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El avión daba tumbos en la oscuridad. Sobrevolábamos la zona marítima de Melanesia, en aguas del océano Pacífico. Habíamos sobrepasado el paralelo treinta y el Trópico de Cáncer.

En aquel momento, estábamos atravesando el cinturón tropical que rodeaba la Tierra. Pensé que en aquella zona la temperatura no baja de dieciocho grados ni siquiera en los meses más fríos. Hacía tres horas que habíamos despegado del aeropuerto internacional de Tokio.

Soy periodista. Un finlandés normal, un individuo cuya personalidad se caracterizaría por unos rasgos faltos de pretensión: educación mediocre, escasa ambición y una americana ajada. Tengo más de treinta años y soy el convencionalismo andante, cosa que de vez en cuando me irrita.

He escrito una cantidad colosal de artículos para diferentes medios de comunicación, muchos de los cuales han pasado ya al olvido al haber perdido su lozanía. Un artículo de actualidad es como una pista en la nieve: en el mejor de los casos, sólo hacen falta en invierno, la primavera se los lleva y en verano no queda ni rastro de ellos, ya no se necesitan y caen en el olvido.

Sobrevolábamos el Pacífico en un reactor Trident, en medio de una noche tormentosa.

El auxiliar de vuelo, un británico joven y de nariz larga, vino a sentarse a mi lado y comentó con naturalidad lo desagradable del tiempo y del meneo del aparato.

Le di la razón. Con sus incómodas sacudidas, el avión era como una coctelera llena de pasajeros. De vez en cuando, en la lejanía, un relámpago cruzaba el cielo, aunque no hubiese sabido decir si se trataba de relámpagos normales o de calor.

Me irritaba haber reservado mi plaza para ir a Australia justamente en aquel avión. Recordé que, hacía un par de años, un aparato del mismo tipo había caído cerca de París, y que, según los resultados de la investigación, el accidente pareció deberse a las características del motor. La compañía aérea había declarado algo así como que los estabilizadores horizontales del Trident habían tenido la culpa de la desgracia.

Y daba la impresión de que aquella misma tara afectaba ahora a nuestro aparato.

El auxiliar de vuelo sabía que yo era periodista. Me preguntó si trabajaba para los servicios de información de las Naciones Unidas. Cuando le respondí que no, me dijo que él tampoco y que la organización sólo había alquilado el aparato. El resto de los pasajeros, que en ese momento daban cabezadas en sus asientos, intentando dormir, eran enfermeras, comadronas, médicos y trabajadores forestales al servicio de la organización.

Le pedí al auxiliar que me trajese un vaso de zumo de naranja y él se levantó de su asiento, dispuesto a cumplir mi encargo. Pero en el último segundo cambié de opinión y le rogué que me trajese un whisky en lugar del zumo. Pensándolo bien, era lo mejor que me podía tomar con aquel sube y baja, añadí.

El auxiliar de vuelo sonrió y fue a buscarme la bebida. Al otro lado del pasillo viajaban dos mujeres con pinta de comadronas, las cuales me lanzaron una mirada de reprobación.

El auxiliar se sentó de nuevo a mi lado y durante media hora estuvimos hablando de esto y de lo otro. Daba la impresión de que la tormenta no hacía sino empeorar y el tipo se las vio y se las deseó para poder traerme una segunda copa. Él no tomaba nada. Procedente del asiento de delante, se oía un sonido leve, como de rascado. Al asomarme por entre los respaldos, vi a una rubia jovencita que se estaba limando las uñas. Al darse cuenta de que la estaba mirando, me guiñó un ojo con simpatía, pero no cruzamos ni una palabra.

El auxiliar de vuelo iba agarrado al respaldo del asiento delantero. El avión se agitaba cada vez más y yo me las veía negras intentando que no se derramara mi whisky.

Mi compañero se volvió hacia mí y me dijo en voz queda, para que los demás pasajeros no pudiesen oírle, que no tenía ni idea de dónde estábamos. Cuando le pregunté estupefacto cómo era posible, me contestó, aún más bajo si cabe, que, según él, el capitán tampoco tenía ni idea de adónde nos dirigíamos.

Añadió que no debería habérmelo contado, pero que, en realidad, eso no cambiaba nada: estábamos perdidos. Le sugerí que tal vez sería mejor hacer partícipe de la situación al resto de los pasajeros. El auxiliar insistió en saber si lo decía en serio, dado que él estaba totalmente de acuerdo. Y dicho esto se levantó y se dirigió hacia la cabina del piloto, dando tumbos por el pasillo.

Al cabo de unos instantes, la voz del comandante informó por los altavoces de que el aparato volaba a unos diez mil metros de altitud en dirección sureste, pero que, lamentándolo mucho, no tenía ni idea de cuál era nuestra posición exacta. La dirección y la altura sí que las tenía claras, especificó.

Continuando con sus explicaciones, el comandante Taylor —así dijo llamarse— nos soltó una perorata con mucho estilo, y vino a decir que no se trataba de que estuviésemos perdidos en el sentido estricto de la palabra, pero que, debido a las excepcionales condiciones meteorológicas, nuestra localización era un tanto ambigua, aunque no había motivo alguno para preocuparse.

Rogó a todos los pasajeros que se abrochasen los cinturones y apagasen sus cigarrillos. Las azafatas procedieron a repartirnos cojines para ponerlos sobre las rodillas. A continuación, hicieron una demostración del funcionamiento de las mascarillas de oxígeno, indicaron la localización de las puertas de emergencia de la cabina y de los chalecos salvavidas. Palpé el mío bajo el asiento y pensé en lo horrible que sería tener que ponérmelo.

Le mencioné al auxiliar de vuelo que ya nos habían dado aquellas instrucciones antes de despegar en Tokio.

—Esto no quiere decir necesariamente que corramos peligro —dijo mi compañero con muy poca convicción. Por su voz comprendí que las cosas empezaban a ser preocupantes.

Me pregunté si llegaría a pisar Australia, donde tenía que realizar un reportaje que llevaba dos años preparando.

Estas reflexiones no duraron mucho. El avión se inclinó de mala manera hacia la izquierda. Yo estaba sentado en el lado derecho del pasillo, junto a la ventanilla. Eché un vistazo por ella, pero sólo vi la oscuridad más absoluta. Mi vaso cayó al suelo sin que el auxiliar se percatara. Rodó tintineando a lo largo del pasillo hasta que acabó por estrellarse contra la puerta de la cabina del piloto y se hizo añicos. «Los trocitos de cristal traen suerte», pensé sin creérmelo mucho.

El avión se bamboleaba de un lado y del otro, y de repente se apagaron las luces. Tuve la impresión de que el motor de mi derecha había dejado de funcionar. No era sólo una impresión…

El Trident empezó a caer en picado hacia el mar.

La voz del comandante volvió a chirriar en los altavoces. Ya no estaba tan tranquilo. Pidió a los pasajeros que se preparasen para la evacuación. En plena noche, en plena tormenta, en medio del océano Pacífico.

Las mujeres empezaron a gritar. Se me taponaron los oídos y los ojos se me anegaron de lágrimas. El avión seguía precipitándose hacia el mar.

Después de un largo descenso, que me pareció eterno, el aparato consiguió enderezarse en una posición más confortable y se oyó de nuevo la voz del comandante, que anunció en la oscuridad: «En este momento volamos muy cerca del mar. El motor derecho ha dejado de funcionar. En breves instantes, procederemos a amerizar».

Exhortó a los pasajeros a mantener la calma y precisó que, con un poco de suerte, podríamos amerizar cerca de una isla. Nos informó además de que un avión de aquel tipo podía resistir el impacto sin sufrir daños muy graves y que tal vez tendríamos tiempo de abandonar el aparato por las salidas de emergencia antes de que se hundiera.

Me di cuenta de que el aparato inclinado hacia un lado empezaba a describir círculos sobre la superficie del mar y deduje que tal vez nuestro maravilloso piloto estuviese buscando un lugar apropiado, una playa lo bastante larga para realizar un aterrizaje de emergencia.

Las luces de la cabina se encendieron. Las azafatas se levantaron de inmediato y comenzaron a repartir chalecos salvavidas. Maldije a los idiotas que los habían diseñado, porque con las prisas las cintas se enredaban e iba a ser un milagro que todos consiguiéramos ponérnoslo.

Las luces se volvieron a apagar. En el lado izquierdo del avión se iluminó un cono de luz brillante, las luces de aterrizaje, probablemente.

De repente, fue como si el aparato hubiese chocado contra un muro. Todos nos estampamos de cabeza contra los respaldos de los asientos de delante, la sangre salpicó los cojines y las luces se apagaron definitivamente. El ala que se veía por mi ventanilla osciló y acabó por desgajarse, arrastrando con ella un trozo del fuselaje. En la oscuridad pude distinguir unas llamaradas, que sin embargo pronto desaparecieron.

Pueden imaginarse el caos que reinaba en el avión. Creí que habíamos chocado contra la ladera de un volcán melanesio, hasta que comprendí que simplemente habíamos amerizado. El agua es dura como la piedra cuando uno cae muy rápido o desde gran altura, y nosotros habíamos cometido ambos errores.

Pero lo que me extrañó nada más chocar contra el mar fue que éste no estuviese tan agitado como yo esperaba; las olas apenas alcanzaban un metro de altura. Más tarde comprendí la razón: el Trident se había precipitado en el interior de una barrera de coral.

A tientas, los pasajeros abrieron las puertas de emergencia y empezaron a saltar al mar. Noté que tenía los pies mojados, así que decidí imitarlos y me lancé al agua por el agujero del fuselaje donde había estado el ala del avión antes de desprenderse de cuajo. Como el chaleco salvavidas me mantenía en la superficie sin problemas, me quedé flotando heroicamente en las inmediaciones del agujero, dando consejos a voz en grito a los que todavía se encontraban dentro del aparato. Curiosamente el avión no parecía tener intención de hundirse en las profundidades, y la gente seguía saltando por la abertura del fuselaje.

Alguien había conseguido lanzar al mar una balsa salvavidas, en cuyos costados brillaban lucecitas. Poco a poco todos se iban acercando a ella chapoteando entre el oleaje y se asían a las sogas que la rodeaban.

Tonto de mí, en lugar de ponerme a salvo como hacían mis compañeros seguí nadando junto a la abertura del avión. Y, seguramente bajo los efectos de una conmoción cerebral, cometí una imprudencia aún más grave: me acerqué al agujero y me puse a gritar hacia el interior, sin prestar atención al hecho de que, en su voracidad, el mar había empezado a fluir a velocidad creciente hacia las profundidades del aparato. La enorme carcasa no dejaba de agitarse entre el oleaje y las olas me estamparon con tal fuerza contra su flanco, que varias de mis costillas consideraron pertinente romperse.

Ya no quedaba nadie dentro, así que mi demostración de heroísmo resultó encima innecesaria.

Finalmente, el avión comenzó a hundirse con gran rapidez, y fue entonces cuando me di cuenta de que tenía que salir huyendo a toda velocidad. A duras penas conseguí alejarme del gigante antes de que se hundiera. Su grandiosa carcasa me succionó y por unos segundos me arrastró bajo el agua, pero afortunadamente el chaleco me devolvió a la superficie.

La buena suerte o, mejor dicho, el hábil amerizaje del piloto británico me había salvado. Luego el mar hizo el resto, llevándome hasta la playa, donde conseguí salir del agua arrastrándome, no sin antes golpearme las rodillas repetidamente. Caí desplomado cuan largo era y me quedé allí, durmiendo por fin la mona que me había acompañado durante todo el vuelo de Tokio.