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Todo el campamento escrutaba el mar con expectación. La balsa se detuvo y uno de los expedicionarios se puso en pie y comenzó a desvestirse. Luego se sumergió entre las olas, mientras que los demás se esforzaban en mantener la balsa en su lugar.

El buceador estuvo bajo el agua un rato y luego volvió a subir a la embarcación. Otro de los hombres se desnudó a su vez y se perdió de vista entre las olas. Esto duró un buen rato. La reverberación del mar nos quemaba los ojos.

Kristiansen, uno de los médicos noruegos, se puso a hablar con la comadrona.

—Hará unos seis años, cuando estaba en mi casa, allá en Narvik, hubo un campeonato de canoa en el fiordo. Éste es muy largo y profundo y nos quedamos a ver la competición desde una de las laderas de la montaña, más o menos a la misma distancia que estamos ahora. Había ocho equipos y casi treinta canoas en total. De repente, la que iba en cabeza se detuvo y las demás la adelantaron. El remero se puso en pie, se desnudó y se zambulló en las aguas del fiordo, y la canoa se quedó allí, flotando sola. El hombre permaneció tanto rato sumergido que la gente empezó a pensar que se había ahogado. Ya estaba a punto de salir la barca de salvamento, cuando el hombre volvió a aparecer; nadó hacia su canoa, se subió a ella y se puso a remar con energía. A la altura del punto de retorno ya había conseguido dar alcance a los últimos y aún apretó más el ritmo. Remaba completamente desnudo.

«Cuando ya casi estaban en la meta, cerca de la costa, iba ya el tercero. Si la distancia hubiese sido mayor, hubiese ganado, a pesar de su inmersión en el agua. Todos corrimos al embarcadero y hasta había periodistas que le sacaban fotos. Nadie les hizo el menor caso al ganador ni al segundo. Y el tercero estaba tan contento que ni se acordó de vestirse y hasta se puso a correr en traje de Adán. Al día siguiente sacaron su foto en el periódico local y en uno de Oslo, desnudo en el embarcadero. Y cuando le preguntaron por qué se había lanzado al agua, dijo que en mitad del recorrido se le había caído el reloj y que había ido a recuperarlo. Y lo hizo, pero a una gran profundidad. El fiordo de Narvik es tan hondo que si el reloj hubiese llegado hasta el fondo lo habría perdido para siempre. Y añadió que si en lugar de un reloj de pulsera se hubiese tratado de uno de bolsillo, no se habría molestado. Los relojes de pulsera tardan el doble en hundirse a causa de las tiras de cuero».

De nuevo nos pusimos a mirar hacia el mar, donde continuaba la sesión de buceo. Todo parecía ir bien.

En la playa, mientras tanto, había estallado una pelea, ocasionada por la diferencia de opiniones sobre la lengua que debía hablarse oficialmente en la comunidad.

Quien había iniciado el conflicto era una enfermera sueca que, al parecer, estaba sumamente irritada por tener que estar todo el tiempo oyendo hablar en finés. Sostenía que no se podía obligar al grupo a oír hablar todo el día en esta lengua y, menos aún, a hablarla únicamente porque los finlandeses fueran mayoría. Lo mejor era hablar en sueco, noruego, o inglés.

Su actitud fue recibida con muestras de soberbia por parte de los leñadores finlandeses. Éstos declararon, lisa y llanamente, que si alguien se ponía a hablar sueco en esa playa más valdría que lo hiciera bien bajito para que los finlandeses no tuviesen que oírlos.

Reeves, el otro copiloto británico, apuntó que lo mejor era dejar el tema de las lenguas para mejor ocasión y que, en lugar de perder el tiempo en discusiones, mandaran a unos cuantos a la selva a buscar algo que comer.

La sugerencia fue recibida al principio con escaso entusiasmo, pero cuando la comadrona y yo la apoyamos y procedimos a traducirla al sueco, enseguida se formó un equipo.

Los recolectores de víveres partieron hacia la selva y los que nos quedamos en la playa los exhortamos con hambrientas instrucciones.

Mientras tanto, la tripulación de la balsa había estado buceando. Finalmente, volvieron a vestirse y emprendieron el regreso. Al cabo de quince minutos, la embarcación llegó a la playa. Devorados por el hambre como estábamos, corrimos a su encuentro y la arrastramos orilla adentro para, acto seguido, abalanzamos sobre la carga que transportaba: unos contenedores de plástico, un manojo de cables eléctricos y un asiento de avión.

Los cajones de plástico contenían raciones de comida y nos apresuramos a transportarlos a la playa. Eran veintitrés en total.

—Estos cajones nos van a salvar la vida, al menos por el momento —dijo Vanninen.

Decidimos abrir un tercio de los contenedores y enterrar el resto en la arena. Además de las raciones que íbamos a consumir sin más demora, reservamos unas cuantas para los que se habían ido a la selva.

Llenos de entusiasmo, encendimos de nuevo las casi extinguidas hogueras y abrimos nuestras raciones. Contenían pollo, verduras y patatas fritas, y como los contenedores eran herméticos, estaban en perfecto estado. ¡Con qué alegría nos comimos el pollo!

Parte del grupo comía lentamente, saboreando cada bocado, pero los otros, ansiosos e incapaces de disfrutar de la comida, devoraban la carne en grandes pedazos, de manera que en un santiamén se terminaron sus raciones. De repente, dos de las mujeres que habían terminado antes que los demás les arrebataron a sus vecinos unos muslos de pollo, huyeron a la selva con su presa y, acechando entre la vegetación como animales, devoraron su botín.

Fue como una señal. La gente perdió la compostura, las raciones que quedaban fueron a parar a las hambrientas bocas y se desencadenó una lucha a muerte por las sobras. Fueron momentos dramáticos. Aún quedaba comida alrededor de la hoguera, pero las ansiosas manos, muchas a la vez, se esforzaban por conseguirla como fuese y al final el resultado fue que la comida no sólo fue a parar a donde no debía, sino que acabó rebozada en la arena, entre los pies de los contendientes. Echada a perder…

Yo me hice con las raciones que quedaban y corrí hacia la selva. Oí a Vanninen que gritaba colérico:

—¡Ni se os ocurra tocar los cajones que quedan!

Y luego lo repitió en sueco e inglés.

Me imaginé que la enloquecida tropa, en pleno furor hambriento, estaba intentando desenterrar los contenedores.

Me apoyé exhausto en el tronco de un árbol, con los brazos llenos de carne de pollo caliente, y sólo me espabilé al oír unas voces detrás de mí. Eran los miembros de la expedición que regresaban sudorosos de su viaje.

El grupo en pleno, que iba en fila india, se paró delante de mí. En tono inquisitivo y seco, me preguntaron de dónde había sacado aquellas delicias.

Les contesté que había salvado lo que había podido. Referí brevemente lo sucedido y le ofrecí el pollo rescatado al debilitado pelotón de exploradores. Me creyeron.

Atravesamos la espesura en dirección a la playa. Vanninen se encontraba en un aprieto tremendo, rodeado de una aterradora jauría, mujeres en su mayor parte.

Nuestra inesperada aparición tuvo un efecto radical y el motín se detuvo en seco.

El grupo de hombres y mujeres, que tan sólo hacía unos segundos se agitaba amenazante en torno a Vanninen, se disolvió de inmediato, todos en silencio y avergonzados. Algunos de ellos fueron a esconderse a la selva, pero otros se pusieron a defender obstinadamente su comportamiento. Vanninen dijo entre jadeos:

—Qué poco ha faltado…

Yo me quedé pensando que las buenas formas de los occidentales se habían relajado mucho, al menos en lo que se refería a las costumbres en la mesa.

Y ahí quedó la cosa. Los avergonzados regresaron a la playa. Vanninen, la comadrona y yo repartimos lo que quedaba del pollo a la patrulla recién llegada. Aunque había estado rodando por la arena, el desastre no había sido tan grande como pensábamos.

La segunda tanda de exploradores comía con aspecto de cansancio, pero todos parecían estar bastante satisfechos con la expedición. Y no les faltaban motivos, ya que se las habían apañado para cazar más de diez sapos de buen tamaño, tres serpientes verdes, y además habían traído más de quince puñados de raíces y una buena cantidad de fruta. Un botín excelente, ¡sin lugar a dudas!

Tras el accidentado almuerzo, nos dispersamos para la siesta. Era ya mediodía y teníamos mucho sueño. Y así fue como por primera vez, y en aquel confín del mundo, todos pudimos dormir con la tripa llena.