INVISIBILIDAD
Alex
Querido diario:
Un presidiario hojea ansiosamente un libro en su celda. El carcelero, intrigado, se acerca a él y le pregunta:
—¿Qué estás buscando?
El prisionero responde:
—Un pasaje que no encuentro.
Me han hecho volver a la escuela, y no ha sido nada agradable, porque todos los otros niños parecían estar al corriente de lo de mamá y han empezado a inventarse historias, diciendo que está chiflada y que yo intenté matarla, o que ella quiso matarme a mí antes de suicidarse. Cuando tía Bev me recoge en la puerta principal, los otros padres me miran y sonríen, aunque en realidad no paran de hablar y de decir cosas horribles sobre mamá.
Además, tampoco hablo con Ruen. Cuando me prometió algo especial por dejar que me estudiara, me puse contento, pero el otro día le pregunté por qué aún no me había dado lo que me prometió y él puso cara de haberlo olvidado todo.
Vale, ya sé que dije que se trataba de un secreto, pero ese algo especial era una casa nueva para mamá y para mí. Cuando nos hicimos amigos y me dijo que podría tener todo cuanto quisiera, pensé en pedirle una bici nueva. Recuerdo que mamá estaba en mi habitación, lo cual no es muy habitual, y Ruen era el Anciano; estaba de pie junto a mí, con las manos a la espalda, como de costumbre, y la cara arrugada como un pez. Me imaginaba la bici que quería, negra, con la palabra «Asesino» inscrita en uno de los lados, neumáticos muy grandes y el sillín plateado, en forma de calavera. Mamá estaba limpiando el alféizar de la ventana con un líquido que olía exactamente igual que Ruen.
—En este alféizar se podrían cultivar champiñones —dijo.
A pesar de que frotaba con tanta fuerza que tenía toda la camiseta empapada, aquella mugre negruzca no acababa de salir. Aunque no estaba lloviendo, los cristales de la ventana siempre parecían mojados.
—El ayuntamiento mete a gente como nosotros en sitios como éste y luego se olvida de ella —dijo mamá. Le vibraba la voz, porque se había arrodillado y movía hacia delante y hacia atrás el cepillo metálico, un ruido que yo no soportaba. Con la punta del dedo, hice un dibujo en el cristal empañado. Mamá se detuvo para recoger las gotas, presionando el paño contra la parte inferior de la pared—. A ver, no es que quiera el palacio de Buckingham; me conformaría con un sitio donde no corramos el peligro de morir fulminados por culpa de un cable eléctrico. —Se secó la frente con la palma de la mano—. Un castigo, eso es lo que es.
—¿Por qué un castigo?
Con la mano, se metió uno de sus largos mechones de pelo de color rosa detrás de la oreja, salpicándose la punta con un poco de espuma; parecía una nube.
—Por no ser la ciudadana perfecta. Por vivir de las prestaciones sociales. Porque recuerdo a las instituciones cómo han fallado.
—¿Qué son las instituciones, mamá?
Asintió con la cabeza, mirándome.
—Exactamente.
Se inclinó para sumergir el cepillo metálico en el cubo, se secó el otro lado de la cara y otra nubecita de espuma se posó en la otra oreja. Traté de no echarme a reír.
—Eso me recuerda algo —dijo—. Anoche vi a Fatty Mattews hablando contigo en la tienda de la esquina.
Pensé en lo que acababa de decir. Ni siquiera sabía quién era Fatty Mattews. Fui a comprar leche, y un tipo alto, gordo y calvo se acercó a mí y empezó a hablar de la escuela.
—… me lo dices, ¿de acuerdo? —decía mi madre—. Porque aquellos polvos no son de talco. Ni aunque te ofrezca un montón de dinero.
Dije que sí con la cabeza y terminé el dibujo de la ventana. Unos minutos después, mamá se dio la vuelta y se quedó mirándolo, perpleja.
—¿Qué es eso, Alex?
—¿Qué es qué?
Se puso de pie y el cepillo de metal fue a parar al suelo.
—Lo que has dibujado. ¿Qué es?
Me quedé mirándolo y pensé: «¡Mierda! Mamá no sabe quién es Ruen», y entonces traté de inventarme una mentira, pero mamá me estaba mirando fijamente.
—Es un hombre.
—Eso ya lo veo. ¿Por qué lo has dibujado?
Abrí la boca, y después de un buen rato, dije:
—Porque me aburría.
Mientras se lavaba la cara, se arrodilló delante de mí.
—Alex, ¿hay algo de lo que quieras hablarme?
Negué con la cabeza. Luego, tras pensarlo mejor, dije:
—Tengo hambre.
Me agarró con fuerza por los brazos.
—Escucha, lo que hizo papá… no tenía nada que ver contigo.
En aquel momento estaba pensando en pedirle una hamburguesa a Ruen. En lugar de la bici. A través de la ventana de una tienda había visto a alguien comiéndose una hamburguesa: al principio pensé que era un tótem o algo así, pero no. Era una hamburguesa, con dos gruesas y jugosas tajadas de carne, ensalada, una loncha de beicon muy gorda y queso derramándose en el plato; era tan alta que alguien la había pinchado con una bandera, como el monte Everest.
—… y con patatas fritas —dije.
Mamá dejó a medias lo que estaba diciendo y me miró con unos ojos como platos. Cuando hacía eso, se parecía a mí, porque normalmente tiene los ojos pequeños, hinchados y tristes.
—Alex, ¿has oído lo que te he dicho?
Ahora, los brazos me dolían de verdad. Asentí con la cabeza.
—Repítelo. Repite lo que he dicho.
Traté de recordarlo, pero mis tripas rugían y podía oler esa hamburguesa. Ella seguía diciéndome que repitiera lo que había dicho; las palabras afloraban a mi mente como las patatas en aceite hirviendo, «policía», «papá», «sangre» y «tuvo lo que se merecía».
—Aún eres demasiado pequeño para comprender algunas cosas —dijo mamá, suavizando el tono de voz.
Cuando por fin me soltó los brazos, respiré profundamente. Luego se llevó una mano a la boca y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—¡Oh, Alex! —exclamó—. Lo siento mucho.
Bajé los ojos y vi que en los brazos, donde me había agarrado, tenía dos enormes marcas rojas con la forma de su mano. Trató de borrarlas con las palmas, pero no desaparecían. Entonces me atrajo hacia ella y mi cabeza se quedó entre su mandíbula y su hombro, y ella me frotaba la espalda. Sentí en su pelo el olor a tabaco y a sudor, y también su olor, que es muy bueno. Tras un largo rato, se inclinó hacia atrás, me miró y descubrí una enorme sonrisa en su cara, algo que no veía muy a menudo.
—Si pudieras tener lo que quisieras, ¿qué pedirías?
—Una hamburguesa con queso y beicon.
—No, en serio, Alex. ¿Qué pedirías?
Miré los dibujos que había hecho en el cristal de la ventana, que empezaban como a fundirse. «Que vuelva papá», pensé, pero no lo dije porque sabía que eso la habría disgustado.
—Y tú, ¿qué pedirías? —pregunté.
Me miró, extrañada, y parpadeó tres veces seguidas. Luego sonrió.
—Creo que nunca me lo había preguntado nadie —dijo.
Se levantó y se quedó mirando fijamente el alféizar de la ventana.
—Una casa nueva —dijo, finalmente—. Sí. Una flamante casa nueva. Con jardín. Y tres…, no, cuatro dormitorios, con una habitación de invitados y todo lo demás. Puede que un gimnasio.
Empezó a andar de un lado a otro, describiendo cada una de las habitaciones con todos los detalles, por ejemplo, sin un desván asqueroso con moho ni los objetos personales de un muerto por todas partes, sin ratones ni vecinos que traficaran con drogas.
Ese mismo día, más tarde, le dije a Ruen que la casa que queríamos debía tener un jardín en la parte de atrás donde diera el sol durante el día; una cocina lo bastante grande para dos personas, con un horno que funcionara y, a ser posible, con un grifo que no goteara; un baño con cisterna, y paredes que no parezcan que el último inquilino la haya emprendido a golpes con ellas.
—Dalo por hecho.
—¿Qué?
Ruen entrecerró los ojos, con la mirada de «Alex es estúpido».
—Yo me ocupo de ello, Alex.
—¿Y cómo vas a ocuparte de ello? —le pregunté—. ¿Acaso tienes mucho dinero?
Ruen sonrió y me guiñó el ojo.
—Tengo poderes que tú desconoces. Una casa es una bagatela, mi querido muchacho. Si me pidieras un planeta, puede que me llevara tiempo. Pero podría conseguirlo.
Me eché a reír. «Un planeta», pensé. ¿Para qué iba a querer un planeta? Pero Ruen es así. Un poco esnob, al menos cuando es el Anciano. Alza los ojos al cielo cuando juego a fútbol y me dice que mis dibujos de esqueletos son propios de un «diletante», lo cual significa que son una mierda. Según él, debería leer algo llamado Chéjov, y soy un inculto por no aprender a tocar el piano.
Pero luego intenta lo que veo que hacen los otros demonios: me sugiere que haga algo malo, como que un foco de la Opera House se desplome sobre la cabeza de la madre de Katie. Pero me dio demasiado miedo hacer eso. Luego me dijo que era tonto por no haberlo hecho, porque habría sido Terry quien lo hubiese dejado caer y porque la madre de Katie pega a su hija porque es una borracha y porque siente envidia de ella. «¿Cómo es posible que una madre sienta envidia de su propia hija?», le pregunté, y él me dedicó de nuevo esa mirada, como si fuera estúpido.
Entonces, anoche, Katie sólo se presentó en los ensayos para decirle a Jojo que no podía quedarse. Luego, cuando la vi en la puerta, tenía un enorme cardenal negro en la mejilla y la cara hinchada; Jojo le dio un abrazo, Katie me saludó con la mano y se fue. Alcé los ojos para mirar el foco y pensé: «Ruen tenía razón». A veces, a la gente que es mala deberían pasarle cosas malas, de lo contrario, las cosas malas ocurren una y otra vez.
No creo haber hecho nunca lo que Ruen me pide que haga, por eso no sé por qué le conté a Anya quién era cuando me lo preguntó. A veces, sus amigos vienen y también me piden que haga cosas, como robar dinero del bolso de mamá para poderle comprar una tarjeta del día de la madre; en una ocasión, uno de ellos se pasó un montón de tiempo planeando una venganza contra un vecino que nos rompió el cristal de una ventana. Les dije a todos que se largaran y que me dejaran en paz. Es cierto que le permití a Ruen que me estudiara, pero eso no significa que yo no tenga cerebro y que deba hacer todo lo que él diga como si fuera un asno o algo parecido.
Además, sé qué le ocurrió a mamá. No creo que Ruen se dé cuenta, y yo no se lo digo. Pero a veces, cuando ella se pone triste, veo demonios a su alrededor que le hablan, y cuanto más hablan con ella, más triste se pone. Entre dientes, les digo que se vayan, pero, normalmente, sólo se ríen en mi cara.
Me da mucho miedo que sigan hablándole a mamá y que ella siga tomándose píldoras y nunca vuelva a despertarse. Quiero contárselo a Anya, pero no sé qué pensaría al respecto.
Aun así, cuando Anya se presenta en casa, me pongo muy contento. Le he preparado una tostada con cebolla y un vaso de leche y lo he colocado todo en la mesa, como si fuera una invitada. Tía Bev está muy sonriente. Agitando un dedo hacia mí, dice:
—Hoy parece un Chaplin en miniatura, ¿verdad?
Anya mira lo que llevo puesto y dice:
—Es un traje muy bonito, Alex. Y la pajarita es un detalle muy elegante.
—Alex se viste solo —oigo que tía Bev le dice a Anya, en un susurro—. He encontrado un armario lleno de ropa del anciano que vivió aquí. Creo que Alex complementa su ropa con esos viejos trajes. Mañana me lo llevaré de tiendas.
«Me lo», pienso. Creo que es de mala educación que hablen de mí como si no estuviera presente. Miro la barra de ducha plateada de tía Bev que hay en la puerta y trato de levantar la cabeza, pero no logro alcanzarla. Me subo al sofá y luego a la mesa que hay al lado. Me apoyo en el umbral de la puerta y paso un pie por encima de la barra para colgarme de ella como un murciélago, como hacía tía Bev.
—¿Alex?
Veo a tía Bev y a Anya, pero boca abajo. La mesa del comedor parece flotar en el aire, el sillón azul es como si estuviera pegado al techo y todo tiene un aspecto tan distinto que me echo a reír.
Anya se acerca y me agarra por los hombros.
—Ten cuidado —dice.
Me saca el pie de la barra y, cuando me deslizo lentamente, me coge en brazos. Luego me da la vuelta. Me siento mareado.
—¡Bravo! —exclama Anya—. Eso no es nada fácil, ¿sabes? Aunque la próxima vez será mejor que me avises. No quiero que te rompas la crisma.
Anya me despeina y yo estoy muy sorprendido de que nadie me haya gritado. Se sienta a la mesa, esperándome.
—Estaré ahí mientras habláis, ¿de acuerdo? —le dice tía Bev a Anya en voz alta, señalando la cocina.
Anya asiente con la cabeza.
—Estupendo. ¿Va a preparar una buena cena?
Tía Bev se asoma desde la cocina y arruga la nariz.
—Me encantaría, Pero en la despensa de mi hermana sólo hay ketchup y —me lanza una mirada— lo que han dejado los ratones.
—Podría preparar un buen risotto —dice Anya, aunque por la expresión de su rostro parece disgustada.
Tía Bev aprieta la mano contra la frente y luego, muy deprisa, hace la señal de la cruz.
—Iremos a M & S —me dice, y luego, volviéndose hacia Anya, levanta ambos pulgares.
—¿Qué es un risotto? —le pregunto a Anya.
—¿Nunca has comido risotto?
Me siento a la mesa y niego con la cabeza.
—Es como el arroz —dice ella.
—¿Arroz?
Me mira como si no me entendiera y dice:
—¿Tampoco has comido nunca arroz?
Niego de nuevo con la cabeza. Mamá dice que sólo tiene sesenta libras a la semana para pagar todas las facturas, y que con todo lo que gasto en blocs de dibujo y latas de comida para Guau somos afortunados por no tener que vivir del aire.
—¿Sabías que se pueden comprar cebollas para toda una semana por menos de una libra? —le digo a Anya.
La expresión de su rostro cambia. Es como si lo que acabo de decir le hubiera recordado algo. Se inclina hacia delante y saca un cuaderno del bolso, luego un bolígrafo, luego un estuche enorme y finalmente un gran bloc de dibujo. Me tiende el estuche y el bloc de dibujo.
—¿Para qué son?
—Sé lo mucho que te gusta dibujar —dice—. Me encantaría que dibujaras algo para mí.
Abro el estuche y exclamo:
—¡Qué guay!
En su interior hay pasteles y lápices de colores. Me encantan los pasteles, porque puedo lamerlos para suavizar el tono, y eso es genial.
—¿Qué quieres que te dibuje? —le pregunto, aunque ya he empezado a lamerme el dorso de la mano para humedecer un pastel de color amarillo con saliva.
Anya no dice nada; sólo me observa mientras me pongo a dibujar. Ni siquiera sé qué estoy dibujando, pero me parece lógico usar el amarillo. Empiezo con un sol con espirales en vez de rayos, porque a veces los rayos parecen una araña, y las arañas son asquerosas.
—¿Por qué no me haces un retrato de tu madre? —dice Anya.
Cojo un lápiz de color melocotón y otro amarillo y empiezo a dibujar. Lo primero que hago es la cara de mamá, que tiene forma de huevo y las mejillas hundidas, y luego las piernas, que parecen dos palos. Cuando ya he terminado, Anya ladea la cabeza y señala el dibujo.
—Alguien lleva en brazos a tu madre. ¿Quién es?
Observo el dibujo y me doy cuenta de que me olvidado de dibujar mi pajarita. Cojo en seguida un lápiz rojo y la dibujo.
—Yo la llevo en brazos —le explico a Anya, y luego empleo un lápiz azul para pintar mis ojos y uno gris para pintar los de mamá.
—¿Por qué llevas a tu madre en brazos en este dibujo?
No estoy seguro.
—Porque puede que tenga una ampolla en los pies. O porque quizás está demasiado cansada para poder andar.
Anya asiente con la cabeza. Cojo un pastel rojo y pinto unos puntitos de sangre en los pies de mamá para explicar por qué la llevo en brazos.
—¿Qué me dices de Guau? ¿Podrías dibujarlo?
Cojo un lápiz blanco y otro negro y dibujo a Guau con la cabeza debajo de los pies de mamá, porque si yo llevara a mamá así, está claro que él me ayudaría. Anya respira profundamente.
—¿Y a tu padre? ¿Podrías dibujarlo?
Echo un vistazo a los colores. No sé qué colores emplear para papá. Ni siquiera recuerdo de qué color tenía los ojos, y, por un instante, eso me da miedo. Luego, Anya dice:
—Si no eres capaz de hacer un retrato de tu padre, ¿podrías dibujar lo que te venga a la cabeza al pensar en él? Aunque sólo sea un garabato.
Parpadeo cuatro veces. Cojo un pastel azul y me pongo a dibujar.
—¿Eso es un coche? —pregunta Anya.
Asiento con la cabeza.
—¿Tu padre tenía un coche azul?
Niego con la cabeza. Ella simplemente asiente y se queda mirando el dibujo. Mis manos están rígidas y mi corazón late a toda velocidad.
—Una vez lo vi con un coche azul —le explico.
Anya asiente y sonríe.
—¿Y qué me dices de Ruin? O alguna de esas personas que ves. ¿Podrías dibujarlas?
Esperaba que se hubiera olvidado de Ruen. No me gustó que Ruen me pidiera que le hablara de él, pero sentía que debía ser sincero con ella, porque parece la clase de persona con quien puedo serlo. Miro a mi alrededor. Ahora hay un demonio en la cocina, con tía Bev. Es una mujer demonio, pero nadie lo diría, porque lleva un vestido blanco ceñido a la cintura y es bajita, con el pelo rizado, castaño, y por su aspecto debe de comer un montón de pasteles. Sin embargo, cuando me mira, sus ojos son negros y me siento mal.
—¿Quién es? —pregunta Anya, señalando el dibujo.
—No lo sé.
—¿Es Ruin?
Golpea con el dedo el retrato de Cabeza Cornuda, aunque no he dibujado demasiado bien el cuerno rojo, que parece un garabato. Niego con la cabeza y lo borro con el pulgar. Mientras jugueteo con las raídas puntas de mi pajarita, digo:
—Me gustaría contarte más cosas de Ruen, pero creo que tú pensarías que estoy loco y que Ruen sólo está en mi imaginación.
Anya parece sorprendida.
—¿Ruin vive en tu imaginación?
Niego con la cabeza, muy despacio.
—No estoy seguro de dónde vive. Seguramente en el infierno. Pero desde hace mucho tiempo suele vivir casi siempre conmigo.
—¿Desde cuándo, más o menos?
Me encojo de hombros.
—Desde que mi padre murió.
Ella asiente con la cabeza y escribe algo en su cuaderno.
—¿Y dónde duerme Ruin? —me pregunta, mientras escribe.
—No creo que duerma. Va y viene. A veces desaparece y no lo veo.
—¿Durante cuánto tiempo desaparece?
Me encojo nuevamente de hombros.
—A veces durante unas horas. Normalmente lo veo todos los días, al menos tres veces. En ocasiones sólo camina arriba y abajo por el pasillo.
—¿Por qué camina arriba y abajo por el pasillo?
—Creo que se aburre.
—¿Por qué se aburre?
Cuando ya estoy harto de responder por Ruen, aparece en un rincón del salón. Me inclino hacia él y le pregunto:
—¿Por qué te aburres?
Eso deja estupefactos tanto a Anya como a Ruen, que ahora tiene el aspecto del Anciano. Tía Bev sigue en la cocina, canturreando. Ruen tiene una expresión extraña, como si hubiera convertido el ceño en la entrada de una cueva. Le cuelgan los ojos, como los de Guau.
—¿Está aquí ahora? —pregunta Anya, con unos ojos como platos.
—Nunca se perdería una conversación que hable de él, ¿verdad, Ruen? —digo, mofándome de él, que frunce el entrecejo—. Por. Qué. Te. Aburres.
Finalmente, responde.
—Porque no me ven —dice, con voz muy ronca, como si hubiera estado fumando.
Me lo imaginaba. Se lo digo a Anya.
—¿Por qué no le ven? —pregunta—. O sea, ¿por qué sólo tú puedes verlo?
Le digo que sí y luego recuerdo algo que Ruen me comentó hace tiempo.
—Dice que los demonios son ángeles del infierno de la vieja escuela, una cultura tan antigua como el mundo. Los demonios tienen alma, pero no tienen un cuerpo humano. Eso supone un gran problema para ellos, y por eso hacen cosas para ganar puntos.
—¿Qué clase de cosas hacen? —pregunta Anya.
Tiene que pasar la página de su cuaderno, porque está llena de garabatos. Guardo silencio durante medio minuto, porque hay un demonio justo encima de Anya, y está tan gordo que su piel se desparrama en torno a su cuerpo como una montaña de helado. Es como si se hubiera tumbado sobre la espalda de Anya, tratando de ponerse cómodo. Bosteza y luego desaparece. Respiro, profundamente aliviado.
—Pensé que iba a aplastarte —digo, sin querer.
—¿Cómo?
Niego con la cabeza y recuerdo lo que me ha preguntado.
—Ruen dice que le gusta hacer caer a los humanos hasta lo más bajo. Entonces, los demonios ganan un premio llamado apariencia humana.
—¿Se convierten en humanos?
Niego con la cabeza.
—No, sólo parecen humanos, pero, en realidad, ni siquiera así consiguen que los vea nadie. Y me parece muy extraño que uno pueda aburrirse de la invisibilidad —le digo a Anya—. ¡Ser invisible sería guay!
Empiezo a hablarle a Anya de todo lo que haría si me volviera invisible. Ella lo apunta y levanta la mano.
—¿Puedes hacerle una pregunta a Ruin?
Lo miro, un poco enfadado. Estoy harto de hablar de él y desearía no habérselo mencionado, porque acapara toda su atención. Ruen sólo mira al vacío.
—Vale —le digo a Anya.
—Un momento, ¿dónde está Ruin? —pregunta ella, echando una ojeada al salón.
Le señalo el lugar donde se encuentra, frente a la ventana, junto al sillón azul.
—Allí —digo.
Anya se da la vuelta en su silla para poder ver el lugar exacto. Señalándolo, dice:
—¿Allí?
Ruen parece sorprendido al ver que le señalamos tanto con el dedo y por un instante pienso que va a desaparecer.
—Sí, allí. —Me levanto y me coloco a su lado. Me mira de arriba abajo, con el ceño fruncido. No parece enojado, sólo un poco aturdido. Extendiendo los brazos, añado—: Justo aquí.
Anya asiente con la cabeza.
—Alex, ¿podrías levantar la mano y tocarle la cabeza? Así sabré lo alto que es. Porque sólo tú puedes verlo.
Me pongo de puntillas para medir la altura de Ruen. Mis dedos rozan su cabeza pelada, fría y suave. Anya sonríe y escribe algo.
—Ruin parece alto para ser un niño —dice—. Me dijiste que era un niño, ¿no?
Le digo que no con la cabeza.
—Es viejo.
Más notas en el cuaderno.
—¿Podrías decirme cómo va vestido?
Se lo digo. Podría decírselo con los ojos cerrados: cuando es el Anciano, siempre viste igual. El mismo traje marrón polvoriento que siempre huele a perro muerto. Me entran ganas de vomitar. No le digo que a veces es un monstruo, y nunca le hablaría de Cabeza Cornuda, porque cuando tiene esa apariencia me da mucho miedo.
—Entonces, los dos lleváis traje. —Anya se echa a reír—. Os copiáis un poco la ropa, ¿verdad?
Me quedo mirando los hilos negros que cuelgan del dobladillo del traje de Ruen y luego el cuello de la camisa, tan verde y áspero que parece que alguien hubiera escupido en él, y digo:
—Yo nunca me vestiría así.
A continuación, Anya me pide algo extraño:
—¿Podrías decir lo que está pensando Ruin?
Me quedo mirándolo. Él también me mira y levanta una ceja, como si también sintiera curiosidad. Miro de nuevo a Anya.
—Es evidente que no puedo decirte lo que está pensando. Eso me convertiría en alguien que puede leer la mente, ¿no?
Ella sólo sonríe. Y entonces lo veo claro: cree que le estoy mintiendo. Piensa que me lo estoy inventando todo. Siento arder mis mejillas. Abro y cierro los puños.
—No quiero volver a hablar de esto —le digo a Anya—. ¿Puedo ver a mi madre, por favor?
—Espera un momento, Alex —dice rápidamente, dejando el bolígrafo en su regazo—. Me gusta saber cosas de Ruin. Quizás podrías hablarme de sus aficiones.
Miro a Ruen y él pone los ojos en blanco.
—Dile que me encanta el genocidio —dice.
Estoy a punto de decírselo, pero entonces recuerdo lo que significa «genocidio». Pienso que ella me miraría extrañada y decido callarme. Mientras guardo silencio, tía Bev sale de la cocina con una enorme sonrisa y se inclina frente a mí.
—Si le cuentas a esta señora tan simpática todo lo que ves, podremos ir a ver a mamá, ¿de acuerdo, Alex?
—¿Hoy?
Tía Bev mira a Anya y luego asiente con la cabeza.
—Sí, hoy.
Emocionado, le cuento a Anya que también veo a los amigos de Ruen y que algunos de ellos son terroríficos y parecen dragones, y que otros parecen robots con aspecto humano y tienen los ojos rojos.
—¿Cómo Terminator? —pregunta ella.
Pienso que sí, que ése es exactamente el aspecto que tienen. Y entonces me pregunto si James Cameron, el director de la película, ve lo mismo que yo y si Anya también podría hablar con él.
Oigo a tía Bev susurrándole algo a Anya sobre «identidad masculina» y Arnold Schwarzenegger. Anya asiente con la cabeza y dice:
—Potencialmente.
—Hablemos un poco más de Ruin —dice Anya, volviéndose hacia mí—. ¿Qué le gusta comer?
Pero yo ya estoy harto. Lo único que quiero es ver a mamá. Por eso digo:
—¿Por qué quieres saber tantas cosas de Ruen? No es más que un pobre viejo chocho que sólo es capaz de hacer falsas promesas y quejarse de que nuestro piano es una mierda.
Echo una ojeada a Ruen, esperando que se enfade conmigo por haber dicho eso. Y parece muy enfadado, y no sólo conmigo. Mira por encima de mi hombro, hacia la puerta. Sigo su mirada, pero no veo nada.
—¿Alex? —oigo decir a Anya.
—¿Qué ocurre? —le pregunto a Ruen.
Pero él no me responde. Me enseña los dientes, como Guau cuando se enfada; su cara se está volviendo de un intenso color rojo. Entonces se transforma en monstruo delante de mí; de repente, sus brazos cortos y delgados revientan la camisa y se vuelven oscuros y borrosos, y sus ojos se meten dentro de su cabeza. Se vuelve tan alto que su cabeza se dobla contra el techo, y en vez de tener su extraña piel violácea de monstruo, parece un denso humo negro con ojos y un agujero como si fuera el centro de un tornado allí donde debería estar su boca. Y en medio de ese agujero hay cuatro largos colmillos. Entonces se vuelve hacia mí, pega un salto y yo grito:
—¡Ruen!
Cuando alzo la mirada veo que, retorciendo su cuerpo, se ha lanzado hacia la otra punta del salón, estrellándose contra la puerta. Yo empiezo a gritar. Al verlo estrellarse contra la puerta, tengo una sensación muy rara. Siento un dolor tan agudo en el pecho que me desplomo en el suelo.
—¡Alex! —oigo gritar a Anya.
Entonces tía Bev entra corriendo en el salón y Ruen suelta un largo y profundo rugido. Y a continuación ya no hay nada.