Al día siguiente me desperté en un estado lamentable: con el descanso, mi hambre no había hecho sino aumentar y de nuevo me asaltaban las ganas de fumar. Pero, bueno, al menos me atrevía a beber agua, así que la sed no me incordiaba tanto.
Me dije que el día anterior debía de haber caminado en la dirección equivocada, porque no me había encontrado con nadie, de modo que decidí volver por donde había venido.
Caminar por las playas desiertas resultaba una tarea ardua y monótona. La única compañía humana que encontré fueron las huellas que había dejado el día anterior. El océano se agitaba blanco y majestuoso, pero estaba demasiado cansado para disfrutar de su contemplación. La húmeda selva tampoco invitaba a explorarla.
Llegó la noche y me volví a dormir sobre la arena. Al tercer día conseguí llegar a la primera ensenada, a la que el mar me había arrojado la noche del accidente. Seguí caminando en dirección al este.
Como todo buen nórdico, estoy acostumbrado a moverme por tierras inhóspitas. Hubiera jurado que, para un caminante experimentado como yo, la marcha por una playa tropical sería un auténtico placer. Pero, desgraciadamente, la cosa no era así: me fatigué demasiado, debilitado por el hambre, y no avanzaba con el vigor ni la velocidad necesarios. Aun así, proseguí mi camino y, una tras otra, nuevas lagunas se fueron abriendo ante mí.
Una profunda amargura me invadía cada vez que pensaba en los ingenieros ingleses que habían diseñado el avión. ¿Cómo se les había ocurrido construir un aparato que no era capaz de resistir una buena tormenta? También pensaba en los dioses melanesios… Quizá los espíritus de aquella cultura milenaria habían sido los artífices del accidente. A lo mejor algún dios de la India, de Borneo o de Nueva Zelanda había decidido introducir algunos cambios en la monótona vida del océano, y nuestra desgracia debía de resultarles sumamente divertida a esos espíritus tan raros.
Al tercer día, tras las horas de más calor, fue cuando vi por primera vez señales de presencia humana.
Sobre la arena mojada había un gorrito azul, que las olas habían arrastrado hasta allí. Lo vi ya de lejos, en la playa desierta, y a pesar de lo cansado que estaba, me apresuré a investigar el hallazgo. Lo recogí del suelo y le di vueltas entre las manos. Era una sencilla y diminuta prenda, en cuya parte delantera había bordadas unas alas doradas y las siglas de una compañía aérea británica. La reconocí: pertenecía a una de las azafatas. Aquel hallazgo me llenó de regocijo. Pero ¿y si aquel gorrito era lo único que quedaba de la pobre azafata? No quería ni pensar que su dueña hubiese ido a parar al fondo del mar.
Me metí el gorro en un bolsillo y continué mi camino. A unos cientos de metros, me encontré con unas huellas de pasos. Eran tan pequeñas que enseguida deduje que se trataba de una mujer. Ésta parecía haber salido del mar llevando zapatos de tacón, pero pronto se los había quitado y había continuado descalza. Siguiendo las huellas un trecho, observé que también se había despojado de los panties y los había tirado lejos, en dirección a la selva.
Me los embutí en el bolsillo para que hicieran compañía al gorrito y me apresuré a seguir las huellas de la mujer. Fue como si hubiese recibido nuevas fuerzas de allá arriba, porque de repente apenas si sentí el cansancio.
Era ya por la tarde cuando encontré a la mujer.
Recordando que una de las azafatas era morena y la otra rubia, me había preguntado de cuál de las dos serían las huellas. Vi que se trataba de la morena y me dirigí hacia ella a la carrera.
La pobre estaba agotada. Yacía boca arriba en la playa, con el cabello lleno de arena y el rostro vuelto hacia la selva. El oleaje le mojaba rítmicamente el trasero, pero a ella no parecía importarle. Estaba mucho más débil que yo.
Me presenté. La mujer volvió la cabeza y me sonrió débilmente. Luego me pidió con un hilo de voz:
—¿Puede darme un poco de agua?
La arrastré hasta la orilla de la selva y, cogiendo agua en el hueco de mis manos, se las acerqué a los labios. La mujer bebió con avidez y pareció espabilarse un tanto. Se incorporó, se atusó el pelo y sonriéndome dijo:
—Me llamo Cathy McGreen.
Yo no sabía qué hacer. No tenía nada que darle, con lo cansada que estaba…, o sí, algo tenía: me saqué del bolsillo el gorrito y se lo ofrecí. La muchacha se sorprendió al verlo, pero no me dijo nada: lo estiró un poco y se lo puso.
Entonces saqué los panties e hice ademán de dárselos, pero inmediatamente me sentí como un idiota, me los volví a guardar en el bolsillo y me puse en pie. No comprendía muy bien qué había hecho mal, pero estaba seguro de haberme comportado como un estúpido. Contemplé el mar mientras toqueteaba azorado los panties dentro de mi bolsillo.
La mujer supo aplacar mi malestar. Con una amplia sonrisa me dijo que, ya que tenía bolsillos, le parecía muy bien y me agradecía mucho que fuese tan amable de guardarle las medias.
Propuse que nos pusiéramos en camino. Le conté que había llegado bastante lejos explorando en dirección oeste y que por allí no había visto a nadie.
Ayudé a la muchacha a ponerse en pie y echamos a andar. Aunque estaba exhausta, todavía parecían quedarle fuerzas para caminar. Avanzamos por el arenal durante varias horas, penosamente. Yo le llevaba el chaleco salvavidas y de vez en cuando le traía agua en el hueco de las manos. No hablamos mucho. La mujer se apoyaba en mí para caminar y así, poco a poco, fuimos avanzando.
Se hizo de noche y nos tumbamos en la arena. El cielo tropical brillaba con miles de estrellas, pero no fuimos capaces de admirarlo mucho rato y, muertos de cansancio, nos quedamos dormidos. A la mañana siguiente, reanudamos nuestra penosa marcha.
Nos encontrábamos al borde de la extenuación cuando, de repente, dimos con nuestros compañeros. Eran muchos. Nos dieron agua y alguien me metió algo en la boca, tal vez unas galletas. Nos instalaron para dormir, y, antes de caer rendido, noté que alguien me quitaba los pantalones.
Al caer la tarde nos despertaron y volvieron a darnos de comer. Al parecer, éramos los últimos supervivientes del avión.