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Vanninen me examinó el pecho y dijo que todo iba bien. Protesté débilmente y le dije que aún me dolía si respiraba hondo, pero no me hizo caso y me aseguró que era del todo normal y no tenía ninguna importancia.

Pasar el examen médico significaba que se me consideraba apto para el servicio, así que me eligieron para formar parte de la tripulación de la balsa de goma. Decidimos emprender una nueva expedición a los restos hundidos del avión. Me acompañaron Olsen, el médico noruego, y los dos leñadores, Lämsä y Lakkonen.

Había transcurrido más de una semana desde el accidente y ya nos quedaban muy pocos víveres. Arrastramos la balsa hasta el agua y nos pusimos a remar rumbo al lugar del accidente.

El mar era de una transparencia increíble y el fondo se veía con claridad, a pesar de que en algunos puntos había veinte metros de profundidad. De no ser por el oleaje de la superficie nos habría encantado dedicarnos a la contemplación de la vida submarina. Bajo las olas bullían bancos de diminutos peces de colores y de vez en cuando mis ojos divisaban en el fondo las alargadas sombras de algún que otro pez de mayor tamaño. Tiburones no vimos. El fondo tenía un gran colorido y comprendimos que debíamos de estar en las famosas barreras coralinas de las que tanto se habla en los libros de geografía.

Más allá de los arrecifes, se extendía la inmensidad del océano, cuyas altas olas rompían contra las paredes de coral con un estruendo impresionante. Se elevaban altas columnas de agua y la espuma blanca se dispersaba en el aire. Entre ola y ola, las aves marinas descendían hasta el arrecife, y volvían a alzar el vuelo cuando una nueva ola lo sumergía.

Tras un largo balanceo, llegamos aproximadamente al lugar donde debía estar el avión hundido. Nos pusimos a remar describiendo un círculo cada vez más amplio que nos permitiese encontrar los restos del aparato. No tardamos mucho, porque éste se distinguía ya desde lejos en el fondo del mar. La luz del sol se reflejaba en su fuselaje como en un espejo, distorsionando sus formas según el vaivén de las olas.

Conseguimos situar la balsa justo encima del avión y nos quedamos un momento contemplándolo. Estaba a unos quince metros de profundidad. Si el timón de cola hubiese quedado intacto, habría sobresalido de la superficie del agua, de tan cerca que estaba.

La carcasa del avión había sufrido graves destrozos. El timón de cola se había partido, a causa, tal vez, del oleaje o de las corrientes marinas. El fuselaje estaba parcialmente intacto, pero hacia la mitad parecía haberse doblado, hasta el punto de partirse de cuajo. De una de las alas no quedaba ni rastro y la otra casi se había desgajado y yacía contra el fuselaje como el ala de un pájaro dormido. La cabina estaba aplastada por completo. El aparato descansaba en una posición ligeramente ladeada, y la cabina parecía señalar directamente hacia las olas rugientes del mar abierto. La barrera coralina se hallaba apenas a doscientos metros. A pesar de que el océano se agitaba con fuerza, del lado en que estábamos el oleaje era escaso e incluso menor que el de la orilla.

No nos costó mucho mantener la balsa de goma encima del aparato siniestrado.

Por mucho que escrutamos el agua no vimos ningún tiburón, así que decidimos zambullirnos. El primero en tirarse al agua fue Olsen. Tomó una buena bocanada de aire y se dejó caer entre las olas. Al parecer era un buen nadador, ya que consiguió llegar sin esfuerzo alguno hasta los restos. Vimos cómo intentaba entrar en la cabina a través de una de las ventanas rotas, pero cambió de opinión y siguió nadando hasta la mitad de la carcasa, donde como una boca se abría una gran fisura, ocasionada por el desgaje de una de las alas. Pero la falta de aire le obligó a remontar a la superficie antes de que pudiera entrar en el aparato.

Mientras Olsen recuperaba fuerzas para un segundo intento, yo me preparé mentalmente y, tras quitarme la poca ropa que llevaba, me zambullí. El agua estaba deliciosamente templada y transparente: podía bucear con los ojos abiertos, cosa que no se me habría ocurrido hacer en las aguas del golfo de Finlandia. El agua era mucho más salada en el trópico y sin embargo apenas si notaba escozor en los ojos.

Con los pulmones llenos de aire, nadé enérgicamente hasta el aparato. No cometí el error de Olsen y me introduje directamente por la abertura central.

Estaba muy oscuro. A tientas, intenté reconocer el interior, pero me pareció muy diferente al del avión al que me había subido en el aeropuerto internacional de Tokio. La presión me oprimía los pulmones pero pensé que Vanninen sabía de lo que hablaba cuando afirmó que las costillas aguantaban lo que les echasen.

Me golpeé la rodilla contra alguna de las piezas y a punto estuve de soltar un grito, aunque no lo hice, porque quería regresar con vida. ¿Por qué será que bajo el agua los golpes duelen más que fuera de ella?

Poco a poco mis ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad del interior. La puerta de la bodega de cola se abría y se cerraba lentamente sobre sus goznes, movida por alguna corriente. Nadé hasta allí y, como por encargo, me vino a las manos un objeto cuadrado y metálico del tamaño de una caja de cervezas. Me lo metí bajo el brazo y decidí volver inmediatamente a la superficie, ya que tenía la sensación de que empezaba a faltarme el aire. Salir de los restos del avión me resultó sorprendentemente fácil. A punto de ahogarme, me pregunté si no sería mejor dejar mi pesada carga en el fondo, pero finalmente decidí intentar salir a la superficie con ella.

No era tarea fácil. La superficie que brillaba en lo alto, bajo la cegadora luz del sol, parecía estar a una distancia inalcanzable. Pero por fin salí a flote y pude escupir el agua que tenía en la boca y tomar aire en su lugar.

Los muchachos me ayudaron a subir a la balsa con mi preciosa carga. Todos estábamos felices por el botín obtenido.

A continuación, volvió a tocarle el turno a Olsen, que a su regreso trajo otra caja idéntica a la mía. Lakkonen también se zambulló, pero Lämsä se negó a hacerlo. Al preguntarle el motivo, nos dijo:

—No sé nadar.

La cosa nos sorprendió y le preguntamos por qué no nos había dicho nada en la playa.

—Es que allí…, delante de todo el mundo, me ha dado no sé qué.

Nos rogó que le guardásemos el secreto y prometió aprender a nadar lo antes posible. Le aseguramos que así lo haríamos.

Lakkonen fue quien rescató el mejor botín: tres hachas de talar y una caja medio rota, pero llena a rebosar de herramientas. Tan contentos nos pusimos que hasta le gritamos unos vítores.

Remamos hacia la isla. Al llegar, nuestros compañeros se apresuraron a ayudarnos con la balsa. Todos admiraron nuestros trofeos y nos felicitaron por el esfuerzo.

En medio de un gran regocijo, llevamos las hachas y el resto de las herramientas en procesión hasta uno de los toldos, y luego el grupo fue en busca de las dos cajas de latón que Olsen y yo habíamos recuperado.

—Es material sanitario —dijo el noruego, disponiéndose a abrir una de ellas. Los cierres se abrieron con un alegre chasquido y la tapa se levantó, mostrando el contenido.

Estaba llena de pequeños objetos metálicos, todos idénticos, parecidos a espirales con una especie de pequeña cola. No tenía ni idea de qué podían ser aquellos miles de objetos exactamente iguales. Los que rodeaban a Olsen no pudieron reprimir una exclamación de asombro. Algunos se reían por lo bajo.

Vanninen, que también había venido a ver el contenido de la caja, dijo:

—Son dispositivos intrauterinos, el último modelo en cobre de Outokumpu que debíamos llevar a la India.

Abrimos la otra caja a una velocidad rabiosa.

También estaba repleta de dispositivos intrauterinos.

Nuestra decepción inicial se convirtió pronto en una explosión de risas, que se cortaron en seco cuando Olsen, cerrando de golpe las cajas, sentenció:

—Pues yo no me reiría tanto. Estos objetos podrían ser más útiles de lo que pensáis.

Dicho lo cual, llevó las cajas bajo uno de los toldos para que el sol no dañase su contenido.

—Y hasta puede que los necesitemos muy pronto —añadió al regresar junto al grupo.

Taylor observó que con el cobre de los dispositivos intrauterinos se podía hacer anzuelos y agujas.