Los anticonceptivos no resolvían el problema del hambre.
Gracias al severo racionamiento, aún nos quedaban víveres europeos. Decidimos dejarlos en sus cajas, ya que éstas eran de plástico y el pollo se conservaba bien en ellas, e intentamos mantenernos a base de los escasos alimentos que recolectábamos en la selva.
La segunda semana, algunos de nuestros compañeros se hundieron en la apatía o se volvieron muy irritables; otros no paraban de venirnos con quejas a Vanninen, a la comadrona morena y a mí. La señora Sigurd nos acribillaba con sus continuas protestas, pero ya nos íbamos acostumbrando a que no aceptase nada ni a nadie. Aun así, al ver que se extendía el descontento comenzamos a inquietarnos.
Además, surgieron otras dificultades. Eran muchos los que no querían trabajar; cuando organizábamos una patrulla para adentrarse en la selva, no siempre era fácil conseguir voluntarios si nos limitábamos a pedirlo con amabilidad. A menudo tuvimos que mostrarnos autoritarios. La gente estaba hambrienta y fatigada, de modo que su desgana era comprensible. Sin embargo, no podíamos tolerar esta actitud, visto que nuestros salvadores no parecían tener prisa por llegar y teníamos que arreglárnoslas solos.
Al cabo de un tiempo, nos enteramos de que las patrullas que se internaban en la selva habían empezado a ocultar la comida que encontraban en lugares que sólo ellos conocían, y sólo traían al campamento una parte de lo recolectado.
Por la noche, cuando todo el mundo debería estar durmiendo tranquilamente algunos individuos hambrientos se desplazaban sigilosamente por la playa, y no todos precisamente con la intención de comprobar la fiabilidad de los dispositivos intrauterinos, sino más bien para dirigirse a sus escondrijos secretos y saciar su estómago.
Esta práctica se fue generalizando día a día, y a mediados de la segunda semana casi se había convertido en una costumbre. Había desaparecido cualquier forma de solidaridad. El hambre había podido con nuestros ánimos y, de no cambiar las cosas, el grupo iba a romperse irremediablemente. La comadrona morena, a la que todos admirábamos por su rectitud y su amabilidad, nos dijo finalmente a Vanninen y a mí:
—Chicos, si no conseguimos salir pronto de esta isla, éstos acabarán comiéndose los unos a los otros.
A lo que Vanninen contestó con un murmullo:
—Estoy realmente sorprendido. Esto me recuerda el cerco de Leningrado. Todo estaba helado y no quedaba ni pizca de comida. Los alemanes castigaron la ciudad con fuego de artillería y bombardeos aéreos durante novecientos días, pero los habitantes aguantaron. Nosotros llevamos aquí unos pocos días, nadie nos dispara y gozamos de un clima ideal… y ya estamos acojonados, y eso que nadie nos está bombardeando y que el clima no puede ser mejor. ¡Qué débiles llegamos a ser!
La comadrona observó que, durante el asedio, a los habitantes de Leningrado no les quedó otra que aguantar o perecer, ya que los alemanes habían anunciado que sus intenciones eran no dejar piedra sobre piedra. Vanninen repuso con amargura:
—No me parece que nosotros tengamos muchas más alternativas. Si se sigue escondiendo la comida, nos espera la muerte segura. Hasta el momento no hemos visto ni un alma en esta isla, ni tampoco barco ni avión alguno, ni tan siquiera señales de vida humana aparte de nosotros. De aquí no vamos a salir tan fácilmente. Apuesto a que pasaremos una buena temporada en esta playa. ¡Esto podría durar incluso diez años!
Parecía poco probable que nadie fuera a salvarnos en un futuro cercano. Las posibles búsquedas desde el aire debían de haberse realizado por las zonas equivocadas y era evidente que ya habían sido abandonadas por falta de resultados. Para Europa, estábamos muertos.
La comadrona morena dijo que tal vez la falta de solidaridad se debiese a que nuestros compañeros ya no confiaban en nosotros y deseaban tener nuevos jefes. Vanninen opinaba lo mismo y propuso que organizásemos unas elecciones.
—Les explicaremos que si no se restablece el orden, vamos camino de la perdición, y que si el grupo quiere cambiar de dirigentes, nosotros dejaremos con mucho gusto que otros lo intenten.
Yo también estaba bastante harto de deslomarme por aquella sarta de desagradecidos.
De manera que convocamos una asamblea general.
El grupo se reunió refunfuñando y sin ningún entusiasmo. Tal vez temían que los enviásemos de nuevo a alguna penosa expedición en busca de víveres. Vanninen tomó la palabra. Explicó que el espíritu de cooperación se había esfumado totalmente y que si no poníamos remedio lo antes posibles nos esperaba la destrucción.
La gente lo escuchaba con gesto adusto. Cuando Vanninen sacó a colación el asunto de los escondites de comida, muchos se pusieron a contemplarse los dedos de los pies, mientras que otros miraban en dirección al mar con cara de ofendidos.
Llegó el turno de palabra de la comadrona morena. A su entender, personas como la mayoría de los allí presentes, que habían recibido una formación médica o sanitaria y que, encima, habían sido seleccionados por las Naciones Unidas para llevar a cabo una de sus misiones, por fuerza tenían que ser capaces de hacer frente a las situaciones más difíciles manteniendo su dignidad y poniéndose incondicionalmente al servicio de la comunidad.
La comadrona supo reprender con gran eficacia a los miembros del grupo y su discurso pareció surtir efecto: los oyentes estaban profundamente avergonzados. Yo también dije unas palabras, especialmente dirigidas a los leñadores finlandeses. Les reproché su conducta mezquina y les recordé que, de haber sucedido esto en una explotación forestal del norte, sus camaradas les hubiesen dado una buena paliza.
Finalmente, les propusimos organizar unas elecciones.
Olsen pidió la palabra.
—Yo creo que, al menos por el momento, no necesitamos convocar elecciones. Lo mejor sería formar diferentes grupos para cada uno de los cuales designaríamos un responsable, y que se especializarían en ciertas tareas según el principio de división del trabajo. Por ejemplo, habría que elegir a personas que sepan pescar, un grupo podría especializarse en la caza, otro podría continuar recolectando raíces y frutas, Otro se encargaría de cuidar a los enfermos, otro de cocinar.
La propuesta de Olsen parecía muy sensata, e inmediatamente todos nos pusimos a discutir con entusiasmo. Al final se decidió proceder a la formación de los grupos y de sus jefes.
La dirección del grupo de pesca fue confiada al comandante Taylor. Él mismo se presentó al puesto, basando su candidatura en que, además de ser muy ducho en la materia, durante sus vacaciones había practicado frecuentemente en aguas tropicales. Añadió que le gustaba la pesca y que, si no lo elegíamos para el puesto, podría negarse a llevar a cabo ninguna otra tarea de responsabilidad en el futuro.
Así que elegimos a Taylor.
Como responsable del grupo de atención sanitaria salió elegida la señora Sigurd, con la condición de que, de producirse alguna situación delicada, haría caso de lo que decidieran los tres médicos. Yo fui quien propuso esta limitación a sus competencias y a sus derechos como condición a su nombramiento, y nadie se opuso.
A Lakkonen se le hizo responsable de la provisión de leña para el fuego y otros usos, y los dos ingenieros forestales, Raninen y Laakkio, fueron nombrados jefes de sus correspondientes equipos. Se les encomendó como tarea desarrollar la caza y despejar senderos en la selva.
Las mujeres formaron tres grupos de recolección: la hermosa sueca Gunvor, Maj-Len, casi tan guapa como ella, y la finlandesa Sirpa fueron elegidas para dirigirlos.
Una sueca llamada Ingrid sería la responsable de los servicios de alimentación.
Y con esto concluyó la asamblea general.
A continuación se reunieron los jefes de grupo. Se decidió que, al menos por el momento, ninguno de ellos formaría equipos fijos, sino que todos iríamos rotando en ellos, siempre según las necesidades. De ese modo, los jefes aprenderían a conocer las costumbres y capacidades de todos y, con el tiempo, cada uno de nosotros podría ocuparse de las tareas que le fueran más apropiadas. Asimismo acordaron que cada jefe estaría obligado a participar en las actividades de otros grupos como simples trabajadores, en el caso de hallarse libres de sus propias tareas. Y lo mismo para nosotros tres, los jefes del campamento.
Decidimos también que, para empezar, todo el mundo trabajaría desde el amanecer hasta la puesta del sol. Por el momento no podíamos aplicar la normativa europea en materia de jornadas laborales.
Antes de separarnos, Taylor preguntó qué haríamos si volvía a presentarse otro caso de ocultamiento de víveres u otro delito cualquiera.
—¡Al final acabaremos nombrando a un policía en esta maldita isla! —exclamó Kristiansen.
El ingeniero forestal Raninen, que acababa de dejar su puesto en la comisión regional de bosques de Kuopio para hacer este viaje, opinó que se castigarían los posibles delitos cuando llegara el caso: el transgresor recibiría una paliza si se trataba de un hombre y sería lanzado al agua si se trataba de una mujer.
Así que no hubo que nombrar a ningún policía.