan o de por allí cerca, pero no sabía nada más.
Esa noche la pasé con Ingrid. Teníamos el estómago repleto y la lluvia nocturna ni siquiera nos molestó. Por vez primera sentimos que aquel rincón desierto, dejado de la mano de Dios, era algo más que el purgatorio hostil y traicionero que hasta el momento habíamos conocido. Ya de madrugada, fuimos a bañarnos entre las acariciadoras olas. Fue maravilloso.