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A la mañana siguiente de los funerales suecos, un nuevo equipo partió para inspeccionar los restos del avión y logró recuperar los paquetes de comida que quedaban y un saco de leche en polvo empapado en agua. Gracias a un estricto racionamiento, nuestra falta de alimentos parecía resuelta, al menos para los tres o cuatro días siguientes. Así podríamos recuperarnos un poco y reflexionar sobre cómo abandonar aquel lugar dejado de la mano de Dios.

Organizamos cuatro grupos de varias personas para explorar los alrededores: dos se ocuparían de recorrer la costa en direcciones opuestas y los otros dos se internarían en la selva, uno con el cuchillo y el otro con el hacha. Acordamos que las patrullas avanzarían durante todo el día en la dirección asignada y regresarían al día siguiente.

La orden general era no exponer al grupo a ningún riesgo inútil. Su misión era simplemente recabar toda la información posible sobre el terreno y regresar sanos y salvos. Cada grupo estaba formado por tres hombres y una mujer. El grueso de la tropa se quedó en la playa para levantar un campamento provisional. Yo me encontraba entre los que se quedaban y debo decir que lo hice con gusto ya que aún me dolía el pecho.

No se puede decir que nos faltara el trabajo. Bajo el toldo de la improvisada enfermería yacían ocho heridos a los que atendíamos lo mejor que podíamos, dadas las circunstancias. Un par de muchachas tenían problemas intestinales, un leñador se había golpeado la cabeza y no podía levantarse debido a una clara conmoción cerebral, y luego había tres desgraciados con huesos rotos; dos de ellos, una pierna y el tercero, un brazo. Sufrían muchos dolores y los entablillados hechos con material de los chalecos salvavidas les comprimían los miembros rotos y les hacían pasar un calor indecible. Los demás sólo tenían contusiones leves aquí y allá, sin mayores complicaciones. Ninguno de los heridos en el accidente se hallaba en peligro de muerte.

Sea como fuere, nos esforzábamos para cuidarlos, y no estábamos precisamente faltos de médicos ni de enfermeras, pero sí de material médico.

Recogimos una buena cantidad de leña en la selva y encendimos unas hogueras, con la esperanza de que algún piloto que sobrevolase el mar tropical las divisara y viniese a preguntarnos si podía sernos de ayuda. Pero no apareció nadie, a pesar de que las hogueras ardieron durante toda la noche.

Con los jirones de los chalecos salvavidas, levantamos unos cuantos toldos bajo los cuales nos resguardamos para dormir. Llovía de vez en cuando, y aunque el agua que caía del cielo era templada, a la larga resultaba desagradable; nada que ver con una ducha fresca en el baño de un hotel tras un día caluroso.

Absorbidos por nuestras actividades, el tiempo se nos pasó volando y nos sorprendió un poco cuando la primera patrulla regresó de la expedición, dos días después de su partida. Se trataba del grupo que había recorrido la línea de la costa hacia el este. Habían caminado durante dos días enteros y no habían visto nada digno de mención: la playa era muy ancha en algunos tramos, mientras que en otros la selva se extendía hasta la misma orilla del mar. Arrecifes y ensenadas, unos tras otros. Nada digno de mención.

El segundo grupo se había dirigido hacia el oeste, es decir, en la misma dirección por donde yo había estado vagando con anterioridad. Tampoco ellos habían encontrado ninguna señal de presencia humana, pero observaron que en aquella zona la selva era algo menos espesa y pensaron que tal vez allí crecieran cocoteros. Habían visto una tortuga marina de gran tamaño y numerosas huellas dejadas por otros ejemplares. Esta noticia nos animó a todos de inmediato.

Una de las dos patrullas enviadas a la selva regresó esa misma madrugada. Traían consigo varias cargas de frutas exóticas y un par de jabatos recién nacidos. Con gran entusiasmo, nos contaron que habían intentado cazar una hembra de gran tamaño, pero sin resultados. A la jabalina, sin embargo, no le había quedado más remedio que huir, dejando a sus jabatos a merced de los cazadores sin escrúpulos. Ya se habían zampado uno y los otros dos los traían ya desollados, pues se trataba de la patrulla del cuchillo. Descuartizamos los jabatos y los devoramos en menos que canta un gallo. A cada uno de nosotros le tocaron unos gramos de carne que llevarse a la boca.

La última patrulla se estaba retrasando mucho y empezamos a temer que estuviera en dificultades. Nuestros temores no eran injustificados. En las profundidades de la selva se habían topado con una serpiente venenosa que había mordido en el pecho a un técnico forestal finlandés. El pobre hombre sufrió un fuerte envenenamiento y hubo que cuidarlo durante todo un día antes de que fuera capaz de recuperarse y regresar con ellos a la playa. Una joven enfermera sueca lo había sometido a mil y un tratamientos, puede que incluso algún que otro encantamiento, pero gracias a ella el hombre se había reanimado. La única información que el grupo había conseguido recabar era que la selva parecía no tener fin.

Así son las cosas en el trópico.

Yo les pregunté si habían visto piedras por el camino y me dijeron que el terreno era a ratos muy irregular. Había agua clara en la superficie pantanosa, pero debajo también había suelo duro, y entre ambos, una capa espesa y húmeda de turba negruzca. Seguro que encontraríamos piedras, si nos tomábamos la molestia de buscarlas.

Les respondí que la próxima vez que alguno de nosotros fuese a la selva, estaría bien que a la vuelta se trajese alguna piedra lisa de buen tamaño para poder afilar el hacha y el cuchillo, que ya empezaban a embotarse.