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La mañana siguiente no fue menos lastimosa: el hambre nos seguía royendo por dentro. Sin embargo, nuestra situación había mejorado visiblemente, ya que habíamos conseguido reunirnos con los otros pasajeros del avión.

Éramos en total cuarenta y ocho: veintiséis mujeres y veintidós hombres. Me contaron que dos de los pasajeros habían muerto durante el accidente: una enfermera sueca, que había sido devorada por un tiburón, y un trabajador forestal finlandés, que no había logrado sobrevivir a las heridas sufridas. A ambos los habían enterrado en la playa.

No teníamos apenas comida. Ni cigarrillos. Íbamos a buscar agua y bebíamos con aire reflexivo.

Los únicos bienes que poseíamos eran los chalecos salvavidas, los cuales yacían en pequeños montones sobre la arena, como dispuestos para la venta.

Por el momento no había habido iniciativa alguna de organización y las ideas llovían de todos lados, pero lo único que tenían en común era su propósito de solucionar la inquietante falta de alimentos. Habían pasado ya varios días desde el accidente, durante los cuales el grupo se había visto obligado a apañárselas a base de frutas raras y de las raciones de emergencia de la balsa salvavidas. Quedaba tan sólo una cantidad insignificante de provisiones y las perspectivas no eran muy gratificantes.

Cuando pregunté dónde estaban los restos del avión, decenas de bocas me contestaron a la vez que en el fondo del mar, cerca de los arrecifes, y que el lugar estaba infestado de tiburones. Les dije que una posibilidad era remar hasta allí en la balsa y ver si buceando se podía rescatar algo de comida. Añadí que sería raro que los tiburones continuasen en las inmediaciones del avión después de tantos días.

Pero ¿cómo íbamos a llegar hasta allí si no teníamos remos?

Aquello se convirtió en un coro de lamentaciones. Cuando el médico finlandés del grupo, un tal Vanninen, propuso por fin que eligiésemos a dos o tres miembros del grupo como portavoces, le apoyé inmediatamente. Decidimos elegir una junta directiva.

Los dos primeros elegidos fueron el doctor Vanninen y una comadrona finlandesa de pelo moreno, que parecía rondar los cincuenta. Y yo fui el tercero.

Los tres nos retiramos al amparo de los árboles para estudiar la situación. A la comadrona se le ocurrió que podíamos formar una expedición de unas diez personas para adentramos en la selva en busca de comida. Vanninen y yo la miramos con aprobación. La exhortamos a que eligiese para su grupo a alguien que supiese orientarse, quizá el copiloto.

La comadrona partió hacia la selva con diez mujeres y hombres a su cargo, y para abrirse camino en la vegetación se llevaron el hacha de la balsa salvavidas.

Vanninen, al igual que yo, pensaba que había que intentar llegar hasta la carcasa del avión.

—Tiene que haber paquetes de comida y muchas cosas más que de seguro nos serían útiles: material médico, las herramientas de los leñadores, así como varias toneladas de leche en polvo; aunque, por otra parte, quizá el agua salada las haya echado a perder.

Por lo que Vanninen recordaba, el pecio debía de hallarse bastante cerca de la playa, entre ésta y los arrecifes de coral, tal vez a dos o tres kilómetros de nosotros. A la mañana siguiente del accidente, habían divisado aletas de tiburones dando vueltas en aquellos parajes.

Decidimos intentarlo, a pesar de la amenaza que suponían los tiburones. Pero antes de nada teníamos que fabricar un par de remos y una espadilla que hiciese las veces de timón. Como la única hacha que teníamos se la habían llevado los de la expedición dirigida por la comadrona, tuvimos que esperar a que regresaran.

Unas horas más tarde, La comadrona y sus acompañantes volvieron de la selva con un aspecto terrible, tristes y con los rostros sudorosos y cansados. No habían encontrado mucha comida: unos cuantos cocos, un puñado de raíces y una serpiente de color verde a la que le habían aplastado la cabeza con un pedrusco. Venían con la ropa hecha jirones y con la piel en carne viva por los arañazos de las ramas. Dos de los trabajadores forestales, que formaban parte del grupo, declararon desconsolados que, por lo que a ellos respectaba, semejantes excursiones eran del todo inútiles y que no valían la pena visto el resultado.

Asamos la serpiente en la hoguera, rompimos los cocos en pedazos y roímos las raíces tal cual. Comimos todos en silencio y sin el más mínimo entusiasmo.

Terminado el almuerzo, Vanninen y yo nos fuimos con unos cuantos hombres más a la selva en busca de alguna madera que nos sirviese para hacer los remos.

Seguimos la senda abierta a hachazos por la expedición anterior hasta internarnos en la espesura. Estaba bastante oscuro. Había muchos pájaros de vivos colores revoloteando de rama en rama y su alboroto acompañaba nuestra marcha. Como a medio kilómetro, vimos un grupo de monos. Llevados por la curiosidad, se habían reunido para contemplar nuestro penoso avance, y el escándalo que hacían resonaba por encima de nuestras cabezas. Algunos de ellos incluso se pusieron a romper ramas con la intención de azotarnos con ellas. Desde luego, el recibimiento no pudo ser más hostil.

—¡Ay, si tuviésemos un par de escopetas! —rugió Lakkonen, uno de los leñadores, mientras miraba a los monos que chillaban provocadores sobre su cabeza.

Los árboles, que me parecieron mangles, resultaron ser tan duros, aparte de grandes, que nuestra pequeña hacha poco pudo hacer: cuando golpeábamos un tronco el resultado era de chiste.

Nos sentamos a descansar un rato y Lakkonen se puso a hablarnos de un primo suyo que se había traído un mono a Kuusamo. El primo en cuestión era jefe de máquinas de un petrolero y tuvo que dejar su trabajo por culpa de un accidente que lo había dejado medio lisiado. Ya en Kuusamo, el primo le había enseñado al mono a imitarlo.

—Comía a la mesa con él, con cuchillo y tenedor, y cuando mi primo iba a acostarse, el mono hacía lo mismo. Mi primo le había hecho una cama aprovechando la vieja cuna de nuestra Alma, y el mono se tumbaba allí como si fuera una persona. Mi primo decía que le iba a comprar una silla de ruedas para que lo acompañase, pero no le dio tiempo, porque al bicho lo atropelló el camión de Volotinen. Mi primo lo metió en un ataúd auténtico que medía noventa y cinco centímetros, pero no le permitieron enterrarlo en el cementerio, a pesar de que estaba dispuesto a pagar la plaza entera. Entonces se me ocurrió lo de publicar una esquela en el periódico, y así lo hicimos. Ahora no me acuerdo de los versos que escribieron, pero más de veinte personas acudieron al funeral, pensando que el difunto era una persona y no un mono.

Tras vagar un buen rato, nos topamos con una palmera, sin frutos eso sí, en la que nuestra hacha sí pareció hacer mella. Conseguimos talarla, aunque tardamos más de una hora porque su tronco era muy grueso. La partimos en tres trozos y con ellos emprendimos el camino de regreso a la playa, lo que nos costó una hora o más.

Fue una experiencia agotadora. Vanninen dijo que, después de semejante esfuerzo, no sería extraño que a una persona acostumbrada solamente al trabajo intelectual le diese un infarto. Y cuando lo decía me miraba como esperando que me diese una embolia y me quedase en el sitio.

Pero no ocurrió nada semejante.

Alguien contó que a los tiburones los ahuyentaba el color amarillo. Que si se extendía por el mar, huirían despavoridos. Pero nadie pudo confirmar la autenticidad del dato y aún menos decir de dónde íbamos a sacar tanto color amarillo.

Nos pusimos inmediatamente a fabricar los remos. Era una tarea lenta, así que tuvimos que organizar turnos de trabajo durante toda la noche. Además del hacha, en la balsa salvavidas había un sólido cuchillo que nos vino de perlas. Fuimos a la selva por leña para el fuego y durante toda la noche no se oyó más que el eco de los golpes del hacha contra la madera.

El espectáculo era magnífico: la noche tropical, la gente despierta alrededor de la hoguera, el cielo constelado de estrellas, los sonidos de la selva… Yo yacía en la arena con un chaleco salvavidas como almohada y se me cerraban los ojos, aunque no me dormí, porque la comadrona vino a avisarme de que era mi turno de trabajo. La seguí hasta el mágico círculo de luz de la hoguera; mientras caminaba, me di cuenta de que ella mantenía todo el tiempo su mano en mi hombro, como haría una madre con su hijo.

Durante una hora estuve esculpiendo el remo y conseguí terminar la parte inferior de una de las palas. Luego me sustituyó Keast, el copiloto británico, que continuó con mi trabajo sin mucho entusiasmo, a juzgar por la expresión que me pareció distinguir a la luz de las llamas.

Regresé a mi improvisada cama, pero me había quedado sin almohada, ya que el lugar se hallaba ocupado por una joven enfermera o comadrona y no quise despertar a la señorita, o señora, no es fácil decirlo en la oscuridad de la noche tropical.

Llegó el nuevo día. El hambre nos atormentaba aún más. La gente deambulaba por la playa tambaleándose, con el aspecto miserable de los prisioneros de un campo de concentración, irritables, mordisqueando raíces amargas y escupiendo las hebras que no podían tragar.

Para desayunar, bebí agua. Estaba tibia, como siempre, y no me apeteció hacer gárgaras con ella. Las mujeres estaban en la orilla, haciendo sus abluciones matinales. Se peinaban y se miraban en un espejito. Muchas de ellas habían conseguido salvar sus bolsos, además de a ellas mismas. Pero no vi a ninguna empolvándose la nariz… Seguramente el agua del mar había echado a perder los maquillajes. Una de ellas se lamentaba:

—Qué horror… Tengo la regla y me he puesto perdida…

El hacha y el cuchillo no habían dejado de trabajar en toda la noche. Teniendo en cuenta las circunstancias en las que nos hallábamos, el resultado era bueno: habíamos hecho dos remos largos y una espadilla algo más corta. Los remos eran de tres metros de largo y la espadilla medía metro y medio. El hacha había quedado bastante mellada, y lo mismo podía decirse de los carpinteros.

Para la tripulación de la balsa se eligió al doctor Vanninen, a dos leñadores y al comandante Taylor. Éste contó que había nacido en Adén, donde sus padres vivieron como grandes señores en la época en que los británicos tenían allí una base aérea para garantizar la seguridad del Canal de Suez.

—Aprendí a nadar en Adén —dijo Taylor—. Mi padre era el comandante en jefe de la guarnición, a pesar de que tenía una pierna más corta que la otra. Siempre decía que resultaba muy útil para nadar, ya que cuando uno tiene una pierna más corta, eso ayuda a mantener la dirección.

Nos apresuramos a llevar la balsa al agua entre todos y le deseamos mucha suerte a la tripulación.

Los cuatro valientes se hicieron a la mar, hambrientos, pero remando acompasadamente y avanzando lentamente entre el oleaje.

Huelga decir que los corazones de los que nos quedamos en la playa estaban con ellos. Deseábamos ardientemente que el destino les fuese favorable o, en caso contrario, que al menos devolviese la balsa de goma a la playa, ya que era nuestra propiedad más valiosa.

La comadrona había elaborado una lista con los supervivientes en un pañuelito de papel que, milagrosamente, había logrado mantener seco. La lista era la siguiente:

O sea que dos de los pasajeros habían muerto. Los enfermos ascendían a siete, y yo era el octavo, a causa de mis costillas. Ya me sentía mejor, aunque el hambre me acosaba a todas horas.

La comadrona y yo nos quedamos contemplando la balsa que se balanceaba sobre las olas. Los remeros habían conseguido acercarse bastante a los arrecifes. La comadrona de pelo moreno dijo:

—Ojalá no les pase nada malo…