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Se me acaba de ocurrir que a lo mejor al lector le apetece enterarse de quiénes eran los miembros de nuestro grupo y qué hacían antes del accidente.

Tal como supe por el auxiliar antes de que cayésemos al mar, el avión en el que viajábamos había sido fletado por las Naciones Unidas para transportar carga y pasajeros. La Organización para la Agricultura y la Alimentación y la Organización Mundial de la Salud habían reclutado a un grupo de cooperantes escandinavos —los antes mencionados trabajadores forestales y el personal médico— para misiones de ayuda al desarrollo. Los primeros tenían el cometido de poner en marcha la tala organizada de bosques en las regiones del interior de la India, siendo su tarea específica la de formar a futuros profesores de trabajo forestal para la industria india de la pasta de madera. La misión debía durar un año.

El personal sanitario también iba destinado a la India y a su nuevo país vecino, Bangladesh. El plan era repartir a las enfermeras suecas por todo el subcontinente indio para que se ocupasen de la formación del personal sanitario, mientras que el cometido de las comadronas finlandesas sería encargarse de las tareas educativas sobre control de natalidad en Bangladesh. Por ese motivo, el avión llevaba a bordo unos cuantos millones de dispositivos intrauterinos de cobre, fabricados por Outokumpu, además de otros tantos millones de píldoras, para aquellas mujeres que se atreviesen a tomárselas y supiesen contar hasta treinta. Los médicos —Vanninen y dos noruegos— iban para dirigir a ambos grupos de mujeres. Vanninen debía asentarse en Bangladesh con uno de los noruegos y el otro estaba destinado en algún lugar cercano a Calcuta. Estaba previsto que la misión sanitaria durase dos años. Así pues, el accidente del avión británico había sido una auténtica desgracia, dado que se traduciría en miles, si no millones de embarazos no deseados. Por no hablar de la industria maderera india: ¿perdería ésta competitividad internacional como consecuencia de aquel suceso?

El avión tenía que aterrizar primero en Australia y, tras cargar algo más de material, continuar su ruta, sobrevolando el océano Índico hasta Nueva Delhi. Yo me dirigía a Australia para realizar un reportaje sobre los mayores bebedores de cerveza del mundo y sobre el resto de los habitantes del joven continente.

Y luego estaba la tripulación británica, naturalmente. Según el comandante Taylor, al menos para él, el accidente sólo representaba un pequeño cambio de planes, ya que, en cualquier caso, había decidido tomarse un mes de vacaciones con su familia en alguna hermosa playa tropical en cuanto regresase a Londres. Taylor observó que iba a quedarse sin ver a los suyos y que, peor aún, ya podía irse olvidando de las comidas exóticas, del hotel de lujo y de las copas, por no hablar de los puros, que Taylor sólo fumaba estando de vacaciones, porque el tabaco reduce la capacidad pulmonar y eso no convenía a un piloto de Trident de renombre.

Por la tarde, tras el alborotado almuerzo, la comadrona morena vino a mí algo nerviosa. Cuando le pregunté por el motivo de su preocupación, me contestó que las enfermeras suecas le habían exigido que las exequias de las dos personas fallecidas en el accidente fuesen llevadas a cabo según el rito luterano. Los restos de ambas víctimas habían sido enterrados al día siguiente de la tragedia, a toda prisa y sin ceremonia alguna, y las suecas argumentaban que los difuntos debían recibir unas exequias más dignas.

Llamé a Vanninen y le expuse el problema, precisando que, en mi opinión, desenterrar los cadáveres y organizar los funerales iba a resultar una tarea de lo más pesada, además de grotesca. Añadí que, a pesar de la intención, temía que la ceremonia no resultara muy piadosa.

Vanninen se fue a negociar con las suecas, que habían elegido como portavoz del grupo a una tal señora Sigurd, una mujer de unos cincuenta años, de voz chillona, que sólo sabía hablar sueco. Se trataba, por cierto, de la misma que con anterioridad había exigido que se prohibiese el finés en la comunidad, incluso a los mismos finlandeses.

Vanninen intentó explicarles que los cuerpos estarían ya en un estado de descomposición bastante avanzado y que desenterrarlos supondría un gran riesgo para la salud de la comunidad. Las suecas protestaron, objetando que un cuerpo no llegaba a descomponerse tanto en unos cuantos días y que, además, sería un pecado mucho más grave abandonar a los difuntos en tan indigno enterramiento que proporcionarles el bendito descanso que merecían, aunque estuviesen un poco deteriorados. Vanninen les dijo que normalmente eran los allegados y algún representante de la Iglesia quienes solían decidir sobre aquellas cosas, a lo que las suecas repusieron que su obligación era sustituir a los allegados, ya que las circunstancias no permitían ponerse en contacto con las respectivas familias.

Entonces intervino el leñador finlandés Lakkonen, que había trabajado unos cuantos años en la tala y arrastre en el norte de Suecia:

—Escúchame bien, cotorra. Para mí es mucho más importante conseguir papeo y escapar de esta isla del demonio que liarme a desenterrar difuntos. Si os apetece andar enterrando y desenterrando a la desgraciada esa que se comió el tiburón, me parece cojonudo. Pero a Mikkola no le toquéis ni un pelo.

La señora Sigurd se enfadó. Dijo que Lakkonen era un bestia, un profanador de tumbas, y añadió que no podía arrebatarle al difunto Mikkola su último y sagrado derecho a una ceremonia luterana amparándose en su fuerza física de macho finlandés.

Lakkonen también se soliviantó, y dijo que, al menos cuando partió de Japón, Mikkola era un comunista convencido y no pertenecía a Iglesia alguna, y que, en cualquier caso, el cadáver de Mikkola iba a quedarse donde los muchachos y él lo habían enterrado.

—Tía chalada, habría que tirarte al mar, a ver si se te enfrían un poco las neuronas…

Vanninen y yo le pedimos a Lakkonen que se marchase, no sin antes prometerle que el cuerpo del técnico no sería movido ni un centímetro.

Nos quedaba solventar el problema del entierro de la enfermera sueca. La señora Sigurd estaba más decidida que nunca a que su colega fuese enterrada de nuevo.

—De acuerdo —acepté—, pero ¿de dónde vamos a sacar un cura luterano? ¿No sería contrario a las normas eclesiásticas oficiar una ceremonia funeraria sin tener la formación adecuada y sin estar ordenada?

La señora Sigurd rechazó los obstáculos jurídicos y teológicos por mí planteados, y me dijo con frialdad que ellas sabían cantar himnos en sueco y que, dadas las circunstancias, eso sería suficiente.

Me di cuenta de que aquel grotesco tira y afloja empezaba ya a hartar a la comadrona y a Vanninen. Éste propuso llegar a un compromiso para poder zanjar la cuestión de una vez por todas:

—¿Y si dejásemos que ustedes se ocupasen de las nuevas exequias de su compatriota…? Pero deberá hacerse esta misma noche y la nueva tumba tendrá que estar selva adentro y ser lo suficientemente profunda, porque hay razones de sobra para temer que un cuerpo en tan avanzado estado de descomposición pueda causarnos más de una enfermedad peligrosa. Y no vamos a aceptar bajo ningún concepto que se le haga ataúd alguno, ni que se la amortaje con chalecos salvavidas.

Refunfuñando un poco, la señora Sigurd se avino a las propuestas de Vanninen, e inmediatamente mandó a un grupito a cavar la tumba.

Pero no había pala.

Desde lejos, vimos que el grupo de suecas estaba a punto de escindirse, ya que las enfermeras más jóvenes intentaban mantenerse al margen del fervor religioso de la señora Sigurd. Pero, con mano de hierro, ésta domeñó a las insumisas, obligándolas a regresar al piadoso rebaño.

La señora Sigurd fue a buscar la espadilla a la balsa salvavidas, le afiló la punta y luego puso rumbo a la selva, seguida de sus abochornadas compatriotas. Olsen, uno de los médicos noruegos, se acercó a Vanninen y dijo meneando la cabeza:

—Me temo que esta mujer nos va a traer más de un problema.

A medianoche, en el corazón de la selva, las jóvenes suecas, asediadas por los insectos, empezaron a cantar con sus sutiles voces melodiosas los salmos fúnebres alrededor de los restos mortales de su compatriota despedazada. Al pasar a nuestro lado, al caer la tarde, pudimos comprobar que la joven difunta que transportaban, tan bella en vida, desprendía un tufo capaz de tumbar al pocero más recio.

En realidad, preferiría guardar silencio sobre lo sucedido, tan descabellado me resulta aún. Lo que nunca podré olvidar es el olor asociado a aquel grotesco entierro, y que al pasar la comitiva junto a mi hoguera medio extinguida, uno de los brazos de la muerta, a la cual llevaban en unas improvisadas angarillas, cayó de repente al suelo. Instintivamente, me levanté para recoger el objeto caído, y cuál no sería mi sorpresa al ver que lo que sostenía en la mano no era otra cosa que el citado miembro, que de inmediato arrojé al suelo: no era más que una cosa apestosa y fláccida, hirviente de moscas. La señora Sigurd soltó su vara de la angarilla y, recogiendo rápidamente el brazo de la difunta, lo metió entre los demás restos. Fue tal la mirada asesina que me clavó, que desde aquel mismo instante supe que aquella mujer me odiaba.

Corrí hacia la orilla del mar para lavarme la mano y me la froté con arena, hasta que se me puso roja. En ese momento me di cuenta de lo grosero que había sido. Sentía asco, pero no pude vomitar, y de haberlo hecho estoy seguro de que la señora Sigurd me hubiese despedazado y hubiese acabado haciéndoles compañía a Mikkola y a la difunta sueca.

Las cigarras cantaron aquella noche como todas las demás, sólo que no fueron las únicas: los apagados himnos suecos se mezclaban con su sonido y los que nos quedamos en la playa sin participar en el entierro apenas pudimos pegar ojo. Finalmente, la tumba fue rellenada al romper el alba y las fatigadas devotas regresaron al campamento. Aquel día, por primera vez, se levantaron entre nosotros las barreras de la religión y la nacionalidad.